sábado, 27 de septiembre de 2008

Lugares del alma: 2/ Samaría

La soledad sólo se conoce lejos de Dios, y ese fue su destino. Una geografía quebrada de sierras se aprieta entre el gran río y el mar de los fenicios. Al norte queda un valle fértil que la separa de esa adusta tierra de gentiles llamada Galilea. Por el sur la amonesta la soberbia judía que desde la Ciudad Santa le recuerda sus desvíos. Está signada por el esfuerzo que atestiguan las terrazas que recortan la montaña, para permitir que esta otorgue un fruto escaso. Una tierra donde el grano deja lugar al recio olivo, que retuerce su existencia y que también produce la alegría de un vino famoso. Una región que imagino despoblada en un sentido metafísico, es decir vacía.

Y sin embargo supo de un esplendor efímero, pero de una brillantez que nunca tuvieron sus vecinos. Pareció un acierto haber separado su suerte de los descendientes de David. Un reino propio, una libertad merecida y la posibilidad de hacer las cosas a su manera. Fueron doscientos años de una prosperidad algo grosera, pero indudable, durante la cual creyeron que todo era posible. Finalmente, pensaban que sus esfuerzos habían sido coronados y la satisfecha felicidad de aquellos días era la rúbrica que Dios ponía a sus acciones.


Qué necesidad había entonces de adorarlo lejos de casa. Sufrir la humillación de visitar el templo de Salomón, donde eran mirados con envidia. Ya nada tenían que ver con los judíos, sólo un historia lejana de desgracias compartidas, en años de vagar por el desierto. Fabricarían un santuario a su medida, para adorar desde sus propias alturas. También sus montes eran sagrados, un nuevo Sión nacería en Garizím. Allí adorarían a Dios, pero con algunas reducciones, una palabra recortada y un culto más ligero. Después de todo, convenía que Yahvé y Baal se parecieran un poco. Quién sabe si ambos no serían el mismo dios con distinto nombre.

Ese sueño tuvo un día su final. No importa que este fuera anunciado por quienes señalaban el desvío. Nadie tenía ánimo para escuchar los oscuros anuncios de Oseas. La fortuna cerraba los oídos y convertía a los profetas en amargos agoreros movidos por el resentimiento. Irrumpió una mañana el enemigo en aquella fortaleza frágil, que sólo el orgullo había hecho creer inexpugnable. Todo terminó en un instante, fueron deportados, mezclados, humillados y por todos despreciados, condenados a una soledad suprema.

Cuántas veces fui yo una pequeña Samaría. Cada vez que creí poder confiar sólo en mis fuerzas. Cuando olvidé de dónde provienen mis escasos méritos y, confundido, los tomé por propios. Cuando como criatura olvidé haber sido creado. Tantas veces que intenté hacer que Dios tuviera mi medida y tantas otras que creí que mis razones tenían más sustento que su inescrutable voluntad. Y también cuando dudo e intento diluir a Dios en mil ideas, convertirlo en una abstracción que me lo haga manejable.

Samaría es, en definitiva, ese lugar que se llama pecado. Cuando soy despertado de mi propia estupidez, que por pura altivez llamo soberbia, entonces me doy cuenta de que estoy en Samaría. Sin embargo, no pierdo la esperanza, se que Él estará junto al pozo y, sonriendo levemente, me pedirá que llene mi cántaro para darle de beber, aunque yo sea el sediento.

domingo, 21 de septiembre de 2008

Lugares del alma: 1/ Galilea

La naturaleza fue pródiga con ella, porque siempre lo es con las orillas. Riqueza manifiesta en la diversidad de gentes que confluían en un valle fértil. Praderas que descienden onduladas, en una pendiente de trigo que el viento arrulla con una mano suave. Bajan hasta perderse en un lago que recuerda un arpa y que, algunos días, un enojo de viento lo convierte en un mar imprevisto de olas. De su entraña nace el río sagrado que, haciendo un tajo en la tierra, va a terminar en el mar que lleva el nombre final. Un pequeño monte de cabeza plana domina la provincia desde su altura escasa, hasta allí, a veces, se llegan las nubes con su húmeda frescura.

No sobresalía allí una ciudad, si no que, más bien, había un rosario de pequeñas aldeas que imagino de una blancura algo sucia. Las más prósperas se sustentaban con los esquivos peces que la astucia arrancaba al lago. Otras, interiores, se desparramaban entre sembradíos que parcelaban la geografía con cultivos que trabajosamente se extraían de una tierra rica pero avara. El clima es amable, pero los calores fuertes obligan a aprovechar las primeras y las últimas horas del día. Las noches, en cambio, sufren la proximidad helada de un desierto que invita al retiro.


