04 – LA AMISTAD
Benozzo Gozzoli, Tolle, Lege, iglesia de Sant'Agostino, San Gimignano.
Mis hijos siempre me cargan con que yo no tengo amigos. Como
toda broma, esta tiene una parte de verdad, porque el humor siempre se asienta
sobre algo verdadero.
En una buena caricatura siempre se debe reconocer al
retratado. En este caso, la parte que es mentira se comprueba fácilmente ya que
aquí hay algunos amigos de más de 40 años. Pero también es cierto que por
alguna razón yo no soy de los que practico la amistad, en el sentido de tener
un grupo de amigos o de compartir una actividad concreta, como si me ocurría en
otra época de mi vida.
No importa ahora decir más sobre mis problemas con la
amistad, pero sí me parece importante señalar que la amistad, como todo lo que
nos sucede en la vida, está atravesado por el tiempo. Así como conocemos con la
vista, también conocemos y experimentamos en
el tiempo, a través del tiempo. No podemos concebir sin el tiempo (y sin el
espacio), este pertenece a la urdimbre más propia de nuestro ser. En ese
sentido, tiempo y espacio son “formas de la sensibilidad”, como va a decir
Kant, en gran parte basándose en San Agustín.
Y esto lo quiero decir en dos sentidos. En primer lugar,
en cuanto a nuestra experiencia personal, no es lo mismo los amigos de la
infancia que los de la edad adulta, por más que estos sean las mismas personas.
No es posible ser amigo de la misma manera y por eso produce tanta tristeza
esos amigos que de adultos siguen teniendo la misma relación que cuando niños.
La amistad, como todas las realidades vitales, si no cambia se muere. O mejor,
necesita morir a algunas cosas, para poder vivir. En otro sentido, lo que está
atravesado por el tiempo es el mismo concepto de la amistad, como nos sucedía
cuando hablábamos del pecado. Siempre hubo amigos, pero no es lo mismo la
amistad de la edad clásica que la de ahora. Aunque en ambas épocas la amistad
ocupó un lugar preponderante.
Estas consideraciones son importantes a la hora de
intentar abordar este libro cuarto, que en su parte central trata de la
amistad, de una amistad concreta y más aún de su pérdida. Si no somos capaces
de ponernos en un correcto punto de observación para ver lo que Agustín nos
relata, nos vamos a quedar afuera del texto. Un texto que empieza con un
extraño plural, como para darnos el tono de la amistad, que siempre es plural: “Durante este espacio de tiempo de nueve años
–desde los diecinueve de mi edad hasta los veintiocho– fuimos seducidos y
seductores, engañados y engañadores (Tim 2,3-13), según la diversidad de
nuestros apetitos; públicamente, por medio de aquellas doctrinas que llaman
liberales; ocultamente, con el falso nombre de religión, siendo aquí soberbios,
y allí supersticiosos, en todas partes vanos” (1) (l, 1).
Veamos
un poco la situación. Agustín ha terminado, al menos formalmente, la etapa de
su formación y ha puesto a trabajar lo mucho aprendido. Saca afuera lo recibido
y se enfrenta al mundo con las armas de la retórica. Esta nueva actividad la va
a llevar adelante bajo el paraguas de la secta maniquea, que es quien se
esconde detrás de ese plural. Agustín se encuentra en una situación de
seguridad, se ve que domina la escena de su vida y así lo hace notar,
expresando cierto fastidio hacia esa situación, cuando vuelve a visitarla con
la memoria, lo que subraya con la frase final de este capítulo: “Ríanse de nosotros los fuertes y poderosos,
que nosotros, débiles y pobres, confesaremos tu santo nombre” (2)
(l, 1), un mensaje que el Agustín
maduro dirige al Agustín de veinte años, que toma las palabras de un San Pablo
ausente en su vida por aquel entonces.
