sábado, 24 de septiembre de 2011

60

Cuando era niño,
y conocí el Estadio Azteca,
me quedé duro,
me aplastó ver al gigante
...



En el universo del colectivo sucede como en el del fútbol: hay equipos grandes y equipos chicos. La grandeza es una construcción lenta que se forja en un trajinar de años. Es, en definitiva, un dispositivo virtuoso que se acciona en una simbiosis que se retroalimenta entre los logros y el público. Los primeros atraen a los segundos y estos últimos empujan hacia los primeros. Un equipo grande, como una línea grande, se cimenta en un recorrido.

Esto es lo primero que se advierte al abordar la fisonomía del 60, la conciencia de estar frente al más grande. Si bien nunca fui un usuario regular de esta línea mítica, cada vez que subí a alguna de sus unidades, no pude evitar un grave sentimiento de respeto. Si se pudieran aplicar a los colectivos las categorías de la estética kantiana, no cabe duda de que el 60 representaría lo sublime, aquello cuya presencia nos vuelve sumisos y nos hace intuir la inmensidad. La advertencia de un final lejano, pero a la vez presente y cierto: teleológico.


El recorrido se expresa con la claridad sintética de lo dual y, al mismo tiempo, expone una diferencia. Esta nos recuerda algo que es común en la biografía de los grandes: los orígenes poco nos dicen del destino. Constitución nos habla de un inicio proletario, del hormigueo que recoge los brazos que desde el sur llegan a la geografía ciudadana. Y también nos cuenta de la siempre lejana Patagonia que Roca conquistara imponiendo al desierto los rigores de la civilización. El final, en cambio, nos trae el sonido de una Belle Époque suburbana, a las orillas de los marrones ríos del Tigre. Imagino a pasajeros vestidos de smoking gastado, entre los cuales apenas se distinguen jugadores y croupiers. El colectivo es siempre una garantía de sana democracia.

El destino anunciado se alcanza a través de distintos caminos, como la metáfora que indica a Roma como un punto de llegada excluyente. Al Tigre Hotel se puede llegar por rutas que cuando era chico se indicaban en la parte baja del parabrisas. Allí un pequeño prisma giratorio contenía las palabras mágicas, “Alto”, “Bajo” y, con caracteres apretados, mi preferido: “Panamericana”. Este último despertaba en mí una pasión bolivariana y el sueño de llegar a remotos rincones americanos, viajando en colectivo. Tomar el 60 en la avenida Las Heras y apearme por ejemplo en Yucatán, entre pirámides de escalones mayas. Ningún colectivo fue jamás capaz de alentar un sueño parecido.

Por último, un recuerdo de años escolares me ata a su leyenda. Cuando al llegar al colegio mi hermano mayor, en lugar de seguir el habitual camino de los claustros agustinos, trepaba raudo en un 60 con rumbo a San Isidro para jugar un golf escondido. No podía concentrarme en toda la mañana pensando en su gallarda valentía, con la que abandonaba el patio gris gobernado por la severa aguja de la iglesia para inundarse en el verde de los links. Yo nunca tuve el coraje de hacerme la rata.

(ilustración de Vero)


Es verdad que hoy en día luce un poco desvencijada. Ostenta una grandeza rancia que se nutre de recuerdos de una edad de oro. Cuando su vida llegó a la televisión, su historia terminó abrupta con el trágico suicidio de su conductor estrella. También cuando conquistaba orgullosa la ruta de otras líneas, como el 38, o cuando su recorrido llegó hasta el floreado Escobar.

Su presente, conmovido por choferes anárquicos y gomas quemadas, no es de los más prósperos, pero de todos modos su grandeza sigue intacta en mi memoria. Cada vez que el amarillo me sale al encuentro, me dan ganas de cantar como Calamaro ante el Azteca.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Perros pintados 2

Simone Martini


Desde la Antigüedad más remota el perro fue un compañero leal de los hombres a tal punto que su agresividad hacia los humanos es percibida como una traición. Una sensación que ha ido en aumento en nuestro tiempo, donde el perro parece haber casi perdido su condición animal. Nos hemos acostumbrado a verlos andar alzados en brazos amorosos de divas, lejos del rastrero suelo, vestidos con pequeños trajes a medida y comiendo manjares enlatados de lujoso packaging.

Un cartel que anuncia “Cuidado con el perro” parece hoy una ofensa para la especie canina, tan acostumbrados estamos a tener cuidado de nuestros semejantes. Sin embargo, cada tanto, una noticia de una violencia perpetrada por algún perro de raza indómita nos recuerda, con inesperada sorpresa, su condición animal. De todos modos esos perros resultan extraños, como esos locos violentos a quienes se los encierra, entre otras cosas, para evitarnos el horror de compartir con ellos la condición humana.

Los perros feroces viven una existencia signada por la discriminación, por resistirse tenazmente a ser domesticados. Son los rebeldes de la raza, anárquicos que no quieren vivir bajo el yugo de las caricias humanas, que desprecian los baños de espuma y las visitas regulares al veterinario. A ellos no les hace mal la realidad “de que el perro sea perro y nada más”.

