Mostrando las entradas con la etiqueta Poesía. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Poesía. Mostrar todas las entradas

martes, 5 de agosto de 2014

Encuentros sobre la periferia. Cuatro filósofos con Borges: 1. HERÁCLITO

00 / Introducción

Estos encuentros tienen un objetivo sencillo, que se expresa muy bien en el flyer que mandamos y que diseñó Cate. Se trata de hacer una especie de juego de transparencias entre Borges y cada uno de los filósofos de los cuales nos ocuparemos.  Un juego de doble entrada que permita, por un lado, ver al poeta a través de los filósofos, para poder disfrutar más de su obra y, por el otro, intentar comprender algo de estos últimos a través de la obra de Borges.


sábado, 1 de diciembre de 2007

Durazno sangrando

("Durazno sangrando", Luis Alberto Spinetta)


Temprano el durazno del árbol cayó…
Su piel era rosa dorada del sol…
Y al verse en la suerte de todo frutal…
A la orilla de un río su fe lo hizo llegar…
Dicen que en este valle
los duraznos son de los duendes…

Pasó cierto tiempo en el mismo lugar,
hasta que un buen día se puso a escuchar
una melodía muy triste del sur
que así le lloraba desde su interior:

–"Quien canta es tu carozo,
pues tu cuerpo al fin tiene un alma…

Y si tu ser estalla,
será un corazón el que sangre…

Y la canción que escuchas
tu cuerpo abrirá con el alba".

La brisa de enero a la orilla llegó,
la noche del tiempo sus horas cumplió…
Y al llegar el alba el carozo cantó,
partiendo al durazno que al río cayó…
Y el durazno partido,
ya sangrando está bajo el agua…



El agua siempre fue imagen de la vida en cuanto posibilidad; el árbol, en cambio, lo es en cuanto alegoría de una vida concreta. Para decirlo aristotélicamente, el agua es potencia y el árbol, acto. Uno es condición de posibilidad, el otro es un concreto existir en el tiempo. Ambos han tenido siempre una estrecha relación con la divinidad. La historia del hombre esta surcada de manantiales sagrados, habitada de deidades fluviales, y empapada de mitos oceánicos. Pero también la historia de la Salvación comienza con el fatídico árbol del Edén y culmina en el árbol de la Cruz. El agua y el árbol, ontológicamente, el ser y el existir.

El árbol es también un particular modo de existir. Una metáfora que hace hincapié en un universo de relaciones y también en un destino. Un sistema de dependencias recíprocas y cerradas que tienen el fruto como feliz culminación. El árbol que no da fruto es maldito, como la evangélica higuera, y el fruto que desprecia su planta merece el fuego, como el sarmiento de la parábola. Vivir como un árbol implica entonces reconocer una dependencia y una pertenencia, además de aceptar un sentido. Se vive desde algo y también para algo. Ser árbol es, en definitiva, un modo de ser hombre. Quizás el único modo digno de serlo.

En este caso, sin embargo, el poeta practica una escisión en la monolítica semántica del árbol. El fruto aparece como una realidad desprendida simplemente por el inevitable cumplirse de su suerte “frutal”. Una separación sin conflicto de una madre-árbol, no desprovista de aromas freudianos. El rosado y asoleado durazno adolescente cumple la inevitable ley de la vida que indica, en un determinado momento, comenzar a hacerse cargo de sí mismo, lejos de las cómodas seguridades arbóreas.

Luego del primer aturdimiento producido por el abrupto irrumpir en el valle, nuestro joven durazno permanece cierto tiempo estático. Observa un mundo habitado por duendes, que le es extraño. No parece, de todos modos, ser un durazno totalmente desprevenido, ya que sabemos que una fe lo asiste y lo empuja hasta la orilla del río. En esta privilegiada ubicación, en contacto con el agua vital, es donde recibe el mensaje que proviene desde su interior y que le comunica algo esencial. Es una canción triste, que parece llegarle de lejos, aunque proviene de su interior, señalando que a veces lo más íntimo es lo más lejano. El abandono del cálido árbol de la niñez es seguramente una experiencia no desprovista de dolor, y la canción llora. Vivir parece ser para el durazno el lento, y a veces arduo, transitar del árbol al agua. Rodar desde la causa eficiente, hacia la causa final.