Seguidamente,
San Agustín presenta su situación actual desde el punto de vista profesional: “En aquellos años enseñaba yo el arte de la
retórica” (3) (ll, 2). Y también
desde el afectivo: “Por estos mismos años
tuve yo una mujer no conocida por lo que se dice legítimo matrimonio, sino
buscada por el vago ardor de mi pasión, falto de prudencia; pero una sola, a la
que guardaba la fe del tálamo” (4) (ll,
2). Es decir, a todas luces una situación estable y de cierta comodidad,
que parece haber dejado atrás ya hace mucho el desenfreno de los primeros años
de Cartago.
Agustín
no es solo un profesor de retórica, sino que participa además en contiendas y
certámenes de poesía. Es un profesional que, podemos observar, tiene cierta
visibilidad y, por qué no, prestigio. A propósito de esto, nos va a contar un
episodio y a través de él va a fijar su posición con respecto a un tema que es
central en esa época –como ya lo vimos la vez pasada respecto a los sueños–, el
de la adivinación en sus dos vertientes, la magia y la astrología. La magia era
la aplicación de ciertos sacrificios para controlar el futuro, mientras que la
astrología, en cambio, no intentaba modificar el rumbo de los eventos, sino más
bien buscar, en el pasado y en el surco de los astros, elementos que condicionaban
la libertad.
San
Agustín rechaza de plano el primer camino: “me
envió a decir no sé qué arúspice a ver qué merced querría darle para salir
vencedor. Yo, que abominaba de aquellos nefandos sortilegios” (5) (ll, 3). Pero cae en las redes del
segundo: “Así, pues, no cesaba de
consultar a aquellos impostores llamados matemáticos, porque no usaban en sus
adivinaciones casi ningún sacrificio ni dirigían conjuro alguno a ningún
espíritu” (6) (lll, 4). En aquel tiempo, como se ve,
matemática, astronomía y astrología eran términos que significaban más o menos
lo mismo. Agustín se vuelca con su natural inquietud al estudio de estas
cuestiones y en ese camino tropezará con alguien que lo advertirá de la
futilidad de su búsqueda. Se trata de la figura de Vindiciano, cónsul de Roma
en Cartago y médico muy famoso en aquel entonces, quien será el encargado de
coronar a Agustín finalmente como ganador del certamen de poesía. Un ejemplo
que nos hace ver el lugar que iba ocupando Agustín en la sociedad de su tiempo.
Vindiciano,
uno de los tantos encuentros providenciales que realiza Agustín en su vida, es
el representante de una ciencia verdadera, la del médico, frente a una pseudociencia
como la astrología: “Lo digo porque, habiéndome familiarizado mucho con él y asistiendo
asiduo y como colgado de sus discursos, que eran agradables y graves no por la
elegancia de su lenguaje, sino por la vivacidad de sus sentencias, como
coligiese de mi conversación que estaba dado a los libros de los genetlíacos o
astrólogos, me amonestó benigna y paternalmente que los dejase y no gastara
inútilmente en tal vanidad mis cuidados y trabajo, que debía emplear en cosas
útiles” (7) (lll, 5). Vindiciano
representa también un particular tipo de amistad, la que se entabla a partir de
la admiración directa. Es uno de los tantos y ricos personajes laterales que
pueblan las Confesiones. Los
argumentos de Vindiciano se acercan a las teorías neoplatónicas que Agustín
todavía no conocía y que tratan de la “simpatía” del Universo, especie de vibraciones
a partir de las cuales se establecen conexiones del todo azarosas, que nos
hacen creer en una cierta necesidad que proviene de los astros.
A
los argumentos del venerable médico se unen también los de otro amigo
entrañable de Agustín, Nebridio, que era del mismo parecer del anciano: “Pero entonces ni éste ni mi carísimo
Nebridio, joven adolescente muy bueno y muy casto, que se burlaba de todo aquel
arte de adivinación, pudieron persuadirme a que desechara tales cosas, porque
me movía más la autoridad de aquellos autores y no había hallado aún un
argumento cierto, cual yo lo deseaba, que me demostrara sin ambigüedad que las
cosas que salen verdaderas a los astrólogos les salen así por suerte o
casualidad y no por arte de la observación de los astros” (8) (lll, 6). Pero parece que ni los
argumentos de uno ni los del otro fueron suficientes para Agustín, que
demuestra en primer lugar cómo era alguien que escuchaba a los demás y, al
mismo tiempo, cómo alguien que está convencido de algo es muy difícil que
cambie de opinión.
