sábado, 29 de agosto de 2009

The end

El otro día después de más de un año volvimos a ir al cine, ni siquiera nos pudimos acordar de lo que habíamos vistos aquella última vez. Movidos por hacerles un programa a nuestros hijos menores, nos dirigimos a esos complejos de multisalas, de manera de dividirnos y no tener que ver otra película de animales que hablan.

Me llamó la atención el espesor del vidrio que separaba la boletería. También el hecho de que se dirigieran a nosotros por un micrófono que convertía la voz en una especie de chatarra. La poquísima gente que había no daba la sensación de que el monto de la recaudación justificara tan refinado dispositivo de seguridad. El precio de las entradas resulta ser totalmente simbólico. Cualquier carnet inverosímil reduce su costo drásticamente.

Siguiendo el plan establecido, dejamos a los niños en La era del hielo 3 y nosotros presurosos nos movimos solo unos metros para deleitarnos con una de Kim Ki Duk. Comprendo que el cine coreano no despierte la sed de multitudes, pero con todo había más gente en la nuestra que en la de nuestros hijos. Y esto a pesar del esfuerzo de marketing en "La cajita feliz” previamente consumida. Entre las dos películas no sumaban veinte personas.


A pesar de que la sala estaba desierta me pareció chica, lo mismo que la pantalla. Quizás sea que nuestro televisor, de generosa retaguardia, se agrandó. Con las luces apagadas empezaron los avisos. El más largo era el que presentaba la nueva modalidad PPV de Cablevisión que permite alquilar películas directamente desde la cama. Sin duda estamos en presencia de un suicidio.

Finalmente empezó la película. Dos de las pocas personas que estaban en la sala vinieron a sentarse cerca nuestro en la misma fila. No se querrían sentir solas. El cine de Kim Ki Duk se caracteriza por el silencio de los personajes, algunos de ellos envueltos en un severo mutismo. No hay problema: la pareja de ancianas próxima a nuestra ubicación parecía decidida a remediar este inconveniente con comentarios constantes. Más que comentarios, verdaderos subrayados de la imagen. Por ejemplo, cuando aparecía un perro la señora le decía a su vecina: “Mirá, un perro”.

Pocas filas más adelante otra espectadora roncaba sonoramente ya desde los títulos en preciosa caligrafía oriental. En una escena en que una coreana duerme plácidamente no sabíamos si el sonido provenía de la pantalla o de la fila de adelante. Mientras tanto, nuestras vecinas recibían llamadas y se informaban sobre las mismas: “Era Beto”. Realizamos algunos actos intimidatorios: movimientos violentos en la butaca, resoplidos, chistidos y hasta un “Señora, por favor”. Todo en vano. En el fondo, pienso que no les faltaba razón: había menos gente en el cine que en el living de su casa.

Mientras volvíamos caminando a casa, me acordaba de Proust cuando miraba los coches a caballo en el Bois de Boulogne con la conciencia de estar viendo algo que definitivamente termina. Es difícil que vuelva a ir al cine sin que me acompañe esta sensación de un mundo que se pierde. Además, extrañé el control remoto.

domingo, 23 de agosto de 2009

Alcohol, drogas y Aristóteles

Mucho se habla en estos días de la despenalización de las drogas para consumo personal. Un tema que despierta, como es lógico, reacciones dispares y encendidas. Sin embargo no es mi intención sumarme a esta polémica en donde considero que difícilmente pueda aportar algo. Una discusión que en el fondo no es otra que la imperecedera cuestión de la libertad y el papel que esta tiene, o debería tener, en la vida del hombre. En definitiva, de lo que se trata es de lo que el hombre en última instancia es, y no de cuestiones técnicas, estadísticas o policiales que se esgrimen con el fin de rehuir el verdadero debate.

Simplemente mi intención es rebatir un argumento, que me sorprende escuchar empleado por quienes incluso están en orillas enfrentadas. Tanto el rastafari que quiere liberalizar la marihuana como la madre asustada por el excesivo consumo de cerveza adolescente, sostienen que droga y alcohol son lo mismo. Similitud que también alcanza al gran enemigo del siglo, el cigarrillo. Así, mientras que unos pretenden liberalizar el consumo de la primera los otros insisten en restringir el del segundo.


Sin entrar en las ventajas y desventajas que tendría la aplicación de tan disímiles políticas, sostengo que tal equiparación es un error. Este no parte de un argumentar intencionado, sino simplemente de un defecto de razonamiento. Error que por otra parte tiene consecuencias palpables. No deja de ser curioso que una sociedad que reclama liberalizar las drogas persiga tan encarnizadamente a los fumadores de tabaco.

