domingo, 31 de julio de 2011

Blind Melon

En el sistema solar de las frutas, al melón le corresponde el lugar de Júpiter. Por su perfecta redondez y también por su tamaño, solamente superado por la oblonga sandía, que a mi juicio es un astro caído de otra galaxia. Es el melón un planeta de tersura perfecta, que se manifiesta en general con un frágil amarillo que hace equilibrio para no deslizarse hacia el territorio inmaduro del verde o bien caer a un precipicio pasado de naranja.

Viene al mundo con un andar rastrero, guarecido entre las hojas gigantes de su planta. Allí, echado por tierra, mira los otros frutos mecerse aéreos entre las ramas y seguramente piensa que difícilmente exista un árbol capaz de sostenerlo. Su origen se remonta a los pantanos del Nilo, en donde creció al ras de aquellos limos iniciales, entre gatos sagrados y momias de ojos pintados. Su perfume endulzaba la siesta de los faraones y también la fatiga del esclavo judío, en las tardes de aquel imperio somnoliento de siglos.

Su redonda estructura guarda celosa desde entonces su secreto hecho casi exclusivamente de agua. Su sabor es tan tenue que solo se descubre con argucias. En primer lugar, el tacto, mediante un ligera presión de los pulgares en el ápice de ambos hemisferios. Si estos son blandos como la mollera de un recién nacido, el destino será prometedor. Después se procede a oler su superficie pegando bien las narices, como quien besara una sagrada frente. Por último, el oído, agitándolo con fuerza y esperando algún sonido que delate su madurez, aunque creo que esto último sea una verificación inútil. El melón es un fruto mudo.


La incertidumbre del gusto es una constante de las frutas, por eso enfrentarlas siempre resulta una aventura. Sobre el costado de la ruta donde antaño se vendían he visto a la gente actuando como ciegos antes de concretar su compra. Solo unas horas más tarde se vería la eficacia de aquellos ritos, cuando ante el preciso paso del cuchillo, abriera sus entrañas, dispuestas a hacer frente al calor de un agobiante verano. Porque, más allá de su gusto, el melón es siempre una esperanza de genuina frescura.

Muchos son los matrimonios que han sellado las frutas, pero no cabe duda de que el del melón es de los más singulares. No se sabe con certeza quién fue el que le presentó a su fiel cónyuge, el jamón, pero todo parece indicar que tal encuentro se produjo en Italia. Allí sus vidas se unieron para siempre y transitan desde entonces con una indisolubilidad que es ejemplo de católica ortodoxia. Una historia de amor que, como tantas otras, rompió los estrechos límites de la península para convertirse en patrimonio de la humanidad: Paolo e Francesca, Romeo e Giulietta, prosciutto e melone.

El mentado matrimonio separó al melón de sus compañeras y partió para siempre hacia el inicio del menú, dejando a las frutas olvidadas en las últimas páginas, entre flanes y ambrosías. Lo recuerdo servido en mi adolescencia en ecuánimes medialunas, con el jamón recostado como un noble romano sobre el húmedo lecho frutal. Había que cortarlo con pericia sin alejarse demasiado de su finísima piel, para evitar el derroche; pero tampoco muy cerca, porque la proximidad de la cáscara era segura promesa de dolor de panza. Finalizado el trabajo, quedaban las cáscaras como los restos dispersos del casco de una antigua nave, sorprendida en la tierra seca de una fuente de loza. Siempre veía partir hacia la cocina su esqueleto, con un dejo de nostalgia.

domingo, 24 de julio de 2011

Crónicas de NYC X

Día 10 (domingo): BROOKLYN


El día comenzó con una magnífica sorpresa llamada Sutton Place, el pequeño barrio muy próximo al hotel, que descubrió María en una de sus salidas matinales en busca de alguna compra. El lugar le llamó la atención y verificamos su importancia en una de las guías.


Allí partimos entonces temprano, antes del horario de misa. Un destino que no estaba programado, lo que aumentó la alegría del encuentro.


El barrio, que se desarrolla en una estrecha lonja entre el East River y la 1st Ave., recibe su nombre de la breve avenida que circula paralela entre ambas. Esta tiene apenas seis cuadras que van desde la 53 St. hasta llegar al Queensboro Bridge a la altura de la 59 St. Es uno de los enclaves más distinguidos de la ciudad y cuenta con edificios residenciales de altísima calidad. El encanto se completa con las calles que se cortan contra el río, generando en muchos casos espacios verdes y terrazas que resultan atractivas.


Entre los edificios sobresale el One Sutton Place South, que ocupa toda la manzana entre las calles 56 y 57 St., y que posee un jardín privado directamente sobre el río. Fue diseñado en estilo renacentista por el arquitecto siciliano Rosario Candela, famoso en los años 20 por construir algunos de los edificios más lujosos de la ciudad. En este caso trabajó asociado con otro de los importantes estudios de la época, Cross & Cross.


Al costado de este edificio, sobre la 57 St. se encuentra el pequeño y apacible Sutton Place Park, desde donde se obtienen inmejorables vistas del cercano Queesnboro Bridge, con su imponente esqueleto metálico, y de la Roosvelt Island.


Cuenta con una réplica de la estatua del “porcellino” de Firenze y para los amantes del cine es el lugar de la primera cita de Woody Allen y Diane Keaton en Manhattan. El parque se encontraba vacío, dada la hora y el día, lo que aumentaba la sensación de tranquilidad, pero luego de estar un poco, tuvimos que abandonarlo para no llegar tarde a la misa.