Su cuerpo tiene un alma, su vida es algo más que lo que su apariencia indica. Tener un alma es una revelación a la que es imposible permanecer indiferente y es lo único que recibirá desde su carozo-conciencia. Con esta nueva y densa realidad sobre los hombros, la existencia del durazno se encamina a su hora. El doloroso encuentro con el agua, partido y sangrante, pero imagino feliz. Metáfora de una muerte frutal, que habiendo cumplido su destino, es también fructífera. Quizás el carozo arrastrado en la corriente sea árbol en otro valle. Pero prefiero, por el momento, detenerme en el encuentro definitivo con la divinidad cuyo ser hizo posible su existir.

jueves, 22 de noviembre de 2007

El lenguaje del cielo

("Para los árboles", Luis Alberto Spinetta)

Las horas caen llevándose esta vez
Todo lo que el viento me habló
Eterno el día sin esperar
Ya volvió con tu cielo que se abre en dos.

Niño precioso, que no entiendes nada ya,
Cuando apareces tu energía es tan diáfana...
Escóndeme antes de que mire el mundo...

La soledad no habrá de cambiar mi querer.
Ni el ambicioso mundo lo hará.
Yo sé que acaso podrás sentir ese ardor,
otra vez el mismo amor.

Niño precioso, que no entiendes nada ya,
Cuando apareces tu energía es tan diáfana...
Escóndeme antes de que mire el mundo...

Yo sé que acaso entiendes el lenguaje del cielo.

y te recompensará con su sal el mar
y sólo eso será, sólo eso será...
y de tu boca saldrá la oveja del agua...
y sólo eso será, solo eso será...
y es que al fin, así, libre serás...

Yo se que acaso entiendes el lenguaje del cielo

Las horas caen llevándose esta vez
todo lo que el viento me habló.
La soledad no habrá de cambiar mi querer esta vez.

Niño precioso, que no entiendes nada ya,
Cuando apareces tu energía es tan diáfana...
Escóndeme antes de que mire el mundo...

Yo sé que acaso entiendes el lenguaje del cielo.



Si el sueño es un ensayo de la muerte, despertar es saborear una resurrección. Parece mentira que uno se entregue tan confiado al sueño, pero más curioso me parece que no exultemos cada mañana al reapropiarnos de la vida, confiada al sutil Morfeo. Sin embargo, el recuerdo que nos viene con respecto a este primer momento del día está en general cargado de un pesar agrio. El cachetazo iracundo al impertérrito despertador que martiriza los oídos durmientes y nos arranca de los dulzores oníricos. ¿Es que acaso el llamado de la muerte es tan seductor? Heidegger describe uno de los modos de ser del hombre como “ser-para-la muerte”, pero no se me antoja darle la razón esta vez. Su existencialismo se me hace árido y me sofoca con su techo demasiado bajo. Me dejo seducir por mi corazón que me susurra un ser para una Vida, mas allá de este frágil existir, herido por el tiempo. Prefiero el sabio consejo del Dios del Deuteronomio: “Elije la vida y vivirás”. Elijo el despertar, aunque me cueste abandonar el engañoso ropaje del dormir.

La poesía en general me sorprende por su vocación sintética. Resumir en unos pocos versos una realidad compleja siempre me provoca asombro. También placer, porque la poesía suele cincelar la realidad con contornos precisos, aunque utilice los borrosos contornos de su particular lenguaje. Comparado, el cartesiano pensar, claro y distinto, me resulta un espejismo que no termina nunca de asir lo real. Otras veces el poeta elige el camino inverso, menos transitado, pero igualmente eficaz. El abrir lo que encierra el punto de un instante, como una bomba que se aloja en la minuta cabeza de un alfiler. El microchip de un segundo que contiene una información inesperada, por lo vasta. La poesía se hace expansiva y se hincha como un “suflé” de sentido.

