domingo, 31 de agosto de 2008

No quiere decir

("Un mañana", Luis Alberto Spinetta)

Aunque el sol te abrigue
no quiere decir que no tengas más frío
y si la luna se cubre
no quiere decir
que no tengas su luz
cada día es la mañana desnuda
y tu corazón tiene prisa
y si el mundo se oculta
no quiere decir
que no puedas volar

mientras el cielo brille amor
por ti yo esperaré
oye sólo la distancia amor
y por ti yo esperaré
Una vida lejana se escucha pedir por su amor sin destino
y si la noche la calla
no quiere decir
que se apague su sed
si en un sueño la buscas
no quiere decir
que ella no esté a tu lado
y si sus manos se escapan
no quiere decir
que no tengas tu piel
va en mis alas el reclamo, amor
va desde mi corazón.

cada tanto la palabra adiós
retoma el amanecer
cada vez que la pronuncias, amor
después yo debo renacer.





"¿Nunca los desanimó la ambigüedad de toda palabra, que aun cuando sea directa y actual, apenas pronunciada se aleja, se adultera y apela a la interpretación? ¿El mundo futuro no sería la posibilidad de reencontrar el sentido primero de las palabras, que es también su sentido último?".

Estas preguntas de Emmanuel Levinas desnudan el destino ineludible del lenguaje a ser interpretado. La posibilidad de un sentido primero (y último) se da en un “mundo futuro” que para el filósofo es un sinónimo de trascendencia. Acá, mientras tanto estamos condenados a la hermenéutica.

Las palabras tienen oculta una voluntad. No sólo dicen, también quieren decir. Están, por esta suerte de intención, libradas al arbitrio de la interpretación. Así, el lenguaje se desdobla en infinitos pliegues de sentido donde se somete, dócil, al endeble territorio del equívoco. Es necesario aclarar tanto lo que se quiere decir como lo que no se quiere, y muchas veces resulta más arduo remontar esta última pendiente que su opuesta afirmativa.

El origen de esta preponderancia de lo negativo radica en una de esas estructuras de nuestro pensar, que Kant definió como categorías. La famosa tabla, que tan orgulloso tenía al prolijo pensador de Königsberg, fue reducida más tarde a una sola. El autor de esta severa dieta epistemológica fue Schopenhauer, que simplificó de un plumazo el intrincado sistema, para quedarse sólo con la causalidad. Mediante esta formidable herramienta, según él, nosotros representamos en nuestra mente el caos de un Universo, regido por una Voluntad aturdida.

Sin embargo, la causalidad, como toda fuerza, debe ser conducida para obtener de ella los réditos esperados. Sucede que, lanzada fuera de sus límites, puede terminar por conducirnos a los pantanos del error. Establecer temerarias cadenas de causas y efectos, a partir de suposiciones frágiles y veloces es, esta vez sí con certeza, “causa” de desajustes. Es la enfermedad de la causalidad necesaria, aplicada en medio de un mar de contingencia.



Este es el reclamo que viaja en las alas de esta poesía, y que vuela desde el lugar más seguro que el poeta puede ofrecer: su corazón. Aquí no son sólo las palabras las que dicen, sino que todo el cosmos es el que se presta a ser interpretado como un lenguaje. Sol, luna, mundo, cielo, día y noche son los que, en contacto con nosotros, nos hablan, y está en nosotros buscar, sin apresuramientos, lo que nos quieren decir.

Hay un llamado a la calma, a poner un freno a nuestras interpretaciones y un signo de pregunta a nuestras conclusiones. No clausurar el sentido sobre los sucesos que observamos, ya que estos no quieren decir necesariamente eso que nosotros deducimos, sino que guardan una potencialidad a la que debemos estar abiertos, para extraer de ellos su significado más profundo. A no apurarnos, entonces, en nuestras lecturas, rompamos las férreas cadenas de la causalidad y hagamos lugar al evento.

domingo, 24 de agosto de 2008

Nido vs. Cubo

El juego olímpico es básicamente una competencia múltiple, que abarca ciertamente más que lo estrictamente deportivo. Compiten países, marcas de ropa deportiva, idiosincrasias políticas, modelos culturales, esquemas organizativos y subterfugios químicos. También los edificios entran en la competencia y ha llegado la hora de juzgarlos.