Esta vez para la misa dominical elegimos la parroquia próxima a nuestro departamento, una moderna iglesia bajo la invocación de la “Holly Familiy”. La ceremonia fue menos solemne que la del anterior domingo en St. Patrick, pero siempre algo distante. Gran parte del tiempo se ocupó en una extensa lectura de las actividades de la parroquia, que parecía más la memoria y balance de una empresa que unos avisos parroquiales. La gente es poca y de procedencia disímil, vale recordar que estamos próximos a las Naciones Unidas. La iglesia es moderna, de una espacialidad importante y rica en materiales y detalles, pero no resulta del todo acogedora.


Terminada la misa partimos en subte con la idea de almorzar en el East River Park, que lucía tentador en el mapa y que la guía aseguraba había sido recientemente acondicionado. Bajamos en la estación Spring St. y nos desviamos hacia un edificio que desde lejos parecía importante.


Finalmente resultó el Old Police Headquarters, según rezaba el frontispicio de su ingreso principal. Un magnífico edificio en estilo clásico francés de impecable factura, realizado en 1909 por los arquitectos Hoppin & Koen. Ocupa todo el lote triangular y está provisto de detalles clásicos y coronado con una soberbia cúpula. El edificio quedó vacío con el traslado del departamento de policía y luego de algunos años se le dio un uso residencial, lo que trajo severas controversias.


Entonados por este verdadero hallazgo, tomamos Grand St. con la idea de dirigirnos a nuestro objetivo, el East River Park. Casi sin advertirlo, en un momento nos encontramos en el corazón de Chinatown. El cambio es tan abrupto que produce sorpresa. El ambiente sufre una radical transformación: las personas, los sonidos, los olores, las comidas que se ofrecen de animales vivos, los carteles y los diarios que se ofrecen en caracteres chinos. Da la sensación de haber sido teletransportados a otra ciudad. El barrio no cesa en su expansión con los años y avanza siempre más sobre sus desprotegidos vecinos, Little Italy y el SoHo.


Siempre por Grand St. dejamos atrás el desabrido y lineal Sara Roosvelt Park, donde se practica nuestro fútbol con verdadera pasión y en modalidad mixta.


El paisaje comienza en un cierto modo a degradarse y aparece una zona de monoblocks de calidad diversa. Alguno construidos en ladrillos parecen muy bien conservados con áreas comunes cuidadas, mientras otros lucen bastante arruinados.


Luego de atravesar esta zona del Lower East Side, finalmente llegamos al parque, cuya visita resulta de algún modo obstruida por las grandes obras que aún se realizan en él.


Pasamos debajo del imponente Williamsburg Bridge .


Bordeamos la importante infraestructura deportiva que constituye lo primordial del parque, y que tratándose de un domingo a la mañana se estaba utilizando a pleno.


Finalmente, a la altura de la calle 10 th, pudimos ingresar y disfrutamos nuestros sándwiches en una rambla recién remodelada, gozando de una excelente vista nuevamente del East River.


Sin duda el contacto con el agua es un problema no del todo resuelto en la ciudad, a pesar de ser una isla.


El intenso tráfico que circula por el borde impide que la llegada al río se dé de un modo natural y los parques quedan siempre un poco aislados.


Repuestas las fuerzas, emprendemos nuevamente camino remontando la 10 th St. que en primer lugar nos ofrece un buen conjunto de viviendas populares de densidad media en ladrillo rojo oscuro. La calle se detiene en el centro del conjunto con una amable plazoleta redonda. Más adelante atravesamos Alphabet City, zona mixta y sin un carácter definido. Al llegar a la Avenue C y yendo hacia la 9th St. se encuentra el simpático jardín comunitario 9th street Community Garden, una de las tantas iniciativas de participación positiva de vecinos, en este caso de mayoría portorriqueña, en el espacio público.


Retomamos la 10th St. hasta llegar nuevamente al Tompkins Square Park, que el otro día, miércoles, habíamos visto desde el lado opuesto. Este lado es mucho más homogéneo y presenta edificios coloridos de pocos pisos, entre ellos la biblioteca vecinal. El parque recibe el sol de la tarde y luce sus espléndidas hayas, mientras también se juega al fútbol en las canchas. El parque, de pasado oscuro en la década del 80, constituye hoy un verdadero centro recuperado para el barrio, conservando aún su carácter alternativo.


Seguimos adelante y atravesamos el East Village, uno de los barrios que a esta altura me resulta más simpático, aunque difícilmente podría precisar por qué. Hay algún tipo de ambiente especial de bohemia que parece más genuina que en otras partes, y la riqueza de una verdadera convivencia multiétnica que se da en un estrato social más bajo, lo cual me la hace más atractiva.


Dejamos atrás St. Marks Church in the Bowery, de culto episcopal, sin demasiado valor arquitectónico, pero muy valiosa desde el punto de vista social y religioso. Se trata de uno de los más antiguos centros religiosos de la ciudad y es una comunidad activa en todos los campos, especialmente el artístico.


Finalmente llegamos a la estación de Astor Place donde tomamos el Metro para dirigirnos a Brooklyn.


