“Líbrame ya
nena líbrame de ti.
Busco aquella luz hoy.
Sólo líbrame de todos los sueños de gris”
(Luis Alberto Spinetta, Canción de noche, en Pan).
Comparto el baño con cuatro mujeres, la mía y mis tres hijas, y lucho con los resabios de sus profusas cabelleras, que cada tanto obturan el desagüe de la bañadera. Sacarlos es una tarea que me compete y siempre me sorprende que a pesar de que estos provienen de cabezas que amo, debo vencer una inicial repugnancia. La sorpresa radica en que evidentemente no es el pelo lo que produce rechazo, sino el hecho de que se encuentre lejos de su natural posición. El desmembramiento es una fuente segura de horror.
“Hasta este momento nadie ha determinado cuál es el poder de un Cuerpo, qué cosa pueda este hacer o dejar de hacer sin estar determinado por la Mente”. Esta afirmación de Spinoza se me hizo presente insistentemente mientras recorría la muestra de Louise Bourgeois en Proa. Sus esculturas empujan aún más al límite las dudas del filósofo. Hasta dónde un cuerpo puede llamarse aún “cuerpo”.
La obra de esta artista, más allá de sus evidentes resonancias oníricas, parece llevar al límite las posibilidades del cuerpo como materia expresiva. En primer lugar a partir de los diversos materiales en los que se presenta, que van desde la blanda tela rellena hasta el más perfecto y pulido bronce. Las piezas parecen plegarse a lo que cada material ofrece como posibilidad. A la extrema y sorprendente precisión de Arco de histeria, un dorado cuerpo arqueado sin cabeza, se sucede al muelle mutismo de otra cabeza, que grita ahogada en goma espuma.
La muestra es un recorrido entre retazos de cuerpos, muchos de ellos colgados del techo, como en los mataderos que rodeaban la casa de la infancia de la artista. Cuerpos que parecen haber sido sometidos a toda clase de operaciones, que comprenden la amputación, la repetición, la antropofagia y el cambio de escala. Muchas veces estos se vuelven irreconocibles y de las partes debemos ascender al todo dificultosamente, otras debemos recurrir a la sustracción o a la abrupta reducción.
De todos modos, nunca se apela a la deformación, simplemente se aíslan las partes o se multiplican los órganos como pólipos descontrolados. No son cuerpos deformados, sino faltantes o sobrantes. Están desprovistos de identidad, bien sea porque se les ha suprimido la cabeza o porque esta permanece indefinida en los rasgos anónimos que provee el modelado de la tela. Su falta de rostro no hace más que acentuar su condición exclusivamente material. Se trata de cuerpos, no de personas.
Resulta que Louise Bourgeois extrae sus esculturas de su propio inconsciente. Esas imágenes mutiladas provienen de las profundidades oscuras del trauma de una infancia infeliz. No encarnan denuncias de tipo social ni reflejan el mundo exterior, sino el de su propia mente, lo cual hace que todo resulte aún más inquietante. Sus fantasmas puede que agiten los nuestros.
La muestra se inicia con la inmensa Spider, escapada de un Sábado de super acción, que custodia la entrada. Un homenaje a la figura protectora de su madre bajo la cual es posible cobijarse. De este modo la inversión se completa, el tranquilizador cuerpo humano resulta inquietante, y la araña, próxima y maternal.
Quizás quede todavía sin respuesta la pregunta de lo que un cuerpo puede, pero está más claro lo que puede una mente. Sobre todo si es sometida a esa maléfica disciplina llamada psicoanálisis. Claro, salvo que uno encuentre, para salvarse, el magnífico atajo del arte.