A
partir de este momento y ya teniendo una cierta idea de la situación de la vida
de Agustín, ocurre algo imprevisto: abandona Cartago y vuelve a su Tagaste. No
sabemos con seguridad por qué razón San Agustín abandona Cartago para volver a
su ciudad natal, pero de todos modos podemos tratar de imaginarla. Podría ser
la muerte del padre, que lo obligó a hacerse cargo de la familia. También puede
haber sido la necesidad de retribuir a su pueblo y a su mentor Romaniano, quien
pagara sus estudios en la gran ciudad. Recordemos que la sociedad de la antigua
Roma estaba tejida a partir de este tipo de alianzas y de intercambio de
favores. No en el sentido delictivo, pero sí en cuanto a su estructura, era una
sociedad que se basaba en principios parecidos a los de la mafia. O al menos
que creaba ese tipo de lazos. Quizás también Agustín, sentimentalmente asentado
y probablemente ya padre, haya sentido el deseo de replegarse sobre sus
orígenes más apacibles. El hecho es que regresa a su pueblo y allí entablará la
amistad que está en el centro de este capítulo.
Antes
de leer el pasaje me gustaría volver al tema planteado inicialmente, es decir a
la consideración de la amistad en la Antigüedad. Esta tuvo en esa época una
gran valoración, ya desde los griegos entendida siempre como una amistad de a
dos. La verdadera amistad para el griego tenía esa idea del “álter ego”, del
otro yo dispuesto en la búsqueda de un objetivo. No es la amistad como la
entendemos hoy, la amistad como lugar de esparcimiento, la barra de amigos, una
amistad de estilo Quilmes. Esta idea tan difundida entre nosotros de la amistad
grupal, con códigos de grupo y actitudes medio tribales, no tenía nada que ver
con la amistad clásica.
La
amistad clásica es siempre una amistad de a dos, es una intimidad, que tiene
sus modelos en la mitología, como el de los Dióscuros y también en la poesía
trágica, como es el caso emblemático de Orestés y Pílades, los jóvenes que
prefieren morir juntos antes que hacerlo uno solo. Este tipo de amistad, largamente
elogiado por Aristóteles en el libro VIII, Ética
a Nicómaco, tiene, sobre todo en la tradición griega, relación con la
homosexualidad que, como sabemos, estaba difundida entre los griegos e incluso
recomendada. Aclaremos, en primer lugar, que ocurría así entre los romanos, la
cultura de donde se nutre directamente Agustín, donde esta tendencia está más
atenuada.
De
todos modos al acercarnos a este tema y para no caer en confusión conviene
tener en cuenta que la ética antigua es muy distinta a la nuestra. Los antiguos
tenían una idea de la moral que era más bien cuantitativa que cualitativa. Es
decir que no se dirigía tanto al objeto, sino más bien al uso que de ese objeto
se hacía, una moral que juzgaba la moderación de las acciones más que la dirección
de las mismas. No se veía mal que uno, por ejemplo, azotara a un esclavo, basta
que lo hiciera moderadamente. Era lo que con gran perspicacia define Foucault como
una “dietética” más que una ética propiamente dicha.
Es
en este contexto que tenemos que leer el texto de las Confesiones, no porque Agustín fuera partidario de la
homosexualidad, ni porque él lo fuera (cosa que algunos con maldad sostienen),
sino para entender el tono de estas líneas. Lo que San Agustín pensaba de la
homosexualidad está claramente expresado y lo leímos el otro día, cuando
justamente ponía la sodomía como uno de los pecados que atentaban contra la
naturaleza y que por lo tanto no podían ser emparados por la cultura. De todos
modos, Agustín escribe en una cultura donde había una valoración distinta de
estos temas a la que tenemos nosotros, que hace que nos pueden resultar
equívocos algunos pasajes.
