domingo, 31 de octubre de 2010

Fracaso de la inmanencia

La semana pasada me enfermé, cosa que por suerte me ocurre muy cada tanto. Me fue aconsejado un relativamente largo tiempo de reposo, en el que pude disfrutar de un “detrás de escena” de la vida familiar. Es decir, estar en casa en días y horarios en los que nunca estoy, despertar a mis hijos mayores para que vayan a trabajar y recibir a los menores a la vuelta del colegio. Y ver además el trajín incesante que despliega mi mujer para que la vida del resto transcurra. No es que no lo supiera, simplemente una cosa es saberlo y otra muy distinta, verlo.

Más allá de esta rica experiencia, me dediqué, tan pronto como mi salud me lo permitió, a tres actividades fundamentales: leer sobre pintura, escribir (y terminar) mis crónicas de NYC y ver los 30 primeros capítulos de In treatment. Experiencia, esta última, totalmente inédita ya que nunca había visto una serie con esta continuidad. Algo que produce un género intermedio entre el cine y la televisión.

La serie ya la conocía por haber visto capítulos sueltos, pero nunca había podido salir de la confusión que producen los relatos entrecortados. La posibilidad de verla en una dosis consistente permite valorar su excelencia. Desde la idea, que se ciñe estrechamente a un criterio minimalista del relato, pasando por las brillantes actuaciones, siguiendo con el sólido guión y culminando con la infinidad de detalles que van tejiendo las historias para que funcionen como un mecanismo perfecto. Todo puesto el servicio de crear un mundo, lo que es, a mi juicio, lo que define el arte.


Si bien nunca en mi vida fui a un psicólogo, tengo desde siempre una natural desconfianza hacia ese mundo. Sinceramente creo en la real incapacidad de dicha ciencia para ser una verdadera respuesta a los problemas del hombre. Esta desconfianza tiene su raíz en otra, que tiene un carácter metafísico. La convicción de que los problemas humanos nunca pueden ser resueltos desde su misma realidad. En definitiva, lo que se podría enunciar como el fracaso de la inmanencia. Los sistemas inmanentes, como el de Spinoza por ejemplo, son tan extraordinariamente bellos como inútiles a los fines existenciales.

Los desesperados intentos de Paul Weston por curar las neurosis de sus pacientes, y las suyas propias, son un buen ejemplo que refuerza mi natural difidencia. Sin permitirse, porque así son las reglas de esta ciencia, jamás introducir ningún criterio exterior en sus juicios, el terapeuta acompaña con maestría a sus pacientes por los vericuetos de su inconsciente, pero es un paseo del que raramente vuelven sanados. La necesidad de que todo criterio provenga de su propia consciencia hace que la decepción esté asegurada. La consciencia no es, mal que le pese a Kant, apta por sí sola para establecer una ley moral.


Yo creo que solo la trascendencia, en cualquiera de sus formas, hace al hombre capaz de intentar construir una estructura ética a partir de la cual establecer una conducta. La inmanencia, filosófica o psicoanalítica, siempre me produce una sensación de claustrofobia que termina por resultar insoportable. Veo con desesperación cómo mueren asfixiados en su propia atmósfera paciente y analista, y me dan ganas de correr a abrir las ventanas para que entre en los oscuros laberintos de sus mentes la luz que proviene de lo definitivamente Otro.

Una experiencia parecida a la que tuve cuando salí a la calle después de cinco días de encierro. El “buen día” del lustrabotas de la esquina me hizo saber que estaba nuevamente saludable.

domingo, 24 de octubre de 2010

Censo año 0

“En aquella época apareció un decreto del emperador Augusto, ordenando que se realizara un censo en todo el mundo. Este primer censo tuvo lugar cuando Quirino gobernaba la Siria” (Lc. 2, 1-2). Siempre me gustó este seco inicio de Lucas para encuadrar el suceso central de la historia de la humanidad. Una introducción que ha generado una innumerable serie de controversias, pues la cronología que establece se contradice con otras fuentes, entre ellas el mismo Lucas. De todos modos, la intención del evangelista, que escribe 80 años después de ocurridos los eventos, es mostrar que Dios ha decidido encarnarse sin contar con los privilegios de su condición divina.