Durante los libros centrales de su Metafísica, los que van del 7 al 11 (o de Zeta a Kappa según la nomenclatura clásica), el maestro de Estagira se dedica con su proverbial meticulosidad, a desmenuzar la diferencia que existe entre las dos principales características de lo que existe a nuestro alrededor. Con habilidad de cirujano experto, Aristóteles va separando de las cosas aquellas notas primeras que son esenciales y que se dan en forma definitiva, las sustancias, y las otras secundarias que están sujetas al caso y a la variación, los accidentes. Las primeras no conocen grados, mientras que sí lo hacen las segundas. “Pues la cantidad no es sustancia, en efecto sustancia es aquella primera cosa en que las afecciones se dan”. Un caballo es un caballo sin más ni menos, pero después los hay más veloces o menos blancos. Existe la bondad del caballo pero no su “caballosidad”.

Esta distinción es fundamental a la hora de enfrentarnos con la realidad para poder pensar sobre ella. Tanto las drogas como el alcohol pueden producir la pérdida de la consciencia y, consecuentemente, de la libertad –que es lo grave– de quien las consume. Pero mientras las drogas lo hacen de una manera sustancial, el alcohol lo hace de modo puramente accidental. Todo el que consume drogas, aunque sea en una cantidad mínima, lo hace con el estricto fin de producir ese efecto, el que se logra indefectiblemente, mientras que sólo el que se exceda en la bebida será capaz de lograrlo.


Por supuesto que quien tome con el deliberado propósito de obtener los efectos perniciosos del alcohol se equipara al que consume drogas, pero esto no habilita en modo alguno a considerar que drogas y alcohol sean lo mismo. Sólo lo son, en este caso, los sujetos que de ellas hacen uso.

No en vano el domingo pasado Pablo recordaba a los cristianos de Efeso: “no abusen del vino, que lleva al libertinaje”, ya que cómo podría aconsejar no usarlo. “Porque llegó Juan que no come ni bebe, y ustedes dicen: ‘¡Ha perdido la cabeza!’. Llegó el Hijo del Hombre, que come y bebe, y dicen: ‘es un glotón y un borracho’ ”. Confortado con estas citas que vienen en mi auxilio justo a la hora de mi whisky diario, me dispongo a saborearlo. Procuraré no excederme.

sábado, 15 de agosto de 2009

El teorema de Hannah Montana

A su primer libro Schopenhauer le puso un título imponente: “La cuádruple raíz del principio de razón suficiente”. Se ve que al gran Arthur le gustaban los frontispicios con inscripciones generosas. En este se postula que todo lo que existe tiene una razón suficiente que lo sustenta y esta, a su vez, se apoya en cuatro pares de principios que corresponden al sujeto y al objeto alternativamente.

Esto vino a mi mente mientras mi hija, de ocho años, intentaba explicarme el complejo funcionamiento de la serie de TV “Hannah Montana” de la que ella es fanática. Con esa pasmosa simplicidad que tienen los niños trataba de ponerme en autos de la historia, sin perder el hilo del capítulo que veía, torturada por mis incesantes preguntas. Es inimaginable lo pesado que puede resultar un padre intentando ingresar en el santuario de sus hijos.


Existe un primer nivel que ella definía como “la realidad” en donde se mueve una persona de carne y hueso, la actriz que encarna el personaje de la serie, llamada Destiny Hope Cyrus. A este estrato lo designaré con la letra “R”. Luego esta adolescente, hija de artistas, empieza una brillante carrera en el mundo de la música con el nombre artístico de Miley (sonriente apócope de “Smiley”) Cyrus. A este segundo nivel, que incorpora algo de ficción en la ordinaria vida de la joven, lo llamaré “R+F”.

Sucede que, más tarde, la ahora cantante, es contratada por el emporio Disney para ser la protagonista de una nueva serie televisiva. La trama de esta cuenta la historia de una joven que desdobla su personalidad entre una estudiante escolar que responde al nombre de Miley Stewart (es decir la ficción es la que ahora imita a la realidad “F+R”) y una rutilante estrella de la canción, Hannah Montana (F2).


Llegamos de esta manera a poder esbozar una fórmula, en la que la realidad es igual a R + (R+F) + (F+R) + F2. Y con esta me auguro poder desentrañar, no el fenómeno de Hannah Montana, sino la realidad toda. Tal ambición extrema merece un título y, si se me permite el plagio, me gustaría llamarla “Cuádruple principio de realidad suficiente”.