Este es el instante que nos trae el lenguaje del cielo, que se abre en dos para dar inicio al día. Atrás quedó lo que pasó, los rumores del ocaso, la fatuidad que el viento habló. El día es aquí un inicio radical, es una vida nueva que empieza desde la parcial muerte del dormir. Este es el “Niño precioso”, que aparece repleto de una energía luminosa pronta a inundarnos. Un encuentro previo al encuentro con los avatares de la jornada, en el que es preciso escondernos antes de mirar el mundo, precisamente para poder mirar al mundo con ojos nuevos. Un ejercicio que habilite al espíritu para percibir y recibir lo que le es donado en cada despertar: La vida. Un momento de reflexión antes de encarar el “ambicioso mundo” que puede enredarnos en sus grises vericuetos. La pausa reflexiva en soledad se hace imprescindible para preservar la voluntad y mantener “ese ardor, otras vez el mismo amor”. ¿Es que acaso se pude enfrentar la vida desprovistos de ese arrebato?

La vida espera, entonces, ser vivida y se nos ofrece en cada amanecer. Guarda para nosotros una recompensa, la sal de un sentido; una sorpresa, la oveja; y al fin, la libertad de ser. ¿Acaso entiendes el lenguaje del cielo?

viernes, 16 de noviembre de 2007

Siempre en la pared

("Téster de violencia", Luis Alberto Spinetta)

No sigas siempre en la pared
tan fría está
no le digas nada a la pared
no escuchará
sin embargo en las sombras
se escucha una música como si ya no estuviera aquí
no sigas solo en la pared
no tiene caso
no el pidas nada a la pared
no escuchará
se oye acaso un gemido
detrás de la nada
sólo cuando estoy lejos de ti...
inmóvil siempre
la pared se cansará
no te vuelvas como la pared justo ahora
un insólito abismo testea los cuerpos
que tan sólo habitan lo que fue
siempre en la red
siempre en la pared
no beses sólo la pared
no tiene caso
tan blanca como la pared te cansarás
no le pidas un surco no pidas palabras
sólo un viejo
musgo nacerá
oh!


Hace algunos años pensé en escribir un libro. El título iba a ser “La pared”, estaba decidido. También estaba decidido que, después de esas tres o cuatro páginas que preceden todo libro con sus datos, iba a poner este poema a modo de portal. Después sobre el resto tenía solo una idea vaga, pero ambiciosa. Iba a ser una historia de la pared como arquitectura, como materialidad. El lugar donde se encuentran las tensiones entre el interior y el exterior, con toda la implicancia de ambos términos, de las espaciales a las personales. Un especie de testeo de la cultura que a través de los siglos dejaba impresa en los muros sus ansias y sus temores. La pared como una fina membrana que vibra y se moldea con los distintos intentos del hombre para comprender el Universo. Las enigmáticas pirámides, los griegos que escondían sus muros detrás de un elegante velo de columnas, los romanos con sus espesores desmedidos que sostenían un imperio, el gótico abandono de la piedra en cristales de luz azul, el plano dibujado geométricamente de la iglesia florentina, el torturado movimiento de la sensualidad barroca, la ordenada rigidez del austero clasicismo, la lúcida metáfora moderna y la ácida ironía posmoderna.

El problema con los libros es que hay que sentarse a escribirlos.

Una pared es un recorte del espacio infinito. Un envase de aire. Como cuando nos acercamos a la orilla para sacar agua del mar y el océano toma la forma de un balde. También es un cuchillo que divide y separa el adentro del afuera. O un papel donde se escribe la bronca, o un tímido mensaje enamorado. El lugar donde se mata algún sueño revolucionario y se agiganta a paredón. Lo que encierra nuestra vida o la vida de los otros. The wall. Una pared protege pero también expulsa extramuros lo indeseado. Es una superficie que desafía la imaginación y también la poesía. Las hay ricas y brillantes de mármoles costosos, pero a mí las que más me gustan son las vestidas con la pobre dignidad de un revoque. Se las puede decorar con los objetos más diversos, coronar de molduras pretenciosas, pero también se las puede concluir con culos partidos de botella que desafían la osadía del ratero. Muchas cosas se pueden hacer con una pared, incluso mearla sin provocarle ofensa alguna.

