sábado, 26 de marzo de 2011

Proa al inconsciente

“Líbrame ya
nena líbrame de ti.
Busco aquella luz hoy.
Sólo líbrame de todos los sueños de gris”

(Luis Alberto Spinetta,
Canción de noche, en Pan).



Comparto el baño con cuatro mujeres, la mía y mis tres hijas, y lucho con los resabios de sus profusas cabelleras, que cada tanto obturan el desagüe de la bañadera. Sacarlos es una tarea que me compete y siempre me sorprende que a pesar de que estos provienen de cabezas que amo, debo vencer una inicial repugnancia. La sorpresa radica en que evidentemente no es el pelo lo que produce rechazo, sino el hecho de que se encuentre lejos de su natural posición. El desmembramiento es una fuente segura de horror.

“Hasta este momento nadie ha determinado cuál es el poder de un Cuerpo, qué cosa pueda este hacer o dejar de hacer sin estar determinado por la Mente”. Esta afirmación de Spinoza se me hizo presente insistentemente mientras recorría la muestra de Louise Bourgeois en Proa. Sus esculturas empujan aún más al límite las dudas del filósofo. Hasta dónde un cuerpo puede llamarse aún “cuerpo”.

La obra de esta artista, más allá de sus evidentes resonancias oníricas, parece llevar al límite las posibilidades del cuerpo como materia expresiva. En primer lugar a partir de los diversos materiales en los que se presenta, que van desde la blanda tela rellena hasta el más perfecto y pulido bronce. Las piezas parecen plegarse a lo que cada material ofrece como posibilidad. A la extrema y sorprendente precisión de Arco de histeria, un dorado cuerpo arqueado sin cabeza, se sucede al muelle mutismo de otra cabeza, que grita ahogada en goma espuma.


La muestra es un recorrido entre retazos de cuerpos, muchos de ellos colgados del techo, como en los mataderos que rodeaban la casa de la infancia de la artista. Cuerpos que parecen haber sido sometidos a toda clase de operaciones, que comprenden la amputación, la repetición, la antropofagia y el cambio de escala. Muchas veces estos se vuelven irreconocibles y de las partes debemos ascender al todo dificultosamente, otras debemos recurrir a la sustracción o a la abrupta reducción.

De todos modos, nunca se apela a la deformación, simplemente se aíslan las partes o se multiplican los órganos como pólipos descontrolados. No son cuerpos deformados, sino faltantes o sobrantes. Están desprovistos de identidad, bien sea porque se les ha suprimido la cabeza o porque esta permanece indefinida en los rasgos anónimos que provee el modelado de la tela. Su falta de rostro no hace más que acentuar su condición exclusivamente material. Se trata de cuerpos, no de personas.

Resulta que Louise Bourgeois extrae sus esculturas de su propio inconsciente. Esas imágenes mutiladas provienen de las profundidades oscuras del trauma de una infancia infeliz. No encarnan denuncias de tipo social ni reflejan el mundo exterior, sino el de su propia mente, lo cual hace que todo resulte aún más inquietante. Sus fantasmas puede que agiten los nuestros.


La muestra se inicia con la inmensa Spider, escapada de un Sábado de super acción, que custodia la entrada. Un homenaje a la figura protectora de su madre bajo la cual es posible cobijarse. De este modo la inversión se completa, el tranquilizador cuerpo humano resulta inquietante, y la araña, próxima y maternal.

Quizás quede todavía sin respuesta la pregunta de lo que un cuerpo puede, pero está más claro lo que puede una mente. Sobre todo si es sometida a esa maléfica disciplina llamada psicoanálisis. Claro, salvo que uno encuentre, para salvarse, el magnífico atajo del arte.

domingo, 20 de marzo de 2011

Crónicas de NYC II

Dia 02 (sábado): SOHO / CHELSEA / (Guggenheim)

El día empieza con una visita a la catedral de St. Patrick para averiguar los horarios de misa del día siguiente. Un gótico de buen nivel y mejor tamaño. El trabajo formal y recargado en las bóvedas le da un aspecto tardío, con un no muy acertado agregado de unos “apliques” con motivos florarles entre las nervaduras. El exterior se encuentra cubierto por tareas de restauración, pero igualmente se percibe el aire de extrañeza que adquiere su presencia entre las modernas torres.

Por cuestiones prácticas, vamos a Times Square antes de abordar el programa previsto para el día. Hay allí una completa oficina de informes en donde nos proveemos de buenos mapas, compañeros insustituibles del turista. También hay Internet gratis por 10’, del que aprovechamos. Una de las cosas que hay que tener en cuenta es la total ausencia de locutorios y lo muy difícil que se hace el acceso a Internet en esta ciudad para el hombre pedestre, donde se supone que la “laptop” está muy extendida. También nos dicen que el acceso es posible en bibliotecas públicas y desde ya en universidades, pero no sé qué requisitos se deben cumplir para lograrlo.


Times Square, a la que volveremos en más de una oportunidad, nos parece un lugar sinceramente poco acogedor. Una especie de avenida Corrientes con mucha tecnología, cosa que se pone en evidencia sobre todo en las gigantescas pantallas que asumen el papel de los antiguos carteles luminosos, que en algún sentido son más sugestivos, en cuanto a que denotan una estética retro. Se ve que se han hecho intervenciones para intentar domesticar este espacio, pero ninguna de ellas parece dar resultado. Hay un edificio cuyo techo se forma con unas especies de gradas para observar el “espectáculo” y debajo se venden las entradas para los teatros de Broadway. El resultado es decididamente poco feliz. También lo son algunas medidas que intentan peatonalizar el lugar.

