martes, 29 de diciembre de 2009

sábado, 19 de diciembre de 2009

Contra Papa Noel

Todo cristiano medianamente informado sabe de la abrumadora importancia que la Pascua tiene por sobre la Navidad. Esta última es una fiesta bastante tardía que recién se afianzó al promediar del siglo IV. Durante muchos siglos continuó siendo inferior a Pentecostés y lo continúa siendo en la Iglesia Oriental con respecto a la Epifanía, la que nosotros con criterio objetivo llamamos “Reyes”.

Sin embargo, el crecimiento de la segunda por sobre la primera ha sido exponencial desarrollándose en paralelo a la pérdida de sentido religioso que avanza empujada por el viento de la modernidad. La importancia de la Navidad es la de las causas primeras, ya que sin encarnación difícilmente hubiera habido redención, pero no siempre el inicio es lo más importante. La ausencia de resurrección es lo que haría vana nuestra Fe, como señala, categórico, Pablo y, por ende, también la Navidad. La causa final es, una vez más, la que define.

Uno de los éxitos de la operación de crecimiento del fenómeno navideño, para hacerlo apto al consumo moderno, se centra en la licuación de su sentido. Diluir su carácter religioso en las aguas de un sincretismo bonachón. Aunque para esto haya sido necesario desterrar el Misterio. La geometría es una ciencia inapelable, la superficie es enemiga de las profundidades.


De los múltiples vehículos utilizados con este fin, Papá Noel es sin duda el campeón. Un personaje producto de sucesivas transformaciones y colector de mitos que recorren vastas geografías, de Paris a Laponia y de Anatolia a Coca Cola. En él se conjugan relatos paganos, codicias atemporales y también el velado recuerdo de San Nicolás, patrono de Bari, a quien Dante se refiere:

Esso parlava ancor de la larghezza
che fece Niccolò a le pulcelle,
per condurre ad onor lor giovinezza.
(Purgatorio XX, 30)

De esa mezcla errática surge la figura barbada y corpulenta que, tirada por renos, surca rutilante nuestro cielo, y que es todo lo contrario del original espíritu navideño, en donde todo es frágil. Para colmo, su figura se adapta mal a estas latitudes, donde los pobres Papanoeles sudan las desgracias del verano. Santa Claus es, además, para nosotros, habitantes de estas latitudes, un sometimiento cultural inaceptable.

Sin embargo, el oponente es un difícil de vencer, y no sólo por el aire acondicionado que sopla en el fatuo invierno de los shoppings A su favor, el consumismo infatigable despliega todos los años sus huestes y el ingenio de los generales del marketing. Y no es que me oponga a los regalos, sino solamente a quien se convirtió en su agente exclusivo de distribución. Los monopolios terminan por arruinar las cosas.

La Navidad es, antes que nada, una posibilidad y el Pesebre, un lugar de resistencia donde pertrecharse de los embates del mercado. Yo quiero pasarla cobijado bajo su precaria arquitectura desvencijada de palos y allí guarecerme de los chubascos del alma. Porque el andamiaje de mi fe también es una construcción endeble. Abandonar la abarrotada y sólida posada, para correr hasta el precario tinglado de mis días y allí contemplar el misterio de ese Niño y gozar con la amorosa mirada de su madre. Porque si es verdad que Dios nos ama, al punto de hacerse uno de nosotros, de verdad que todo es posible.

Hasta ver desterrado a Papa Noel, con su trineo atascado en el medio de algún tórrido desierto, maldiciendo haber venido a visitar este hemisferio. Quién sabe algún alma piadosa lo lleve de vuelta al Polo Norte.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Vida de cocinar

Dice la Biblia que cuando Dios culminó la creación, la hizo desfilar delante del hombre para que la nombrara, una tarea que imagino agotadora. Producto del cansancio y de su propia condición finita, es probable que Adán haya caído en algunas repeticiones. Así nació la polisemia y con ella el equívoco.

