sábado, 28 de junio de 2008

Santa geografía: 2/Cartago

“Esse delendam” concluía el viejo Catón. “Debe ser destruida”, un mandato que se fue transformando en maldición a través de los siglos. Quién sabe si la misma no naciera de la terrible desazón de Dido, que la impulsó al abrazo del fuego. Un sucederse de derrotas, que comenzaron con el abandono del pío Eneas. Griegos, romanos y árabes marcaron con dureza el límite de sus ansias. Quizás su tragedia haya sido la falta del hálito sagrado que confiere a los pueblos un imperio que extienda su mito más allá del comercio. Su origen fenicio nunca fue desmentido.

También puede ser el castigo que Dios infiere a quienes perseveran en ofenderlo con ofrendas que repugnas su naturaleza. Esa insistencia tardía en sacrificar humanos era un escándalo para una antigüedad que ya había abandonado hace mucho esas oscuras prácticas. Sobre todo por el carácter de las víctimas, que apenas nacidas eran arrojadas desde la altura de lúgubres templos a la hoguera. Con tozudez, nunca dejaron de ceder ante la seducción de las llamas. Su reina se arrojó a ellas, con todos sus hijos, cuando Roma ya doblegaba sus murallas triples. Aquel imperio frágil terminó como había comenzado. Un perfecto círculo de fuego.


Pero una vez más el mundo la vería resurgir de aquellas cenizas. En aquellos últimos años de débil sujeción a Roma, brillaba nuevamente con una lucidez inusitada. Sus dos puertos de geométricas formas, resabios de la ingeniería púnica, estaban atestados de barcos que cargaban los granos destinados a abastecer a la famélica Europa. Ya se había diluido la sal que plantaran como una sentencia las legiones de Escipión. Ahora concentraba en sus espigones la riqueza de un continente ignoto de marfil y oro.

Estaba dominada por una acrópolis que unía a su fortaleza, otrora inexpugnable, templos que los romanos habían suavizado con la dicción latina. A sus pies y hasta el mar se derramaba un caos de gritos y de casas, en donde sobresalían las severas construcciones públicas de un mármol que guardaba para el ocaso un resplandor dorado. Era un lugar sin pasado, con un presente prestado que reunía una diáspora de gentes de lenguas arcanas que se mezclaban con dialectos nuevos. Las calles atestadas de prostitutas y filósofos se ofrecían en un mercado de carne y de espíritu, que arrasaba con cualquier atisbo de virtud mal plantada.

Allí se aprendía la gramática y la retórica en escuelas con jardines suaves. Resabios de estoicos y epicúreos combatían en sus ágoras junto a santones de barbas orientales, faquires de la India y anacoretas de un cristianismo desbocado.
La Iglesia recodaba aún las agrias disputas de Cipriano, y sufría la concurrencia de viejas doctrinas y nuevas herejías.

Quien estaba destinado a ser referente secular de la doctrina se dejó arrastrar por el aluvión de esa ciudad tumultuosa. Sucumbió a sus atracciones, al teatro y a sus mujeres, y recaló en las tranquilas playas de la dualidad maniquea. Los vapores que emanaba la superficie de la urbe hicieron imposible que la fe llegara a ese corazón ardiente. El fuego arrasador de Cartago fue demasiado para su juventud.

sábado, 21 de junio de 2008

Santa geografía: 1/Tagaste

Siempre me fue fácil imaginarla. La ausencia de datos es buena aliada de la imaginación. Hasta su lugar en el mapa permanece incierto, sólo coordenadas esquivas. Algún lugar de lo que hoy es otro lugar, que nada recuerda ya de lo que fue. Todo ha sido borrado y no es el tiempo el único artífice de este olvido. Lo es también la Historia y el paso rutilante de la Media Luna y su sed iconoclasta. Hoy su nombre, Souk-Ahras, es el testimonio de esa espesa pátina que recubre su pasado. Y pensar que aquellas ciudades fueron el primer vergel de la cristiandad. Una terrible lección permanece inalterable, escrita en la ausencia de esos parajes sin memoria. Una historia que habla de morir en el desierto, para renacer de nuevo en las incultas forestas de Europa.

Fue la periferia de un imperio que decaía sin remedio, sometido a los rigores se su propia grandeza. Una orilla rica, pero de importancia escasa, una estrecha ciudad de una pequeña provincia. La imagino abrasada por el sol del mediodía, polvorienta y arrebatada por vientos calientes de arena. La intuyo de una monocromía terrosa de pequeñas ventanas y patios generosos a la usanza de la inalcanzable Roma. No estaba sobre el mar, pero suficientemente próxima como para sentir algún resabio de brisa marina. Su patio de atrás era un desierto y más allá, la nada. Era una meseta alta, de buenos viñedos que se bebían endulzados en las pocas tabernas que alegraban la monotonía de la tarde.