Sin embargo el poeta señala lo que no debemos hacer.

Es que la pared de la que se habla no es una pared material; o una pared cultural o una poética tapia de suburbio. En este caso se trata de una pared existencial. La pared entendida como un modo de ser. Una existencia posible que se nos enfrenta como modelo del cual, según se aconseja, debemos huir. Un anti-modelo. Un peligro que acecha, algo en lo cual podemos quedar atrapados si permanecemos inertes. La pared es una red. Si el hombre es una realidad viviente, o como lo define Heidegger: ser-ahí, la pared es un no-ser. La otra cara del vivir.

La muerte en vida.

Una muerte que no sucede como fatalidad, como accidente, sino que aparece como renuncia. De ahí la desesperación del poeta que nos alerta con la potencia de su “no”, como en el decálogo de Moisés. No seas como la pared, quiere decir precisamente sé: vive. “No sigas siempre en la pared” es una voz que alienta a salir del encierro del alma, la claustrofobia que la nada provoca. La música y los gemidos que se escuchan vagamente a través de la pared, más allá de ella, es la vida que reclama ser vivida. De la renuncia del vivir, poco se puede extraer, “sólo un viejo musgo nacerá”. La invitación queda, pues, formulada: no te abandones a la falsa calma, a la aséptica blancura, a la crueldad silenciosa, a la frialdad indiferente de la pared.

Asume la tarea, a veces fatigosa, de ser hombre.

lunes, 29 de octubre de 2007

Lago de forma mía

("Pelusón of milk", Luis Alberto Spinetta)

Te hallaré en mí como un jarrón.
Lago de forma mía,
más que un suspiro es una fiebre helada
al volver.
Ya no pienses más que tu ángel partió.
Lago de forma mía,
tengo pensado rescatarte sin pensar en mí.
O en la gente, gente que viene y que va,
gente que viene, que viene y que va.

Yo no sé doblar ni sé caer.
Lago del alma mía.
Todas las cosas se han perdido de su corazón,
de su estrella...

Vas mirando del lado del agua,
sabe bien ir mirando la vida.
Vas mirando del lado del agua,
sabe bien ir mirando la vida...

Donde va un color quisiera saber.
Labios de una oración.
Bajo la lluvia se producen torbellinos.



Hay un punto exacto donde el sentido cambia de signo. Allí donde el silencio se vuelve elocuente, la risa se resuelve en llanto y la negación afirma su contrario. Como en la oración del publicano, donde el no saber rezar se transforma en la plegaria más profunda. También la poesía puede surgir a partir de la ausencia de inspiración, o mejor, de su búsqueda.

Hay muchas maneras de viajar, que dependen de los elementos que se ponen en juego al iniciar el viaje. El destino elegido, el medio empleado, el momento preciso, el espíritu con que se emprende, el objeto. El viajar puede transformarse así, según se combinen estas variables, en una dura fatiga o en “un placer que nos puede suceder”, como dice Pipo Pescador. Hay tantos viajes como viajeros. Tanto a los turistas como a los peregrinos se los llama viajeros.

Este que nos ocupa es un viaje en pos de la inspiración ausente. Y la inspiración no es un rayo que cae sobre el poeta, inesperado, sino algo que se busca con la ansiedad del que transita por el desierto sediento. Este es un viaje hacia ese lugar conocido, pero siempre esquivo, llamado alma.

Lo primero que asiste al poeta en esta travesía es la confianza: “Te hallaré”, comienza, con la certeza que solo la fe otorga, es la tranquilidad de saber que ese lugar existe, aunque momentáneamente no se encuentre. Para hallarlo no sirven los mapas, sí las brújulas. La mirada atenta del arqueólogo, que busca rastros que señalen las huellas que el alma va dejando en la árida superficie del vivir. Como ese “jarrón” que indica la preexistencia de una cultura, vestigio de una vida pasada. Un objeto tal vez inútil en su hora, pero que ahora adquiere un sentido como señal de un mundo perdido. El alma.