I
ncluso
y ya que estamos, sobre el tema de la homosexualidad, hoy tan difundido, la
apreciación de los antiguos nada tiene que ver con la de nuestros progresistas
de hoy. Si bien la homosexualidad se practicaba aun con más libertad que hoy, a
ningún griego ni remotamente se le hubiera pasado por la mente la idea del
matrimonio entre personas del mismo sexo. Incluso creo que es una idea que
hubiera despertado una profunda hilaridad. Y esto entre otras cosas porque es
una idea de lo más retrógrada que existe y los griegos eran gente con una gran
libertad de pensamiento.
Hechas
estas aclaraciones, volvamos al relato que vamos a leer en su integridad: “En aquellos años, en el tiempo en que por
vez primera abrí cátedra en mi ciudad natal, adquirí un amigo, a quien amé con
exceso por ser condiscípulo mío, de mi misma edad y hallarnos ambos en la flor
de la juventud. Juntos nos habíamos criado de niños, juntos habíamos ido a la
escuela y juntos habíamos jugado. Mas entonces no era tan amigo como lo fue
después, aunque tampoco después lo fue tanto como exige la verdadera amistad,
puesto que no hay amistad verdadera sino entre aquellos a quienes tú aglutinas
entre sí por medio de la caridad, derramada en nuestros corazones por el
Espíritu Santo que nos ha sido dado” (9)
(lV, 7).
San
Agustín presenta, junto a su nueva situación, a este amigo de quien no nos dice
su nombre, quizás para resaltar su valor ejemplar. También en esta introducción
nos describe que esa relación tuvo una historia que se desarrolla desde la
infancia y que de algún modo se consolida en un período determinado de la vida.
Un ejemplo más de que las relaciones de amistad están sometidas al tiempo y sus
avatares, que maduran en ciertos momentos y en otros pasan desapercibidas.
Finalmente, un párrafo para la verdadera amistad, la que proviene de la
caridad.
“Con todo, era para mí aquella amistad
-cocida con el calor de estudios semejantes- dulce sobremanera. Hasta había
logrado apartarle de la verdadera fe, no muy bien hermanada y arraigada todavía
en su adolescencia, inclinándole hacia aquellas fábulas supersticiosas y
perjudiciales, por las que me lloraba mi madre. Conmigo erraba ya aquel hombre
en espíritu, sin que mi alma pudiera vivir sin él” (10) (lV, 7). Después de haber dicho que solo la amistad que
proviene de la caridad es verdadera, Agustín se confiesa de haber sido él el
encargado de apartar al amigo de Dios. Sin duda que esta era una amistad que se
basaba en un carácter más fuerte que se imponía sobre uno más débil, hecho muy
común y que es perfectamente posible. Agustín era el renombrado profesor de
retórica que había apenas triunfado en Cartago, coronado en un certamen por el
mismo cónsul y al que Tagaste le quedaba seguramente chica.
En
ese ambiente donde Agustín parece tener todo controlado, incluso al querido
amigo, sucede entonces algo totalmente inesperado, un “fulmine in ciel sereno” como dicen los italianos: “¿Qué hiciste entonces, Dios mío? ¡Oh, y
cuán impenetrable es el abismo de tus juicios! Porque como fuese atacado aquél
de unas calenturas y quedara mucho tiempo sin sentido bañado en sudor de
muerte, como se desesperara de su vida, se le bautizó sin él conocerlo, lo que
no me importó, por presumir que retendría mejor su alma lo que había recibido
de mí, que no lo que había recibido en el cuerpo, sin él saberlo” (11) (IV, 8). Fíjense cuanta confianza
que brota de estas palabras, cuanta segura fe en la razón. ¿Cómo lo recibido
inconscientemente va a ser más fuerte que lo argumentado con toda la fuerza de
la mejor retórica? ¿Cómo le iba esto a importar al triunfador de Cartago?
Recordemos ahora esas palabras con que Agustín se reprende a sí mismo al inicio:
“Ríanse de nosotros los fuertes y
poderosos, que nosotros, débiles y pobres, confesaremos tu santo nombre” Reía Agustín.
