lunes, 30 de agosto de 2010

Malditas torres: 04 / Babilonia

La oposición ética entre campo y ciudad fue resuelta desde muy antiguo a favor del primero. Este gozó desde temprano de la simpatía de los poetas, empezando por Hesíodo, que cantó las loas a la austera vida campesina, confirmadas más tarde por el bucólico Virgilio.

En la Biblia también se hace presente esta tendencia, que exalta la vida nómade y pastoril de los patriarcas y mira con recelo a la ciudad, lugar del lucro y del negocio. Israel vivió asfixiada por la presencia de dos gigantes, Egipto y Babilonia, pero sobre todo fue esta última la que en el imaginario judío concentró la maldición de la gran ciudad. Así se despacha Isaías contra ella: “pronunciarás este proverbio contra el rey de Babilonia, y dirás: ¡Cómo paró el opresor, cómo acabó la ciudad codiciosa de oro!” (Is. 14,4).

Pareciera que esta ancestral tendencia aflora con nueva fuerza en estos días, donde sobre la ciudad recae la vieja acusación. Ella es presentada como el lugar donde los valores padecen arrasados por la ambición, provista de una insalubridad más ética que material. Frente a este panorama se alza la campaña, orgullosa de sus tradiciones y de su tiempo, que transcurre denso, escandido por el trinar de los pájaros.

Las torres parecieran ser el símbolo elocuente en donde con evidencia se expresa este desprecio, antiguo y nuevo. Su propia existencia, destinada a sobresalir, las coloca en una situación vulnerable. Ellas encarnan el paradigma de la especulación, de la ganancia exorbitante, que aparece siempre como el fruto de algún negociado oscuro.

Sin embargo, esta visión no se condice, en la mayoría de los casos, con la realidad. Las torres son uno entre tantos negocios posibles, y no se diferencian demasiado de los otros. La construcción tiene además algunas ventajas interesantes. Por ejemplo, la de ser una prolífica fuente de trabajo y una actividad que distribuye el ingreso con un dinamismo insuperable. La comparación en este aspecto con el sacralizado campo es tan antipática como evidente.

Otro punto que comparte con cualquier actividad comercial es su afán de lucro, aunque en este caso sea siempre calificado de desmedido. Conviene recordar que en una torre de envergadura, como en cualquier otro negocio, la ganancia, y también la pérdida, suele ser proporcional al riesgo. De todos modos, la particular economía de nuestro país hace que este aspecto sea la mayoría de las veces un mito. El gran porcentaje de las torres se construye hoy en día a partir de la figura del fideicomiso, con lo cual el gigante empresario inmobiliario que llena sus bolsillos hasta el hartazgo es una figura que se evapora detrás de un universo atomizado de ahorristas.

Un último y saludable aspecto es el del volumen del negocio. A partir de él se genera la posibilidad de viabilizar la inversión hacia zonas despreciadas de la ciudad. También su misma visibilidad morfológica se traslada al campo impositivo y al de la seguridad laboral. La torre se convierte así en una eficaz manera de combatir la informalidad.

Quizás sea aún posible introducir, como una cunea en la férrea condena de Babilonia, el elogio de Jerusalén.

Bendice, alma mía, al Dios, rey grande,
porque Jerusalén con zafiros y esmeraldas
será reedificada,
con piedras preciosas sus muros
y con oro puro sus torres y sus almenas

(Tb 13, 10-15.117-19).

domingo, 22 de agosto de 2010

Malditas torres: 03 / Nínive

La excesiva dimensión de las ciudades fue entendida como un mal desde la Antigüedad. Es conocida la férrea política aplicada por los griegos en este aspecto. Un sistema de tope máximo, superado el cual había que, en sentido literal, “mandarse a mudar”. El exceso fue siempre el gran temor de los helenos y su termómetro para ejercitar la moral. Hasta Dionisio y su desenfreno se limitaba a algunos días.

Dicha preocupación tampoco es ajena a la Biblia, en donde la gran ciudad es generalmente condenada como usina del pecado. Abraham pidió misericordia para evitar la destrucción de Sodoma y Gomorra, y Jonás fue enviado con la siguiente orden: “Parte ahora mismo para Nínive, la gran ciudad, y clama contra ella, porque su maldad ha llegado hasta mí” (Jon 1,2).