El destino del viaje se conoce de antemano. El “lago de forma mía” es su imagen. Cuando pienso en el lago, recuerdo esos viajes al Sur, en los cuales después de kilómetros de desierto, aparecía repentinamente, después de una curva, el lago azul. Su presencia producía un cambio tan abrupto en el paisaje, que quitaba el aliento. Cuando pienso en la forma, pienso en su sentido antiguo, totalmente opuesto al que hoy día le damos. Forma como la interioridad de la materia, las cualidades esenciales de las cosas. El lago de forma, como depósito de las esencias donde se “forma” la poesía. Poesía que nace desde la esencia del poeta, es decir, desde su alma.

Hay algunos consejos para transitar este viaje. Uno: el olvido de sí mismo. Dos: el olvido de la gente. Ambos, en su exterioridad, denotada en ese movimiento inútil, que viene y que va. Se recomienda desconfiar de lo percibido fuera del espacio del alma, en donde las cosas pierden su esencia íntima (corazón) y su sentido (estrella). Se sugiere el sendero recto y ascendente. Se aconseja mirar la vida desde las orillas del encontrado lago del alma

Si el alma es el lugar de la pureza blanca, y si el blanco, según la física cuenta, es la suma de todos los colores, el color que se va (¿a dónde?) es la pérdida de ese lugar. Es quedar fuera del alma, disperso, lo que impide al poeta la poesía. Allí se experimenta el duro habitar de la intemperie, y desde allí se anhela el regreso con una oración en los labios del alma.

El relato de la ausencia de inspiración resultó, en definitiva, poesía. Inspirado, inspirador, lago de forma mía.

martes, 23 de octubre de 2007

La montaña

("Pelusón of milk", Luis Alberto Spinetta)

Hablaré con el jardín,
hablaré con el que se fue.
Todos quieren mi montaña,
todos quieren mi montaña.

De la mitad de las sombras
la mitad partida siempre...
Solo quedan las alturas,
solo quedan las alturas,

Trepen a los techos ya llega la aurora,
trepen a los techos ya llega la aurora.

Andaré por el corral,
donde no hay cautivos ya.
Pagarán por mi montaña,
pagarán por mi montaña...

Comeré lo que comer,
dormiré y me afeitaré.
La montaña es la montaña,
la montaña es la montaña...

Trepen a los techos ya llega la aurora,
trepen a los techos ya llega la aurora.



Dice el diccionario que una tautología es la repetición de un mismo pensamiento expresado de distintas maneras, pero equivalentes. Dicen los manuales de lógica que una definición no debería incluir el objeto a definir. Dicen. Digo yo que los diccionarios y los manuales son ropajes demasiado estrechos para el poeta, que escribe más allá de sus reglas, en busca de los sentidos insospechados que abrigan las palabras. Decir que la montaña es la montaña, a muchos puede parecer estúpido. A mí no. La repetición del término expresa precisamente su incapacidad de definirlo, su rebelión a ser encerrado entre las celdas que teje la razón. Decir que la montaña es la montaña, es decir que no puedo decir lo que es la montaña, o al menos “esta” montaña. Decir lo que no se puede decir, lo inefable. Cuando Dios tuvo que presentarse a Moisés, hecho que ocurrió precisamente en una montaña, dijo: “Yo soy el que soy”. Manera elegante de decir que no se puede decir el Ser. Afirmación henchida de un sentido inagotable que se antepone a toda metafísica.