La referencia a Augusto tiene un alcance universal. Con ella todos los lectores, contemporáneos y futuros tendrían un dato certero y fácilmente verificable. El segundo personaje nombrado, Quirino, es una referencia de alcance más local. Gobernador de la región en la cual se producirán los acontecimientos, fue un personaje difícilmente olvidable para quienes sufrieron los rigores de su gestión, entre ellos, los díscolos judíos.

El censo era una práctica normal en la administración romana. Con ella se buscaba extraer datos, fundamentalmente con el fin de calcular el impuesto. Tratándose de una nación ocupada, podemos imaginar sin demasiado esfuerzo cuanta antipatía generaba la medida. Los datos eran utilizados en contra del censado y además los recursos serían destinados a solventar la ocupación.

“Y cada uno iba a inscribirse a su ciudad de origen” (Lc. 2, 3). Aparentemente, en esto se seguía la costumbre local. El romano era tolerante hacia lo que no entorpecía su maquinaria. Sabemos que para los judíos la ciudad de origen no era un simple lugar, sino que indicaba la pertenecia a una estirpe que se remontaba a la historia de Israel y sus doce tribus. Ser judío era en aquel tiempo sobre todo pertenecer a la tribu de Judá.


“José, que pertenecía a la familia de David, salió de Nazaret, ciudad de Galilea, y se dirigió a Belén de Judea, la ciudad de David” (Lc. 2,4). Una distancia de unos 150 kilómetros, sorteados a través de un viaje penoso que se hacía dando un rodeo para no atravesar Samaria, donde los viajantes no serían bien recibidos. Basta recordar el episodio de Jesús en el pozo de Sicar. El camino de ida era todo en subida, y se hacía en gran parte a pie, aunque suponemos que María, dado su estado, contaría con alguna escueta cabalgadura.

El viaje duraba unos cinco días y se hacía en grupos. El motivo de esto no era solo la solidaridad de los viajantes, sino sobre todo la seguridad. Aquellos también eran tiempos inseguros y las consecuencias de emprender el camino en soledad podían ser fatales. La “parábola del buen samaritano” podría haber sido extraída de un hecho de crónica.

La llegada a Belén sabemos que fue complicada. La ciudad era pequeña y estaba desbordada y consecuentemente los precios por las nubes. No es de extrañar que “no había lugar para ellos en la posada” (Lc. 2,7). Supongo que, no bien llegados y a pesar de la fatiga del viaje extenso, habrán enseguida cumplido con el trámite para quedar liberados. Finalmente, con tanto ajetreo, “le llegó el tiempo de ser madre” (Lc. 2,6).

Dos mil años después, a nosotros se nos pide que nos quedemos un día en casa para contestar las preguntas del censo. ¿Será posible que nos cueste tanto?

martes, 19 de octubre de 2010

Minimal Ando

El minimalismo es una búsqueda extrema. Busca el máximo efecto poniendo en juego el mínimo de las causas posibles. Un camino que tiende a cero en forma constante y que no desdeña el peligro. Es quizás a partir de ese riesgo, el de no decir nada, que el minimalismo habla. Las palabras dichas en medio de un silencio adquieren un peso singular. Todos alguna vez tuvimos esa experiencia.

En la arquitectura, el minimalismo tiene un maestro supremo: Tadao Ando, quien, paradójicamente, nunca estudió arquitectura. Se formó viajando y sobre todo observando, pero me imagino que su obra se basó en olvidar lo visto, en busca de una expresión propia. Como de hecho ocurre con todo gran artista. Se hizo conocido entre nosotros en los años ’80, cuando yo estudiaba y el posmodernismo arreciaba con su verborragia. El contacto con su obra, a través de revistas de idiomas inverosímiles, fue como un llamado a silencio.

Los orientales tienen una específica forma de estar callados, no piden silencio, directamente se callan. Quizás sea ese silencio la razón por la cual, a pesar de haber recibido los mayores galardones, es hoy un arquitecto olvidado. La arquitectura de Ando es una permanente búsqueda de un espacio de silencio, de una interioridad callada que nos proteja del exterior. Sus obras tienen un sentido ineludible de remanso.