Tomamos un bus, hacia el SoHo, que se desplaza, como todo el transporte público en general, en forma rectilínea, en este caso por la 7th Ave. Esta particularidad es sin duda de gran comodidad, ya que en una ciudad en la que de por sí es muy fácil ubicarse, el movimiento en línea recta facilita aún más las cosas. La distinción entre calles y avenidas, junto con la adopción de la cuadrícula de manzanas fuertemente rectangulares, fue sin duda uno de los mayores aciertos del Plan de Comisarios de 1811 que dio forma a la ciudad. Esta posibilidad de constante diferenciación del espacio hace posible que uno siempre se encuentre ubicado, a lo que además se suma la situación de isla y la presencia axial del Central Park a la que ya nos referiremos.

En el trayecto pasamos por el Madison Square Garden y distraídos nos pasamos de nuestro destino, así que nos bajamos casi en Tribeca. Retrocedimos un poco y en seguida reconocimos el SoHo porque aflora la arquitectura característica del lugar que fue moda en los ’80. Se trata de los típicos edificios espaciosos y de pisos de alturas generosas que acompañaron el boom inmobiliario de los lofts y del tipo de vida que esta propuesta ofrecía. Ambientes altos y sin divisiones en busca de una valoración del espacio, incluso en detrimento de la comodidad que la privacidad siempre otorga.

Vivir en un loft fue durante esos años símbolo de un modo de entender la vida más libre, despojándose de antiguas estructuras y de los rigores que la intimidad impone. Como toda moda, fue pasajera, ayudó mucho a valorizar ciertas propiedades llevando su precio a las nubes, pero al mismo tiempo aportó un nuevo tipo de gusto por la calidad del espacio y por una estética despojada, que aún perdura aunque bajo otras premisas.

Más allá de estas consideraciones, en los edificios se destaca la gran calidad de elementos clásicos que se repiten en cada piso. Estos elementos actúan como unas especies de “parasoles clásicos”, entregando a las fachadas un carácter muy definido y una notable profundidad. Algunos edificios son realmente muy característicos y su lenguaje es de un excelente nivel. Notamos que hay muchos carteles de alquiler o venta, lo cual indica que la última crisis golpeó severamente a esta faja del mercado, seguramente agotando su fuente de financiamiento.

Nos acompaña una persistente llovizna, que no impide de todos modos la nutrida concurrencia que aprovecha la mañana del sábado para ultimar compras. Hay algunos locales dedicados a la decoración, pero en general el nivel de los negocios parece no tener un estilo demasiado definido. Las galerías de arte, que constituían un poco la sal del lugar, hace tiempo que han emigrado a Chelsea, en busca de mayor espacio y de alquileres más baratos.

El Soho corresponde en realidad a unas pocas manzanas y atravesando Broadway nos dirigimos a Nolita, al norte de Little Italy, barrio que pierde superficie a expensas del crecimiento irrefrenable de China Town. Sobre Broadway hay un importante sector comercial entre Houston y Canal St. por el que ya habíamos pasado ayer, pero ahora lo hacemos más al sur. Caminamos por una zona plagada de restoranes chicos y llenos de gente, con mucho movimiento, donde predomina la mezcla de razas y de estilos. Llegamos finalmente a nuestro destino recomendado: “Bread” en el 20 de Spring St. Un lugar con un menú de sándwiches y ensaladas, bastante accesible y una buena muestra de lo anotado anteriormente: mozos y comensales de todas las nacionalidades y un muy buen ambiente. Comemos en la barra y conversamos amablemente con el barman, oriundo de Pisa, al que le recuerdo mis orígenes livorneses.


A la salida la lluvia se hizo más fuerte así que paramos en “Forever 21” sobre Broadway para refugiarnos. Me divierto mirando los distintos comportamientos de las compradoras, donde sobresalen las asiáticas por actitud y, por el modo de estar vestidas, se parecen a nuestras adolescentes. Muchos miran, pero pocos son los que compran, como en todos lados. No se ve a las mujeres repletas de bolsas y supongo que es la crisis.

Luego de otra breve caminata por el Soho, cuando la lluvia ya amaina un poco, nos tomamos el Metro para ir a Chelsea, a recorrer algunas galerías que llevaba anotadas. Para llegar vamos por la 10th St. por una zona de monoblocks de ladrillo de vivienda popular, pero de buena inserción urbana, con parques muy cuidados entre los edificios. Más adelante hay cuadras de edificios de ladrillo de muy buena factura y otras con casas de dos y tres pisos, más del estilo del Greenwich Village. En fin, es un barrio que cambia mucho de una cuadra a la siguiente, sin un estilo muy definido, pero no por eso desprovisto de interés.

Cruzando la W 23rd St. se entra en el Gallery District, donde una vez más cambia el aspecto de las construcciones. Ahora el área esta ocupada por antiguos galpones cuidadosamente refaccionados de dos pisos de altura, en donde se encuentran las galerías, una al lado de la otra. Todo se desarrolla en unas pocas manzanas y es cuestión de abrir la puerta y entrar, raramente las obras se exponen en las vidrieras. Empezamos tímidamente la recorrida, hasta darnos cuenta de que la entrada es totalmente libre y nos fuimos animando de a poco.

Es difícil hace un recorrido prolijo, ya que el sucederse de visitas y la cantidad de artistas, entre famosos y desconocidos, fue demasiado como para permitir tener los recuerdos ordenados. Prefiero en este caso intentar más bien una visión del conjunto general para rescatar algo del ambiente.

Empezando por el continente, es decir por el espacio de las galerías en sí mismas. Todas conservan un tono parecido, empezando por el lógico blanco que predomina, siguiendo por la amplitud de las distintas salas de alturas dobles o triples y generosamente iluminadas, y terminando por el cuidado y el gusto en los detalles que rescatan y señalan el reciente pasado industrial de los edificios. El aire de “factoría” conservado me parece un mensaje que dice que si bien no es aquí donde el arte “se hace”, es al menos donde se “construye” su valor. Y esto más allá de las obvias referencias a Warhol.

