domingo, 19 de octubre de 2008

Pequeño fin del mundo

La pregunta atraviesa la nave de la Basílica de la Paz como un rayo en una límpida mañana. Brilló como una espada desenvainada sobre la muchedumbre de cabezas asustadas. Concurrieron esperando ansiosos alguna palabra que mitigara el miedo, que les diera un consuelo ante tanta desazón. Pero en esas situaciones sólo son posibles las preguntas. Ellas son las únicas capaces de impulsarnos más allá de la angustia.


Eran habitantes de África, y para ellos Roma más que un lugar era una idea: el Mundo. También entre ellos se contaban quienes se habían arrojado a sus playas en un gesto desesperado. Contaban el horror sufrido con palabras quedas y desgranaban los relatos de cómo habían escapado de la muerte. Huyeron precipitadamente, porque confiaban en que finalmente no sucedería la caída, que alguna fuerza venida de lo profundo de los siglos salvaría la ciudad. Por eso tuvieron que escapar tan de prisa y de reojo vieron esos guerreros gigantescos de cabellos larguísimos y barbas incultas. Corrían librados a sus bárbaros impulsos por las vías sacras. Todavía temblaban al recordarlos.

La impericia de navegantes de aquellos hombres era su única esperanza. Quizás el mar los librara de ellos, pero fue la muerte quien lo hizo. Su frialdad sorprendió al joven guerrero que los conducía, una mañana, cuando se aprestaban ya a cruzar a la otra orilla. Su cuerpo enorme fue enterrado bajo el lecho del río que atravesaba la pequeña cuidad por ellos mismos devastada, de la que ni siquiera conocían el nombre. Pasaron a cuchillo a quienes habían ejecutado ese prodigio de fluvial ingeniería fúnebre y luego dispersaron su furia sin atreverse a intentar la travesía del adusto mar. El río conserva hasta hoy el secreto de su tumba.


Con la muerte de Alarico sólo se atrasó lo inevitable. Otros godos, hunos y los célebres vándalos continuaron la tarea de acabar con el despojo de un imperio derruido. Ha habido en la historia otros finales, pero ninguno tan cercano como ese a la idea de que el mundo terminaba.

Quizás sea bueno recordarlo ante la pequeña escatología de estos días, cuando se anuncian caídas, derrumbes y hecatombes financieras. Supuestas eras que declinan, amaneceres de nuevos sistemas aún desconocidos que guiarán nuestros destinos. Un futuro volátil que rechaza el análisis para alentar teorías de lo incierto. Un tiempo propicio a los profetas profanos que hablan por sí mismos. Poner en la debida proporción los sucesos es una de las funciones de la Historia. Quién sabe, la primera.


Ahora, como entonces, resuena clara la voz de quien recuerda lo temporal de nuestra condición finita. Un hombre anciano nos interpela una vez más sobre la causa de nuestra sorpresa. Quizás el error se repita ahora como entonces, haber dado estamento de eterno a lo que es sólo pasajero.

“¿Te admiras acaso de que se menoscaba el mundo?”
(San Agustín, Sermón 81, noviembre de 410 DC).

3 comentarios:

Estrella dijo...

"Ha habido en la historia otros finales...", me quedo ocn esta frase, que me alivia; y con los dibujos, que me deleitan.
Saludos.

La condesa sangrienta dijo...

¿Ves la gloria del mundo?
es gloria vana;
Nada tiene de estable,
todo se pasa.
[...]
Id, pues, bienes del mundo,
Id, dichas vanas;
aunque todo lo pierda
Sólo Dios basta.


Santa Teresa de Jesús.

(¿qué agregar? Besos y buen comienzo de semana, Opi).

La herida de Paris dijo...

No agrego nada mas que gracias.
Saludos.