Vayamos
al encuentro del desenlace trágico de esta historia: “La realidad, sin embargo, fue muy otra. Porque habiendo mejorado y ya
puesto a salvo, tan pronto como le pude hablar-y lo pude tan pronto como lo
pudo él, pues no me separaba un momento de su lado y mutuamente pendíamos el
uno del otro-, tenté de reírme en su presencia del bautismo, creyendo que
también él se reiría del mismo, recibido sin conocimiento ni sentido, pero que,
sin embargo, sabía que lo había recibido-. Pero él, mirándome con horror como a
un enemigo, me amonestó con admirable y repentina libertad, diciéndome que, si
quería ser su amigo, cesase de decir tales cosas. Yo, estupefacto y turbado,
reprimí todos mis ímpetus para que convaleciera primero y, recobradas las
fuerzas de la salud, estuviese en disposición de poder discutir conmigo en lo
que fuera de mi gusto. Mas tú, Señor, le libraste de mi locura, a fin de ser guardado
en ti para mi consuelo, pues pocos días después, estando yo ausente, le
repitieron las calenturas y murió” (12)
(lV, 8).
San Agustín hasta el último momento confió en su poder
por sobre la acción de Dios, aun después de recibir la severísima reprimenda
del amigo. Seguro que “cuando estuviese a (su) disposición” todo este equívoco
sería prontamente aclarado. Pero esto no ocurre y con una seca frase Agustín
nos dice que murió. Incluso en algunas traducciones, al parecer fieles al
original, se señala que “fallece” en tiempo presente, para dar idea del poder
de la memoria que trae dolosamente el trágico suceso al tiempo presente, para
dar testimonio de que todavía duele. En este final también resuenan las
palabras de la hermana de Lázaro al Señor cuando la muerte de este: “si
hubieras estado aquí”. San Agustín señala que “estando yo ausente” ocurre la
muerte del amigo, como si quisiera decir que de haber estado él no hubiera
ocurrido, tanta era la confianza en sí mismo.
Tratando de conectarme de alguna forma con el sentimiento
de San Agustín, para sintonizar con su estado de ánimo, me acordé de la muerte
de Ana. No tanto por el dolor que esa pérdida me produjo, que fue mucho
fundamentalmente por tratarse de una persona muy especial y muy ligada a mí
desde que nací. Pero no es eso a lo que me refiero, sino más bien al tipo de
dolor que me provocó, una especie de dolor cosmológico. Yo creo que uno asume,
aunque sea de un modo no del todo consciente, el orden del cosmos en su
interior. En ese aspecto hay dolores que se producen, que pueden ser muy
grandes pero de algún modo no llegan a alterar ese orden asumido. Sin embargo,
hay otros que, aun siendo menos intensos, producen esa sensación de desorden,
de resquebrajamiento del cosmos.
Por poner un ejemplo se me ocurre el de la bicicleta. La
bicicleta es un mecanismo extremadamente simple, uno pedalea y la fuerza se
transmite de un engranaje a otro hasta producir el movimiento. Mientras uno
pedalea se olvida de este hecho de modo que incorporamos el mecanismo hasta el
punto de perder la conciencia de su trajinar. No importa demasiado que se
pedalee con facilidad o que haya tramos de barranca arriba que nos pueden dejar
extenuados, el mecanismo sigue funcionando. Sin embargo, más tarde o más
temprano ocurre lo inesperado, se sale la cadena y uno queda pedaleando en
falso. Todos los que alguna vez andamos en bicicleta hicimos esta experiencia
que inevitablemente nos toma por sorpresa. Algo se quiebra en ese sistema cuyo
funcionamiento ya habíamos olvidado. Hay pérdidas que independientemente del
dolor nos producen esa sensación de ruptura, de grieta.
Yo creo que algo así es lo que sintió Agustín con la
pérdida de su amigo. Hasta ese momento su vida, no exenta de problemas, había
discurrido dentro de un sistema ordenado, se había desarrollado bajo el paraguas
de ese cosmos, al que incluso Agustín parecía dominar. Para el que incluso no
era necesario, a la hora de enfrentarlo, el uso de aquellas artes oscuras de la
magia o de la astrología. Bastaba el poder de la razón, bastaba la retórica.
Sin embargo, todo ese Universo, cuando él menos lo esperaba, se desplomó.