Otro elemento a señalar, además de los lugares de exposición, es el de las oficinas, rigurosamente a la vista, y la gran mayoría provistas de muebles de diseño perfecto y de bibliotecas atestadas de volúmenes. Otro mensaje claro: el valor del arte no es fruto de la casualidad ni del capricho, está respaldado por un “saber”. Las bibliotecas son siempre inequívoca señal de fundamento. Hasta las mujeres que se parapetan detrás de altos escritorios de recepción parecen elegidas con un propósito bien definido. Nunca menores de 30 años, vestidas con elegancia minimalista, absolutamente pulcras y bellas pero no demasiado espectaculares. El arte no recurre a ciertas estrategias publicitarias, si bien es un producto del mercado, le gusta mostrarse diferente.

Las galerías se suceden y nos van sumiendo alternativamente en estados de ánimo que oscilan entre la admiración y el más absoluto desconcierto.


En la Mike Weiss Gallery nos sorprende una muestra de Yigal Ozuri, joven artista israelí. Miramos las obras de tamaño regular y formato cuadrado, más o menos de un metro cuadrado. No nos interesan demasiado hasta que después de un buen rato nos damos cuenta de que se trata de pinturas y no de fotografías. Una de las bases del hiperrealismo es provocar la incredulidad de quien lo observa, pero la particularidad en este caso está dada porque no se trata de objetos pequeños e inanimados, sino de desnudos en movimiento y en un ambiente natural de pastizales y árboles.

Otro caso es Nicolai Howalt al que descubrimos en la Bruce Silverstein Gallery. Allí encontramos fotos en formato gigante de pedazo de autos chocados, lo que corresponde al nombre de la muestra “Car Crash Studies”. El resultado son cuadros abstractos monocromáticos realizados por el fatal impacto de los autos. La fotografía es en este caso la que imita a la pintura en su vertiente abstracta. El artista elige un retazo de lo que se ha producido en modo casual y violento y crea un cuadro en donde aparecen sorprendentes “pinceladas” y planos de color. La fotografía, el arte que le robó a la pintura su potestad en cuanto a duplicar la realidad, ahora imita el camino que ella misma se vio en parte forzada a tomar, el del arte abstracto.

Más adelante, en Hasted Hunt Kraeutler, nos topamos esta vez sí con fotografías que no intentan esconder lo que son. Son temáticas y desarrollan generalmente cuestiones que tienen que ver con los procesos industriales de alto impacto en la naturaleza. En este caso, el tema elegido es el que lleva el nombre de la muestra y del subsiguiente libro, “Oil”, y se refiere, claro está, al petróleo. También hay otras referidas a la minería. Se trata de paisajes panorámicos que en algunos casos tienden a la abstracción. Una denuncia de los daños ambientales ocasionados por dichas actividades, pero expresada a partir de la belleza de las imágenes, lo que constituye una paradoja inquietante. Es la obra del fotógrafo Edward Burtynsky.

La Gagosian Gallery es considerada por muchos la más grande del mundo, pero su aspecto no parece tomar en cuenta esa consideración, ya que en poco se diferencia de sus vecinas. En ella tenemos oportunidad de ver una obra del hipercotizado artista japonés Takashi Murakami, de tamaño enorme como suelen ser sus obras y de un aspecto frío y algo amenazante. Condición que resulta aún más extraña si pensamos que las pinturas de Murakami se basan en el dibujo animado japonés. También en este lugar nos interesa la obra de Anselm Reyle, artista alemán. Sobre todo los cuadros formados por desechos de todo tipo y bañados en una capa uniforme de una espesa capa monocromática de esmalte brillante. Una especie de manta metálica y suave debajo de la cual se adivinan toda clase objetos y de texturas.

En la Stricoff Fine Art tenemos un nuevo encuentro con el siempre sorprendente arte hiperrealista, esta vez de la mano de Paul Beliveau y sus perfectas imitaciones de retazos de biblioteca, en donde se dibujan con precisión infinita volúmenes, supongo que de ediciones imaginadas, pero en los que se deja adivinar un contenido exuberante de imágenes. Los libros elegidos se refieren en general a artistas y arquitectos famosos, y se dibujan con extremo detalle. La biblioteca se transforma así en una especie de paisaje intelectual que nos sugieren los libros a través de sus lomos. También en esta galería vemos los muy sugestivos paisajes urbanos de Catherine Mackey, que nos hacen acordar bastante a los de la artista argentina Karin Godnic. Entre ellos destacamos Tony’s journey, compuesto por una serie de imágenes en un formato de cuadrados sucesivos.

Por último, entramos en la también muy famosa Pace Wildenstein Gallery, donde vimos la muestra de los hologramas de James Turrel. Sin duda la propuesta de hacer arte con algo tan inmaterial como la luz no deja de presentar un interés al menos desde lo conceptual, pero confieso que las obras no consiguen atraerme. Será que soy más materialista de lo que estoy dispuesto a admitir. De todas maneras, la reflexión sobre la materialidad en el arte es siempre interesante y la propuesta de la luz como una materialidad que podríamos llamar de grado cero tiene su atractivo.

Entramos en algunas otras galerías, como la Luhring Augustine Gallery (instalación con película de un ojo gigantesco musicalizado) y la Andrea Rosen Gallery (estudios de color sobre imágenes de rascacielos de Mies) y algunas otras de las que no dejé registro escrito. La memoria pierde eficacia ante la cantidad de obras vistas. Nos quedamos con ganas de más y con la intención de hacer una nueva visita, cosa que al final no pudimos concretar. De todos modos creo que tuvimos una buena muestra de las potencialidades del arte contemporáneo y la posibilidad de ver un poco del lugar donde tiene su presentación en sociedad.


El tiempo se terminó ya que teníamos que llegar a la apertura del Guggenheim Museum para aprovechar la visita en el horario “pay us you wish” (es decir, pague lo que quiera). Tomamos el Metro de una de las líneas del West Side y nos bajamos a la altura del museo con la idea de atravesar el parque. Con la última luz del día y con los vapores de la reciente lluvia tuvimos nuestro primer encuentro con el Central Park, bañado de una luz muy particular y de un aspecto melancólico. Una caminata con muchas paradas para fotos y también algunas pérdidas de orientación que nos retrasaron y nos hicieron llegar algo tarde a nuestro destino, otro de los puntos emblemáticos del viaje.

