sábado, 27 de diciembre de 2008

viernes, 26 de diciembre de 2008

Lo que leí en 2008

14) En busca de la Edad Media, de JACQUES LE GOFF




13) Lógica del sentido, de Gilles DELEUZE




12) La genealogía de la moral, de Friedrich NIETZSCHE




11) Los orígenes del pensamiento griego, de Jean-Pierre VERNANT




10) Temor y temblor, de Sören KIERKEGAARD




9) San Agustín, Perfil humano y religioso, de Erich PRZYWARA




8) Crítica del juicio, de Immanuel KANT




7) Difícil libertad, de Emmanuel LEVINAS





6) El fin del tiempo, de Josef PIEPER




5) Jesús de Nazaret, de Joseph RATZINGER, Benedicto XVI




4) Introducción a la filosofía de la historia, de Raymond ARON





3) Los judíos en la Trama de los Imperios Antiguos, de Enrique J. DUNAYEVICH




2) Exasperación de la filosofía, el Leibniz de Deleuze, de Gilles DELEUZE




1) Cien años de soledad, de Gabriel GARCÍA MÁRQUEZ


jueves, 25 de diciembre de 2008

¡Feliz Navidad!



«Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor» (Lc 2, 11).

domingo, 21 de diciembre de 2008

Peras al olmo

En todas las familias reales hay siempre una princesa alocada. Ellas producen escándalos que quitan el sueño a los reyes, pero al mismo tiempo aproximan la plebe a los castillos. El pueblo raso siempre ha adorado estos personajes libertarios que jaquearon con sus deslices los blasones más ilustres. Indómitas a las rigideces de la etiqueta y al tedioso proceder de los rituales de la corte, recuerdan a todos lo humano que se esconde detrás de un soberano. Da la impresión de que sin ellas las dinastías morirían asfixiadas en su propio almidón.

Protagonistas de infidelidades clamorosas o de intrigas urdidas con sublime arte femenino, fueron siempre moneda de cambio para sellar alianzas. Prendas otorgadas para llamar a la paz a señores díscolos con esponsales tan majestuosos como improbables. Contrapunto ineludible, un hilo de aire fresco que se cuela por los corredores de la inexpugnable fortaleza. En el palacio de la manzana siempre brota una pera de espontánea alegría.


Su similitud hace su hermandad reconocible. Empezando por la piel de idéntica sustancia, solo diferenciada por el accidente del color. Ese amarillo suave que es una promesa de frescura. Ambas se consumen siguiendo un idéntico rito que puede ir desde el paciente cuchillo hasta el salvaje tarascón que tritura su masa entre los dientes. Pero, se sabe, las diferencias tienen por madre lo símil y en esa sutil desigualdad se construye una personalidad avasallante. Empezando por su forma esbelta, que revela una femineidad sinuosa que desmerece el aspecto de su parienta. Siguiendo por su jugo, que entrega generosa hasta que desciende por su homónimo accidente hasta bañar el pecho. Por último, el sabor de un dulzor anegado en agua fresca, que se deleita siempre con algo de júbilo.

Ella promete un deseo para ser cumplido sin complejos, más superficial, pero de una intensidad liberadora. Una pasión destinada a morir pronto, que dejará huellas tenues, no como aquella que produjo para siempre la condena del Edén. Nadie la toma tan en serio y pronto recibe el perdón de los pecados juveniles y de los descalabros que tiene la inmadurez como atenuante. Es una compañera deliciosa, pero de esas con las que es difícil establecer uniones duraderas. Son pocos los que en el invierno se acuerdan de las peras.

Su recuerdo está íntimamente ligado al verano y a su desparpajo. Se podría decir que, en comparación con la manzana, es una pésima estudiante. Vive obsesionada por el sonido del mar y gusta ser presentada en mesas de jardín, para servir de postre de almuerzos frugales a base de finas tajadas de fiambre. Sobre todo en mediodías soleados, en donde su cáscara parece brillar con luz propia. Creo que es necesario, para apreciarla, tener una cierta dosis de informalidad y algo de desenfado estival. Es una fruta orgullosa de ser estacional.

La vida sería muy pesada si sólo existieran las manzanas. Dios quiso darnos las peras para recordarnos que quiere hijos alegres. Los espíritus tristes son como los olmos, imposible pedirles que produzcan peras.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

La gran manzana

Muchas veces me he preguntado si una manzana no fue un precio algo bajo por el Paraíso. Quién sabe cómo ella se convirtió en el importe para el mayor de los deseos: querer ser como dioses. Quizás haya sido el intenso color de su piel fina, o su forma rotonda, que en sus extremos adquiere sinuosidades de reminiscencias femeninas. Lo que parece descartable es que este privilegio provenga de su sabor, que siempre me pareció por debajo de su fama.

Es verdad que la antigüedad suele ser un factor decisivo a la hora de las soberanías. Y en este caso poseemos un dato mensurable que tiene la frialdad que los números otorgan, lacónicos, como una sentencia inapelable. Es difícil que algo pueda ostentar un cultivo tan ancestral, que se calcula en unos 15.000 años. Épocas hundidas en el primer albor de lo humano, en las orillas de los simios. Su origen se supone en el áspero Cáucaso, pero pronto hay noticias suyas en los inundados verdores del Nilo. Los años son una fuente segura de prestigio.


Sin embargo, no solo el tiempo entreteje el poder. Los reyes siempre han buscado un origen antiguo, pero también enmarañar sus raíces entre divinidades que desbordaran la cronología. La augusta manzana pronto se entremezcló entre los dioses paganos y fue el premio de la famosa disputa de las mujeres olímpicas. En una improbable versión dorada fue el trofeo que recibiera Paris por actuar de juez en aquella frívola disputa femenina. El fallo en favor de Afrodita fue la causa remota de la desgracia de su estirpe, que se perfeccionó mas tarde con el rapto de Elena.

A pesar de sus impresionantes pergaminos, la manzana se presenta humilde, con ese tipo de modestia que solo poseen los que están íntimamente seguros de la valía de su estirpe. Aparece siempre lista para ser consumida sin rodeos, provista de una cáscara comestible, que paradojalmente es la que sostiene su fama. Esta fina piel reivindica la profundidad que esconde siempre la epidermis. Separarla es una tarea que requiere de pericia y pulso firme a la hora del cuchillo, y es también un acto vejatorio. Una manzana pelada pierde toda su fascinación, como un príncipe al que hubieran desnudado unos rabiosos jacobinos de alacena.


Como sucede con las cosas que se nutren en demasía de su aspecto bello, la manzana es una fruta propensa a las traiciones. Aquellas de un rojo parejo y oscuro pueden ser decepcionantes a la hora suprema del alimento. A pesar de tener menor reputación, prefiero esas bastardas verdes, cuya acidez parece sacudir de una siesta a las adormiladas papilas. De todos modos, señal última de nobleza, ninguna de las innumerables variedades podrá ser jamás consumida hasta el final, ya que el centro siempre se resiste tercamente, prefiriendo un destino de tacho de basura al de nuestras recónditas entrañas. La realeza prefiere el olvido a ser devorada totalmente por las muchedumbres famélicas.

La manzana cuenta desde siempre la historia del deseo que, lejos de ser espontáneo, es una lenta construcción humana. Ella es ese objeto que promete conquistar un mundo, pero que, una vez mordido, nos revelará implacable la severa realidad de nuestros límites. Espejo que alumbra quiénes somos, con toda la luz de la manzana.