Ubicada próxima al Mediterráneo, desde donde llegaba el bullicio de los animados puertos fenicios. Una región de frontera, surcada a menudo por comerciantes que pasaban a Oriente y que regaban la tierra con la riqueza de estiércol de sus caravanas. La pureza religiosa había sido contaminada como así también el acento, endurecido por la mezcla de lenguas de sonidos indómitos. Sus habitantes se hacían reconocibles por el habla empastada y por sus ademanes rústicos. Eran hombres fieles, pero de una religiosidad desaliñada y poco atenta a los detalles. Padecían de ese tipo de desprecio que se aplica, no a lo distinto, sino a lo defectuoso. Su destino estaba sellado por un refrán que, como una sentencia, clausuraba el futuro: “De allí nada bueno podría salir”.

Galilea es también un lugar en mi alma. Enuncia, antes que nada, la importancia de asumir los riesgos del contacto con lo ajeno. Necesidad de abrirse a costa de inseguridades, para preparar un terreno que quizás sea fértil. Es allí, en esa frontera, donde el mensaje es pronunciado. Sólo en esa confusión de lenguas es posible que resuene la Palabra. Una fisura en la despareja geografía de mi espíritu hace posible la escucha. Aquí también se habla un dialecto duro. Quizás el balbuceo del creyente sea motivo de burla, pero la fe rehuye las claridades que la razón entrega.

También este es un paisaje que amo, el de los días tranquilos. Las iniciales mañanas del anuncio, cuando todo parece posible. Aquellos días en que aún no se dibuja el rostro que tendrán mis derrotas. El sitio donde las esperanzas nacen bajo el signo de lo nuevo, dispuestas a enfrentar los oscuros augurios de mi propio escepticismo. Aun cuando me asista la certeza de que, tarde o temprano, el mar se agitará, yo sé que Él vendrá sobre las aguas.

martes, 16 de septiembre de 2008

domingo, 14 de septiembre de 2008

Mi elemento

("Un mañana", Luis Alberto Spinetta)

Tan sólo estando así contigo
veo mi elemento
tan sólo estando así contigo
yo veo mi elemento
veo en el silencio
veo en el silencio, amor
veo mi elemento, amor

Y se desvive el alba entre los árboles
rotos de luz y sombra
tan sólo estando así contigo
veo mi elemento
veo en el silencio amor
veo mi elemento amor

Y para escapar de su sueño
lo que yo hago es subirme
en un fuego que pase
¡y el resplandor
se habrá marchado ya de mi piel
cuando en cenizas se torne el cristal
oh, que fantástico viaje!

Y como arena corre el día
día que sigue a noche
día que sigue a noche púrpura
y en mi retina yo separo
el agua del cielo tenue

Y tan sólo estando aquí contigo
yo veo mi elemento
veo mi elemento
veo en el silencio amor
veo mi elemento amor


La metafísica tuvo inicio en el Asia Menor en una orilla de Grecia. Preguntarse por lo que había más allá de las cosas fue una actitud de provincia. Quizás los bordes sean propicios para iniciar ciertas profundidades. Allí se ensayaron diferentes respuestas, buscando una común razón, que en última instancia sostuviera la cambiante realidad. Primero, Tales afirmó que era el agua ese principio; luego, Heráclito apostó al cambiante fuego; más tarde, Anaximandro propuso al aire y, por último, Jenófanes apuntó a la sólida tierra. Todos argumentaron tozudamente que el ente consistía en el despliegue de esa unidad primigenia que permanecía por detrás de la apariencia.

Empédocles fue político, poeta y algo mago. Tuvo un prestigio enorme entre sus contemporáneos que lo consideraron un profeta. Nació en Agrigento, en la soleada Sicilia, y vivió iluminado bajo el más azul de los cielos. Su pensamiento se conecta, sin embargo, más con los jonios del Asia Menor que con los vecinos monjes pitagóricos, seducidos por esas sirenas que son para la razón los números. Animado por una ardiente sed metafísica buscó él también la respuesta a la pregunta sobre la razón del Universo.

El enigma para él se resolvió no en una sola sustancia, como pretendían sus predecesores de Oriente, sino en una mezcla equilibrada de esos principios. Una mixtura bien dosificada de agua, fuego, aire y tierra que una potencia, el amor, ligaba y una maldición, llamada odio, pretendía disociar. El mundo dejó de tener un único solista en el origen para convertirse en una sinfonía que necesitaba de un acuerdo para existir. Maravillosa intuición de equilibrios sutiles que, presentes en toda la naturaleza, lo estaban también en ese pequeño cosmos llamado hombre. A esas cuatro raíces iniciales que entrelazadas conforman la realidad las llamó elementos.


