domingo, 9 de septiembre de 2012

JOHANNES VERMEER: EL PINTOR COMO TESTIGO


El pintor
GIRL WITH A PEARL EARRING
c. 1665-1667
oil on canvas, 46.5 x 40 cm
Koninklijk Kabinet van Schilderijen Mauritshuis, The Hague


El legado de Vermeer, al menos el que llegó hasta nosotros, es muy pequeño, no alcanza las cuarenta telas, todas de un tamaño bastante reducido.
Sin embargo, es tal la calidad que resulta enorme, al punto de constituirlo en uno de los pintores más grandes de todos los tiempos. Su obra, además, posee una admirable cohesión, lo que la vuelve asombrosamente compacta, tanto en lo que se refiere a la técnica como a los motivos, que se repiten con ejemplar insistencia. Esta característica es la que, a mi juicio, hace posible considerar a Vermeer como un testigo excepcional de su tiempo, ya que a través de su obra nos hace conocer algunos aspectos de su época y también nos transmite un particular modo de ver el mundo, ese mundo que su pintura describe con dramática precisión.

Ese mundo que pinta Vermeer tiene específicas coordenadas, tanto espaciales como temporales, que resultan de interés para intentar acercarnos a su obra. Su vida recorre gran parte del siglo xvii, y coincide con la llamada Edad de Oro holandesa. Los Países Bajos entran en ella –superada la desgastante Guerra de los Ochenta Años, librada para sacudirse el yugo español– promediando el siglo, en un período de prosperidad inusitada. Una época no desprovista de tensiones políticas y sociales, que fue también escenario de guerras, en las cuales Holanda batalló para imponer sus condiciones como potencia mercantil de ultramar. El colapso de esa edad se produce con la derrota a manos de la poderosa Francia de Luis XIV, lo que coincide con el final de la prosperidad del propio Vermeer. El pintor encontrará la muerte tres años después de empezada la contienda, en 1675.

La vida social en la Holanda de aquellos años de prosperidad estaba signada por un liberalismo que excedía la teoría económica para alcanzar otros ámbitos. Era aquella una sociedad que se destacaba por su tolerancia, sobre todo en cuestiones religiosas y raciales. Una tolerancia que era fruto de una prosperidad que, por su particular dinámica, traía como consecuencia necesaria una sociedad cosmopolita. Esta convivencia, aun con sus rispideces, era más notable todavía en un contexto delicado como era la salida de las llamadas Guerras de Religión, que asolaron la Europa de ese siglo. La paz de Westfalia, firmada en 1648, fue la encargada de poner fin tanto a ese conflicto continental como a la ya mencionada Guerra de los Ochenta Años, que concluye con la libertad de los Países Bajos.

Dicha paz, que abre la mentada Edad de Oro, se firmó cuando nuestro artista dejaba atrás la adolescencia. Cuatro años más tarde, la muerte del padre lo obliga a tener que ocuparse del negocio familiar, una fonda en el centro de Delft. Al año siguiente, 1653, Johannes contrae matrimonio con Catherina Bolnes, una joven católica, de una destacada posición social, superior a la de su marido. La figura de su mujer, y sobre todo la de su suegra, a cuya casa fueron a vivir los jóvenes esposos, fueron fundamentales en la vida Vermeer. Antes que nada por razones prácticas, ya que fue su suegra la principal impulsora de su carrera, introduciendo al novel artista en el círculo de la próspera minoría católica de Delft. Allí el pintor consiguió sus primeros clientes, tanto para su actividad de pintor como para su otra ocupación de marchand y experto de arte, que realizaba paralelamente, y que, con seguridad, era más importante para su sustento.

Constituye un misterio, aun para sus biógrafos, si Vermeer se convirtió efectivamente al catolicismo, abandonando su primitiva fe calvinista en la que fue bautizado en la Nieuwe Kerk de Delft. Si bien algunas de sus telas tienen temas de clara raigambre católica [1], es difícil deslindar si estas se deben a la propia fe del artista o a la voluntad de algunos de sus clientes papistas. De todos modos, podemos suponer que, dada las condiciones de la época y la señalada particular tolerancia de la sociedad, no haya sido imposible la convivencia de las distintas vertientes calvinistas y católicas, sin que esto diera por conclusión un abierto conflicto en la conciencia del artista.