A esos indómitos de la especie parece dedicada esta pequeña tabla de Simone. Un perro que muestra orgulloso sus dientes filosos con los que acaba de atacar a un indefenso niño. Una violencia bien animal, que no obedece a razones. Mira a su presa que, inerte, yace en el regazo materno, mientras una vecina solidaria lo amenaza con un palo intentando devolverlo a su condición salvaje. Este es un perro que no merece la urbanidad.

De todos modos la acción criminal será, en definitiva, inocua pues una misteriosa presencia devolverá la paz a la escena. Se trata de un santo olvidado, pero eficaz en los días que siguieron a su muerte, ocurrida en la apacible Siena a fines del siglo XIII. Aparece escondido detrás de las altas torres ciudadanas y, con un gesto leve, realiza el milagro de sanar al niño. La intervención resulta de una tal sutileza que los beneficiados parecen desconocer al agente del portento. La humildad de este santo es una virtud post-mortem.

Agostino Novello fue dueño de una vida llena de peripecias, pero que siempre buscó ser olvidado. En vida quiso ocultar su origen, su cultura y su amplia inteligencia. Estudiante notable en Boloña y ministro de Manfredi, rey de Sicilia, vio interrumpida su brillante carrera política con la derrota de su señor en 1266 en la batalla de Benevento. Manfredi mismo recordará a Dante en el Purgatorio los tristes detalles de su muerte y la posterior profanación de sus restos insepultos, bañados por la lluvia y esparcidos al viento (Purg. III, 130).

Perdido su destino político, Agostino abrazó la vida monástica y para desplegarla decidió, en vano, ocultar sus extraordinarios talentos. Forzado por una fortuita circunstancia, tuvo que salir de su anonimato y recibir los honores de los más altos cargos eclesiásticos. Sin embargo, sobre el final de su vida le fue concedido lo que tanto deseaba, la vida del anacoreta.

Luego de su muerte, su santidad se manifiesta realizando milagros pequeños que apuntaban a resolver cuestiones cotidianas. La administración de su poder sobrenatural se aplica en un nivel vecinal, lo cual haría hoy las delicias de la “nueva política”. Como un Pasteur de la Edad Media, Agostino interviene para salvar al hombre y recordarle al perro su lugar entre las bestias.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Tres llaves

(Tester de violencia, Luis Alberto Spinetta)



El sinfín se cansó y se dio hasta nacer
toda cosa se hizo en llaves
lo que se ve se ama se pierde.

Población Zulú, piden más, aserrín le dan,
toda cosa se hizo en tres llaves,
lo que se ve se ama se pierde.

Todo espera mansamente allí,
lo que se ve se ama se pierde,
el bien trae mal
y la piedad traspasó el dulzor,
toda cosa se hizo en tres llaves.
Lo que se ve se ama se pierde,
lo que se ve se ama se pierde,
lo que se ve todo alguna vez es el puente,
lo que se ama la verdad es lo más intranquilo,
y lo que se pierde todo está colmado de lugar,
lo que se ve se ama se pierde.

Un cajón de gin vale más que un pan que se da,
toda cosa se hizo en tres llaves.
Todo esta vendado así,
ya no vale es más allá,
todo espera mansamente allí,
todo esta vendado aquí,
para bien o para mal,
todo espera mansamente allí,
lo que se ve se ama se pierde.



La física es lo que vemos y la metafísica lo que está detrás. La pregunta sobre la posibilidad de acceso desde la física hacia la metafísica es la que desveló la filosofía, de Platón a Kant. La fantasmal caverna y la luz que brilla afuera, o el fenómeno y el nóumeno, son los nombres de esta dualidad que conforma lo real. El poeta llama a esta realidad “lo que está vendado” y a la otra “lo que espera mansamente”. Entre estos dos mundos se interpone un enigma, y para develarlo el hombre, al parecer, tiene a su disposición algunas precisas herramientas. “Toda cosa se hizo en tres llaves”.


La filosofía. Kant construyó su sistema a base de tres críticas. La primera indaga sobre los límites de la razón y las posibilidades del conocimiento: “lo que se ve”. La segunda, en cambio, se mueve en el ámbito de la voluntad y de las acciones: “lo que se ama”. La última se dedica a los problemas de la sensibilidad: “lo que se pierde”, porque no hay sentir más hondo que el de la pérdida. El pensamiento kantiano no da respuestas conclusivas, solo posibilidades. Tres llaves para abrir la puerta y pasar el umbral del fenómeno al nóumeno.

La teología. El catecismo enseña que esa realidad en donde el mundo se sostiene es Dios. “El sinfín se cansó y se dio hasta nacer”. Es el mismo Dios eterno y creador quien entrega al hombre los medios para que este le conozca. Son también llaves las virtudes teologales. Una llave se llama Fe, la segunda Caridad y la tercera Esperanza. Lo que se ve, lo que se ama y lo que se pierde, porque la esperanza es la de recuperar nuestra identidad perdida de creaturas. Poner en juego nuestras llaves es el intento de relacionarse con Dios; olvidarlas en un bolsillo es clausurarnos a la trascendencia. Tres llaves para acercarnos a la Trinidad, las llaves del Reino.