La escueta descripción de Nínive es significativa: “era una ciudad enormemente grande: se necesitaban tres días para recorrerla” (Jon 3,3). Se introduce aquí la cuestión de la extensión. Esta es también el centro de un intenso debate hoy en día y refiere a cuestiones tan sensibles como la sustentabilidad.


Bajo esta óptica, las malditas torres parecieran ser una solución más que un problema. Desde hace algunos años se estudian las nocivas consecuencias que ha tenido en nuestras metrópolis el enorme crecimiento de las periferias. La tan publicitada vida al “aire libre” tiene consecuencias devastadoras para el ambiente. Los traslados excesivos, con la consecuente emanación de gases tóxicos y el inmenso costo que implica ampliar horizontalmente las redes de servicios, son solamente algunos de los efectos. No hay nada más antiecológico que el verde de los jardines, cuyo verdor demanda enormes cantidades de un recurso escaso como el agua.

Dentro de este horizonte, la concentración aparece provista de una sustentabilidad mayor y si bien es cierto que los problemas de infraestructura existen, no hay duda de que pareciera más factible resolverlos dentro del ámbito urbano que hacer menos densas las ciudades en beneficio de los suburbios. La horizontalidad en este caso es un perjuicio y la altura resulta sorprendentemente benéfica para el planeta.

La participación en nuestras sociedades es uno de los pilares en los que se asienta el sistema democrático. El vecino es el lugar donde el sistema se hace concreto, donde la representación que siempre aleja las cosas se hace carne. Escucharlo, además de una obligación, es un acto de inteligencia, pero también cabe recordar que este siempre expresa una posición particular.

Además, el vecino que en general se escucha es un vecino construido mediáticamente y sospecho poco representativo. Es aquel que se queja porque la queja mide más que el beneplácito. Los cambios generan temores, pero me cuesta creer que todos quieran impedir transformaciones para que todo permanezca inalterado. Las asociaciones vecinales, que se presentan como una opción progresista a la democracia representativa, son muchas veces la cuna del más férreo espíritu reaccionario. A veces el simple cambio de mano de una calle es motivo para amenazar con colgarse de los semáforos.

Sería interesante introducir en el debate otras visiones y salir de la irracionalidad del fundamentalismo barrial. La maldición de la torres como un absoluto es una teoría arbitraria y, entre otras cosas, atrasa veinte años. Cómo le dice Dios a Jonás en el final del libro que lleva su nombre: “y yo, ¿no me voy a conmover por Nínive, la gran ciudad?” (Jon 4,11).

Las torres también piden un poco de compasión.

sábado, 14 de agosto de 2010

Malditas torres: 02 / Hammurabi

El código más antiguo de la humanidad que ha llegado a nosotros significó un enorme adelanto para la humanidad. Fue compilado por Hammurabi, rey de los caldeos, y grabado en la piedra con filosos e indelebles caracteres cuneiformes. Su texto sacó el universo de las leyes de las oscuras prácticas sacerdotales, y las hizo visibles y también estables. De hecho, la palabra código conserva aún hoy el sentido de clave, hace referencia a aquello cuya aplicación revela un mecanismo oculto.

El Código de Planeamiento Urbano, menos célebre que su ancestro babilonio, también permite ponernos en contacto con un organismo complejo como es la ciudad. Solo quien lo conoce en profundidad, y trabaja con él abierto sobre la mesa, es capaz de conocer sus secretos. Y hasta puede llegar a tomarle afecto, cuando comprende que lo que limita muchas veces es lo que educa.

En él se establecen normas que a primera vista parecen complicadas y molestas, pero que, a poco andar, resultan más claras de lo esperado. Sus reglas se transforman en balizas que marcan un camino y transitar por sus páginas constituye un aprendizaje. Es difícil ganarle: cuando nos da por un lado nos quita por otro. Si en un terreno es generoso con los metros a construir, será escueto con la altura de la construcción. Está formado por sutiles equilibrios que custodian intereses y por eso no es aconsejable arremeter contra él con trazos demasiados gruesos.


Las torres, a las que el Código llama pomposamente “edificios de perímetro libre”, son admitidas dentro de las tipologías para dar forma a los edificios. Para ellas se establecen normas precisas y también zonas específicas donde están permitidas. De todos modos, por alguna razón, en la conciencia ciudadana existe la creencia de que toda torre construida es producto de un abuso perpetrado bajo la cobertura de la trampa. Esta idea tiene su raíz en la ignorancia. Sería bueno informarse, ya que nada alienta más la ilegalidad que el hacer creer que no existe la ley.