Las fórmulas esconden la belleza de lo sintético, pero son inútiles si no se pueden llevar a la práctica. Deben ser confirmadas por los hechos para que su encanto no sea pasajero. Sospecho que hasta Pitágoras hubiera sido olvidado si su teorema no hubiera servido para fabricar ángulos rectos. Así que, para evitar que el polvo del tiempo cubra mi genial fórmula, me propongo demostrar su utilidad. Tomaré como ejemplo algo cotidiano: el conflicto del campo. Pero aclaro que podría ser cualquier otro, el fútbol codificado, la pandemia o la crisis financiera global.

Veamos: existe el campo con sus problemas concretos, sequías, retenciones y otros (R); luego las acciones que el campo pone en juego para que estos problemas sean reconocidos por la sociedad (R+F); después el modo en que los medios toman y representan dichas acciones (F+R), y por último la reflexión que los mismos medios hacen sobre esta información por ellos encuadrada (F2).

Como es esencial al mundo de las verdades matemáticas, el teorema debe tener una conclusión prístina. Y esta es que el error se abatirá sobre cualquiera que tome la realidad sin tener en cuenta la totalidad de los términos que componen la fórmula. Y ahora termino: mi hija me insiste para sacar entradas para ir a ver “Hannah Montana: la película” que se estrenó esta semana. Quizás le haga caso, quién sabe cuantas verdades me esperan.

(Dibujos de Vero)

sábado, 8 de agosto de 2009

Edades de libro

La historia tiene una canónica división en edades, lo que –se sabe– es un invento del siglo XIX, el siglo de los cuadros sinópticos. La intención estaba clara, la de conceder algunos puntos fijos para una mayor comprensión de ese magma cambiante que es el humano acontecer. Algún sustrato sólido que le ayudara en su deseo irrefrenable de convertirse en ciencia.

Pero, como dice el gran historiador Jaques Le Goff, por más que sea bien intencionada, “una estructuración nunca es inocente”. Los cortes y las quebraduras necesariamente conllevan una dosis de intencionalidad. De todos modos, la elección de ciertos hechos puntuales parece ser un contrasentido con la misma pretendida ciencia, que postula la continuidad de los sucesos históricos.

Me pregunto, entonces, si no sería más razonable, en vez de adjudicar esta tarea de dividir la historia a los hechos, que se la diéramos a otro agente, por ejemplo a los libros. Este sistema tendría la ventaja que nos hace poner la atención, no en la ruptura que denota el cambio de época, sino en un punto central de la misma, desde donde se ilumina cierta extensión de tiempo. Se me dirá que los límites de una luz suelen no ser precisos, pero quizás esta ausencia de rigor sea a favor de una mayor verdad.


He hecho ya mis elecciones, seguramente arbitrarias, pero espero que valgan al menos como expositivas del método propuesto y que se les conceda el beneplácito de lo que tiene carácter tentativo.

La Edad Antigua se la concedo a Homero y a los dos grandes poemas épicos que fueron el sustrato de la cultura clásica. Allí se nutrió la Antigüedad entera para establecer las bases de lo que fuera la primera aventura humana por conocer y por dar a las acciones humanas una significación. La Ilíada y la Odisea son las odas fundantes de la humanidad.

Sin hesitar, la Edad Media se la entrego a La Divina Commedia, el poema que, como aquellas catedrales de su tiempo, explica la dinámica de la redención. En él, sorprendentemente, el propio autor es el personaje. Pero al mismo tiempo hay que destacar que no se trata de una historia personal, sino la de cualquier hombre. Dante en su periplo busca lo que es central y definitivo en su existencia y en la nuestra: la salvación de su alma. La Commedia es el poema del hombre.

Para orgullo de nuestra lengua, la Edad Moderna sería, a mi juicio, para el Caballero de la Triste Figura. En sus desventuras se describe ese singular pliegue sobre la realidad tan propio de la modernidad. No es la historia de un personaje, sino más bien la historia del mismo libro que se está escribiendo. Como Velásquez, que se pinta a sí mismo pintando el cuadro que le observamos pintar. El Quijote es el libro de la literatura.

Por último, la Edad Contemporánea presenta la complejidad de lo próximo. Consciente de las dificultades de este juicio, asumo la responsabilidad de nominar a Joyce. No solo porque, aunque no creo en ella, es siempre atractiva la idea de la circularidad del tiempo y me seduce pasar de nuevo el testimonio al monarca de la pequeña Ítaca. Me parece que Joyce representa como nadie una característica tan propia de nuestro tiempo, como es la fragmentación y a partir de allí la exploración. El Ulises es la novela del lenguaje y de sus límites.