Tantas veces visto en fotos y estudiado con esmero, su visión no deja de producirme un impacto estremecedor. En primer lugar por su relación con el contexto que continúa siendo avasallante. Imposible imaginar la impresión que habrá causado la caída de este “aerolito” producida en 1959, año de su inauguración. Luego está el efecto cinético que el edificio produce ya desde fuera, y que en algún modo es el preludio de lo que va a ocurrir dentro, cuando veamos la gente circulando por el espiral.


Pero quizás lo que más llama mi atención es la rigurosa decisión por el uso de un solo material y cómo se mantiene con una tozudez admirable. Esta confianza en la forma como reflejo inequívoco de la función y la convicción de que solo este camino será el portador de significado del edificio es lo que me conmueve. Lo que en definitiva emociona es siempre la fe.


Esta elección que no reconoce distinciones ni categorías está llevada hasta sus últimas instancias tanto en el exterior como en el interior del edificio. No hay barandas, ni marquesinas, ni siquiera soleas, no hay nada, nada más que un solo elemento que se despliega siempre tomando la forma necesaria y sin ceder jamás al capricho. El material elegido para realizar esta proeza es el más pobre de todos, el humilde revoque blanco, decisión que lo acerca a las obras de Brunelleschi. Pero se sabe que no basta, para ser un arquitecto, tomar decisiones coherentes, por más acertadas y geniales que puedan ser, lo que realmente importa es lo que a partir de ellas se construye.


La maestría de Frank Lloyd Wright se destaca sobre todo en la resolución del acceso, en el que desprende una de las cintas del cilindro para conformarlo. Una solución natural y tremendamente efectiva, que no necesita de interrupciones previas ni de preparaciones ni de ningún elemento accesorio. Es el mismo elemento que se transforma en otra cosa, por su posición relativa en el edificio, pero sin dejar nunca de ser el mismo. Sobre él se estampan las sobrias y recatadas letras que lo nombran sin solemnidad.


Quien piense que esta obra surge de la automática aplicación del principio moderno que enuncia que “la forma sigue a la función” es por lo menos un ingenuo. En este edificio hay tanta resolución formal como en el más complejo, es más, es esa misma simpleza la que denuncia el esfuerzo necesario para llevarlo a cabo con éxito.


De todos modos, hay algunas cosas en el proyecto que no me parecieron del todo resueltas, como por ejemplo la relación entre la rotonda y el pequeño volumen cuadrado de la izquierda que no parece del todo feliz en un edificio casi perfecto. Tampoco lo es, a mi juicio, el modo como el elemento que los conecta entra en contacto con la rotonda. Pero sí es ampliamente satisfactorio el moderno y pequeño edificio de la ampliación del museo, que entra naturalmente en relación con este, sirviéndole de fondo, aislándolo del contexto y realzando así su figura.


En el interior se nota la dura lucha emprendida con la estructura del edificio, que en algún punto fracasa al no permitir la continua circulación de la rampa en toda su extensión. Esta se ve interrumpida, en coincidencia con los cilindros verticales (que contienen los escasos baños), por una ménsula invertida que sostiene la viga parapeto del interior del espiral.

La rampa circular, lejos de ser una operación mecánica y repetitiva, vibra con la aparición asimétrica en uno de los lados de una interrupción convexa de la misma curva. El círculo pierde así su condición de infinito y la ruptura permite tener una referencia en el mismo. A este juego de asimetrías, que permiten apartar al edificio de la monotonía, se suman la resolución en planta baja con la pequeña fuente elíptica y el articulado mostrador en madera del ingreso (que no sé si responde al proyecto original).

La rotunda se muestra en todo su esplendor, con la gente que circula en un movimiento continuo. El efecto produce cierta extrañeza ya que desde la planta baja es imposible ver los cuadros, demasiado “hundidos” en la profundidad de la pared. Con lo cual todo ese movimiento aparece sin sentido. El ascensor, otro problema técnico no resuelto, no llega hasta el nivel más alto, con lo cual la supuesta idea de recorrido de Wright, subir hasta el nivel superior y descender viendo las pinturas, queda algo debilitada. De todos modos, el modo en el cual se muestran las obras es inmejorable, por la iluminación, y también por el espacio ya que permite a uno detenerse y “salir” del flujo de la circulación que pasa por detrás, de modo tal que uno puede abstraerse y entrar en un contacto íntimo con la obra.

Es tal la cerrada correspondencia que el edificio establece entre el exterior y el interior que los supuestos defectos señalados desde afuera se repiten adentro. Es decir, la relación entre la muestra que se exhibe en la rotonda se comunica con cierta dificultad con las obras que se exhiben en los espacios aledaños. En este caso, el espacio central está íntegramente dedicado a una monumental retrospectiva de Kandinsky, mientras que la colección permanente se presenta reducida y algo desordenada en los restantes lugares, que se visitan en un desorden algo incómodo, ya que la comunicación entre un espacio y otro se realiza a través de la espiral.

No tuvimos mucho tiempo para ver el contenido del museo, sólo 45’, con lo cual hicimos una rápida recorrida y prometimos volver con más calma el sábado siguiente. Dejo entonces para esa ocasión mi apreciación sobre lo allí visto, tanto de la reducida colección permanente como de la muy completa retrospectiva del padre de la abstracción.

domingo, 13 de marzo de 2011

Crónicas de NYC

Introducción

Estos son los apuntes de un sueño cumplido después de muchísimos años. Finalmente llegó el esperado día y después de múltiples aprestos e interminables recomendaciones a nuestros hijos subimos al remís con destino a Ezeiza. Arrancamos aproximadamente a las tres de la tarde del jueves 1° de octubre de 2009.