Salimos a la superficie en Bourough Hall con una completa sensación de extrañeza, por no tener mapa ni referencia alguna. El espacio se encuentra dominado por el Brooklyn Borough Hall, edificio neoclásico con una pequeña cúpula barroca que no combina del todo con el cuerpo. El edificio es de 1835 y era el centro administrativo de Brooklyn, que fue una ciudad independiente de New York hasta finales del siglo XIX.


Nuestra expresión desorientada debe haber sido evidente ya que una vecina muy amable nos indicó el camino hacia los Heights, objetivo de nuestra visita. Tomamos por la Remsen St., que inicia con algunos edificios de altura media, entre ellos el St. Francis College, prestigiosa institución de educación católica. A las pocas cuadras el paisaje se transforma en un distinguido barrio residencial con casas importantes de dos y tres pisos. Se desarrollan en terrenos que parecen de dimensiones más generosas, lo que les da a las construcciones una prestancia singular. Es una arquitectura muy sobria que encierra a ambos lados una calle ancha, levemente quebrada y muy arbolada. Un perfecto ejemplo de suburbio americano, tranquilo y de aspecto sólido.


La calle en su tramo final desciende sobre el río para brindar una de las más célebres vistas de New York. Un pequeño parque con bancos es un mirador desde el que se observa la punta del lado este de Manhattan.


Sobre la derecha cierra la vista imponente el perfil gótico del más famoso de los puentes de la ciudad.


Está previsto en toda la zona el proyecto de un gigantesco parque: el Brooklyn Bridge Park, que avanzará sobre los viejos muelles y que será diseñado por el famoso arquitecto y paisajista Michael van Valkenburg.


Detrás de la terraza del actual parque se encuentran los fondos de la última línea de casas de los Heights, que gozan de una ubicación ciertamente privilegiada. Nos quedamos contemplando un rato el paisaje, donde la gente pasa la tarde del domingo.


Luego vamos hacia los pies del Brooklyn Bridge para admirar de cerca la imponente estructura.


Hay una terraza donde se encuentra la estación del ferry y algunos restoranes famosos, como el “On The Bridge”.


Los pilones del puente, con su conocido perfil, resultan conmovedores en el contraste entre su solidez y la madeja etérea de los cables. Los arcos se encuentran revestidos en una piedra caliza de tono claro similar al travertino, pero de aspecto más duro, cortado rústicamente. La parte inferior está revestida en una piedra gris que asemeja al granito. La construcción del que fuera por muchos años el puente colgante más largo del mundo se inició en 1870 y concluyó después de trece años.


Regresamos caminando por la avenida Cadman Plaza West, que a su izquierda bordea un parque grande, pero algo anodino. Detrás se suceden una serie de importantes edificios públicos que no desentonan con el carácter insípido del parque. Sobre la derecha nos encontramos con un extraño e interesante conjunto habitacional y detrás se vuelve a percibir la calma de los Heights.


El recorrido nos devuelve al punto de partida. Tomamos nuevamente el subte hasta Manhattan. Me quedo con una sensación de visita inconclusa y con ganas de haberme detenido más tiempo para dar otra vuelta por los Heights. También sé que nos quedaron algunas cosas importantes sin ver, como el Brooklyn Museum con el inmenso Prospect Park en donde se aloja, y el Brooklyn Children’s Museum con la ampliación de Rafael Viñoly.


En fin, no hay más tiempo, el día se acaba. Bajamos en la Grand Central y me corro hasta la 5th Ave., para ver desde el frente la Public Library, pero lamentablemente está siendo restaurada la fachada del edificio. Obra realizada por los infaltables Carrère & Hastings a principios del siglo XX, que supongo será en un impecable estilo francés, pero no puedo certificarlo. Otra cosa que quedará para una visita futura.


Regreso al hotel ya sin luz por la 42st y me sorprendo mirando a través de las rejas de las veredas el enjambre de vías subterráneas que atraviesan perpendicularmente la calle. Es inexplicable cómo atraviesan entre los subsuelos de las inmensas torres que veo crecer arriba. Sin duda uno de los misterios de esta ciudad es cómo logran hacer interactuar el espacio público con el privado.

domingo, 17 de julio de 2011

Double Woody

Hace una semana, por una de esas casualidades del zapping, volví a ver Poderosa Afrodita. La había visto en el cine a la hora de su estreno hace poco más de 15 años. Siempre da placer ver cómo las cosas que nos gustaron mucho no sufren el paso del tiempo y se nos presentan intactas y aun mejoradas. Será la vanidad de comprobar que uno no se había equivocado. Así, el placer de aquella primera visión en el cine se repitió con creces, por lo inesperado, en el siempre melancólico espacio del atardecer de un domingo.

Toda obra maestra se produce por una acertada combinación de un contenido con una forma. En este caso el fondo está dado por una profunda reflexión sobre la identidad y la pregunta sobre cuánto de esta dependa, en definitiva, de un factor natural conocido como genética. En cuanto a la forma es quizás donde reside la mayor brillantez, ya que la idea de mezclar los sucesos actuales de la trama con un coro griego que actúa como conciencia, siguiendo la mejor tradición del drama clásico, resulta genial. El modo y la sorprendente libertad con que ambos planos se combinan es lo que da a esta película su frescura inalterable.