Las montañas son algo más que inequívocamente bellos accidentes naturales. Son lugares donde suele habitar lo sagrado, y por ello, lugar propicio al encuentro con lo que excede lo humano. Montañas son las judías, el Sinaí, el Tabor, y el mismo Gólgota, máximo punto de encuentro entre lo humano y lo divino. Montañas son el Olimpo, donde vivían dioses, entre orgías y comilonas, y el suave Parnaso, morada de las musas. Montañas son las pirámides egipcias, que desafían la chatura del desierto, o las aztecas, sobre las cuales se sacrificaban ejércitos a dioses impronunciables, sedientos de sangre. Montaña es el lugar del sermón, que lleva su nombre y también donde vivía el recio Zaratustra, rodeado de su zoológico de animales parlantes. Montaña es también el Purgatorio, en cuyas cornisas se expían las penas antes de ascender al Cielo. Y sin embargo ninguna de estas es “la montaña”.

En el interior del poeta existe “la montaña”, ese lugar recóndito de donde nace la poesía. Una construcción espiritual que todos quieren y que nadie puede pagar. Desde allí el poeta habla al jardín de los humanos y también a quienes lo abandonaron por la sombras. Como un pastor recorre de noche sus corrales ausentes, de donde su poesía liberó a quienes supieron escucharla. Más allá de las acciones más banales de la vida, como comer, dormir o afeitarse, el poeta es poeta, por que posee “la montaña”. ¿Y nosotros, comunes mortales que vivimos en el llano? También el poeta nos llama a construir nuestra montaña, empezando por los techos de nuestra alma. Allí quizás las tejas se conviertan en rocas, el musgo en árbol, el rocío en arroyo. Elevarse es ejercicio insoslayable. Trepemos, pues, a nuestras magras alturas, quizás nos toque algún rayo dorado de la aurora.

sábado, 20 de octubre de 2007

Barro tal vez

("Kamikaze", Luis Alberto Spinetta)

Si no canto lo que siento
me voy a morir por dentro
he de gritarle a los vientos hasta reventar
aunque sólo quede tiempo en mi lugar
si quiero me toco el alma
pues mi carne ya no es nada
he de fusionar mi resto con el despertar
aunque se pudra mi boca por callar
ya lo estoy queriendo
ya me estoy volviendo
canción barro tal vez....
y es que esta es mi corteza
donde el hacha golpeará
donde el río secará para callar
ya me apuran los momentos
ya mi sien es un lamento
mi cerebro escupe ya el final del historial
del comienzo que tal vez reemprenderá.



Profeta
Me pregunto si un verdadero poeta es siempre un profeta, y viceversa. Si la palabra profecía no suena como la íntima unión de estos dos modos de existir. “El profeta es el hombre que ve”, recuerdo que decía un cura agustino, cuando yo era chico. Una definición que tiene su fuerza en lo sintético. Todo lo que viene después en la vida de un profeta es la consecuencia necesaria de aquel acto primero de ver. Lo que el profeta ve es algo que impulsa irreductiblemente a proclamar, a “gritarle a los vientos hasta reventar”. ¿Y qué es lo que el profeta ve? Su propio destino de profeta dibujado con una exactitud que atemoriza, pero del cual no se pueden quitar los ojos. Un destino que solo se realiza si se es fiel a esa visión. Apartarse de ese camino significa la muerte, a veces la física que encontraron tantos profetas a lo largo de la historia; siempre, la muerte espiritual, esa certeza helada de “morir por dentro”. Permanecer como una cáscara vacía. El profeta es también el hombre que escucha. Un mandato. Una voz que desde el interior quema consumiendo la carne hasta permitir el tacto con el alma desnuda. Destino arduo que asegura el golpe del hacha, cuando arrecia la crítica, y la sequedad del río ausente, cuando el fuego que inspira parece apagarse. El poeta que dice y el profeta que ve viven en una misma persona cuando lo que se ve no se puede ya callar.

Barro
El barro evoca imágenes opuestas. Puede significar lo decadente en sentido extremo. Arrastrarse en el barro, revolcarse. También el barro es señal de lo que mancha, lo que salpica a veces al inocente bien intencionado, desprevenido. Y “embarrar la cancha”, expresión muy de moda en la jerga jurídico-mediática, que indica la acción de impedir el proceder natural de la justicia en busca de la verdad. El barro es además lo inculto, los lugares en donde la civilización del pavimento no ha llegado. Las villas miserias, indignas de los hombres, con sus calles anegadas donde se crían mosquitos letales. La ciénaga enferma que atrapa. Es feo el barro.