Seguramente contaría con algunos monumentos, legados del poder romano que hacía sentir su huella y mitigaba con el mármol la violencia de su yugo. Habría alguna pequeña basílica laica de dos ábsides, unos templos vacíos de dioses y altares manchados con la sangre reseca de un antiguo sacrificio. También imagino los bullicios del pequeño mercado, con sus telas de colores vivos y sus fragancias insinuantes. Y veo la dignidad que siempre aporta alguna columnata esparcida en un pórtico, generoso de sombra. A su reparo se debatía con encono la nueva religión del imperio, que se llamaba Filosofía.

Los cristianos ciertamente eran una minoría compensada con la vivacidad que alienta lo nuevo. Recién saboreaban la libertad de poder profesar su fe, aunque el recuerdo próximo de sus mártires los hacía todavía cautos. Su organización precaria ganaba adeptos, pero todavía por muchos era considerada más bien una fe de esclavos. Un entusiasmo desbordante los hacía triunfar con facilidad frente a los resabios de las cansadas viejas religiones atestadas de dioses. De todos modos, era una cultura pagana la que impregnaba la vida, los gestos, el derecho y sobre todo la escuela, donde se enseñaba con férreos métodos la gramática griega.

Esa suma de ingredientes dispares que se cocían lentamente en el pequeño caldero de Tagaste fue el alimento que dibujó el destino de su hijo predilecto. El que debía salvarla del olvido para siempre. Las tenaces enseñanzas de su madre mezcladas con los rigores de sus maestros clásicos fueron el alimento de su futura síntesis de cíclope. Salvar esos dos mundos fue su obra. Y fue en aquella minúscula ciudad del África que se plantó la semilla de donde florecería el árbol a cuya sombra se cobijó por siglos Occidente.

viernes, 20 de junio de 2008

martes, 17 de junio de 2008

¡¡Estás iguaaaaaal!!



¡¡FELIZ CUMPLEAÑOS!!


(1962-2008)

sábado, 14 de junio de 2008

Todos estos años de gente

("La la la", Luis Alberto Spinetta)

En el extremo de la calle
la florista se emborracha con Legui
y la ciudad la mambea un instante
y la devuelve en su silla.

Todos estos años de gente,
todos estos años de gente.

Frente a los vidrios de un banco
un anciano desfallece sin nombre
los pordioseros lo reclaman
desde un pozo en el aire de Ezeiza.

Todos estos años de gente,
todos estos años de gente.

Hay un tinglado inconcluso
donde moran dos bolitas ilegales pero limpios
y entre las lluvias y los falcon
ya no viven ni adentro ni afuera.

Todos estos años de gente,
todos estos años de gente.



El tiempo es aritmética, simple sucesión de elementos idénticos. Cuando se lo enfrenta en su esencia, nos asalta una angustia irremediable. Lo que inquieta es la desnuda percepción de su fluir. Esa maldita gota que cae rítmica y que nos clausura el sueño. Quizás sea el comprender que estamos hechos irremediablemente de esa sustancia que no puede fijar nuestra conciencia. El futuro que todavía no es, el pasado que ya fue y el presente que no podemos asir, como señalara en forma temprana San Agustín. Mas tarde, Kant se aventurará sobre esta vía para sentenciar que el tiempo no sólo transcurre en nuestro interior, sino que sólo es como forma de nuestra sensibilidad.

Será por eso que para medirlo nos servimos a menudo del espacio. El lento transitar de las agujas nos regala la tranquilidad de todo mecanismo. Lo mismo el sol, reloj de un Universo que intuimos en buenas manos. Cuando el tiempo se vuelca en geometrías, se hace manejable. El espacio es una materia conquistable y el movimiento es también aliado nuestro. El tiempo que transcurre en un viaje se soporta mejor que el que se consume esperando en una esquina.


También el tiempo se puede contar sirviéndose de hombres que dividen la historia en edades. Cortarlo con eventos humanos siempre ha sido un recurso para establecer geografías que enfrenten su escurridiza inmaterialidad. Se clavan como estacas nacimientos, muertes o batallas; gobiernos, revoluciones y nuevos gobiernos peores que los que propiciaron aquellas asonadas. Sirve también contar a partir de los mundiales, en su siclo cuaternario, hecho de triunfos y desazones inolvidables.