[1] THE ALLEGORY OF FAITH
c. 1670- 1674
oil on canvas, 114.3 x 88.9 cm
The Metropolitan Museum of Art, New York

Un aspecto también difícil de dilucidar se refiere a las preferencias políticas de nuestro pintor. A diferencia de la tolerancia en cuestiones religiosas, la disputa política se daba con particular virulencia. Se enfrentaban allí no solamente dos ideas distintas, sino que también estas encubrían, como muchas veces sucede, una profunda contienda de clases y de intereses.

Por un lado se encontraba la rica clase mercantil e industrial, que pugnaba por un liberalismo a todo campo y batallaba por el poder federal de las ciudades. Esta facción, conocida como republicana, tuvo su auge indiscutido con el ascenso al poder de su máximo campeón, Jan de Witt. Este fantástico personaje, modelo del liberal ilustrado, concentró la guía de los destinos del país con el cargo de Gran Pensionado por veintidós años ininterrumpidos, entre 1650 y 1672. Su gobierno se caracterizó por una política agresiva en el plano comercial y militar, y por la resistencia al poderío de su gran competidora, Inglaterra. Dicha política fue sostenida diplomáticamente con el apoyo francés, pero este respaldo se convirtió finalmente en su ruina. El giro en la política francesa desembocó en la guerra que fue su perdición y, finalmente, su oprobio, encontrando una muerte ignominiosa a manos de sus rivales orangistas.

Los orangistas, en cambio, basaban su poder en las clases bajas, el campesinado y el artesanado, ligando –como ocurre a menudo en la historia–, las clases más desposeídas a la nobleza de sangre. Sus capitanes eran los descendientes del duque Guillermo de Orange, fundador de la dinastía y primer luchador por la libertad de Holanda. Estos propendían por una política más centralista en el gobierno, que quitara peso a las provincias, y también por un liberalismo más moderado, que prometía una mayor protección a los estratos bajos de la sociedad, que el liberalismo tiende a dejar a la intemperie. Todo esto combinado con una estricta religiosidad calvinista, que se diferenciaba de la de sus rivales, más flexibles en este aspecto

La posición de Vermeer ante esta compleja realidad política parece, como decíamos antes, difícil de evaluar. Por un lado, existe un dato incontrastable que proviene de su cuna, Delft, el máximo bastión del orangismo. Una tendencia que tiene raíces históricas muy antiguas, de esas que promueven adhesiones emotivas muy difíciles de erradicar. Delft fue la ciudad donde estableció su residencia Guillermo de Orange y desde donde partió la rebelión contra el dominio español. Muerto a doce años de iniciado el conflicto, Guillermo fue enterrado en el panteón familiar de la Nieuwe Kerk, donde luego lo siguieron todos sus descendientes hasta la fecha. La sombra de su imponente torre de estilo gótico florido domina sobre el perfil de la ciudad y es símbolo de la libertad de toda la nación. Podemos suponer que el hecho de que haya sido la misma en que fue bautizado Vermeer tuviera alguna influencia en sus simpatías políticas. Y así parece señalarlo en su famosa vista de Delft [2], uno de los dos cuadros de exterior que de él conocemos, donde la torre de la Iglesia Nueva figura destacada por un elocuente rayo de luz.

[2] VIEW OF DELFT
c. 1660-1661
oil on canvas, 98.5 x 117.5 cm
Koninklijk Kabinet van Schilderijen Mauritshuis Mauritshuis, The Hague


Por otro lado, el carácter del pintor, que se expresa con tanta claridad en su escueta obra, nos trae una imagen que no concuerda demasiado con los tonos propios del partido de la casa de Orange. Quizás las simpatías de la tradición ciudadana se hayan visto mitigadas por una personalidad que parece tender a la moderación. Hecho que por demás explica su nada traumática inserción dentro de la minoría católica, cosa impensada en un calvinista ortodoxo. También la proverbial mirada que dispensó a sus contemporáneos hace pensar en alguien que observaba su tiempo con satisfacción y sin sombra de resentimiento. Un tiempo que, recordemos, fue dirigido, casi sin oposición, por la facción republicana de Jan de Witt. La mirada de Vermeer no es la de un crítico y parece más bien teñida de una tranquila aceptación de la realidad circundante.