Sin embargo, hay otro modo de ver las cosas. Es el barro de la materia primera en donde el hombre comenzó su cultura. Aquellas civilizaciones lejanas repletas de vasijas de usos múltiples. Lo informe que toma forma entre los dedos del hábil alfarero. El barro cuenta el inicio del arte, cuando a lo útil se le sumó el capricho de lo bello. La pintura con el relato de los dioses o la inquieta geometría de un dibujo zigzagueante. La potencia de ser también arquitectura, o palabra, en las tablillas del caldeo. Materia dócil al trabajo, metáfora explícita de lo que puede hacer el hombre con los elementos mas humildes. No olvidemos que nuestro espíritu fue soplado en una estatuilla de barro, ni de la sentencia que nos lo recuerda como origen y destino. Es lindo el barro.

Tal vez
El poeta, si es también profeta, no calcula las consecuencias de su obra. Ella responde a un mandato, que no asegura su suceso. Su éxito es personal y consiste en ser fiel a su misión, no a la acogida que tenga su mensaje. Puede ser barro, tal vez, u oro, quizás. Pero el barro, ya lo vimos, puede ser valorado en forma distinta. Quizás el deseo de que su obra se convierta, tal vez, en barro, indique la posibilidad de ser transformada en otra cosa por quien la escuche. Esa apertura de sentido tan propia del arte de nuestro tiempo y tan propia de Spinetta, que al escribir esta canción tenía sólo 15 años. El deseo de ser un humilde barro inspirador. Tal vez.

miércoles, 17 de octubre de 2007

Organismo en el aire

(“Tester de violencia”, Luis Alberto Spinetta)

Sentado en la terraza mirando el mar
comprendo cómo es la soledad,
no sé si voy y vengo si acaso estoy,
ni sé si me podría fugar.
Ansié un abismo
y todo todo, todo se acercó,
tu corazón cerró la idea.

Recuerdo de vivir en la Atlántida,
como un pez que no podía gritar,
recuerdo la bruma de la ciudad,
como un monstruo sobre el amanecer.
Ningún lugar de hecho es bueno
cuando nadie está,
es solo grietas para huir...

Tu corazón, lo sé, me voló lo que miraba,
tu corazón, lo sé, me voló lo que miraba,
y como el viento, chau, se llevó lo que llevaba,
y como el viento, chau, se llevó todo...
un organismo en el aire.

Parado en el tumulto de una estación,
ya no hay algo que no pueda pensar,
es tanto lo que viene lo que se va,
se va como se pasa ese tren.

Tu corazón, lo sé, me voló lo que miraba,
tu corazón, lo sé, me voló lo que miraba,
y como el viento, chau, se llevó lo que llevaba,
y como el viento, chau, se llevó todo...
un organismo en el aire.

Sentado en la terraza mirando el mar
comprendo cómo es la soledad,
no sé si voy y vengo si acaso estoy,
ni sé si me podría fugar.
Ansié un abismo
y todo todo, todo se acercó,
con tu calor ya no hay precipicios.



He aquí un hombre que reflexiona, en una situación bastante banal. Quizás la más obvia de las situaciones para presentar a un hombre pensativo. Es casi imposible no dejarse ganar por un cierto aire filosófico cuando alguien se encuentra “sentado en la terraza mirando el mar”. El mar es quizás el paradigma del lugar para ponerse pensativo. Sin embargo, enseguida sabremos que este hombre que piensa se encuentra lejos de los lugares comunes, por más que esté situado en uno de ellos. Primero se nos informa que el objeto que ocupa su mente es la soledad. Pero la pregunta que domina a este, no es “qué” es la soledad, sino “cómo” es la soledad. Diferencia sutil pero importante, ya que desplaza la atención del área de la especulación metafísica a la más interesante y poética del territorio existencial. Se pregunta por la forma, el aspecto que tiene la soledad, un rostro que, al parecer, se asemeja bastante al del mar, por razones obvias. En segundo lugar, la otra nota que llama la atención sobre este pensar es su carácter no especulativo, visto que el que piensa “comprende” en un acto único, propio de la pura intuición, “cómo” es la soledad.