No es mi intención hacer una guía ordenada, sino simplemente dejar constancia de mis impresiones, que fueron tomadas y anotadas en tres blocks de hojas blancas para ser después volcadas con el mayor orden que siempre aporta lo digital. Mi poca memoria se apoyó en esas notas, en las incontables fotos que sacó mi mujer y por supuesto en los prodigiosos medios técnicos que hoy nos asisten para intentar recuperar, y muchas veces ampliar, lo vivido.

Dudo de que este esfuerzo de reconstrucción, que no sé cuánto llevará, tenga alguna utilidad, pero lo considero una buena manera de dilatar y hacer más profunda la experiencia. También espero que produzca sus frutos en cuanto a fijar y precisar los recuerdos de manera que estos se conviertan para mí en un material para el aprendizaje. Si después a alguien le sirve, en general o en algún aspecto puntual, sea bienvenido, pero aclaro que no constituye esto el fin de estas crónicas. Esto no es una guía.

Después de un viaje sin sobresaltos y alguno atrasos llegamos al aeropuerto J. F. Kennedy bien temprano y atravesamos la temida ventanilla de migraciones sin ningún tipo de problemas. Después de una breve investigación, nos decidimos por tomar un ómnibus que nos dejó en la Grand Station, muy cerca de Diplomat 210, en la 47th St. entre 3rd y 2nd Ave., lo que sería nuestro hogar durante los próximos once días.


Nos tomamos unos pocos minutos para acomodarnos y presos de una ansiedad mayúscula salimos a nuestra primera recorrida. Mapa, máquina de fotos, guías, bloc de notas, billetera, gorra, abrigo por las dudas. Ahí vamos.



Dia 01 (viernes): GREENWICH VILLAGE /Morgan Library

La primera parada obligada fue el Chrysler Building, en la 42th St., lo cual me pareció un inicio consistente. Entramos al hall de forma triangular, repleto de detalles art decó, en especial las excelentes lámparas de pared. También el detalle de las paredes con recortes a 45º, iluminados indirectamente. El hall es un ambiente oscuro donde predomina el color rojo muy opaco del rico mármol que lo reviste. El art decó es siempre severo.

El hall del Chrysler es el de un edificio que se celebra a sí mismo. Sus techos afrescados y las paredes cuentan su propia historia. En el cielorraso se dibuja la fachada, cuyo épico mástil coincide con el eje del hall y termina justo en coincidencia con la puerta de acceso. Los ejes son siempre evocación del poder. El vano de acceso tiene una forma característica, que es como la de un gótico simplificado. El art decó es como una voluntad que se impone a los demás estilos, una especie de rigor que somete al romanticismo, del cual el gótico es aquí un trasnochado representante.

El exterior del edificio, al menos en los pisos del basamento, está revestido en algo que parece ladrillos grises. Están dispuestos sin acusar la trabazón como una piel tras la que se pierde todo vestigio de estructura. En el medio de los paños hay dibujos de revoque a filo. El ladrillo es, al menos para mí, un invitado inesperado.

También están las míticas gárgolas donde se emula un gótico hecho de plata y que tienen reminiscencias más automovilísticas que arquitectónicas. Las gárgolas no parecen combinar demasiado bien con el cuerpo del edificio. En realidad, establecen una lejana y algo débil conexión con el portentoso remate, sin duda, uno de los más famosos del mundo.

La fuerza del remate consiste en estar siempre presente en la ciudad, en la que aparece en forma inesperada cada tanto, su fuerza icónica se “come” al resto del edificio. Eso produce el efecto que el edificio tenga en nuestra memoria una imagen más metálica de lo que en realidad es. O al menos de lo que yo había imaginado.

Después de una larga recorrida, en la que atravesamos el barrio de “Little India” donde predominan los turbantes, llegamos al íntimo Gramercy Park. Es un extraño parque privado, un hecho urbano verdaderamente contradictorio en una ciudad donde lo que predomina es precisamente lo público. Un parque cercado como tantos otros pero cerrado con llaves que solamente poseen los propietarios de los inmuebles que lo rodean. Un experimento que a mi parecer tiene el encanto de lo extraño, pero que no se me ocurriría proponer como un modelo.

La vegetación es cuidada y de estilo más bien natural. Está prácticamente vacío, solo unas pocas personas transitan tranquilas por sus senderos. Acá vemos con simpatía las primeras ardillas, que luego terminarán por convertirse en una plaga. El espacio es claramente una plaza rodeada por calles públicas. Las calles se llaman todas Gramercy con el agregado del punto cardinal en el que se ubican. Nada, salvo los candados, da la noticia de se privacidad.

Los edificios que rodean el parque son de una diversidad que de todas maneras no hacen perder la homogeneidad del conjunto. Hay sobre el lado este un edificio de un neogótico muy recargado que llama la atención. También en la esquina de Lexington Ave. y el costado norte hay un hotel, más famoso por sus huéspedes ilustres que por su arquitectura. Todo el ambiente destaca la gran tranquilidad, como si la ciudad se hubiera tomado una pausa. Oasis, que le dicen.

Algo más adelante nos encontramos en cambio con un verdadero nodo vital de la ciudad, Union Square. Está muy poblado y tiene sobre el borde sur una plaza seca que da de frente a una importante zona comercial. El clausurado edificio de la “Virgin” exhibe el fin de los tiempos de la industria discográfica. Es como ver las ruinas de un templo antiguo de las que pronto olvidaremos su propósito.


Hago un alto mientras María va a investigar el inmenso local de “Forever 21”. Me acompaña una simpática orquesta de jazz (piano, bajo, saxo, batería) que me parece excelente y me da valor para hacer mis primeras anotaciones. Es para mí imposible saber si alguien toca bien jazz o no, porque desconozco totalmente las líneas básicas de este estilo, esquivo a mis oídos. En el lado este de la plaza hay unos edificios de ladrillo que me hacen acordar vagamente a Quartier Demaria (mis “primeras torres”, a las que de algún modo debo el estar hoy aquí). Tienen unos remates en pirámide, pero puramente formales. Modestamente, prefiero los nuestros.