Este es el escenario del que el pintor es testigo. Para elaborar sus testimonio ubica sus instrumentos de observación algo alejados, en un punto similar al elegido para trazar su vista de Delft. Vermeer es un testigo que no está en medio de las cosas, sino que las observa desde una distancia que le permite toda la objetividad posible. Sin embargo, esta distancia –y esto es quizás lo más curioso de su obra– se combina maravillosamente con una intimidad que pocos artistas han conseguido en la historia. Vermeer observa, pero sin ser visto, y al mismo tiempo da testimonio de un mundo invisible, de aquello que ocurre en la intimidad, pero sin que su presencia destruya su delicado equilibrio. Es por eso un testigo revelador y al mismo tiempo redentor, porque su ojo redime una realidad que de otro modo se hubiera perdido para la humanidad. La saca de la oscuridad de lo ignorado y la envuelve en la mágica luz de lo revelado.

Su pintura, como ya fue dicho, se centra en pocos temas y más aún en pocos objetos, que obtienen de este modo en su insistencia un valor simbólico. Mirando a través de ellos, como si fueran los sustantivos de una lengua, es posible intentar descubrir el mundo que el testimonio de Vermeer nos regala. Y no solo las circunstancias de ese mundo que esos objetos representan, sino y sobre todo, el alma de las personas que entre ellos viven. La mirada de Vermeer es, en este sentido, portadora de una fe humanista, un creer en el hombre y en su posibilidad de elevarse por sobre lo cotidiano. Una mirada que coincide con quien fuera su coetáneo, Spinoza, con quien no solo comparte el año de nacimiento, 1632, sino además su condición de observador apartado, en los límites de la sociedad, de outsider. Ambos son, aunque en forma distinta, rechazados, pero ambos conservan, sorprendentemente, una inquebrantable fe en sus semejantes. Es en esa fe que, tanto la pintura de Vermeer como el pensamiento de Spinoza, confluyen, como si la mirada del primero pasara a través de los cristales pacientemente pulidos por el segundo.


Objetos

Las alfombras de Vermeer producen extrañeza, en primer término, por su ubicación. No las encontramos, como cabría esperar, cubriendo los pisos de las casas del frío y húmedo invierno de Delft, sino que las vemos elevadas, posadas sobre las mesas a modo de pesados manteles. Las alfombras encuentran en la pintura de Vermeer un lugar destacado y permiten, además, poner a prueba la maestría del artista, que parece gozar entre sus pliegues que descubren el color de sus ricos tejidos. Y es que, así como las considera el pintor, lo hacían sus vecinos, que consideraban a la alfombra un objeto demasiado preciado como para caminar sobre ella. Las alfombras, que siempre hacen resonar en nuestra conciencia algo mágico, nos hablan en este caso del comercio holandés en los lejanos puertos de Oriente, la tierra donde las alfombras tienen la costumbre de volar.

La mayoría de los cuadros de Vermeer tiene la fuente de luz ubicada a la izquierda, de modo que la luminosidad de la tela barre de izquierda a derecha, como si se tratara de una escritura. La luz muestra habitaciones de dimensiones generosas, pero que distan mucho de ser interiores palaciegos. Son los ambientes de una burguesía pudiente, pero que desdeña el lujo, que ha conseguido con esfuerzo su bienestar y que no está dispuesta a derrocharlo. En muchos de esos interiores la entrada de luz se hace explícita con la aparición de una ventana. Son ventanas de vidrios pequeños, distribuidos en una severa arquitectura de líneas de plomo. Algunas tienen vidrios de colores y representan escudos, que además de poner de manifiesto la pericia del artista que hace pasar la luz a través del color, enuncian una posición económica más sólida. Son, en general, ventanas de antepechos altos que trepan para alcanzar la luz, un bien escaso en esas latitudes.

Sin embargo, lo que más sorprende es que estas ventanas aparecen por lo general entreabiertas, para beneficio de la perspectiva, y también para permitirnos soñar con el aire y los rumores de la calle. Así como las alfombras nos hablan de lo lejano, la ventana ligeramente abierta nos habla de la vida que sucede en la calle. La pintura, así, se ensancha para sugerirnos un mundo que no vemos pero que está ahí nomás, detrás del alféizar. Fuera de la tranquilidad de esos interiores austeros irrumpe la línea diagonal de la ventana y con ella fluye la vida de las calles, las voces del mercado, el aire húmedo de los canales de Delft y, quién sabe, las voces crispadas de alguna disputa política, que se apaga entre los pliegues de una alfombra acurrucada en una mesa.