Quizás me inspire el sueño de pensar que, así delimitada, la historia sea más suave y sus efectos menos mortíferos que escandida por batallas, conquistas y caídas. Poner la mirada en las fuerzas que crean y no en las que destruyen. Será que en el fondo me gusta más ser conducido por poetas que por reyes.

sábado, 1 de agosto de 2009

Correr frente a ti

("Elija y gane", Luis Alberto Spinetta)



No me dejes como un reloj
que ya no marcará los momentos,
sin ti.

Si es que duele el amanecer,
pues yo me esconderé,
y aun así,
sabrás que hay cielo.

Correr frente a ti,
es un deporte que yo hago en silencio.
Correr frente a ti,
es un deporte que yo hago en secreto.

No me leas como un cartel,
sin un diario de ayer
que ya no dice absolutamente nada.

Si es que viene el anochecer,
pues yo me aislaré...
y aun así
seré una estrella.

Correr, amor, correr,
correr frente a ti.

Ya no tiene sentido,
ignorar los momentos de la vida
que pasan.

Ya no tiene remedio,
la agonía de sentir
que pierdo tu amor ahora,
justo ahora.


Hay finales simétricos, donde se comparten las razones, pero son las asimetrías las que desgarran. Cuando todo el peso queda de un lado, cuando el equilibrio que nos protegía estalla. Quizás no haya soledad mayor que quedarse solo frente a una ilusión que fue compartida. Quedarse afuera. El amor, si es de verdad, siempre esconde un sueño de eternidad. Despertar de ese sueño en compañía es duro, hacerlo solo es devastador.

La desesperación por salvar lo que amamos nos impulsa al esfuerzo. Sin embargo, el amor es solamente posible a partir de la libertad. Forzar la situación es siempre contraproducente y no hace más que impulsarlo todo al abismo. El heroísmo llama a transpirar la camiseta y ninguna imagen se vincula tanto al esfuerzo cómo la de correr. Posiblemente porque está relacionado con lo inútil.

Se puede correr para llegar a algún lado. También se lo puede hacer delante, al lado o detrás de otro. Pero resulta sorprendente hacerlo frente a alguien. La colisión parece inevitable, diría necesaria. Quien sabe, el corredor desahuciado abriga una esperanza última de sacudir al otro. O el adverbio elegido, quizás no esté en su acepción de lugar, sino de modo. Se puede estar frente a otro, en pugna, opuesto. Frente a ti, enfrentado contigo.


Además se señala que se corre por deporte. Se dice que algo se hace “por deporte” cuando no se tiene una verdadera razón, fuera de sí mismo, para hacerlo. En esto el deporte se parece al arte, ambos se degradan en cuanto se le descubre un objetivo, más aún si este es cuantificable. La sensación aumenta si todo es realizado en silencio y en secreto. Un esfuerzo inútil que nadie ve, oscuro, que dignifica por su propia inutilidad. Un deber ser que no aporta nada.

Estamos ante un escenario arrasado, el de la indiferencia. Entre ambos se ha interpuesto un desierto, pero uno solo quedó aislado. Tres imágenes poderosas expresan acabadamente este sentimiento: el reloj que no da las horas, el cartel que nada anuncia, el inútil diario de ayer que no dice “absolutamente nada”. Ya no podemos interesar al otro. Solo es posible correr, movimiento desesperado, nervioso, excesivo y, sobre todo, vano.

Dos estrofas que empiezan con un “no”. Un pedido, una súplica. No me hagas esto, por favor. Pero ya está hecho. Otras empiezan con un “si” y un deseo de esconderse, aislarse, tal vez desaparecer. Retirarse de la escena, en busca de un final más digno, pero es un deseo que no es posible cumplir. La actividad, aunque inútil, es una forma de consuelo. Mejor correr, entonces.



Finalmente, llega la dura comprobación de los hechos. Que parece fueron inesperados y por eso más dolorosos. “Justo ahora” es un lamento que delata un estupor amargo. Como de alguien que cae en la cuenta de su desgracia en un momento que juzgaba particularmente propicio. Ya no tiene sentido, ya no tiene remedio, dice el poeta, queda solo “la agonía de sentir”. No hay señales de esperanza. Un solo camino entonces, correr hasta consumir las fuerzas y que el agotamiento sea la medicina.