Decía Cezanne que un pintor pinta muchas cosas pero solo logra comprender pocas cosas, en su caso, “las manzanas y uno o dos vasos”. En el caso de Tadao Ando se podría decir que toda su arquitectura es un esfuerzo por comprender uno de sus elementos primordiales: el muro. Búsqueda que se inicia a partir de su función más evidente, la de aislar. El muro en Ando es en toda su simpleza un elemento que separa, que delimita el espacio y lo hace en forma tajante.

La luz, otro de los elementos fundamentales de la arquitectura, es en este caso una gentileza del muro. En las obras de Ando no hay ventanas, hay simples detenciones del muro, amables corrimientos o giros inesperados, que producen tajos de luz. También el agua parece aproximarse cautamente hasta él con solo el fin de reflejar su imagen. Un agua humilde, sin efervescencias. El muro es un plano continuo, que no ha sido perforado ni mojado. El muro es sagrado.

Los muros en general se construyen por una sumatoria de elementos, suelen ser el producto de la paciencia que agrega un ladrillo sobre otro. Además, casi siempre, reciben un cuidado posterior, se visten con revoque o con piedra, se decoran con molduras, se dibujan con buñas. El muro soporta y también es soporte del lenguaje, que recibe inerte las palabras que sobre él se escriben. Nada es así en el muro cuando busca su esencia.


Al muro de Ando nada se le agrega, su verbo es uno solo: “soy un muro” y nada más nos dice. Tampoco nada menos. Se construye de un solo golpe, colado de una vez y no permite error, porque no hay corrección posible. Guarda en su memoria la tensión de ese momento en el que el defecto no tiene lugar. El muro de Ando es un instante, nace y ya está terminado. El minimalismo anula hasta el tiempo.

Finalmente, así se expresa en su desnuda contundencia. Solo en su superficie aparecerán los rítmicos agujeros de los pasadores. Es de ellos que se sirve el artista para convertir lo estrictamente necesario en poesía. Los pequeños agujeros son como ojos que le dan al muro una sorpresiva vida. El duro hormigón pierde su consistencia para convertirse en una superficie muelle, que siempre me hace acordar a un sofá.

Para apreciar a Tadao Ando es preciso hacer silencio. Es hora de que me calle.

domingo, 10 de octubre de 2010

Sueño barroco

El rey de Polonia no ama ser rey. Su verdadera pasión son los cielos y sus estrellas. Ese mundo de geometrías perfectas que refleja un cosmos ordenado, donde todo funciona como el aceitado mecanismo de una secreta maquinaria. Pasa sus días escrutando los astros y tratando de descubrir en su necesario andar huellas que hagan del futuro una materia asequible. Vive confiado en el ordenado equilibro que tejen “matemáticas sutiles”.

Basilio, rey de Polonia, es el Renacimiento.

Por su parte, su hijo, el heredero, vive, condenado por el tribunal de los planetas, en una adusta torre. Tales eran los funestos signos bajo los cuales vino al mundo que su padre no tuvo más remedio que hacer cumplir la sentencia. Pasa sus días en una total oscuridad del cuerpo y del alma. Las primeras palabras que se le escuchan son un grito: “Ay mísero de mi. Ay infelice”. Apenas puede sospechar el universo por la estrecha puerta que su carcelero le abre. Desconoce el por qué de su destino y protesta haber nacido.

Segismundo, el príncipe, es el Barroco.




Son estas dos concepciones las que están destinadas a enfrentarse y ese choque, no desprovisto de rispideces, es el argumento de La vida es sueño. Basilio, con magistral artificio, hiere la certidumbre de Segismundo y hace que confunda para siempre realidad con sueño. Y es esa incertidumbre la que padece el Barroco en su esencia más profunda, una duda alucinada que habita en el fondo de su espíritu. El Barroco es, como Segismundo, algo bestial, violento y no desprovisto de crueldad. Pocos siglos fueron tan sanguinarios como el XVII.

Sin embargo, el hombre, lejos de quedar sepultado por sus propias perplejidades, le hace frente a aquel mundo que se cae a pedazos. Empuñando pinceles y cinceles, y armado de versos serpenteantes, el Barroco es la señal contundente de que el hombre no está dispuesto a perderlo todo. Su arte no es un medio de escape, sino todo lo contrario, es una respuesta monolítica que le hace frente. Hay una perfecta cohesión entre los esfumados de Velázquez, los pliegues de Bernini y los versos de Calderón. Son accidentes de una misma sustancia. Entre todos esos pliegues habita un mensaje poderoso, una irrenunciable fuerza vital que a pesar del desconcierto no está dispuesta a retroceder.