Hay nombres que nombran cosas lejanas en el significado, lo cual evita la confusión. Resulta bastante improbable que la vela que ilumina y la que empuja el barco convivan en una misma frase. Pero siempre recuerdo cuánta gracia causaba a los italianos nuestra expresión “mañana a la mañana”.

Un caso curioso resulta el de la cocina, que se refiere tanto al artefacto para cocinar como al espacio donde este hecho, primordial de la humanidad, ocurre. El sentido se expande desde el fuego que cuece y, como si fuera el mismo humo, va ocupando todo el espacio que lo circunda hasta impregnarlo de su mismo nombre. Se cocina, con la cocina, en la cocina. Las palabras son como seres vivos que se desplazan en la frágil geografía del lenguaje.


Si la heladera es el elemento conservador del universo cocina, la cocina artefacto representa el ala izquierda. Una verdadera fe progresista enviste su vida, ya que en ella todo se transforma, como si la insuflara el sueño de Heráclito. Ella es una máquina que pone en práctica el deseo de convertir en otras las cosas. Evitar su inútil podredumbre y cambiarla por una muerte que sea fértil y nutricia.

La cocina tiene también el aspecto de los revolucionarios y si pudiera andaría despeinada con pañuelos coloridos en el cuello y tejidos de lanas picosas. Si bien hay algunos modelos pulcros, corrompidos de acero inoxidable, en general se presenta simple y algo desaliñada, con chorreaduras que enseñan que ha vivido. Su forma revela un funcionamiento que es de los más primarios, en ella no hay misterios ya que es sólo una versión, más precisa, del fuego prehistórico que crepitaba incierto en la caverna.

En ella conviven dos partes: el oscuro averno del horno y un cielo de redondas hornallas. Hay muchos que, como Salomón, han querido separarlas, pero a mí me gusta que convivan en su cuerpo blanco de chapa enlozada. Hasta me parece que a veces conversan el suave silbar de la hornalla y el chirriante quejido que el horno exhala en cada apertura. En ambos las cosas sufren mutaciones lentas pero prodigiosas, que harán nuestro alimento.


Sin embargo, no todo es paz en este mundo y el peligro acecha desde la alacena. Está representado por ese incomprensible demonio recién llegado llamado microondas, pequeño monstruo del que ignoramos todo. Yo estoy convencido del rancio encono que separa a estos artefactos. Forzados a colaborar a veces por que el moderno tiempo apremia, la cocina desconfía de esta especie de televisor culinario, que logra en pocos segundos lo que a ella le cuesta un esfuerzo dilatado de minutos. La vieja cocina es, seguro, la que ha hecho correr la voz que de sus pequeñas ondas provenía el cáncer y que la muerte seguiría a quien se sometiera a sus expeditos servicios.

Pero aunque la técnica ataque con sus refinadas armas o asome un futuro dietético de alimentos en pastillas, yo creo que ella permanecerá todavía echando humo entre nosotros. Llenando la casa de olores y reuniéndonos tozudamente a su alrededor, para saborear la dicha de compartir el producto de su magia. Y también el sueño de que, con un poco de calor, el mundo puede ser de veras transformado.

miércoles, 9 de diciembre de 2009

Lo que leí en 2009

18) La conversión de San Agustín, de Romano GUARDINI




17) El mundo de Homero, de Pierre VIDAL-NAQUET




16) Creadores, "De Chaucer y Durero, Shakespeare, Bach, Turner, Hokusai, Austen, Pugin, Viollet-Le-Duc, Hugo, Twain, Tiffany, Eliot, Balenciaga, Dior, a Picasso y Disney", de Paul JOHNSON




15) La condición humana, de Hanna ARENDT




14) Lo que hace a Grecia, "1. De Homero a Heráclito", de Cornelius CASTORIADIS




13) Siete días en el mundo del arte, de Sarah THORNTON




12) El capital, II y III, de Karl MARX



11) El capital, I, de Karl MARX




10) Obras completas de SAN AGUSTÍN, t. I, "Escritos filosóficos"