Se podrá aducir que no estoy en condiciones de hacerlo. No estuve en Pekín, y esto es un impedimento importante. La arquitectura es una de las disciplinas que para ser juzgadas merecen ser vistas en vivo. Pero calculo que podré defenderme con las armas que brindan los conceptos y con los limitados elementos de una experiencia mediatizada. Haré lo que pueda con las imágenes recibidas, que fueron múltiples, y me consolaré pensando que los edificios que aquí se enfrentan fueron concebidos más para ser vistos por televisión que visitados. El número de asistentes, aunque grande, es exiguo frente a la teleplatea mundial. Sólo esta justifica tamaña inversión.

Mi análisis se concentrará en la comparación de los dos grandes colosos que la arquitectura ha producido para la ocasión. Me ceñiré estrictamente a la final, y dejaré de lado las aburridas ruedas clasificatorias y el consuelo del bronce. Acá, frente a frente, tendremos a las máximas estrellas, que estuvieron desafiantes durante estas tres semanas, separadas por unos pocos cientos de metros. Los contendientes, es sano recordarlo, se enfrentan en una perfecta paridad de condiciones, con las armas de una tecnología sorprendente y el común objetivo de producir el asombro por sobre todas las cosas.

Como sucede antes de un gran enfrentamiento, hubo declaraciones a la prensa que es preciso tomar en cuenta en su real dimensión. Fueron éstas diplomáticas, con intercambio de elogios protocolares, que hablaron de referencias recíprocas. Sin embargo, parece evidente que ambos representan dos modos irreconciliables de entender la arquitectura y también la vida. Son propuestas sustancialmente diferentes, de esas que hacen difícil la neutralidad.


El Nido es un ejemplo de lo que Robert Venturi planteara en los ’60 como tipología típicamente posmoderna: “el tinglado decorado”. Es decir, una caja neutra a la cual se le adosa la simbología. Pero en este caso las cosas se complican, ya que es la estructura la que en su desmesura se transforma en decorado. Se asiste a un juego de espejos invertidos donde lo accidental toma el lugar de lo sustancial. El resultado es impactante, pero inevitablemente fatuo. La desilusión se descubre cuando, desde el interior, el estadio presenta su aspecto, totalmente alejado de lo que su ampulosa exterioridad prometía.


El Cubo, en cambio, abreva su fuente en aquella tradición moderna en donde el interior y el exterior se corresponden con una lógica indestructible. Todo aquí parece gobernado por una idea que se aplica con coherencia y tenacidad para producir un efecto que sea simple. La metáfora del agua parece obvia, pero, desplegada en toda su potencia, es de una poesía devastadora. Brilla aquí con todo su esplendor aquello de que “menos es más”. Y también se expresa cuánto es arduo el camino de la síntesis.

La sólida verdad del elemento, de donde según Tales surge el Universo, triunfa sobre la precaria lógica de un hornero frívolo y dispendioso.

domingo, 17 de agosto de 2008

17 de agosto



Post Spinoza

Leí Spinoza antes de conocer su historia. Fui directo a la Ética, por recomendación de un amigo, que por esas cosas de la vida, ya no lo es más. De todos modos esa recomendación basta para perdonarlo. En aquel entonces, por alguna razón que no puedo explicar, era inhallable. A veces sucede que ciertos libros desaparecen por un tiempo. Me pasó también con La guerra y la paz, que tuve que leer de prestado, y recién pude conseguirla cuando ya la había terminado. Finalmente, alguien me trajo de Italia una hermosa edición: Etica, dimostrata con metodo geometrico y arranqué en la lengua del Dante.

Pocas cosas parecen, a primera vista, acoplarse con tanta dificultad como la ética y la matemática. Se trata de un claro ejemplo de algo inapropiado, algo así como llamar a un gato con silbidos, como magistralmente ejemplifican “Los redondos”. Esa dificultad impregna todas las páginas, sobre todo por que aparece como una ascesis impuesta con un rigor desmedido por lo inútil. Sin embargo, ese esfuerzo tiene un sentido oculto y profundo. Sueña el sueño de Descartes, el de la precisión, clara y distinta. La desorbitada utopía de poder reducir la vida a una seca exactitud numérica, a la que como en un altar todo se sacrifica.


Lo que de aquí surge es una ética, pero es también mucho más, es un Universo entero, una metafísica, en definitiva. El título es de aquellos que enuncian menos de lo que entregan, por humildad o por mera estrategia contra la censura, o probablemente por ambas cosas a la vez. Cualquiera sea el motivo, reconforta lo que da más de lo que promete.