A renglón seguido, Agustín expresa esto con una
exclamación: “Con qué dolor se
entenebreció mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí. La patria me era un
suplicio, y la casa paterna un tormento insufrible” (13) (lV, 9). Sin duda que el golpe fue durísimo. Ese regreso a
Tagaste que asomaba prometedor y tranquilizador se transformó en un pequeño
infierno. En los párrafos siguientes Agustín va a describir de modo desgarrador
su dolor. Vuelve con la memoria hasta ese tiempo y descubre que ese dolor
permanece allí intacto para ser revivido. En esa descripción hay un párrafo que
describe la situación de un modo magistral: “Maravillábame que viviesen los demás mortales por haber muerto aquel a
quien yo había amado” (14) (Vl, 11).
Una situación que seguramente muchos habremos experimentado, esa especie de
desazón que genera incluso irritación, cuando nos damos cuenta de que el mundo
sigue andando sin tener en cuenta nuestro dolor.
San
Agustín cae en lo que hoy llamaríamos técnicamente una depresión profunda: “Ni descansaba en los bosques amenos, ni en
los juegos y cantos, ni en los lugares olorosos, ni en los banquetes
espléndidos, ni en los deleites del lecho y del hogar, ni, finalmente, en los
libros ni en los versos. Todo me causaba horror, hasta la misma luz” (15) (Vll, 12). Nada de lo exterior
conseguía hacerlo salir de un estado de verdadera postración y tampoco lo
interior. Replegado sobre sí mismo se encuentra encerrado en el mismo laberinto:
“Y si me esforzaba por poner sobre él mi
alma por ver si descansaba, luego resbalaba como quien pisa en falso y caía de
nuevo sobre mí, siendo para mí mismo una infeliz morada, en donde ni podía
estar ni me era dado salir” (16)
(Vll, 12). Finalmente opta por huir al menos de su pueblo: “Con todo, huí de mi patria, porque mis ojos
le habían de buscar menos donde no solían verle. Y así me fui de Tagaste a
Cartago” (17) (Vll, 12).
Evidentemente
el cambio de aire fue positivo en cuanto a poder superar la depresión. En un
nuevo escenario y con el paso del tiempo lentamente parece recuperarse al menos
desde lo psicológico: “No en balde corren
los tiempos ni pasan inútilmente sobre nuestros sentidos, antes causan en el
alma efectos maravillosos. He aquí que venían y pasaban unos días tras otros, y
viniendo y pasando dejaban en mí nuevas esperanzas y nuevos recuerdos y poco a
poco me restituían a mis pasados placeres, a los que cedía aquel dolor mío” (18) (Vlll, 13). La amistad en sentido
clásico, es decir esa amistad de a dos, es paulatinamente reemplazada por otro
tipo de amistad más grupal, más cercana a nuestro actual concepto de amistad.
Siempre bajo el amparo maniqueo, este nuevo grupo de amigos se revela, al menos
tácticamente, saludable y Agustín pese a sus críticas hacia el maniqueísmo
parece recordarlo con gratitud: “Otras
cosas había que cautivaban más fuertemente mi alma con ellos, como era el
conversar, reír, servirnos mutuamente con agrado, leer juntas libros bien
escritos, chancearnos unos con otros y divertirnos en compañía; discutir a
veces, pero sin animadversión, como cuando uno disiente de sí mismo, y con
tales disensiones, muy raras, condimentar las muchas conformidades; enseñarnos
mutuamente alguna cosa, suspirar por los ausentes con pena y recibir a los que
llegaban con alegría. Con estos signos y otros semejantes, que proceden del
corazón de los amantes y amados, y que se manifiestan con la boca, la lengua,
los ojos y mil otros movimientos gratísimos, se derretían, como con otros
tantos incentivos, nuestras almas y de muchas se hacía una sola” (19) (Vlll, 13).