Segismundo saldrá finalmente de su oscura caverna para demostrar que quien realmente soñaba era Basilio.

Muchas veces se ha comparado nuestro tiempo, infestado de dudas, con el Barroco. Sin embargo, la diferencia está en cómo los hombres de una y otra época hicieron frente a sus fantasmas. Mientras aquellos desplegaron toda la potencia de su arte, modelando y modulando la realidad en pliegues de materia distinta, nosotros a veces no parecemos capaces más que de la queja.

El Barroco no solo está en Roma ni en el Prado. Como un milagro palpita con su energía indomable a cuatro cuadras de mi casa. Teatro San Martín, La vida es sueño, Calderón de la Barca. Un regalo.

domingo, 3 de octubre de 2010

Non finito

Una vez conocí a un tipo que me confesó una cosa que nunca olvidé. Trabajaba conmigo en Roma como dibujante y era algo mayor que yo, muy joven en ese entonces. Era un personaje extraño, que hablaba muy poco y dibujaba con extremo detalle los planos, que en esa época se hacían a mano.

Tenía la cabeza con forma de pera invertida, con una frente muy amplia que ocupaba más de la mitad de la extensión de su cara y reía con una risa contenida, que apenas mostraba unos dientes demasiados pequeños para el tamaño de su boca. Era una persona culta y en algunos aspectos hasta refinada que, al contrario de muchos de mis suburbanos compañeros de trabajo, vivía en el centro de la Roma histórica, creo que con su madre. Venía con una fuerte recomendación, pero jamás hizo alarde de ella y se contentaba con realizar su trabajo sin manifestar ningún ansia de progreso.

La confesión que me hizo, algo atribulado, fue que jamás había sido capaz de terminar un libro. Pero esto no era debido a la pereza ni nada que se le parezca, ya que era un lector profuso, sino simplemente una especie de defecto psíquico. Realizaba detenciones abruptas muy cerca del final de sus lecturas, pero no siempre en el mismo punto. Alguna señal le daba la indicación de detenerse, siempre a escasos pasos de la meta. Su método era aplicado en cualquier género: ensayo, novela e incluso el policial, que figuraba entre sus preferidos.


Siempre me acuerdo de él cuando estoy leyendo, sobre todo porque sobre el final de mis lecturas me asalta una urgencia maléfica por terminar. Nunca sentí el pesar de acabar un libro, por más que me hubiese gustado mucho. Paso por las últimas páginas con una velocidad que cambia totalmente con respecto a la anterior, una aceleración que se produce de manera casi inconsciente. A veces pienso que ese sería el punto preciso donde mi amigo cortaba abruptamente su lectura.

Pienso que la elección de este romano, cuyo nombre ni siquiera recuerdo, estaba dictada por un exceso de perfeccionismo que le hacía preferir no terminar a hacerlo en modo desprolijo. Quizás mi urgencia responda a mi condición de lector culposo de todo lo que aún no leí, que se combina con la ansiedad de pasar al próximo libro. Siempre me gustaron mucho los principios y los disfruto especialmente, mientras que irremediablemente sufro los finales.

Terminar es, de todos modos, uno de los hondos problemas del arte, que por lo visto no escapa al lector. Hay muchos artistas que, como mi citado amigo, decidieron no acudir a esa cita difícil con su obra. Dice Ortega: “A sus contemporáneos les parecía que sus obras no estaban ‘acabadas’ de pintar, y a ello se debe que Velázquez no fuese en su tiempo popular. Había hecho el descubrimiento más impopular: que la realidad se diferencia del mito en que no está nunca acabada”. Pero el más adelantado en ese estilo fue Miguel Ángel. Sus esclavos esbozados en la piedra y aquella piedad en donde el dolor parece no terminar hicieron de su renuncia un estilo y le dieron nombre: non finito.

El deseo de no terminar es también el de dejar las cosas abiertas a una posible interpretación y asumir la conciencia de que nada en realidad puede ser del todo terminado, ya que, como el comenzar radical, finalizar compete solo a Dios.