Luego del breve reposo seguimos por la 4th Ave., hasta Astor Place, espacio algo desabrido, pero memorial de algunos suceso bastante insignificantes como protestas de hippies y homosexuales en los ’60. Sobre el lado sur está la Cooper House, el edificio histórico donde Lincoln pronunció su famoso discurso antiesclavista que dio origen a la Guerra de Secesión. El edificio revestido en una linda piedra rojiza pálida es severo y de formas clásicas pero planas. En el medio de la plaza hay una escultura llamada “El álamo”, un cubo que apoyado en uno de los vértices es posible hacer girar con mucho esfuerzo.

Sobre la plaza coincidimos con la salida de un colegio seguramente correspondiente a la alta sociedad. El caos que la situación genera es idéntico al que ocurre en nuestras latitudes. El colegio se llama Grace Church y corresponde al mismo complejo de la homónima e importante iglesia ubicada en la misma manzana hacia el oeste. Esto lo descubrimos más tarde desde lejos y la iglesia nos quedó por visitar.

La salida del colegio muestra un rasgo que no por sabido deja de sorprender. Me refiero a la diversidad racial que impera particularmente en esta zona. Sobre todo se manifiesta entre los más chicos que conviven con la sana naturalidad que es propia de su edad. No está mal como evolución de una sociedad que tuvo con el racismo problemas hasta hace relativamente poco.

Una primera impresión que no hará sino confirmarse con el correr de los días es que esta es una ciudad que si bien no es de mayoría asiática, parece estar destinada a serlo en breve. Un destino que quizás toque al mundo entero. No solo prevalecen por la cantidad, para cuya apreciación juega a favor el hecho de que nosotros ponemos en la misma categoría a todos los asiáticos de diversa proveniencia, Corea, Japón, China, Vietnam, etc. También resaltan por su natural elegancia que enuncia un nivel cultural que sobresale. Esta mayoría se hace más evidente entre la gente joven y en las zonas próximas a las universidades como esta en la que estamos.

Otro costado de la plaza, el este, está dominado por el gigante Kmart, que ocupa un importante edificio que se alza sobre un basamento con buenos detalles clásicos y un cornisón que recuerda los palacios del primer renacimiento italiano.

Torcemos a la derecha hacia el oeste con rumbo a Washington Square, mientras vemos la gran cantidad de edificios dedicados a albergar la New York University (NYU) y también cruzamos a oleadas de estudiantes que dan al barrio el perfil particular, de donde extrae su fama, mezcla de juventud y bohemia.


El parque al que entramos por uno de sus costados es amplio y con espacios parquizados de sombra con mesas y lugares de estar, entre los que se destacan los tableros de ajedrez. Fue recientemente reestructurado en 2007 entre muchas controversias y los trabajos aún no terminaron. El centro está ocupado por una plaza seca en donde se encuentra la generosa fuente redonda y sobre el lado norte, en eje con la 5ª Avenida, aparece el muy neoclásico arco en memoria de George Washington. Es solemne pero carece de gracia y también de un tamaño suficiente como para imponer su presencia.

Se destaca el uso intensivo que se hace de los espacios verdes. Hay unos bancos de diseño moderno alrededor de la fuente que permiten un uso amplio, más allá de sentarse, y también hay otros más clásicos al costado de los senderos. En uno de ellos nos sentamos a almorzar (hamburguesa de pollo y papas fritas) y a observar el ambiente por demás movido, sobre todo por gente joven y algunos niños en edad escolar de visita al lugar. Muchas parejas de razas bien diversas y otras que parecen ensambladas con osadía. De la famosa “movida” a base de drogas y homosexuales no vemos nada.

No resisto la tentación de entrar en un extraño edificio de la NYU ubicado en el lado S.O. frente a la plaza. Está exteriormente revestido con una piedra rojiza tratada rustica (tipo fiamatado, pero muy fino) y tiene una imponente apariencia de un bloque cerrado. El interior es un patio central cubierto de más de 12 pisos, con una muy singular resolución de escaleras. Después me entero de que se trata de la principal biblioteca de la NYU conocida como la Bobst Library, obra nada menos que de Phillip Johnson. Lamentablemente no pude pasar del hall de entrada, pero eso fue suficiente para darme una idea del lugar. El dibujo del piso es bastante barroco y me hace acordar al de Borromini en Sant’Ivo alla Sapienza (Roma).

Después de esta sorpresa nos dirigimos a nuestro próximo punto de interés, las Silver Towers de otro gigante, en este caso I. M. Pei. Antes de llegar atravesamos por una serie de edificios muy significativos. Placas de unos 8 / 10 pisos de altura, y de unos 200 metros de largo. Especies de monoblocks, revestidos en ladrillo blanco y con algunos interesantes toques de color que rompen la monotonía. Se transforman en puentes para dejar pasar las calles por debajo y debajo de los mismos se resuelven con sencillez los accesos. En el medio, unos jardines bien cuidados.


El complejo de los tres edificios que componen las Silver Towers sobresale por su contundencia. Varios elementos los caracterizan y le otorgan su aspecto monumental. En primer lugar la ubicación en el plano en donde los tres volúmenes idénticos se colocan ligeramente desplazados dando lugar a la plaza central que contiene una escultura nada menos que de Picasso. Destaca también la utilización de prácticamente un solo material y un solo color, que distingue la plaza seca con respecto a las áreas verdes que lo rodean. Un extenso banco-muro monolítico cierra la plaza por el lado norte.

La profundidad de los vanos le da a los edificios un aspecto de solidez notable y al mismo tiempo le quita peso. Excelente la proporción del vano con un antepecho de igual espesor que lo divide. No hay ningún elemento extraño fuera del mismo hormigón, ni barandas de hierro ni nada. Los paños de ventana se combinan con otros ciegos ligeramente retirados con los que el edificio tiene sus momentos de calma. Estos se ubican asimétricamente con respecto a la grilla lo que da al conjunto cierto dinamismo, sin perder su natural contundencia.