Lo que da a luz Spinoza, recubierto de sus vericuetos de lenguaje euclidiano, es un organismo de proporciones gigantescas al que se puede llamar tanto Sustancia como Dios, da lo mismo. Así como el hombre es una unidad compuesta de infinitas partes de diversa jerarquía, la Sustancia-Dios es un organismo que comprende todo el Universo. Para intentar comprender su sistema es por lo tanto necesario realizar un abrupto cambio de escala, e imaginar este cuerpo tal como una célula podría imaginar el nuestro. Vive en Spinoza un Agustín desquiciado, ya que la participación entre Creador y criatura que propone el africano se anula para fundirse en la Sustancia única.

Sin embargo, este panteísmo adormilado presentado con rigor geométrico, si bien impresiona, no constituye lo que despertó en mí la pasión por Baruch. Lo que realmente es inaudito es que dentro de ese organismo haya un lugar para la ética. Una vez reducido el hombre a una célula, de haberle quitado la libertad y de haberlo condenado a ser organismo secundario, irrumpen, inesperados, los afectos y a partir de ellos reaparece el entusiasmo. El hombre se transforma en una potencia expansiva capaz de establecer relaciones y cadenas que aumentan su capacidad de ser, lo que bellamente se llama “conatus”. La teoría de los afectos es, como toda buena ética, una práctica de aplicación sencilla y cotidiana, que ciertamente ayuda a vivir mejor. Al menos conmigo funciona así.

Leer a Spinoza es, de alguna manera, hacer experiencia de esa expansión de nuestro propia persona, para lo cual es ineludible relacionarnos con los otros. Es una perdida de hostilidad y una ganancia en confianza en el hombre. Un ejercicio saludable en tiempo de desconfianza. Una verdadera enseñanza, porque además nos es regalada por alguien que fue perseguido y maldito. Que alguien así conservara la fe en las posibilidades de sus semejantes es lo más grandioso de su obra. Una filosofía tejida a contramano de su vida, y hecha posible gracias al sabio lema tallado en el reverso de su anillo: “caute”.

domingo, 10 de agosto de 2008

Post Schopenhauer

Lo más cercano que se me ocurre a la experiencia de leer a Schopenhauer es la de enfrentar una tormenta. Su obra tiene la forma de un vendaval de argumentos que se agitan velando improperios dirigidos a quienes no están dispuestos a aceptarlos. Sus destinatarios son sobre todo sus contemporáneos, quienes le propinaron el más terrible de los castigos para un pensador de su temple: la indiferencia. Pero también se dirige proféticamente a sus seguidores, que habrían de traicionarlo.

Aquí me propongo indicar cómo ha de leerse este libro para que pueda ser comprendido”. Así comienza y lo que sigue es una larga lista de requisitos, los cuales, de más está decir que yo cumplía en grado mínimo. Pareciera ser que su primer interés fuera el de alejar a sus lectores, contrariando las más elementales leyes del marketing. Pero al menos conmigo su política del desaliento no dio resultado. Es que a poco andar se comprende que se está en presencia de esos cascarrabias entrañables, a los que terminará uno por encontrar queribles.


Conmueve también la terrible fuerza de esta voz que grita sus verdades en un desierto filosófico, en donde todos parecen encantados por un maléfico flautista llamado Hegel. Un enemigo que ni siquiera se digna a dirigirle una mirada de desprecio. En un aula vacía de discípulos, el bravo Arthur declama sus verdades densas y oscuras, detrás de las cuales se esconde nada menos que la razón del Universo.

Accedí directamente a su obra mayor, dejando de lado los pasos previos y otras escaramuzas. Me adentré en las páginas de su Mundo (como voluntad y representación) y lo primero que me impactó es que este pensador, de corazón caliente, es además un gran escritor, quizás uno de los más grandes que haya dado la filosofía. Se sabe que no siempre las honduras de la mente van acompañadas de una prosa a la altura de esas profundidades, pero esta es una de aquellas excepciones memorables. Borges estudió el alemán sólo para poder leerlo en su lengua original. Basta como ejemplo.

Su pretensión no es otra que descubrir lo que se esconde detrás de los fenómenos. Ese territorio que Kant vedara al pensamiento. Esto que habita detrás de la apariencia de la representación es una pulsión oscura que rige desprovista de sentido todo el cosmos. A ella no es posible acercarse con los endebles instrumentos de la ciencia, sino mediante ese maravilloso atajo que es el arte, para él, la más prefecta forma de conocer. Gracias a esta sorprendente teoría, Schopenhauer nos regala sus mejores páginas y, junto con ellas, una de las más bellas teorías de la estética. Ella sola justifica el esfuerzo de enfrentar el desafío de este huracán.