Los años de gente sin embargo apuntan a dejar el tiempo en su estado primigenio.
No es un partirlo en sucesos notables, sino un percibirlo en su sucederse sin anécdotas. Un tiempo transitado por gente olvidada. Personajes urbanos que cruzamos a diario y que dibujan el tiempo en su discurrir cansino, desprovisto de accidentes. La florista, el anciano y los bolitas componen una trinidad de exiliados. Se encuentran a la intemperie en el silencio que adquieren los que nos saben sordos. Todos carecen de un lugar en donde estar y, arrojados al costado de todo territorio, se convierten en metáfora perfecta del tiempo. Desde allí nos cuestionan como los granos de arena que se amontonan antes de escurrirse por la hendija de vidrio.

Aprender a mirarlos es un camino tan arduo como adquirir la conciencia de Heráclito, que lloraba al pensar en el río que se escurría entre sus piernas. El tiempo no pasa solo, sino que arrastra en su corriente a la gente olvidada. No son sólo años, no son todos los años: el tiempo se encarna.

Son todos esos años de gente.

domingo, 8 de junio de 2008

Cuatro abuelos: 4/Mamama


Mi infancia terminó el día que abandonamos la casa. Fue para vivir todos juntos con ella, que también dejó la suya. Los años que siguieron, aquellos decisivos de mi primera juventud, discurrieron alrededor de su figura, una presencia dominante. En el fondo de aquel departamento inmenso, había armado su minúsculo palacio, que estaba encastrado como una caja china. Desde allí ejercía su influencia hecha de opiniones certeras sobre todos los ámbitos de la vida familiar. Tenía una idea cartesiana de lo que ésta debía ser.

Su realismo era de aquellos descarnados. No había lugar para idealismos fáciles, ni posibilidad de evasiones. El mundo se presentaba con nitidez preclara a su conciencia. Estaba bien informada, ávida lectora de matutinos que reforzaba con “La Razón” por las tardes. Su ancianidad nada tenía que ver con un retiro voluntario a lugares tranquilos. Tampoco cabían las fugas al pasado, el alimento del realista es el presente absoluto.

Su vida se desarrollaba en una faja horaria más propia de una adolescente que de una octogenaria. En las horas altas de la noche se producían nuestros encuentros más profundos, cuando descorría para mí los velos donde se ocultaba un pasado recordado con una precisión que cerraba el camino a los excesos de la nostalgia. Desde allí llegaban hasta mí las fragancias de una vieja quinta de Adrogué y también los sonidos de alguna sonatina ensayada en la tarde de un piano olvidado. Un mundo prehistórico.

Los años compartidos fueron de aquellos multitudinarios, propios de una casa que albergaba un abanico amplio de generaciones. Afuera también bullían las calles, pero a ella difícilmente la seducían las promesas, era impermeable a la retórica. Miraba algo sorprendida todo aquel desfilar de personas que, como en un rito, surcaba el pasillo para saludarla en el fondo de su living de miniatura. Sentada en su sillón, y acompañada por lúgubres campanadas de reloj, mantenía una conversación siempre vivaz. A la hora de las comidas emprendía su caminata de pesados pies hasta el poblado comedor, para dirigir, hacia el final, la sencilla ceremonia de servir el café.


Profesaba una fe robusta que no temía la aridez del cumplimiento. Su religión tenía más de rigores hebraicos que de arrebatos propios de algunos misticismos cristianos. Prácticas sencillas y devociones austeras conformaban su vida de creyente en un Dios al que trataba sin demasiados rodeos. Quizás el rezo del rosario era el oasis que permitía que se mantuviera fértil. Lo rezaba con la cabeza blanca algo echada hacia atrás, balbuceando lentamente avemarías, mientras que entre sus dedos resbalaban cuentas de un vidrio violáceo.

Esperó la muerte a cara descubierta, pero llegó lentamente, como un invierno en el que tarda el frío. Se fue quedando quieta y luego permaneció callada en su cama durante largos meses. Como una lámpara que consume su aceite, su corazón se detuvo en un tórrido enero. En su testamento me dejó sus alianzas, un legado cargado de sentido, que me une a ella de un modo casi físico. Mi vida de adulto comenzó con su partida.

lunes, 2 de junio de 2008

domingo, 1 de junio de 2008

Despidiendo al erizo*


*Emmanuel Levinas (Lituania, 1906-París, 1995)