A
partir de este momento, arranca un larga reflexión sobre la amistad en sentido
trascendente. Como suele ocurrir a lo largo de las Confesiones, los hechos sucedidos son iluminados por la luz de la
fe. San Agustín comienza por una declaración a favor de la única y verdadera
amistad: “Bienaventurado el que te ama a
ti, Señor; y al amigo en ti, y al enemigo por ti, porque sólo no podrá perder
al amigo quien tiene a todos por amigos en aquel que no puede perderse” (20)
(lX, 14). A lo que sigue otra de sus famosas
frases: “Nadie, Señor, te pierde, sino el
que te deja” (21) (lX, 14), en la que se declara algo
fundamental, que el padre Fernando me recordaba siempre con especial atención: la
amistad de Dios ya está ganada, no tenemos que hacer ningún mérito para
ganarla. Los méritos los hizo Otro, pero eso no importa, esta ya hecho el
trabajo, nosotros podemos solo arruinarlo. Me ponía el siguiente ejemplo: la
gracia de Dios es como una lluvia permanente, no hay que hacer nada para
conseguir que llueva, lo único que tenés que hacer para ser alcanzado por esa
lluvia es salir a la calle sin paraguas.
Esta
declaración, a favor de Dios como modelo de toda amistad, apunta en definitiva
a ordenar el tema de las relaciones humanas, que se extiende también a todo lo
creado. San Agustín reflexiona sobre la caducidad de todo lo viviente y cómo
toda la realidad es siempre parcial. Con un ejemplo tomado de la retórica,
explica este fenómeno, este estar condenados al tiempo: “De semejante modo se forma también nuestro discurso por medio de los
signos sonoros. Porque nunca sería íntegro nuestro discurso si en él una
palabra no se retirase, una vez pronunciadas sus sílabas, para dar lugar a otra”
(22) (X, 15). El tiempo necesario
para la comprensión de la realidad constituye al mismo tiempo el límite de
nuestra condición humana, límite que solo podemos intentar superar si nos
dirigimos, impulsados por la fe, hacia lo que es eterno o, más precisamente, la
Eternidad misma, Dios.
Es
en este impulso donde podemos intentar nuevamente reordenar nuestros afectos.
Con gran simpleza, Agustín nos dice: “Si
te agradan los cuerpos, alaba a Dios en ellos y revierte tu amor sobre su
artífice, no sea que le desagrades en las mismas cosas que te agradan” (23) (XII, 18). Es decir, si te gustan
las creaturas o las cosas, ¿por qué no las amás bien? No es necesario que dejes
de amarlas siempre y cuando las mantengas en una correcta relación con su
“artífice”, es decir Dios mismo.
El
final de esta larga digresión es también muy significativo. Retomando el tema
del dolor, San Agustín nos dice una gran verdad. Hoy en día está muy de moda
toda esta cultura del equilibrio, la energía, la naturaleza y tantas otras expresiones
de un orden cósmico más o menos difuso. Pero pareciera ser que cuando ocurren
cosas que ponen en juego ese orden, cuando arrasa el dolor, el hombre necesita
otro tipo de consuelo, el que solo puede proporcionar un Dios que compartió
nuestra condición. Necesitamos un Dios que no nos hable de equilibrios cósmicos,
sino que nos abrace: “Nuestra Vida
verdadera bajó acá y tomó nuestra muerte, y la mató con la abundancia de su
vida” (24) (XII, 19).
Todas
estas reflexiones que Agustín hace sobre estas cosas, las hace veinte años
después de sucedidas, con su mirada de fe, pero sin duda le inquietaron en su
momento. Dicha inquietud dio origen a su primera obra escrita, signo por otro
lado de que su depresión había sido superada: “Esta consideración brotó en mi alma de lo íntimo de mi corazón, y
escribí unos libros sobre ‘Lo hermoso y apto’, creo que dos o tres –tú lo
sabes, Señor–, porque lo tengo ya olvido y no los conservo por habérseme
extraviado no sé cómo” (25) (XIII,
20). Dicha obra, que permanece hasta el día de hoy perdida, tuvo la
particularidad de haber sido dedicada a un importante personaje del tiempo, hoy
también “perdido”, lo cual le permite a Agustín, y a nosotros, reflexionar
sobre este particular tipo de relaciones humanas basadas en la admiración que nace
del comentario de terceros: “Pero ¿qué
fue lo que me movió, Señor y Dios mío, para que dedicara aquellos libros a
Hierio, retórico de la ciudad de Roma, a quien no conocía de vista, sino que le
amaba por la fama de su doctrina, que era grande, y por algunos dichos suyos
que había oído y me agradaban? Pero principalmente me agradaba porque agradaba
a los demás, que le ensalzaban con elogios estupendos” (26) (XIV, 21).
