sábado, 8 de octubre de 2011

Perros pintados 4

Carpaccio


Muchas veces la fisonomía de un perro coincide con la de su amo. A este respecto, recuerdo siempre la famosa escena de la playa de Un hombre y una mujer de Claude Lelouch, donde se plantea la similitud entre la cojera del hombre y la del animal. Un parecido que es mucho más que físico, porque es sabido que el aspecto, sea este humano o canino, imprime carácter. Algo así supongo habrán pensado quienes decidieron en algún momento asimilar la imagen de un político, en ascenso aquel entonces, a la de un perro.

De todos modos, como toda regla, esta también tiene sus excepciones, y una de las más clamorosas pertenece a la historia de la pintura. Son muchos los perros que se podrían haber preferido a la hora de elegir uno para acompañar a un santo de la talla de san Agustín. Para un defensor de la ortodoxia, hubiera parecido lógico inclinarse por un severo perro guardián, pero un pequeño caniche blanco resulta por lo menos sorprendente. Se me hace difícil imaginarlo acompañando el cavilar del africano por las orillas de los misterios trinitarios.

La escena representa una habitación de dimensiones generosas, retratada con esmerado detalle. Todos los objetos nos hablan con elocuencia de quien la habita. Los libros que se suceden en los estantes de la izquierda hacen referencia a su vasta cultura; los instrumentos propios de un astrónomo, a su ciencia; el báculo y la mitra están apoyados en el altar de su vocación y, por último, el nutrido escritorio nos manifiesta al escritor incansable. Todos los objetos, menos el perro.

La rígida composición resalta también algunos desórdenes que nos introducen en su personalidad. La puerta abierta del armario y el descuido con que fueron abandonados sus símbolos episcopales indican la urgencia en poner manos a la obra. Los trozos de papel en el suelo descubren alguna impaciencia y también sugieren el esfuerzo por alcanzar la precisión de su prosa. Da la sensación de que el tiempo apremia ante la ciclópea tarea del pastor.

Podemos imaginar cómo la escena estuvo precedida por los sutiles rumores que se desprenden de una febril actividad intelectual. El de la pluma que raspa sobre el papel, el volverse de las hojas de los libros consultados con afán y los movimientos del santo que harían crujir su ajetreada silla. Este silencio hecho de ínfimos sonidos es reemplazado por un instante por un silencio mayor, provocado por un imperceptible movimiento interior. El alma de Agustín se conmueve al recibir la premonición de la muerte de un compañero de ruta. La mirada, que hasta ese momento se encontraba absorbida por los textos, se alza hacia la ventana y la mano suspende su trajín.

Es aquí donde aparece en perfecta consonancia la figura del perro, que actúa como ciertos animales que son capaces de anticiparse a las catástrofes naturales. Este pequeño ejemplar, que equilibra toda la obra con su nívea presencia, ha captado la gravedad que significa para la naciente iglesia la partida de Jerónimo. Su gesto vivaz nos hace también partícipes a nosotros de la escena: encontramos a través del perro un camino para comprender mejor la perplejidad de su amo.

La pintura está llena de incongruencias de tiempo y de espacio, pero no se trata de una reconstrucción histórica. Todo lo que compone la escena pertenece al tiempo y a la geografía del pintor, incluso el pequeño animal que es de una raza local muy difundida en el Renacimiento, el volpino italiano. Al parecer, Miguel Ángel tenía un perro igual, y confieso que también me cuesta imaginarlo jugueteando entre los cinceles del terrible florentino.

2 comentarios:

Mari Pops dijo...

el perro lo mira a él y él mira por laventana.

Que estara mirando?

Cuentenos

La herida de Paris dijo...

Mary yo creo que no está mirando nada. Simplemente al recibir la premonición de la muerte del amigo, en un acto instintivo levanta la vista. La desconexión está acentuada con la mirada del perro y en ese desencuentro está, creo, parte de la magia de esta obra.