Otro elemento repetido son los utensilios de cocina, especialmente de cerámica. Homenaje evidente a la principal industria de la ciudad, famosa aún hoy por su cerámicas esmaltadas en azul y blanco. Nos cuentan algo distintivo de una ciudad menor como Delft, ubicada en el camino entre Rotterdam y el puerto de La Haya. Sus cerámicas eran famosas en el mundo y junto a las tumbas de la casa de Orange, eran sus notas más características en el mosaico de ciudades holandesas. Vermeer fija su atención en esos objetos que formaban parte de la vida cotidiana y que sus habitantes exhibían con orgullo. Aparecen aquí y allá en las telas, como posados con descuido, apilados en alguna repisa o en una bandeja donde descansa la sirviente adormilada [3].


[3] A WOMAN ASLEEP
c. 1656–57
oil on canvas, 87.6 x 76.5 cm

The Metropolitan Museum of Art, New York



Comprenden desde la fina jarra de plata apoyada en la rica fuente [4] hasta la jarra de desnudo barro en las seguras manos de la mítica lechera [5]Son objetos cotidianos en manos cotidianas, pero que tocados con el pincel de Vermeer adquieren un espesor distinto. Como si fueran objetos de culto en manos sacerdotales.


[4] YOUNG WOMAN WITH A WATER PITCHER

c. 1664-1665
oil on canvas, 45.7 x 40.6 cm
The Metropolitan Museum of Art, New York

[5] THE MILKMAID 
c. 1658-1661
oil on canvas, 45.5 x 41 cm
The Rijksmuseum, Amsterdam


Tema preferido de Vermeer es el de las cartas, que otra vez nos amplían el espacio de la pintura, esta vez para remontarnos a los puertos más lejanos. Son cartas leídas siempre por mujeres, con fruición, y también con temor y temblor. Leídas con una ansiedad que ni siquiera espera a que la curiosa sirvienta se retire [6].


[6] THE LOVE LETTER
c. 1667-1670
oil on canvas, 44 x 38.5.cm
Rijksmuseum, Amsterdam

Noticias que llegan quién sabe desde donde, esperadas hace quién sabe cuánto. Capitanes amados de los que casi no se recuerda el aspecto, de los que apenas se sabe el recorrido por mares lejanísimos. Las jóvenes las abren para leerlas cerca de una ventana [7] o para degustarlas en una penumbra azul [8].


[7] A GIRL READING A LETTER BY AN OPEN WINDOW

c. 1657
oil on canvas, 83 x 64.5 cm
Staatliche Kunstsammlungen, Gemäldegalerie, Dresden


[8] WOMAN IN BLUE READING A LETTER
c. 1662-1665
oil on canvas, 46.5 x 39 cm
Rijksmuseum, Amsterdam


Seguro que no es la primera vez que las leen, y seguro que las repasan mentalmente mientras juegan con los dedos por el collar de perlas [9], rosario laico donde se cuentan los meses, los días y también las horas.


[9] WOMAN WITH A PEARL NECKLACE
c. 1664
oil on canvas, 55 x 45 cm
Staatliche Museen Preußischer 
Kulturbesitz, Gemäldegalerie, Berlin

Está retratado ese instante sublime en que la carta llega, traída con emoción por la sirvienta de mirada cómplice [10], y está también la respuesta escrita en la tenue luz de la tarde [11].


[10] MISTRESS AND MAID

c. 1666-1667
oil on canvas, 90.2 x 78.7 cm
The Frick Collection, New York

[11] A LADY WRITING
c. 1665-1666
oil on canvas, 45 x 39.9 cm
The National Gallery of Art, Washington D.C.


En las paredes de esas habitaciones burguesas, que se alzan sobre prodigiosos dameros, hay colgados algunos cuadros, pero la decoración más común la constituyen los mapas. Un nuevo testimonio de aquella sociedad que le había perdido el miedo a las dimensiones del planeta. Los mapas se suceden, de tamaños generosos y ricos en informaciones. Decorados de leones y también de monstruos marinos como para conjurar temores ancestrales. Abstracciones de la tierra, esos mapas permiten rearmar la geografía de afectos lejanos y alimentar los recuerdos de viejas aventuras vividas en sus márgenes. Las telas de Vermeer se constituyen así en eco de otras representaciones y despiertan tempranamente a la pintura a su conciencia de ser solo representación, como enseña Velázquez en sus Meninas. La pintura se repliega sobre sí misma para que las cosas representadas en ellas sean más que meras cosas.