En estos días corren rumores sobre la pretensión de hacer modificaciones radicales al texto del Código, con el fin de condenar al ostracismo a las malditas torres. No es que su texto no pueda ser modificado, sino que quien lo haga debería sopesar bien sus decisiones, y recordar que se encuentra frente a un artefacto complejo que rige los destinos de la enrevesada realidad urbana. El espíritu que mueve a estos reformadores parece dominado por el cálculo político y alentado por una especie de resentimiento vecinal. Esta voluntad, además, suele estar sostenida por una total ignorancia de la herramienta que se pretende corregir.

Hay muchas cosas que se pueden hacer para mejorarlo y en particular para mejorar las torres, haciéndolas más amables. Trabajar no tanto sobre ellas mismas, sino sobre las consecuencias que su presencia provoca en el tejido urbano. Algunas iniciativas en este sentido ya se han implementado, como la excelente normativa conocida como “compensación volumétrica”.

No se debería olvidar que un código siempre debe referir a la realidad de la que es cifra. Modificarlo sin un criterio adecuado puede alejarnos y, en última instancia, destruir aquello que su secreto custodia.

lunes, 9 de agosto de 2010

Malditas torres: 01 / Babel

La esencia de una maldición radica en su carácter definitivo. El maldito no admite matices, sobre él no se razona, queda simplemente expuesto a la condena y a la consecuente voluntad de extirparlo, preferentemente, de raíz. Ese rechazo unánime nace de un proceso complejo, porque hay una historia de los malditos que merece ser recorrida. El maldito no nace, se hace.

El caso de las torres es antiguo, su maldición se remonta al Génesis y tiene un nombre: Babel. Historia del humano orgullo desmedido en donde resuenan los ecos del pecado original, esta vez a escala urbana: querer ser como dioses. El castigo que en el primer caso fue la expulsión del Paraíso, en este segundo tuvo el carácter no menos grave de la incomprensión. La primera torre provocó, como al parecer las últimas, confusión: “Bajemos entonces, y una vez allí, confundamos su lengua, para que ya no se entiendan unos a otros” (Gn. 11,7).

Sin embargo, no siempre la torre atrajo sobre sí el vituperio de las gentes. La adusta torre del castillo, símbolo del poder feudal, fue también capaz de dar al vasallo un refugio bajo su sombra. Un día apareció entre los muros del burgo y fue el alarde de una familia rica, la pérdida del favor político traía aparejada necesariamente su demolición. Pero también la torre fue campanario que señalaba con música de bronce las horas religiosas y después reloj comunal para medir el tiempo con rígida precisión mecánica. Fue luz en la tempestad del marino y referencia lejana en la campaña, cuando en el ocaso del día se divisaba en ella el calor de los seguros muros ciudadanos.


Olvidada por el humanismo, el siglo XX fue para la torre una nueva primavera. Los arquitectos de la modernidad vieron en ella el modelo de un futuro lleno de luz y aire puro. El viejo tejido insalubre, con sus patios rancios mal ventilados, debía dejar lugar a jardines continuos, donde las torres se plantaran como árboles. Ellas deberían hacer realidad el sueño de una sociedad más justa, para que a su sombra esta vez el hombre caminara decidido por la autopista del progreso. Pero se sabe que de los sueños, salvo que se trate de la muerte, solo cabe despertar.

En nuestros días pareciera que el rechazo ancestral se hace presente y también sus señaladas consecuencias: la imposibilidad de comprensión. El progreso ya no suena más prometedor en los oídos posmodernos. Son días de terrores ecológicos, de vientos en donde sopla un aire de conservación, el cuidado parece ser la orden. Predomina más el temor ante las consecuencias que las virtudes de las acciones que emprendemos. Son tiempos reaccionarios, es necesario reconocerlo. El pensamiento débil nos domina. Y es tirano.

Sin tirar por la borda las innegables virtudes que esta tendencia a preservar comporta, entiendo que los fundamentalismos no suelen ser buenos consejeros. Adhiero a quienes con inteligencia pretenden conservar las cosas que valen: la naturaleza, regalo del Altísimo, y las ciudades, creación humana por excelencia. Sin embargo, no soy amigo de las maldiciones indiscriminadas y en cuanto a la ciudad, a pesar de ser creyente y practicante, a la hora de razonar, prefiero el Código de Planeamiento a la Biblia.