Esta comprensión, que se produce por analogía con el mar, es la que impulsa el deseo (“ansia”) de volverse sobre sí mismo, para buscar en el “abismo” de su interioridad, las resonancias de su hallazgo. Las referencias espaciales se pierden dentro del espíritu, donde todo se “acerca”. Todo sucede en un instante, ya que también se anulan las referencias temporales, y en seguida el viaje a las profundidades del propio espíritu se termina, con la mágica aparición de un “corazón” que “cerró la idea”.

Lo que sigue es el despliegue de este recorrido instantáneo, el relato de esta resonancia de la soledad, que tiene la apariencia de un relámpago. Para hacerlo, el poeta utiliza cuatro imágenes distintas para expresar la soledad. Imágenes eficaces y disímiles, pero sutilmente conectadas. La Atlántida. ¿Acaso es posible imaginar un lugar más desierto? El pez mudo, desesperado por no poder comunicarse, la ciudad solitaria al amanecer subrayada por la bruma y, por último, la tumultuosa estación: certeramente describe que la soledad más aguda se experimenta entre la muchedumbre. Con un recurso clásico de la literatura de ficción, se oponen situaciones fantásticas (el par Atlántida-pez) a otras bien reales (ciudad-estación) de manera que se potencien mutuamente. Son imágenes sacadas del arcón de la poesía de Spinetta, poblada de peces, ciudades y trenes, a los cuales el autor echa mano, como Borges hacía con tigres y espejos.

Finalmente, se llega al estribillo, verdadero centro del poema, donde reside el sentido del mismo, más allá de las imágenes que cuentan “cómo” es la soledad, se nos ofrece una explicación de lo que la soledad “es”. Y la clave de esta interpretación está en aquel corazón que, inicialmente, cerró la idea. La soledad es en definitiva la ausencia de un corazón. Una ausencia que no es solo la falta objetiva de esa presencia, sino mucho más, y en esto radica la verdadera tesis del tema. El corazón, el cual intencionalmente permanece indefinido, arrastra con su partida el mundo, con toda las referencias que hacen posibles la vida. Es un “viento” que hace volar literalmente el mundo y su sentido (lo que “miraba” y lo que “llevaba”). En eso consiste, esencialmente, la soledad, y así se experimenta. Por eso el hombre, quieto, sentado en la terraza, ha perdido concretamente el sentido más primario de la orientación y no sabe si va, si viene o si acaso está. Y por eso también se afirma que “ningún lugar de hecho es bueno cuando nadie está”. No hay más lugares sin que alguien nos dé su sentido. Los lugares se convierten en “grietas para huir”, quizás entre las cosas, que nunca nos darán el sentido que “voló”, arrasado por el huracán de la ausencia.

Es esta una reflexión profundamente humanista y de una honda comprensión metafísica. El mundo y su realidad lo constituye el otro, con el cual nos relacionamos afectivamente. Resuena aquí la sentencia del impío Protágoras, “El hombre es la medida de todas las cosas”, como así también la más ortodoxa teología que sostiene que el hombre fue creado “por amor” y “para el amor”. También esta idea es hija del primer Heidegger existencialista, que acertadamente define una de los modos esenciales del hombre (Ser-ahí) como “Ser-con” otros. Los otros conforman la realidad, y sin su presencia el hombre se convierte en un frío “organismo en el aire”, como el del título de la canción.

La poesía retorna, en su final, a su mismo punto de partida, “sentado en la terraza, mirando el mar”. No hay aquí formulas ni moralejas moralistas. El poeta no es alguien que da recetas, si no es alguien que construye atalayas, lugares desde donde mirar hacia el mar y hacia los abismos de nuestra alma. Termino con otra línea, de otra canción de Spinetta, que expresa el espíritu de este arquitecto de mangrullos desde donde otear el espíritu: “Trepen a los techos, ya llega la aurora”.