La llave es un mecanismo que permite abrir. No es en sí el conocimiento, sino su posibilidad. Es una información cifrada que se accionará cuando encuentre alguien capaz de entender su código. En la llave siempre late la esperanza de una puerta que dará sentido a su existencia. Una cerradura que niegue su esencia y que se abra ante la evidencia de su lenguaje. Una llave siempre es una clave.

Las tres llaves son distintas y responden a distintas imágenes. La que se ve es un puente tendido entre nuestra mente y las cosas. Cada acto de conocimiento es cruzarlo y romper el aislamiento de nuestra subjetividad. La que se ama nos promete un futuro de intranquilidad y nos anima a no instalarnos cómodamente en una verdad. Una invitación a la inquietud del corazón destinado a no encontrar sosiego, porque todo aquí es incierto “para bien o para mal”. La que se pierde, por último, nos anuncia, enigmática, un espacio colmado de vacío, y quizás la necesidad de hacer lugar en nuestro interior. Una invitación a un vivir despojado. Tres llaves que son un camino.

Saber que “toda cosa se hizo en llaves” es saber que la consistencia de la realidad, si bien es enigmática, responde a una lógica. También es saber que existe un pasaje entre ambos mundos que puede ser encontrado con el aceitado mecanismo de una cerradura. Dios cambia el oficio de relojero que le asignara Leibniz para convertirse en cerrajero. Ver, amar y perder son el nombre de las llaves, que esperan el día en que caigan las vendas y nos encontremos frente a la puerta que nos separa de lo que nos espera mansamente allí.

domingo, 4 de septiembre de 2011

Perros pintados 1

Giotto


San Joaquín fue licenciado de sus funciones sacerdotales en el Templo. Era un miembro reconocido dentro de la comunidad y contaba con el prestigio que siempre acompaña a los propietarios de tierra, aunque esta no fuera más que un pequeño poder a las afueras de Jerusalén. Sin embargo, la falta de descendencia era tomada como una ausencia del beneplácito divino. Los hijos, el bien más preciado, le eran negados y esto constituía una señal indiscutible. Era difícil para el sacerdocio sostener su autoridad sin la evidente manifestación del poder divino en su favor. Aquello era más que un problema personal.

Así, después de esperar un tiempo prudencial, y cuando ya los hechos parecían a todas luces irreversibles, fue invitado a dejar su lugar entre sacerdotes y escribas. Con una suave presión en su antebrazo es invitado a retirarse y a tomar su lugar entre los fieles. Un gesto compasivo que en realidad encubría algo de vergüenza. Seguro que aquellos hermanos en el ministerio se sintieron incómodos y que una sensación de injusticia sobrevolaba el aula, pero en definitiva no había nada que podían hacer. ¿Acaso eran ellos capaces de juzgar los designios divinos cuando estos se manifestaban en forma tan inequívoca?

Después de una mañana como aquella, era difícil volver a la casa, vecina a la piscina Probática. Enfrentar a Ana se le hacía imposible, y no porque dudara de su bondad, más bien quería librarla del agrio sabor de la culpa. Abandonó el Templo mientras pensaba en todo aquello y, casi sin darse cuenta, se encontró en el camino del campo, entre olivos de tronco dolorido y bajo un cielo de azul impiadoso. Una secreta necesidad lo impulsó al retiro. Tomarse un respiro y sopesar delante del Señor lo ocurrido. Él sabía que en la prueba es donde el espíritu se templa.

Al llegar ya entrado el día encuentra que la noticia había viajado con pies más veloces que los suyos. Los servidores al verlo aparecer esquivaban su mirada y murmuraban con disimulo. Ni siquiera tuvieron el cuidado de cubrirse la cabeza en su presencia. Sin embargo, entre la indiferencia de esos hombres y la de las distraídas ovejas, se adelanta un pequeño perro anónimo a darle la bienvenida. Como a Odiseo a su llegada a Utica, el animal lo reconoce más allá de su pesar y lo saluda alzando sus patas delanteras con aire festivo.

Es un perro deliberadamente común, sin raza, de piernas flacas y de un color incierto que no llega a ser blanco. Su figura aparece plana, como si voluntariamente hubiera renunciado al volumen. En definitiva, su anonimato denuncia la importancia de su acto que restituye a Joaquín su dignidad de hombre. Un perro para seguir siendo un hombre.

Y llegamos al momento en el cual, promediando un largo cautiverio –durante unas breves semanas y antes que los centinelas no lo echen–, un perro vagabundo entró en nuestra vida. Vino un día a sumarse a la multitud, en circunstancias en las que, bajo custodia, volvía del trabajo. El animal sobrevivía en algún rincón salvaje, en los alrededores del campo. Pero nosotros lo llamábamos con un nombre exótico, Bobby, como conviene hacerlo con un perro querido. Aparecía en los reagrupamientos matinales y nos esperaba al regreso, brincando y ladrando con alegría. Para él –era indiscutible– fuimos hombres”.

(“La ley del Talión”,
Difícil libertad,
Emmanuel Levinas)