El final de su sistema lo compone su famosa ética pesimista, que promete como única salvación un retiro de este mundo regido por la rueda trituradora de la voluntad, todo envuelto en una humareda de olor a sándalo. Pero los desvíos demasiado abruptos hacia Oriente siempre me terminan por decepcionar.

Schopenhauer no sólo sufrió el desprecio de sus coetáneos, si no la más flagrante ingratitud de quienes fueron sus estelares seguidores, Nietzsche y Freud. El primero lo repudió en forma directa, el segundo se cuida tan bien de nombrarlo, que con su silencio construye una evidencia incontrastable. Ambos cometen parricidio.

Leerlo se convierte en un acto de estricta justicia.

sábado, 2 de agosto de 2008

Post kantiano

Creo que Goethe fue el que dijo que leer a Kant era como entrar en una habitación luminosa. Yo, por desgracia, no he tenido esa experiencia, lo cual claramente no es culpa del máximo poeta, y menos aún de Kant, sino exclusivamente mía. Ya hace tiempo que emprendí su lectura, sabiendo que era una tarea superior a mis fuerzas, pero consciente al mismo tiempo de su valor. Fui iniciado en esta, como en tantas otras aventuras, por quien fuera mi primer Virgilio en materia filosófica, Ortega (y Gasset). En él sí que todo es claro como el mediodía más soleado.

Algunos años estuve rondando la fortaleza kantiana, con aproximaciones sesgadas y rodeos preliminares. Como quien prueba, desconfiado, la temperatura del agua con la punta de sus dedos. Un verano decidí arrojarme al mar de su sistema y tardé varios días en recuperar el aire. Crítica de la razón pura. Siempre fui de la idea de que para aprender a nadar es preciso zambullirse.


Kant es como una mansión inmensa y minuciosa, llena de increíbles y fatigosos recovecos. Su recorrido es una tarea ardua, sobre todo si se hace sin guías y desprovisto de equipo, como iba yo. Pero su exploración reserva satisfacciones tan inesperadas como gratas. Uno, al poco de andar, se amiga con el titánico esfuerzo de este obcecado pensador que intenta sacar el Universo por el estrecho orificio de su mente. Impresiona la parsimonia con que discurre, sin prisas, intentando demostrar que es falso lo que a nuestros ojos parece evidente. Él quiere transformarnos en incrédulos de nuestras más seguras certidumbres.

Las armas con que intenta desmontar todo vestigio de la realidad no tienen el poder devastador de argumentos explosivos ni la contundencia de la maza que empuñara Nietzsche años más tarde. Los instrumentos kantianos son las sutiles herramientas de un relojero, que desmonta pieza a pieza lo real, para volver a construirlo unos metros más acá, en el interior de la conciencia. Una tarea que solo conoce como alimento la paciencia y que exige, a quien quiera conocerla, abandonar toda prisa.

Confieso que me asaltan, a veces, la desazón y el agotamiento, perdido en esos párrafos de extensión inusitada y de recorrido de sinuosidad rococó. Agotan, además, sus particiones infinitas, impulsadas por la idea de que los pequeños bocados mejorarán la digestión. También irrita la métrica de sus argumentos, a veces demasiado breve para cosas que aparecen decisivas, otras, desbordante para cuestiones a nuestro parecer irrelevantes Pero siempre, cuando ya parece que nos hemos perdido en el amplio palacio, una hendija luminosa aparece para confortarnos y empujarnos a continuar el camino esperanzados. La belleza de algunos párrafos y la claridad de ciertos ejemplos son como vasos de agua dejados para mitigar la sed de un caminante exhausto.

Nunca encontré la luminosa habitación que prometiera Goethe. Pero luego de algunos años, a tientas, comienzo a reconocer los estrechos pasillos, los amplios salones y los húmedos sótanos. De a poco la pupila comienza a acostumbrarse a estas exiguas claridades. También ayuda el hecho de que muchas veces Kant nos hace volver a pasar por donde ya habíamos estado, para que gradualmente las cosas nos vayan resultando familiares.

Como el minotauro, se empieza a encontrar uno a gusto en estos laberintos, aunque cada tanto se espera que una Ariadna nos saque fuera con su hilo, a ver la realidad que nos circunda.