Muy
probablemente el “famoso” Hierio no prestó atención a la pequeña obra de aquel
joven desconocido, lo cual nos hace pensar en lo pasajero de la fama. El otro
día escuchaba una nota del que rechazó a Messi cuando fue a probarse a River.
La historia está llena de estos ejemplos. Incluso recuerdo en el orden familiar
cuando Jacho le mandó una espléndida caja de madera con dibujos a Álvaro Siza,
la cual seguramente el portugués habrá usado para guardar medias. En fin, ahora
Jacho es amigo de Viñoly.
Más
allá del caso, San Agustín aprovecha para pensar en estos vínculos de verdadero
afecto que se crean a partir de las palabras de terceros. Se pregunta cuál es
la naturaleza de estos vínculos y al mismo tiempo advierte sobre su fragilidad.
La persona que basa su vida en los juicios de otros en sin duda una persona
débil:
“Porque si no le alabaran, antes le vituperaran aquellos
mismos, y vituperándole y despreciándole contasen aquellas mismas cosas,
ciertamente no me encendieran en su amor ni me movieran, no obstante que las
cosas no fueran distintas ni el hombre otro, sino únicamente el afecto de los
que las contaban. He aquí dónde para el alma débil que no está aún adherida a
la firmeza de la verdad, la cual es llevada y traída, arrojada y rechazada,
según soplaren los vientos de las lenguas emitidas por los pechos de los
opinadores” (27) (XIV, 21). Unas palabras que se conectan muy fuertemente con el análisis que
hace Heidegger en Ser y Tiempo de las
“habladurías” como una categoría que constituye al hombre moderno, que se
configura a partir de los dichos de los otros o mejor de ese otro indeterminado
que él llama el “Uno”. Y eso que ni en la época de San Agustín, ni en la
Heidegger, había Twitter.
Sobre
el final del libro, Agustín se referirá también a los progresos en materia
académica, a su encuentro con la obra de Aristóteles y a la poca dificultad que
encontraba en la comprensión de todo lo que estudiaba. Sin embargo,
repetidamente se queja diciendo: “¿De qué
me aprovechaba, digo, todo esto?”
(28) (XVI, 29). La permanencia en el error maniqueo tergiversaba todo lo
aprendido, impidiéndole llegar a la tan ansiada Verdad. Una queja que adquiere
sabor platónico: “Gozábame con ellos [con
los libros leídos], pero no sabía de
dónde venía cuanto de verdadero y cierto hallaba en ellos, porque tenía las
espaldas vueltas a la luz y el rostro hacia las cosas iluminadas, por lo que mi
rostro, que veía las cosas iluminadas, no era iluminado”.
La
intensa búsqueda intelectual no parece, en definitiva, llevarlo a buen puerto.
A ese único puerto donde poder finalmente descansar de sus dudas. La búsqueda deberá
seguir adelante, en nuevos escenarios animados por nuevos personajes. Un camino
que solamente llegará a destino a partir de dejar de confiar en la propia
fortaleza para dejar actuar a la fuerza de Dios. Así lo dice Agustín en una
frase que recuerda, otra vez, la que San Pablo escribe a los Corintios (12,10):
“porque nuestra firmeza, cuando eres tú,
entonces es firmeza; mas cuando es nuestra, entonces es debilidad”.
El
libro termina con una invocación a Dios, que podemos hace nuestra, que también
buscamos a Dios: “Volvamos ya, Señor,
para que no nos apartemos, porque en ti vive sin ningún defecto nuestro bien,
que eres tú, sin que temamos que no haya lugar adonde volar, porque de allí
hemos venido y, aunque ausentes nosotros de allí, no por eso se derrumba
nuestra casa, tu eternidad”.
1 comentario:
Aunque no te llames Agustín, te felicito en el día de TU santo.
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