9) Resolana, de Lucía MAZZINGHI




8) 32 de diciembre, "La muerte y después de la muerte", de José María CABODEVILLA




7) Maquiavelo, de Marcel BRION




6) Una larga Edad Media, de Jacques LE GOFF




5) La fe filosófica, de Karl JASPERS




4) Intensidades filosóficas, "Sócrates, Epicuro, Spinoza, Nietzsche, Deleuze", de Gustavo SANTIAGO




3) Estambul, "Ciudad y recuerdos", de Orhan PAMUK




2) Deleuze, "El clamor del ser", de Alain BADIOU




1) El Antiguo Régimen y la Revolución, de Alexis de TOCQUEVILLE

sábado, 5 de diciembre de 2009

Proa

Los deportes que se conocen como extremos son aquellos en donde se pone en riesgo la vida. Hay muchas variedades: lanzarse al vacío desde un puente, arrojarse a la corriente de un río bravo o volar con complejos adminículos. En el fondo, todos se parecen un poco. El peligro, que los constituye como categoría, es un sentimiento desprovisto de matices.

Pero hay otros deportes que deberían entrar en esta categoría, aunque el riesgo no sea el de romperse los huesos. Son aquellos en los cuales lo que se somete a lo extremo es la mente. Para practicarlos se necesita entrenamiento y una previa elongación espiritual, para evitar los “calambres en el alma”. Entre ellos una de las disciplinas mas difíciles es la que responde al nombre “visita al museo acompañado de una niña curiosa”. El fin de semana pasado concurrimos en compañía de Vero al bellísimo edificio de la Fundación Proa, para ver la muestra “El tiempo del arte”.

El subtítulo de la muestra reza “Obras maestras del siglo XVI al XXI” lo cual resulta tan excesivo como el título. En realidad, se trata de un contenido bastante desparejo agrupado con un criterio temático algo magnánimo. El resultado es, en definitiva, un poco desilusionante. Las pinturas antiguas, muchas de atribución incierta, son de una calidad bastante inferior y lucen mucho mejor en el catálogo que en el original.

Las obras en su mayoría fueron trabajosamente traídas desde Bérgamo y hay algunos aportes nacionales. Después, el resto está dominado por el arte conceptual, que es, de las formas del arte, la que más me aburre. Sin un trabajo material, se me hace muy difícil establecer una relación con las obras. Soy consciente de mis limitaciones, pero para las solas ideas prefiero la filosofía.


Las preguntas de Vero se suceden, y oscilan entre la sorpresa y el desengaño. Le interesa circunscribir lo que ve y sinceramente en muchos casos no se qué responderle. Saber cuándo termina una obra conceptual es un problema. Una aguja gigantesca clavada en la pared, que lleva enhebrado un cable eléctrico, llama su atención. Intento un breve ensayo que reúna la costura y la electricidad. No la convenzo, ni yo tampoco lo estoy.

El Mingitorio de Duchamp obliga a una detención. Para ella el baño de caballeros es un territorio inexplorado. Después de una breve y contundente explicación sobre el uso, a la que responde con cara de asco, viene la otra que intenta explicar cómo se convirtió en arte. Pero claro, a los niños no los conmueve la rebeldía.

Por último, llegamos al infaltable Cristo de Ferrari. ¿Qué hace Jesús ahí? Pregunta difícil para alguien que educó con un sentido de lo sacro. Sin embargo, no me amilano y apelo a una argucia discursiva para intentar una respuesta. Sé que mi explicación es exactamente lo contrario de lo que el artista quiso decir con su obra, pero no me importa. Una de las ventajas del arte es que, una vez colgado, queda sujeto a la interpretación.

Cae la tarde amarilla sobre la corriente inmóvil del viciado Riachuelo. La belleza dispensa su gracia donde le da la gana. Me siento algo cansado, como un testigo que ha sido interrogado con celo. El domingo termina, no más preguntas, Señor Juez.