Ver mi elemento se convierte, entonces, en una búsqueda similar a la emprendida por aquellos griegos. Ver, en definitiva, de qué estoy hecho y también cómo me relaciono con el mundo que me rodea, expresado por las bellas imágenes que propone la poesía. Un desfilar de cosas que no son “mi elemento”, pero que están allí cómo secretos testigos de mi existir. Un camino que arranca al amanecer y culmina en el ocaso de los días que nos fueron regalados. Dos condiciones aparecen necesarias para emprender la tarea: hacer silencio y estar en buena compañía.

Cuentan que Empédocles murió arrojándose en el cráter del Etna, quizás desesperado por ver que su complejo elemento no podía escapar a la aridez de la materia. Las respuestas de la ciencia pueden llevar a la desesperación. El hombre, sin embargo, posee otras dimensiones que lo impulsan a lugares inciertos, pero que al mismo tiempo se reconocen provistos de una realidad contundente. Movidos por esta fuerza, podemos intentar asomarnos al misterio de lo que somos. Quizás nuestro elemento sea precisamente el Amor. En eso se funda la Esperanza.

domingo, 7 de septiembre de 2008

Post Nietzsche

El interés por la filosofía fue para mí un despertar lento. Llegué por necesidad, guiado por preguntas que me fueron conduciendo, como sonámbulo, hasta sus dominios. Cuando desperté ya estaba dentro de una nueva ciudad, en la que todo me resultaba novedoso y algo extraño. Sin embargo, la curiosidad no es aún la pasión. Ella me surgió, irresistible y desordenada, solamente después de vérmelas con Nietzsche.

A ningún filósofo le dediqué tantas horas de lectura. A sus obras clásicas se sumaron luego los cuatro tomos de la pormenorizada biografía de Paul Janz y también el hermético desandar de su pensamiento que ensayara Heiddegger. Y luego, además, una constelación de otros que de él hablaban, para alabarlo como a un profeta, o para inculparlo de los peores atrocidades de la Historia. Se sabe que Nietzsche es alguien que hace de la indiferencia un sentimiento imposible.

Yo, en tanto, más que empuñar su emblemática masa, me dejé golpear con ella durante largos períodos. Fui percutido por el incesante sucederse de aquellos pequeños párrafos demoledores. Terminé ese viaje lleno de magullones y con algunas marcas, pero entero. Mi fe, endeble como lo es toda creencia profunda, se fortaleció con los embates de la enérgica picota.


El sustento moral que persiste una vez que es decretada la muerte de Dios es, a mi juicio, una duda que puede ser formulada desde la más pura ortodoxia. En ese sentido, es más una pregunta dirigida a las éticas laicas que a las que se sustentan en la trascendencia. Lo que mueve a Zaratustra, más que la condena, es la sorpresa ante un hecho consumado que no ha producido consecuencias. Sorpresa que no acompaña al hombre de fe, visto que, para él, Dios vive.

El mundo sin Dios y, en consecuencia, sin moral, es una visión que inquieta, sobre todo porque se parece bastante al que nos toca. Para él, Nietzsche propone una nueva genealogía de valores, que se basa en lo vital como parámetro y que tiene a la voluntad de poder como motor de lo existente. Una vitalidad capaz de repetirse en un retorno eterno que es también una profecía que hace temblar.

Saber si somos capaces de repetirnos eternamente es sin duda algo que al menos da a nuestras acciones un peso que las hace llegar al punto de lo insoportable. No por nada el hombre que surge de esta encrucijada se llama superhombre. Este se parece un poco a eso atletas preparados a base de esteroides y anabólicos, demasiado inflado para enfrentar un desafío que excede su ineludible condición de criatura. Dios también es un descanso.

Más allá de la valoración de su sistema, y de las consecuencias (algunas atroces) que este produjo, su descubrimiento fue para mí una herramienta indispensable para intentar desentrañar el presente. Entre otras cosas porque proporciona la ventaja que siempre supone alcanzar un límite. Luego del encuentro con Nietzsche, nada pudo escandalizarme en el ámbito del pensamiento. Y esto es útil, sobre todo en una época donde pululan los profesionales del exceso.

Y queda por último la mayor de las sorpresas, que es, como siempre, la persona que encarna un pensamiento. No es posible imaginar algo más lejano a estas ideas incendiarias que este huidizo profesor de Basilea. Su vida fue un continuo trajinar de pasiones ardientes, consumidas en una soledad que muchas veces fue causa de una rancia amargura. Junto a estas convivieron amables charlas con que animaba el té de huéspedes inglesas, en un hotel de algún perfecto lago suizo.

Desarrolló sus intuiciones entre agudas migrañas y reflujos de un estómago débil. Su camino fue el de un ascetismo duro, que lo condujo en definitiva hasta el umbral de la locura. Una vida ejemplar para el filósofo que quiso derribar toda moral, a golpes de martillo.