La bajada a tierra es simple ya que todos sus elementos verticales bajan hasta el piso, formando un pórtico, sin marquesina, ni ningún otro elemento que destaque el acceso. Solamente las columnas están suavemente perfiladas en punta, para dar mayor elegancia al apoyo, evitando que sea mecánico. Los halles son de una simpleza absoluta, resueltos con la misma sencillez del edificio. Hay mucho que aprender de este gigante chino que no le teme a la monotonía y que confía en el efecto medido y preciso de sus recursos.

El resto del día nos queda para recorrer el Greenwich Village, uno de los barrios más típicos de la ciudad. Quisimos intencionalmente no empezar por la ciudad de la escala gigante y del vértigo. Así que nos propusimos degustar este barrio famoso por su controlado estilo residencial y su reconocido aire bohemio. Para hacerlo arrancamos desde la importante zona comercial que se da en el cruce de Houston Ave. y West Broadway. Lamentablemente se nos pasó sin ver el famoso local de Prada de Rem Koolhas, pero al menos vimos el de Adidas, prodigio del diseño comercial de Studios. El exterior se resuelve en una suave curva con un elegante plano retirado que se desprende de la misma.

Desde allí comenzamos la caminata por la Bleecker St., una de las calles emblemáticas del barrio, y fuimos entrando en algunas laterales con mucho carácter. El ambiente cambia muy abruptamente de lo comercial de alta densidad a la de baja y a cuadras puramente residenciales de una tranquilidad y calidad sobresalientes.


Se destaca la importancia del patio inglés como solución urbana que otorga un valor adicional al nivel peatonal, que por otro lado se repite a lo largo de toda la ciudad pero que en esta parte resulta particularmente efectiva. Es una solución que da prestancia y un “aterrizaje” suave al edificio en su relación con la calle. Prestancia en el acceso elevado, de reminiscencias “palladianas” con sabor a “piano nobile”, y suavidad en la baranda el patio. Un juego de niveles que también permite que el pasaje de lo público a lo privado sea complejo y por lo tanto tenga mayor riqueza. Un presagio de uno de los temas más importantes que propone esta ciudad, que quizás encuentra acá su formulación primera.

Hay una presencia insistente de los tanques de agua con formas de pequeños silos, tan típicos de los cuadros de Hooper, que parecen de un material incierto y son notablemente poéticos.


El barrio mantiene un carácter homogéneo y conserva un clima que lo turístico no llega a llevarse por delante del todo. Hay variaciones sutiles en la arquitectura que le aportan diversidad, lo mismo que la gente, generalmente joven y de proveniencias dispares, que conforman el clima característico del que proviene su fama.

La caminata se prolonga hasta que nos sorprendemos en un barrio totalmente distinto, que prontamente descubrimos como el muy publicitado Meatpacking District. Todavía se leen los rastros de la presión inmobiliaria por crear un nuevo polo de atracción que, no caben dudas, va por el buen camino.

Su característica, en contraposición con el barrio anteriormente visitado, es que los locales son enormes. Estos aprovechan los viejos galpones de los frigoríficos que funcionaban hasta hace poco y mantienen las altas banquinas sobre la calle, lo que da a todo un aspecto singular. Hay gran profusión de restoranes de muchos cubiertos y precios que se alejan de nuestras posibilidades. Hay cuidado en las fachadas con revestimientos de materiales inciertos y espacios exteriores bien trabajados pero algo fríos, en donde el diseño no logra esconder su voluntad de producir un cambio.


El corte con el Village también se siente en las calles anchas y empedradas, y con la lejana presencia del Hudson, que brilla con una última luz en el fondo. El ambiente se desdibuja sobre los bordes, como si el clima se escapara, sin poder quedar del todo encerrado, sobre todo al aproximarse a la 9th Ave. y la 14 st. Allí se ve una muy interesante edificio remodelado con acierto por el estudio Cook + Fox. Un volumen negro, con rajas verticales desfasadas (lo que parece ser el “motivo” del momento) surge retirado sobre un antiguo volumen de ladrillo amarillo, pero reaparece osadamente a filo en una de las fachadas laterales.

Caminamos nuevamente por la 15 St. hasta Union Square para tomar el metro. Allí realizamos la complicada operación de sacar la MTA (tarjeta única para transportes de buses y metro) en una máquina que por suerte “habla” español. Con miedo a que se devore nuestros dólares, finalmente obtenemos los pases, que de tanta utilidad serían a lo largo de nuestra estadía y emprendemos el camino hacia el último destino del día, la Morgan Library.

Llegamos ya entrada la noche al ingreso por Madison Ave. y 35th st. Más que lo que estos edificios contienen, una de las más importantes colección de libros antiguos en el mundo, nuestro interés está en la remodelación emprendida por Renzo Piano e inaugurada en el 2005. La calidad de la intervención es sin duda magnífica, como por otro lado era de esperarse de quien es a mi humilde parecer el más grande arquitecto de la actualidad.

La intervención de Piano consistió en insertar su edificio, una lujosa caja de vidrio y aluminio blanco, entre las dos construcciones antiguas, originales obras de McKim, Mead, & White. Lo que sobresale es el modo en que esta operación está llevada a cabo con una precisión exquisita, que no se toma ningún tipo de tolerancia entre lo nuevo y lo viejo. Es decir, el edificio nuevo está calzado de manera exacta entre los existentes volúmenes, sin mediar entre ellos ningún tipo de buña, ni repliegue, encastrado como si se tratara de una precisa pieza de una maquinaria. Lo increíble de todo esto es que, a pesar de esta decisión que podría parecer agresiva, es tal la sutileza de la pieza elaborada por el arquitecto genovés que el respeto por lo existente continúa siendo máximo.

La composición de la obra está basada en un rigor extremo en los detalles que se repiten y se reflejan en las distintas partes, y en una economía en la utilización del material y del color también, siempre rigurosamente blanco, salvo las cálidas apariciones de paños de madera natural de gran belleza. El edificio utiliza asimismo el recurso de las pieles superpuestas de materiales distintos, pero formalmente unificados por el color y por las resoluciones de elaborados detalles de simpleza ejemplar.