Exactamente una semana después fuimos al cine a ver la recientemente estrenada Medianoche en París, precedida de buenas críticas de diarios y de amigos. Sin embargo, el mágico efecto sufrido siete días atrás no pudo ser repetido. Si bien pasamos un muy agradable momento, y reconociendo que la película es en muchos aspectos impecable, no pude nunca dejar de sentir durante todo su transcurso una cierta desazón. Una desazón aumentada por la algarabía de la gente al abandonar la sala. Será esta hija de un cierto resentimiento que sentía al no poder sentirme entusiasmado como ellos, o como yo mismo, tan solo una semana atrás. O será quizás el malestar que me produce que Buenos Aires sufra de manera tan patente la seducción de esa París que irremediablemente, y en muchos aspectos por suerte, ya nunca seremos.


Woody Allen se parece a aquellos jugadores de fútbol que fueron “cracks”, pero que el paso de los años ha vuelto previsibles. Lo que antes era una gambeta electrizante ahora se vuelve una amague repetido. Todos sabemos que él va a hacer esa jugada y, lo más grave, él también lo sabe, pero no puede sustraerse a lo que ya es un reflejo condicionado por la comodidad. Aquí también hay dos planos que se mezclan, pero en vez de fundirse con naturalidad, lo hacen con una mal disimulada pesadez. La forma parece algo engorrosa y fluye con dificultad, y el fondo, una algo banal reflexión sobre el paso del tiempo, demasiado declamado como para dejar de ser evidente.

Pero el viejo jugador de otras batallas no deja de tener su manías y su genialidad, aunque en retirada, ofrece cada tanto destellos que evitan el naufragio. Sabe como seducir a la platea y también a la popular, con una impecable fotografía, algunos oportunos gags y esa fantástica indulgencia para tratar a sus personajes. Sin embargo, su mismo estilo luce algo cansado y sobre todo parece demasiado consciente de su oficio, como si esta fuera una tentación de la que no tiene suficientes deseos de librarse.

No es que no valga la pena ver Medianoche en París, pero no aconsejo hacerlo, como hice yo, bajo el influjo de alguna obra maestra del mismo autor. Del mismo modo, no le diría a alguien que quiera ir un domingo de estos a la Bombonera, que antes vea una documental del Boca de Bianchi. Será que pocas cosas hay más tristes que comprobar que Afrodita ha perdido su poder.

domingo, 10 de julio de 2011

Apóstoles de la pintura 6

06. Sexto Apóstol
VERMEER
(Delft, 1632 – Delft, 1675)



El río y el lago, superficie y profundidad. Una propuesta de descanso a la mitad del recorrido. La pintura como calma y la calma como posibilidad de revelación. El acercamiento a Vermeer a través de Spinoza. La búsqueda de puntos de contacto. Coincidencias objetivas: mismo año de nacimiento, mismo lugar, mismas circunstancias. Coincidencias subjetivas: el bajo perfil, el gusto por lo pequeño, la pobreza.

Spinoza como metafísico. Dios como gigantesco organismo que contiene al Universo. Las posibilidades humanas dentro de ese esquema sin exterioridad. El problema de la libertad. Permanecer en el Ser: conatus. El mecanismo de las afecciones y las pasiones. Pasiones tristes y pasiones alegres. Spinoza frente a Hobbes. La confianza en el hombre y en la política. La ética de los pequeños gestos y la ausencia de modelos. El Ser como posibilidad.

Vida de Spinoza. El exilio de Portugal. Holanda: en búsqueda de tolerancia. Sefaradíes y ashkenazíes, dos modos de ser judío. El Herem: anatema y excomunión. La conexión con los “cartesianos”, la figura y la protección de Johan de Witt. El pulidor de cristales. Tuberculosis y muerte en la pobreza. Caute. Reflexión sobre la contradicción entre la vida y la obra. La filosofía en contra de la experiencia.

El origen de la pintura holandesa: Jan Van Eyck y El matrimonio Arnolfini. El espejo y la influencia sobre Velázquez. La reforma y el fin de la Iglesia y de la nobleza como demandantes de pintura. El retrato grupal de Frans Hals y la celebración de la sociedad civil. Problemas de composición democrática. El gigante de Holanda: Rembrandt. Algunos apuntes sobre su vida. Las grandes telas grupales. La ronda nocturna y la película de Peter Greenaway.

Vida de Vermeer. El matrimonio, la suegra y el barrio católico. Primeros encargos religiosos. Comerciante de arte y experto en pintura. Los motivos de Vermeer. Mujeres y cartas, ventanas y mapas. Lo que se ve y lo que se sugiere, presencias y ausencias. “La ineluctable modalidad de lo visible” de Joyce. El mundo lejano evocado y el mundo próximo visto. Los pequeños gestos elevados al culto. Objetos que se repiten. Escarceos amorosos y escenas interrumpidas. La teatralidad barroca. Las vistas de Delft. La mirada diáfana de la joven del aro de perla.

Cuestiones técnicas. La pintura de género y la escuela de Delft. La perfección del espacio y la cámara oscura. Espacialidad científica y espacialidad técnica. La perfecta definición del volumen y la maestría del color. Pintar sin dibujar y modelar con la luz. La lentitud del trabajo, solo 35 cuadros. Ruina y muerte. La cuenta del panadero. El soneto de Borges y la poesía como pintura. Spinoza, Vermeer y Borges, un triángulo perfecto.

domingo, 3 de julio de 2011

Crónicas de NY IX

Día 09 (sábado): HARLEM (Metropolitan / Guggeneheim)

Para la visita a Harlem contamos con el inapreciable apoyo de la guía 10 Walks oportunamente adquirida en los primeros días del viaje. Bajamos del subte con la sensación de discontinuidad que siempre produce este medio de transporte, como si hubiéramos sorpresivamente aparecido en otra ciudad.


