domingo, 26 de septiembre de 2010

33

Hay colectivos que corresponden a un estrecho lapso de mi vida. La memoria guarda con ellos algunos datos del contexto, como ciertas horas del día, una luz particular y olores bien determinados. El 33 es para mí el inicio de la tarde, el reflejo del sol en el río, el olor a pescado y una pesada sensación de incertidumbre que me oprimía el pecho.

A la salida del colegio secundario, en donde nunca encontré dificultades, afronté el primer fracaso de mi vida de estudiante. A pesar de aprobar el examen, no quedé dentro del número restricto para ingresar en la Facultad de Arquitectura de la UBA. Me había preparado con dedicación, pero matemática y física, las materias de examen, nunca fueron mi fuerte. Saber que uno y solo uno es el resultado correcto produce en mí un desaliento devastador. La falta de fe en la exactitud bloquea mi razón.

Al año siguiente, el ingreso, pese a mantener el cupo, cambió las materias por otras más afines con la profesión y la posibilidad de cursarlas en la facultad. Partía entonces todas las tardes, después de trabajar de cadete, en el 33, que tomaba en el mercado de Retiro. La parada estaba al lado del puesto de pescado y la espera, por lo común larga, se hacía bajo la inerte mirada de plateados cardúmenes encerrados en canastos de plástico blanco.



Mi recuerdo se asocia al calor y también al gentío que se arremolinaba alrededor de la estación. Envidiaba sin excepción a todos aquellos transeúntes porque, a pesar de su movimiento errático, los imaginaba con un destino seguro. Mi vida, en cambio, la percibía como un mar repleto de dudas. Temía naufragar y jamás poder iniciar un camino para el que me sentía fuertemente destinado.

En esos momentos aparecía recortada, entre otros cientos de líneas multicolores, la escorada figura del 33. En su frente traía escrito su destino, que yo leía como si fuera una promesa: “Ciudad Universitaria”. Y al lado enunciaba un origen de sabor algo mítico “Monte Chingolo”, que interpretaba como un nuevo Sinaí. La línea estaba provista de coches desvencijados y crujientes, conducidos por pilotos temerarios. Superado el primer tramo del viaje, entre camiones adustos, el recorrido entraba en un paisaje totalmente inesperado. La ciudad se diluía de repente, se atravesaban unas vías olvidadas y, entre árboles generosos de sombra, aparecía en un reflejo dorado la geometría fluvial de la Dársena Norte.

Desde la altura de la ventanilla, que impedía ver el borde de la calzada, el colectivo parecía navegar sobre el espejo marrón del río, transformándose en una improvisada embarcación. Tan seguro estaba de mi ilusión que si hubiera mirado hacia atrás me hubiera extrañado no ver la espumosa estela bifurcándose entre los adoquines. Barcazas de casco herrumbroso parecían saludar bamboleándose a nuestro paso y algunos marineros salían a cubierta. Tan rasante era nuestro paso que podía ver sus caras, sacudiéndose la siesta.

El efecto duraba solo unos minutos, ya que a poco andar se ingresaba a la costanera y el río majestuoso se alejaba hasta perderse en el horizonte oriental. El andar del colectivo retomaba su fisonomía terrestre, pero esa fugaz travesía retemplaba mi carácter. El 33 me contagiaba su atrevido heroísmo de hipotético anfibio.

9 comentarios:

Mari Pops dijo...

el atrevido heroismo del 33 ... sobretodo viniendo de Monte Chingolo
excelente Opi!

La herida de Paris dijo...

Es complicado "venir de Monte Chingolo", su nombre recuerda a una de las épocas mas oscuras de nuestra historia.

Saluods

Rob K dijo...

La imagen del colectivo navegando el río es muy poderosa. Todo el relato tiene un clima fantástico.

En cuanto a las cuestiones matemáticas que admiten más de un resultado válido, hay gente que vive de eso. Se llaman contadores.

Estrella dijo...

"Saber que uno y solo uno es el resultado correcto produce en mí un desaliento devastador. La falta de fe en la exactitud bloquea mi razón". Después de subrayar este párrafo, digo:

Si el 33 supiera todo lo que es capaz de provocar. Qué cosa con los objetos, las palabras... como quedan pegadas a épocas o a momentos de nuestra historia, con todas sus emociones a cuestas.
Me encantó, el 33.

La herida de Paris dijo...

Rob, Estrella la imagen es poderosa al punto que la conservo nítida en mi memoria a pesar de hace como 33 años que no tomo el 33

Saludos

Juan Ignacio dijo...

Qué tal, vengo a través de Esperando nacer.

Siempre quise hacer una serie de los colectivos de mi vida; algún día la haré.

Me sorprendió mucho eso de: "En su frente traía escrito su destino, que yo leía como si fuera una promesa: “Ciudad Universitaria”."

He pensado algo así hace tiempo. Y en la cifra. El numero lo dice todo: la cifra es "suma y compendio, emblema" (RAE).

Quien conoce las cifras de los colectivos sabe moverse en la compleja ciudad (y no necesita auto, ni GPS).

Y me reí mucho cuando dice: "Y al lado enunciaba un origen de sabor algo mítico “Monte Chingolo”, que interpretaba como un nuevo Sinaí".

Por cierto, defectos profesionales (de raíz matemática) me exigen que el bondi del dibujo (muy lindo) sea verde, ¿no es verde el 33?

La herida de Paris dijo...

Juan Ignacio, gracias por pasar y por tu mención de "Esperando nacer", blog que no conocía.

Tenés razón el 33 ahora es verde, pero en la época en que yo lo tomaba era rojo y negro igual que el 130, que ahora también cambió de color y es igual al 152.

En fin todo cambia en el universo del bondi.

Saludos.

Juan Ignacio dijo...

Ah, verguenza mía. Yo que sabía los colores de antes y se los enseño a los más jóvenes.

(Pero mirá que hace rato que es verde, eh. Se ve que lo conocí tarde).

Anónimo dijo...

Muy lindos los relatos bondieros...

Acá hay un 33 rojo... y navegando.
http://bus-america.com/galeria/albums/userpics/10042/LO1114-esSA-L33.jpg

Se hizo verde en los 90 el 33. Y el pobre 130 volvió a cambiar de color, y ahora, hace unos años, cinco o seis, es cremita y verde.