Dentro de la gran pieza hay otras menores en donde se pone de manifiesto una sensibilidad acabada, como ser el ascensor que parece ser parte del mismo edificio y no un elemento agregado, como suele suceder; la suspendida escalera con reminiscencias “laurenzianas”, por el modo como irrumpe en el espacio; las osadas y etéreas barandas y parapetos de vidrio, y tantas otras soluciones.

El espacio principal, al que se accede después de un rico hall en madera, conjuga varias alturas distintas que le dan una gracia que nada tiene de mecánica y que van articulando las distintas situaciones y estableciendo relaciones con lo existente y con el jardín del fondo que se pone en evidencia. Un capítulo aparte merece el pequeño auditorio, con placas de madera de espesores inéditos pero ligeramente curvados, a la manera de los célebres caparazones de los auditorios de Roma diseñados por el mismo Piano, cuyo motivo parece retomar pero en miniatura.

Es interesante, en una reseña del proyecto que se hace en el mismo edificio, conocer cómo la intervención de Piano cambió el acceso al histórico edificio, desplazándolo sobre Madison Ave., donde ahora se encuentra, y la primera resistencia que tuvo que vencer este partido, que iba contra lo que era ya un uso consagrado. Viendo la obra realizada, creo que ya nadie puede dudar de su acierto.

En el medio del espacio central, un trío toca obras clásicas. Creo reconocer con alegría alguna melodía de Mozart. Paseamos por los edificios antiguos y sus espacios, que son muestra de un poder y una riqueza de solidez aplastante. Bibliotecas tapizadas de volúmenes y cuadros que celebran a la familia Morgan, creadora de uno de los imperios financieros, que no sé si ahora se pueden calificar como indestructibles, pero al menos esa fue su fama por más de un siglo.

Cerramos con una muestra de manuscritos, telegramas de felicitación, dibujos y bocetos originales relacionados con la obra de Puccini, una buena manera de terminar nuestro primer día. Cuando uno encuentra a Puccini, siempre se siente un poco como en casa.

domingo, 6 de marzo de 2011

10

Hay personas de presencia cíclica, diferentes de los que están siempre y también de los que alguna vez estuvieron. Comparten con nosotros un trayecto del camino, pero por circunstancias disímiles desaparecen, para sorpresivamente asomar más tarde y acompañarnos por otro tramo de existencia, como si nunca se hubieran ido. Presencias sincopadas que hacen de su inconstancia un vínculo. Este es el caso de mi antigua, y también nueva, relación con el 10. Una línea además signada por la discontinuidad de su fluir, que obliga a largas ausencias para ahogar luego la desesperanza en un tumulto de coches verdes.

Tengo de mi infancia el recuerdo de algunos viajes a Avellaneda, en domingos de mediodía desierto y con destino de “Doble visera”. El viaje que empezaba vacío en la plaza Las Heras se iba poblando de banderas rojas con el correr de las paradas, hasta convertir el colectivo en una inesperada sucursal del infierno. Un Hades de lata, que cruzaba sobre el perfume inconfundible de un Riachuelo que el puente demasiado ancho hacía invisible.


Más tarde, en mis últimos años de colegio, una mudanza repentina cambió mis hábitos. Abandoné el recorrido de plazas de ida y vuelta, que fue mi ruta empecinada por más de una década, y allí estaba el 10 esperándome para iniciar un nuevo trajinar en dirección opuesta. Al descenso me encontraba en una ciudad atestada de oficinistas presurosos de maletín apretado. Una ciudad febril que yo sabía que existía, pero que, me di cuenta, apenas conocía. Durante los años posteriores, el 10 fue la balsa con la que cruzaba la 9 de julio, ese río desmesurado que separa la ciudad en márgenes distantes.

También en esos años me aproveché de los servicios de un pariente cercano suyo, el 17. Lo esperaba enamorado y de noche, para cubrir la corta distancia que separaba la casa de mi ahora mujer, de la mía, mientras miraba la eterna vidriera de una librería, cuyos libros nunca se cambiaban. La hermandad de estos colectivos se remonta hasta un lejano ancestro tranvía y su actualidad se desarrolla en recorridos prácticamente paralelos, dignos de ser relatados por Plutarco. Sin embargo, algunas diferencias lo separan más allá de su aspecto idéntico. Cómo esos gemelos que se van distinguiendo con los años, ambas líneas expresan sus diferencias en detalles, al principio imperceptibles.


El aparente mayor prestigio del 17 se lo otorga ese inicio repleto de futuros abogados, que se certifica además con el nombre que figura presuntuoso sobre el parabrisas: Recoleta. El 10, en cambio, arranca con la denominación vaga de Palermo, pero me parece que hace años su frente rezaba “Jardín Zoológico”, lo que le daba un perfil exótico a su vida. Allí paraban los coches sobre la avenida Sarmiento, mientras detrás de la verja las jirafas indiscretas escuchaban las conversaciones de los choferes. Se podía soñar entonces que sobre el verde de su costado alguna vez quedaba prendida la brizna de una melena de león o el oscuro pelo de un alegre chimpancé. Un minúsculo recuerdo de África entonces echaba a rodar por Buenos Aires. Sin embargo, ambas líneas, la del 10 y la del 17, tienen un final en el salvaje sur de Wilde. Metáfora de la vida implacable que guarda para todos un idéntico destino, que poco tiene en cuenta el origen.

Hoy otras mudanzas y los erráticos cambios de circulación de nuestras vías me han nuevamente acercado a las orillas donde pasa el 10. Vuelvo a tomarlo como quien retoma una relación que ya olvidó por qué razón fue suspendida. Lo espero largo como siempre y su número que aparece bordado gigante sobre un costado parece declamar irónico la perfección. Pero a esta altura del recorrido ya ambos sabemos que esta es inalcanzable.