La densidad notablemente menor que la acostumbrada en estos días nos descoloca, efecto ampliado por la ancha 145 St., que luce algo desolada. La gente que circula es claramente de mayoría negra, pero no tanto como al menos yo esperaba con mi conciencia formada casi exclusivamente por el cine


El primer punto señalado para iniciar el recorrido es la Covent Avnue Baptist Church, de un extraño estilo que no alcanza al gótico. Es importante dentro del barrio y tiene resonancias históricas notables, como la de ser la última que escuchó a Martin Luther King, pocos días antes de que fuera asesinado.


De allí tomamos la Covent Avenue y caminamos largamente por el barrio denominado Hamilton Heights, que lleva su nombre en honor a Alexander Hamilton, uno de los padres fundadores de los Estados Unidos. Covent Ave. resulta una calle de muy buen ancho y bien arbolada, que parece poco transitada, lo que le da un estricto sabor residencial.


A ambos lados se despliegan casas de dos o tres pisos como máximo, de un estilo en algunos casos bizarro, pero que mantienen entre sí una extraña unidad, que imprime al barrio un fuerte carácter.


Nos desviamos por algunas de las calles transversales, deteniéndonos en fachadas que nos llaman la atención, mientras el barrio discurre su vida tranquila propia de un sábado a la mañana.


Volviendo sobre la avenida encontramos poco más adelante otra iglesia, en este caso episcopal, que ocupa lo que antiguamente fuera el solar donde se emplazaba la casa de veraneo del citado Hamilton. Está en el punto más alto de la colina: conviene aclarar que en la época que se alzaba la residencia era una zona de extensas granjas. Hamilton, padre del capitalismo americano y acérrimo rival de nuestro querido, vía TV, John Adams, vivió aquí los últimos años de su vida. La iglesia que ahora ocupa el terreno tiene un aspecto bastante lúgubre, como me parece en general el de las iglesias episcopales. Además, está abandonada, lo que potencia la sensación sombría.


Las vistas que desde aquí se obtienen hacia al sur nos hacen suponer las que tuviera el prócer desde la terraza de su casa, la cual también podemos imaginar, ya que se está reconstruyendo unos metros más abajo en el estilo original.


Dando la vuelta a la manzana por Hamilton Terrace, paralela a Covent Ave., hay un bello grupo de casas apareadas en lotes estrechos.


Volviendo a subir hasta Covent Ave., retomamos nuestro recorrido que nos depara una sorpresa: el imponente grupo de edificios que componen el City College of New York (CCNY), una de las tantas instituciones educativas que tiene la ciudad, que parece en este aspecto ser inagotable. En su mayoría se trata de edificios realizados en un impecable estilo gótico, no desprovisto del romanticismo propio de la época en que fueron realizados, a principios del siglo XX.


Entre la gran cantidad de edificios de estilo homogéneo que crecen salpicados en el “campus”, sobre un verde inmaculado, destaca por la complejidad de sus formas el Shepard Hall. Este, como los demás edificios, está construido en una impecable sillería de piedra gris verdosa con finísimos detalles en piedra blanca.


Junto a estos edificios, y en algún sentido en contraste con los mismos, está también la gigantesca construcción realizada para ampliar la universidad y concluida en 1984, muy criticada porque su estilo y su tamaño conviven mal con las vecinas joyas neogóticas.



Superada esta poca agraciada mole y sobre la izquierda, se encuentra la recientemente inaugurada The Bernard & Anne Spitzer School of Architect, diseñada por Rafael Viñoly.


También se puede descender por St. Nicholas Terrace y llegar hasta el complejo de edificios residenciales de la Universidad, llamado “The Towers”, obra del estudio especialista en temas educativos, Goshow Architects, pero nosotros no nos animamos y optamos por emprender el regreso.


Nos dirigimos hacia el oeste, hacia la interminable Broadway, para tomar el subterráneo, pero antes almorzamos en plena calle ya que la idea es separarnos. Solo el tiempo necesario para comer los consabidos sándwiches en una de los lugares más inhóspitos que recuerde, entre ancianos portorriqueños vociferantes en estado de marcada ebriedad.

El programa para la tarde en mi caso es el de revisitar tanto el Metropolitan como el Guggenheim, mientras que María iría a Penn Station a ultimar compras y cumplir con encargos.

Bajé en la estación a la altura de la 72 St. para hacer mis primeros pasos en el West Side. Salí a la superficie en Verdi Square, un simpático espacio urbano triangular que contiene una escultura del prolífico y querido músico de Bussetto. En uno de los extremos está el edificio en severo estilo renacentista del Apple Saving Bank, de 1926, obra de York and Sawyer, estudio especialista en edificios públicos, bancos especialmente. Son arquitectos formados en esa cantera de estilo que fue McKim, Mead, and White.

Tomé por la 72 St. pasando por el lateral del famoso Dakota Building. Construido en 1884, fue una verdadera apuesta inmobiliaria ya que la zona en aquel entonces estaba prácticamente desierta. Hoy constituye una de las propiedades más valuadas de la ciudad. El proyecto, de un raro estilo romántico, estuvo a cargo de Henry Janeway Hardenbergh, autor también del Plaza Hotel en el ángulo sur este del Central Park. La fama del edificio es aumentada por la gran lista de personajes de la cultura que allí vivieron y aún viven, por sobre todos ellos John Lennon, que allí tenía su residencia cuando sufrió el atentado que puso fin a sus días, como ya oportunamente recordamos.