Sujetos

Los cuadros de Vermeer son siempre telas habitadas. De los que nos han llegado ninguno está desprovisto de alguna presencia humana. Los objetos en ellos representados están siempre al servicio de alguien y esta es también una declaración de humanismo. Aun en los paisajes urbanos hay pequeñas figuras que los habitan, burgueses de traje negro que conversan en la orilla, mujeres de cofia y canasto que hablan de los precios del mercado [2], otras que bordan en la vereda, que lavan en el patio acompañadas por niños que juegan en una estrecha calle [12]. Son el testimonio de una sociedad hacendosa, en donde hay poco lugar para el ocio.


[12] THE LITTLE STREET
c. 1657-1661
oil on canvas, 53.3 x 44 cm
The Rijksmuseum, Amsterdam

Trabajan mucho las mujeres en los cuadros de Vermeer, lo cual muestra la singular posición que tenían en esa sociedad liberal. Trabajan no solo en tareas domésticas, que parecen ejercer con un especial dedicación y pericia, sino también en tareas que tiene que ver con actividades comerciales que encaran con una prolijidad muy femenina [13].


 [13] WOMAN HOLDING A BALANCE
c. 1662-1665
oil on canvas, 42.5 x 38 cm
The National Gallery, Washington D. C.

Pero, claro, no solo de pan viven las mujeres de Vermeer, ellas se hacen su tiempo para dedicarlo a las artes, sobre todo a la música. Aquellos interiores fríos de los largos inviernos boreales se llenan de sonidos jóvenes. Allí las vemos esforzándose en arrancar una nota a sus pequeñas guitarras [14] o bien tecleando una alegre spinetta [15].


[14] WOMAN WITH A LUTE
c. 1662-1664
oil on canvas, 51.4 x 45.7 cm
The Metropolitan Museum of Art, New York

[14] THE GUITAR PLAYER
c. 1670-72
oil on canvas, 53 x 46.3 cm
Kenwood, English Heritage as 
Trustees of the Iveagh Bequest


[15] A LADY STANDING AT A VIRGINAL
c. 1670-1673
oil on canvas, 51.7 x 45.2 cm
National Gallery, London

[15] A LADY SEATED AT A VIRGINAL
c. 1670-1675
oil on canvas, 51.5 x 45.5 cm
The National Gallery, London


Del mismo modo el pintor nos conducirá, con su usual discreción, en los juegos de seducción. Un viajero de la época comenta azorado la liberalidad de aquellas mujeres holandesas, las únicas en Europa que elegían marido. Y más escandaloso aun era que se animaban a manifestar en público, con inusitados gestos de cariño, el amor que cimentaba aquella elección. En las telas las mujeres parecen siempre dominar la escena con seguridad, mirando con ironía al soldado de fatua verborragia [16] o escondiéndose en el fino brocal de una copa de vino [17].


[16] OFFICER AND LAUGHING GIRL
c. 1655-1660
oil on canvas, 50.5 x 46 cm
The Frick Collection, New York


[17] THE GLASS OF WINE

c. 1658-1660
oil on canvas, 65 x 77 cm
Staatliche Museen Preußischer Kulturbesitz,
Gemäldegalerie, Berlin


Reciben a sus caballeros con algo de calculado desdén mientras otro parece esperar hace mucho ser dispensado de atención, mientras el sueño lo gana en el fondo de la tela [18].

[18] THE GIRL WITH A WINEGLASS
c.1659-1660
oil on canvas, 78 x 67 cm
Herzog Anton Ulrich-Museum, Braunschweig (Brunswick)

Mujeres que tratan con indolencia a sus cortejantes mientras suspiran por las cartas de lejanos marineros de ultramar. Quizás un día de estos se aparecen por sorpresa en el umbral del salón, como parece sugerir la joven que, incrédula, interrumpe abruptamente su lección de música [19].

[19] GIRL INTERRUPTED IN HER MUSIC
c. 1658-1661
oil on canvas, 39.4 x 44.5 cm
The Frick Collection, New York


Hay pocos hombres solos en los cuadros de Vermeer y están allí para representar un oficio. Estos oficios han sido elegidos entre las nuevas ciencias: la astronomía [20], que con su osadía hizo temblar los cimientos de su tiempo, y la geografía [21], que convirtió al planeta en una realidad asequible.



