jueves, 13 de marzo de 2008

Pasión oriental

El adjetivo lejano implica una distancia amplia en el espacio o en el tiempo, pero además en el conocimiento. Lejano es también lo que nos es extraño. Y esto es cierto, por más que a veces necesitemos alejarnos de las cosas para comprenderlas mejor. Poner distancia es una operación necesaria en el camino de la verdad. Lo lejano es frecuentemente la clave para lo cercano.

Hay dos territorios que son siempre anticipados por esta condición y que se nombran no como un lugar, sino más bien como una dirección. El Oeste y el Oriente son lejanos por naturaleza. El primero no lo es tanto. Incluso el mito de su conquista nos resulta familiar a fuerza de repetido. El Oeste me es más cercano, pero me aburre. Es un mito demasiado artificial, un dispositivo que descubre sus hilos y su necesidad de inventarse un pasado heroico. Una Troya demasiado cercana y un territorio demasiado vacío.

El Oriente en cambio fue, para mí, lejano desde siempre, en todo el alcance del término. Jamás me interesó lo oriental, sobre todo por su carácter de renuncia de lo real. Me identifico con la aventura de intentar comprender su oculto sentido, que empezó en Grecia. Celebro como propias Maratón, Platea y Salamina. Creo en un Dios comprometido con la realidad hasta el punto de hacerse uno de nosotros. De Oriente siempre me separó un abismo radical. Ser occidental es para mí una razón y un sentimiento.

Sin embargo, hace algún tiempo he sido embestido por una violenta pasión por lo oriental. Por suerte la pasión es un mecanismo que rompe los esquemas, como un rompehielos que se hace camino a través de la dura corteza de la costumbre. Para ser efectiva, debe venir trayéndonos como aliada a la sorpresa. De esta manera, toma desprevenida las defensas de nuestra inteligencia y una vez instalada no podemos más que sucumbir a ella. Es por eso que una vez inmerso entre sus aguas es que uno se pregunta cómo empezó todo, y rehace el recorrido hasta encontrar sus orígenes.

De todos modos, no basta con recordar el primer encuentro. La primera vez casi nunca es importante, más allá del hecho de su condición iniciadora, aunque inconsciente. Hay un momento en que la pasión se desata, pero ese instante permanece oscuro, porque generalmente lo que la provoca es algo minúsculo.

Cuando la pasión despliega sus alas, no queda más que dejarse arrasar por ella. Me encuentro entonces en este nuevo mundo plagado de nombres impronunciables, rostros idénticos, historias esencialmente incomprensibles, pero a la vez raramente familiares. Y es que en esa cercanía radica la percepción de lo lejano. Una extraña proximidad me acerca a cualquier coreano que se cruza en mi camino y quisiera estrecharlos en un abrazo que haga trizas nuestras diferencias cardinales. Los sábados en el Abasto me siento Marco Polo.

El cine oriental ha ingresado en mi vida con la violencia de un Gengis Kan de celuloide.

4 comentarios:

Estrella dijo...

Copio este texto y se lo mando a una amiga. No va a creelo: de esto mismo estuvimos hablando con ella.
Muy buen post.

Anónimo dijo...

Otro tema con las pasiones es que siempre se encuentran gente insospechada para compartirlas. Es siempre comunicativa en modo imperativo.
Gracias por pasar.

Anónimo dijo...

agrego palabrita sacada de nuestro gran amigo Sigmund: lo "unheimlich". Lo extraño en lo familiar, lo siniestro incluso, lo distinto, en lo más íntimo de nosotros mismos.

Saluti

Anónimo dijo...

Habrá querido decir que todos tenemos un coreano adentro nuestro?. En fin, de todos modos Sigmund no es mi amigo, ni siquiera conocido, lo cual va dicho sin orgullo, si no con pena mas bien.
Beso y nos vemos cuando recuperemos la birra.