Dejando atrás el inmenso Dakota, me dispuse a atravesar, por tercera vez desde mi llegada, el Central Park, esta vez hacia el este, ingresando por el siempre concurrido Strawberry Fields. Hice un alto en Bethesda Terrace, para ultimar el resto de mi almuerzo, mientras disfruté tranquilo de algunos números vivos de improvisados bailarines de breakdance. Terminado el sándwich y con algún pesar de tener que abandonar la espléndida tarde, me dirigí a realizar mi segunda visita al vasto Metropolitan.

Empecé esta vez el recorrido por el área dedicada al Antiguo Egipto, cultura que desconozco de un modo perfecto. Atravieso baterías interminables de momias y de objetos increíbles pertenecientes a distintas dinastías que a mis ignorantes ojos resultan idénticas. De todos modos su cantidad y antigüedad no deja de ser un valor que impone respeto. Pero las sorpresas están solo por empezar, ya que esta sucesión termina en la gigantesca sala que contiene nada menos que un templo egipcio entero, el Temple of Dendur, de la época de Augusto. Se encuentra precedido de un estanque de agua que recuerda su original ubicación en las orillas del Nilo.

Las colosales dimensiones del espacio diseñado para alojarlo, la Sackler Wing, lo hacen aparecer pequeño. La múltiple altura se encuentra cerrada sobre la derecha por una también gigantesca carpintería que da directamente sobre el Central Park y a través de la cual el espacio resulta inundado de luz. La cerrada retícula que compone el paño vidriado habla a las claras de las posibilidades que ha adquirido el vidrio en los últimos años. El contraste de este espacio con las anteriores salas que lo preceden, bajas y oscuras, tiene un efecto notable. La construcción de dicho lugar pertenece al proyecto de ampliación del museo que realizara Kevin Roche, que fuera inaugurado en 1978, y muy estudiado en mis épocas de facultad.

Dejando atrás a los egipcios, voy en busca de la sección de Arte Medieval ubicada en el centro mismo del edificio, en un espacio ambientado con un aire conventual que es contradicho por una escala gigantesca puesta en evidencia por una altísima reja. En el medio del espacio se destaca por su tamaño y belleza la Virgin and child, escultura en piedra pintada atribuida al holandés Claus de Werve, de inicios del 1400 y originaria de Poligny. También señalo por su dulzura la Virgin of the Annunciation, proveniente de París, de los albores del 1300.

Junto a estas obras se despliega una vastísima colección de todo tipo de obras y objetos magníficos, donde me atraen sobre todo los pertenecientes al Alto Medievo, que conservan la tensión que se produce entre la rusticidad técnica y el vuelo del espíritu. Esas obras, en donde todavía la materia parece resistir a plegarse a la voluntad del artista, conservan una particular fuerza expresiva. Las piezas de edad posterior también sirven para advertir el atraso del resto de Europa con respecto a Italia por aquellos años que precedieron al Renacimiento.

Atravesando innumerables salas que evocan la decoración de un palacio francés, voy sin detenerme hacia la Robert Lehman Collection, cuyo extenso contenido, alrededor de 3000 obras, podría ser el de todo un museo en sí mismo. El banquero que condujo los destinos de Lehman Brothers, cuyo quiebre en septiembre de 2008 fue el inicio de la crisis financiera, murió en 1969 y donó su impresionante colección de obras de arte al museo. Para albergarla se construyó
un ala aparte, diseñada también por Kevin Roche, que fue abierta al público en 1975. Consta de un gran patio central que recibe luz del techo a través de una pirámide de vidrio. Alrededor se exhiben las obras, donde, dentro de una variedad sin demasiado orden, sobresalen los primitivos italianos, principalmente de la escuela de Siena.

La Madonna de Simone Martini, fechada en 1326, es sin duda una de las piezas principales, que muestra la clara tendencia a la estilización de este artista, uno de los mayores de la escuela senesa. Las manos de la Virgen, que recuerdan las de la Anunciación de los Ufizzi, son elocuentes al respecto. De la misma escuela hay también obras de un pintor para mí hasta ese momento desconocido, Giovanni di Paolo, que muestra la evolución que tuvo la pintura de Siena un siglo después. En él se pueden ver la tendencia a la abstracción, e incluso al surrealismo, que difiere del triunfante modelo realista florentino. Notable en este sentido, The Creation and Expulsión from Paradise con su formidable disco azul del que parece desplegarse la creación, como si estuviera, expectante, enrollada en una alfombra. Una concepción de profundas implicancias metafísicas.

La colección tiene también otras obras importantes: una pequeña Anunciación de Botticelli de cerrada perspectiva, con un saludo casi oriental entre la Virgen y el Ángel; un Cristo del Greco que lleva la cruz con una gracia mística, y también impecables retratos de Rembrandt (Gerard de Lairesse), del siempre impecable Ingres (Princesse de Broglie) y una vaporosa Condesa de Altamira de Goya.