[20] THE ASTRONOMER

1668
oil on canvas, 50 x 45 cm
Musée du Louvre, Paris



[21] THE GEOGRAPHER

c. 1668-1669
oil on canvas, 53 x 46.6 cm
Städelsches Kunstinstitut, Frankfurt am Main

Hombres símbolo de una sociedad dinámica que apuesta por el futuro y que no teme al poder de la ciencia. Vermeer los representa absortos en su trabajo, como poseídos de una fiebre de conocer. En su mirada hay un respeto sincero y una nueva conmovedora muestra de su fe en el hombre y sus posibilidades.

Los personajes de Vermeer no tienen el talante de aquellos representados en grupo, como los alegres camaradas de Franz Halls. Pero tampoco son los desolados habitantes de Hooper, que llenan las telas con su moderna angustia. Son sujetos en soledad, pero no aislados. Ellos viven una tranquila existencia en un mundo ordenado, como pequeñas piezas de un complejo mecanismo, que parece amaestrado por las finísimas manos del relojero de Leibniz.


El testigo

La función de un testigo es dar fe da algo sucedido y los pintores han cumplido este papel durante la historia. Las pinturas de batallas o los retratos de corte eran un modo de dar testimonio para la posteridad de que aquello había ocurrido y de que aquellos hombres, por todos conocidos, habían de verdad existido. Sin embargo, hay otro tipo de testigos más sutiles, los que no representan lo que ha sucedido, sino aquello que sucede todos los días delante de nuestros ojos. Ellos revelan lo que la cotidianidad nos oculta, gestos imperceptibles, miradas furtivas, notas detenidas de un piano, un poco de leche versada con cuidado supremo en un humilde cuenco. Personajes que no son nadie y sin embargo están llamados a atravesar el tiempo, porque ellos son todos los hombres y mujeres de todos los tiempos, en su diario trajinar. El testigo los redime de su anonimato y, haciéndolos visibles, nos hace más dignos a quienes los observamos encantados.

Al morir el pintor, su viuda tuvo que pagar con algunas de sus telas la cuenta del panadero. Sus contemporáneos no eran los destinatarios de su testimonio, que estaba dirigido al futuro. Dos años después, Spinoza muere enfermo de tuberculosis, olvidado en una ruinosa habitación de La Haya. No eran tiempos para el despliegue de una ética basada en la confianza en sus semejantes. El oficio de testigo siempre fue un trabajo arduo.

* Publicado en revista Communio, "El testimonio", año 19, nº 2, Buenos Aires, invierno 2012. Las imágenes fueron extraídas de la página web essentialvermeer.com>>Vermeer catalogue.

7 comentarios:

Magda dijo...

Curioso, Paris, que trates el tema de este pintor. Yo no había visto la película "La joven de la perla" y la vi la semana pasada, interesante reproducción de los personajes y el entorno de la época, y sobretodo las escenas de pintura y de la elaboración de las pinturas con los pigmentos.

Un saludo.

La herida de Paris dijo...

Magda que bueno tener otra vez por acá. Vermeer es un pintor que me gusta mucho y me pareció un argumento adecuado para el tema del número de la revista donde fue publicado que era "el testimonio". La película no la vi, pero ya le llegará su momento.

Saludos y gracias.

Mari Pops dijo...

tu blog ya se lee por Madrid
Recomendado a mis amigas
saludos

La herida de Paris dijo...

Enhorabuena!, como dicen España y gracias por la difusión.
Estamos con María festejando nuestras bodas de plata en Chicago, así que pronto subiré algunas impresiones sobre esta fantástica ciudad y omitiré (por pudor)comentarios sobre esta fantástica mujer.

Saludos y de nuevo gracias.

Mary poppins dijo...

Cuando nos va a contar Chicago, Opi?

La herida de Paris dijo...

Tenés razón mary, todavía no encontré el momento de sentarme y de ver también con María como seguimos con el blog. Gracias por la preocupación, tengo varias libretas y muchas fotos que sacó María, falta el tiempo, que ella se libere un poco de la facultad, y yo vencer la fiaca.

Saludos.

Anónimo dijo...

Uyyy la fiaca es lo peor, pero pasa

Chicago es una de las ciudades que siempre me quedo en el tintero y a la que tengo muchas ganas

Saludos
Mary poppins