miércoles, 27 de febrero de 2008

Clásico de verano

El que elige la montaña ama el movimiento, al que ella en su quietud lo invita. El desplazamiento se convierte en una necesidad ineludible. La Naturaleza funciona a veces como el negativo de lo que uno es. Lo inmóvil reclama un dinamismo que resalte su helada condición. Siempre es un paisaje lejano la montaña, toda proximidad la anula. Para ser apreciada necesita de perspectivas distantes hacia donde ofrecer sus multiformes rostros. Su paisaje, de tan variado, termina por ser siempre el mismo, una postal repetida de belleza contundente. Su perfección deja poco resquicio al pensamiento. Su inmensidad propone la idea de un mundo sólido, en donde el hombre vive azorado en su insignificancia.

La montaña tiene firmes convicciones y vive segura de ellas. Se alegra con la firmeza de la roca, cuyo mutar es tan lento que se hace perceptible solo en los dilatados tiempos de la geología. Está preparada a soportar su destino sin inmutarse, de la misma manera que indiferente recibe el ardor del sol, próximo a sus cumbres. Frente de nieve, pecho de roca y extremidades de vellosidad boscosa, se alza dominante sobre los demás accidentes, que yacen como atemorizados a sus pies. La tradición parece ser su natural ámbito y el progreso a sus ojos es una veleidad insignificante. Frente a su paisaje todo es precario.


El que a ella se acerque debe protegerse, aunque más no sea con una muelle coraza de campera, con la que poner distancia a las inclemencias de su humor. El que llega debe venir pertrechado para afrontarla. Es un territorio que invita a ser conquistado y que guarda en su interior algo heroico. Se acampa a la espera de que nos abra sus caminos. Cada tanto se alcanza la cima, para gozar de una visión en donde el acontecer de los humanos se deshace en su miniatura.

El que elige el mar suele preferir lo opuesto. El mar tiene en lo cambiante su secreto. En su lento movimiento reclama la quietud de quien lo mira. Nada hay de seguro en su vacilante acuosidad. El paisaje cambia en un instante y su elemento es dominado por un otro más etéreo, el viento. Su movimiento se somete también a los mandatos de la luna, que misteriosamente hace sentir su influjo de bruja.

El mar es volátil e irascible. Una sutileza atmosférica lo hace explotar con reacciones desmedidas. Sinónimo de lo desconocido, nunca se sabe que se esconde atrás de esa tenue línea que habla de un final incierto, en su contacto con el cielo. El mar es un espectáculo del vacío, una puesta en escena de la soledad del hombre, que no tiene más rumbo que el que le otorgan las estrellas. Sólo lo comprende quien no teme aventurarse hasta perderse. Sus límites son ciertos, pero al mismo tiempo difusos y nos recuerdan que la vida no se deja aprisionar.


Quien a él se acerca es mejor que se desnude. El contacto es de una proximidad completa, un abrazo que involucra todo el cuerpo y lo sacude. El mar es democrático, todos se parecen en su orilla. No ofrece certezas a la vista, ellas son privilegio de la tierra, sólo el devenir es su programa. Nos arrulla con su murmullo de olas rotas que queda aprisionado en barrocos caracoles. Su conquista es efímera como el deslizarse de un surfista.

Un clásico es algo que perdura vigente para enseñar a lo largo del tiempo. Con un clásico nos confrontamos y él nos enseña. Es un espejo que se mantiene pulido y aplomado para que nosotros nos miremos. También una rivalidad repetida es un clásico. Cuando dos cosas se oponen nos obligan a elegir y en esa elección también nos encontramos. Enfrentamientos clásicos, de los que se pueden elaborar listas eternas de un universo binario.

También la Naturaleza tiene su clásico. Una rivalidad ancestral, vieja como el mundo. Los hombres creen que definen a las cosas, pero sucede al contrario, ellas nos dicen quiénes somos.

Mar versus montaña.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

el que elige la montaña, ama el movimiento; al cual ella en su quietud, lo invita...

Anónimo dijo...

Anónimo: ¿por qué la coma después de montaña? Me interesa, para aprender de mis errores y corregir mis correcciones...
Saludos.
Una aprendiz de correctora

Anónimo dijo...
Este blog ha sido eliminado por un administrador de blog.
Anónimo dijo...

El comentario de Nemuro, tenía sólo un link que tiraba una alerta de virus, por eso para evitar problemas lo levantamos.
Saludos.

Anónimo dijo...

Hay que tomar partido. Y yo soy de la montaña. (siempre vista desde abajo claro).
No voy a decir que es el mar el que me excita, porque en realidadad lo son las mujeres en bikini. Pero fuera de ese espectáculo maravilloso, el tedio de la playa (bien descripto en tu anterior escrito "Urbanismo playero") me resulta intolerable. La montaña en cambio, me produce placidez. Su quietud me tranquiliza. Y todas las bondades que describís sobre el mar, se empardan con un inmenso y azul Nahuel Haupi, bañando los pies del gigante. Por ende, me quedo con el combo 2 en 1.
Se que -aunque intentes disimularlo, haciéndote el Grondona- vos sos hincha de lo opuesto. Miramar "la ciudad de los niños"... será que te falta madurar?

La herida de Paris dijo...

Prefiero ser un niño miramarense que ir a esa colonia de vacaiones del "Opus Dei" en que se ha transformado Llao Llao y alrededores.
Saludos

Anónimo dijo...

Nunca fui del OPUS. Pero desde que lei ese horripilante blog: "Gracias a Dios nos fuimos", les tengo más simpatía. En mi provocó el efecto inverso al querido por esa manga de resentidos. Es cierto Llao Llao se ha convertido en una colonia del Opus. Pero no hacen mal a nadie. En general son gente bastante coherente y querible. Salvo cuando estacionan sus camionetotas a la salida de la capilla que osbtruyen el tránsito. Pero como ahora yo también tengo una, no puedo decir nada... Seré yo el incoherente?