La próxima parada la hago en el Carroll and Milton Petrie European Sculpture Court, espacio diseñado por el infaltable Kevin Roche y abierto, o mejor dicho cerrado, para el público en 1990. El espacio resultante, cubierto con una generosa estructura vidriada, es estrecho y enfrenta dos fachadas de estilo y materialidad distintos. La de ladrillos era una de las fachadas del museo, las arcadas restantes se realizaron en un estilo clásico francés. En el medio se encuentra una vasta colección de esculturas, principalmente del siglo XIX, todas de altísima calidad. Canova con un prolijo Perseo y un pensativo y afeminado Paris, nuestro querido Bourdelle y su Hércules arquero, Rodin y dos bronces importantes, el modelo final para el monumento a Balzac y The Burghers of Calais. De quien fuera el maestro de Rodin, Jean Baptiste Carpeaux, aquí se encuentra su dramático grupo Ugolino and his sons, que recuerda al personaje del Infierno dantesco.

Finalmente me queda lo que motivó la segunda visita al museo: poder ver con calma lo que la vez anterior solo pude hacer a las corridas, la Lila Acheson Wallace Wing dedicada al arte americano del siglo XX. Empiezo por destinarle un buen rato al magnífico Autumn Rhythm (Number 30) de Pollock, que en este caso opta por una paleta muy corta de negro, blanco, ocre y celeste que se vuelcan sobre un fondo de color levemente tostado. De ese tono quizás provenga, como un lejano eco, el título de la obra que tiene así una tenue reminiscencia figurativa, o quizás el nombre se refiera a la fecha en que fue compuesta: octubre de 1950. Las líneas de la tela, si bien mantienen su dibujo azaroso, parecen ceñirse a una estructura que proviene de las líneas negras, sobre las que luego los demás colores proponen un contrapunto. El resultado es sorprendentemente calmo y ciertamente otoñal.

Hay dos telas de Hans Hofmann que me llaman la atención por su calidad y también dos Rothko, uno sobre fondo amarillo, casi dorado, con dos vibrantes rectángulos uno blanco y otro rojo que flotan sobre el fondo. En el medio de ambos rectángulos aparece un tercero que apenas parece destacarse. Por lo tanto son dos y al mismo tiempo son tres y sobre este juego se realiza la tensión en la obra que lleva como título N° 13 (White, Red on Yellow). El otro es una tela lúgubre de la etapa negra. Entre ambos hay una infinidad de estados de ánimo.

También una bandera de Jasper Jones, que en este caso ha perdido totalmente el color, como indica el nombre de la obra: White Flag. Es una bandera a la que el incausto le hubiera entregado de una consistencia casi pétrea, una bandera que persiste en su significado, que resiste. Parece como si alguien hubiera querido hacerla callar y sin embargo su presencia permanece como provista de una fuerza que no claudica.

Señalo también un Motherwell de la serie española Elegy to the Spanish Republic, 70, en un severo blanco y negro, y al mismo tiempo lleno de matices y de pequeños desajustes que le quitan toda supuesta frialdad que pudiera provenir de una paleta tan reducida. Un enorme Mao de Warhol y un par del siempre sugestivo Kline, cierran entre tantos otros la visita al museo. En poco tiempo abrirá el vecino Guggenheim y tengo pensado también dedicarle una segunda visita.

Me recibe una larguísima cola durante la que me divierto en escuchar y tratar de adivinar con mi paupérrimo inglés lo que se habla a mi alrededor. La mayoría es gente muy joven, atenta, como yo, a la posibilidad de aprovechar el sistema de pagamento voluntario. Cuando se está de viaje, hasta una fila de media hora resulta una experiencia agradable. Finalmente ingreso por U$S 2, y tranquilizo mi avaricia viendo que muchos pagan solamente unas monedas. No esperarán que este “sudaca” solvente los gastos del imperio.

La anterior visita fue muy breve, pero me alcanzó para dedicar mi atención al envase, es decir al edificio. Esta vez me dedicaré al contenido, empezando por la colección permanente acorralada por la presencia de la monumental muestra de Kandinsky, que ocupa íntegramente la espiral central. La base de la colección del museo se encuentra en la colección privada de su mentor, Solomon R. Guggenheim, creador de la fundación que lleva su nombre. A ella se suman otras colecciones privadas, que nutren no solo la sede de New York, sino las otras muchas esparcidas por el mundo. Entre ellas sobresale la de su sobrina, Peggy Guggenheim, esposa de Max Ernst y principal apoyo en la carrera de Jackson Pollock. Esta colección se exhibe en su palacio de Venecia, pero muchas de sus piezas concurren a New York en caso de muestras especiales.

De las obras que veo, todas de calidad excelente, anoto algunas que especialmente me llaman la atención. Una dramática mujer planchando, Woman Ironing, de Picasso, de 1904, del final de su período azul. La mujer ejerce todo el peso de su fatigado y escuálido cuerpo sobre la plancha con ambas manos. Dicha fuerza se traslada hasta el hombro que se eleva y se contrapone con la levedad del mechón de pelo que cae verticalmente. La figura está delineada con una geometría algo rígida que ya predispone al cubismo y se destaca del fondo con sus apagados reflejos blancos.

Kokoschka, que se nos negara en la Neue Gallerie, aparece acá con una obra magistral, su Knight Errant, que sobrevuela un oscuro paisaje dormido y enfundado en una pesada armadura, que sin embargo no parece estar afectada por la gravedad. Es un autorretrato lleno de misterio y de dolor, que señala el singular estado de ánimo del artista, que atravesaba una trágica relación sentimental con Alma, viuda del genial Gustav Mahler. La obra, impregnada de connotaciones freudianas, pertenece a lo mejor del expresionismo.

Una serie de obras de Chagall se suceden cronológicamente: The Soldier Drinks (1911), Paris Through the Window (1913) y Green Violinist (1923). Las tres obras son muy representativas de este artista, que navega de un modo muy personal entre distintas corrientes, a las que imprime su propio sello. Los temas evocan un nostálgico surrealismo y hacen referencia a un hombre exiliado, lo cual es propio de su condición simultánea de judío y ruso. El tipo de dibujo tiene reminiscencias cubistas, pero provisto de un color vivo y también de un aire de inocencia que lo alejan de esta corriente. Y sobre todo sus obras tienen un muy especial sentido del humor, que es de algún modo su marca registrada.

La colección, aun en formato reducido, se completa con muchas obras importantes de distintos períodos. De los impresionistas, que no son mis pintores preferidos, me detengo en Before the Mirror, un Manet que parece Renoir, donde me pareció sugestiva la concepción. La mujer se ve de espaldas frente al espejo, que no permite ver su cara. Sin embargo, de la actitud se puede adivinar una expresión. También hay varios Seurat, de tono campesino, un potente desnudo de Modigliani y varios Mondriaan de los primeros trabajos abstractos anteriores a los años de De Stijl.

Terminada esta rápida recorrida, me queda todavía poco más de una hora para recorrer la impresionante retrospectiva dedicada a Kandinsky. Fue una suerte coincidir con esta muestra, que como toda muestra temporaria, agrega al viaje la sensación de estar en un evento irrepetible. Además, en este caso se trata de un artista de una importancia decisiva, nada menos que el creador de la pintura abstracta. A la posibilidad de ver reunida una sustancial parte de su obra se suma el estar mostrada en quizás uno de los mejores espacios del mundo para encarar una retrospectiva, ya que la propia forma espiral del museo es una alegoría precisa del tiempo.

Subí en uno de los ascensores hasta el punto más alto y comencé a descender las lentas rampas circulares, adentrándome cada vez más en la obra del artista. Esta vez conté con la inapreciable ayuda de la guía en auriculares, aunque solo en inglés. El recorrido descendente empieza por el final haciendo el camino inverso al realizado por el artista, es decir desde la abstracción a lo figurativo.

Se hace difícil hacer un resumen, de todos modos lo intentaré haciendo referencia a los cuadros que están en la colección permanente, para que esta crónica pueda servir a algún ulterior visitante del museo, donde no encontrará la muestra. Diré que se pueden descubrir cuatro períodos bastante fáciles de delimitar, aunque quizás lo más interesante resulta precisamente esas zonas inciertas o de pasaje entre uno y otro, cuando el artista parece todavía no decidirse a abandonar una manera, para ingresar en otra nueva etapa. Este tipo de zonas grises, en lo personal, son de las cosas que más me interesan en el arte en general y son especialmente apreciables en la obra de Kandinsky, donde no hay tanto rupturas, sino más bien lentos devenires.

El primer período, que comprende las obras anteriores a 1910, es el que se podría llamar figurativo, aunque en él ya se puede intuir cierto gusto por la abstracción. Son obras en general con motivos alegres y muy vitales, que se plasman con una paleta muy colorida. De aquí rescato, por su particular encanto, Blue Mountain (1908) con sus maravillosos jinetes rusos y también Group in Crinolines, que por razón de su motivo me hace acordar a Figari.

La segunda época, la que va entre 1910 y 1920, es la de una abstracción sin rigor geométrico, donde predomina sobre todo el color. Aquí quedan todavía resabios de realidad, que en algunos casos proviene solamente del título de las obras. Es una abstracción desbordante, se podría decir “fauve” y en cierto modo agresiva contra la figuración. De aquí señalo Landscape with Red Spots, de 1913.

Entre los años 1920 y 1930 aparece la geometría para apagar el fuego de la etapa anterior. Las obras aquí expresan calma y tienen referencias de tipo cosmológico. Universos de círculos, figuras geométricas y líneas trazadas sin un orden evidente, pero que tienden a un sereno equilibrio que emana de la tela. Sin embargo y a pesar del rigor geométrico, de algunas de las formas dibujadas con precisión emanan sorprendentes halos de energía en forma de color, lo que otorga a la obra señales vitales que la alejan de la frialdad. Maravilloso, Composition 8 (1923) y también uno de mis preferidos, el negro Several Circles (1926).

Por último, en la última etapa la geometría se libera, pero sin perder precisión, hacia formas más complejas o incompletas. Las obras comienzan a tener una mayor relación entre sí y las figuras se hacen más expresivas. También gana en ironía y la expresión se hace más alegre, como si la danza se hubiera incorporado a la tela. Es una etapa que me remite a Klee y también a Miró. De aquí Upward (1929), con su sugestivo fondo verde, y el simpático Various Actions (1941) son buenos exponentes.

Como hago generalmente, luego de un primer recorrido extensivo, hice un segundo intensivo, es decir, deteniéndome en las obras que más me habían gustado. Este último fue hecho ya sobre el cierre del museo. Salgo y espero el colectivo en la vereda del Central Park. Encuentro un asiento del lado de la ventanilla y me divierto mirando los fantásticos departamento de la Quinta Avenida que con las lucen encendidas permiten descubrir los suntuosos interiores. Por suerte hay tráfico y el tiempo es bastante para poder ver algunos detalles. Creo que en algunos de ellos podría vivir con bastante comodidad.