08 – LA FE
Benozzo Gozzoli, La conversión de San Agustín (Tolle, lege).
Atendiendo a que hoy es el último encuentro, se me
ocurría empezar con una breve reflexión sobre el final.
Las palabras, como si fueran proyectiles, tienen distintos alcances. Y vaya que las palabras pueden serlo. Pensaba en esto a propósito del final. Hay un final corto que se refiere a lo estrictamente temporal, el pitazo final que anuncia que se acabó el tiempo, que el tiempo terminó. Y esto se relaciona con que hoy realmente terminamos.
Las palabras, como si fueran proyectiles, tienen distintos alcances. Y vaya que las palabras pueden serlo. Pensaba en esto a propósito del final. Hay un final corto que se refiere a lo estrictamente temporal, el pitazo final que anuncia que se acabó el tiempo, que el tiempo terminó. Y esto se relaciona con que hoy realmente terminamos.
Pero hay otra manera de considerar el final, que tiene
relación no con el tiempo, sino con la esencia de las cosas, con aquello que
está detrás de las cosas, su esencia o lo que las cosas “quieren” ser. Cuando
voy al gimnasio hay un cartel que me gusta y que tiene referencia con esta
segunda manera de referirse al final. Dice: “arrojar los jabones en los
recipientes dispuestos a tal fin”. Otra vez nos aparece la metafísica. Este es
un final que consiste en hacer que algo alcance el fin para lo cual fue pensado,
que alcance su finalidad. No se trata tanto de terminar como de llevar a
término algo.
Heidegger decía que una de las notas fundamentales del
hombre, del existente, era ser-para-la-muerte,
es decir, es la única criatura que tiene la certeza de que su existir finaliza.
Es la visión propia de todo existencialismo, una filosofía que tiene ese
estigma de aridez que produce la falta de un horizonte trascendente. Sin
embargo, para nosotros creyentes no es así, ni siquiera la muerte es un final
definitivo, “día de nacimiento” lo llamaban los primeros cristianos, de un
nuevo comenzar. El tiempo, en definitiva, es un fenómeno continuo, y esto se
aplica también frente al final de todos lo finales, es decir la muerte. Nosotros
creemos en el Resucitado, en el Viviente, y nada está más lejos de nuestra fe
que esta clausura del horizonte que el existencialismo propone.
Esta reflexión sobre el final, a parte del hecho de que
hoy terminamos, coincide con el libro de hoy, ya que Agustín en él alcanza su
fin, es decir la finalidad de las Confesiones
mismas, es decir su conversión. Por otro lado, como el fenómeno del tiempo es
continuo, decíamos recién, se podría decir que San Agustín empieza también hoy.
Es decir empieza a ser San Agustín, a ser ese que hoy conocemos, el padre de la
iglesia, el doctor, el santo. Es punto de llegada y por eso también inicio de
algo nuevo. Por otro lado tampoco las Confesiones
terminan acá, continúan en otros cinco libros, pero lo que termina es la
errancia, ese andar errado, que termina “finalmente” en la conversión.
Otra cosa que ocurre cuando se acercan los finales son
los repasos y los balances. Probemos a hacer el de las Confesiones porque, como hemos dicho repetidamente, la conversión
de Agustín ocurre al final de un largo proceso de “conversiones parciales”. Hay
final cuando hay recorrido. En primer lugar, está la fe recibida en la primera
infancia por intermedio de su madre y de sus nodrizas, fe que se fue perdiendo
en los laberintos de la adolescencia. Es una
fe perdida, pero que de alguna manera siempre está, queda debajo cubierta
por el pecado, pero es un suelo duro desde donde Agustín parte y reparte
siempre. Recordemos el libro pasado, las cosas que Agustín sabía con una
certeza indubitable.
Luego de esta fe perdida aparecen el sucederse de las
conversiones, la primera a la filosofía producida por la lectura del Hortensio de Cicerón, la segunda con la
entrada al maniqueísmo que a pesar de ser un camino desviado le proporciona a
Agustín un cierto margen de protección, después hay una tercera etapa de
limpieza escéptica, la cuarta se define por el encuentro con Ambrosio que lo
decide a hacerse catecúmeno y la quinta, que veíamos el otro día, que se da a
partir del conocimiento de la filosofía neoplatónica, una conversión
metafísica. Esta última lo devuelve con nuevos ojos a la Escritura y sobre todo
a las cartas de Pablo. Allí lo dejamos la última vez y todavía queda un pequeño
trecho por recorrer hasta la definitiva conversión. A eso vamos.
“¡Dios mío!, que yo
te recuerde en acción de gracias y confiese tus misericordias sobre mí. Que mis huesos se empapen de tu amor y digan. Señor, ¿quién
semejante a ti? Rompiste mis
ataduras; sacrifíquete yo un sacrificio de alabanza” (1) (I, 1).
Este es un principio
que recuerda el del inicio de todas las Confesiones:
“Grande es el Señor y muy digno de
alabanza”. Apropiado si pensamos que este es el libro que va a contener
precisamente la conversión. La conversión que recordemos es para Agustín la posibilidad de la alabanza, que es por
otra parte el destino de todo creyente.
Veamos
en qué estado se encuentra Agustín: “Tus
palabras, Señor, se habían pegado a mis entrañas y por todas partes me veía
cercado por ti” (2) (I, 1). Una
imagen por demás elocuente de cómo Dios había finalmente conquistado su alma, superando
los obstáculos. Sin embargo, quedaban todavía algunas resistencias que vencer,
que obedecen más a cuestiones de carácter que a objeciones concretas. “En cuanto a. mi vida temporal, todo eran
vacilaciones, y debía purificar mi corazón de la vieja levadura, y hasta me
agradaba el camino -el Salvador mismo-; pero tenía pereza de caminar por sus
estrecheces” (3) (I, 1).
Para
superar estos últimos escollos, Agustín se va a valer de dos apoyos muy
importantes, que van a ser como los propileos que escoltarán el ingreso a la
acrópolis de su espíritu. Como otras veces ya mencionamos, el camino de Agustín
no será recorrido en solitario, sino que será realizado en compañía de otros
que lo acompañarán en sus decisiones. En ese sentido, Agustín es un hombre
plenamente eclesial, y ese espíritu comunitario es el que llevará adelante
durante toda su vida, ahora como cristiano y después como sacerdote y obispo.
Serán
dos amigos quienes a su vez introducirán a estas dos figuras que serán
fundamentales en el recorrido de este último tramo que precede a la conversión.
El primero de estos presentadores será a su vez presentado así por Agustín: “Tú
me inspiraste entonces la idea -que me pareció excelente- de dirigirme a
Simpliciano, que aparecía a mis ojos como un buen siervo tuyo y en el que
brillaba tu gracia. Había oído también de él que desde su juventud vivía
devotísimamente, y como entonces era ya anciano, parecíame que en edad tan
larga, empleada en el estudio de tu vida, estaría muy experimentado y muy
instruido en muchas cosas, y verdaderamente así era. Por eso quería yo conferir
con él mis inquietudes, para que me indicase qué método de vida sería el más a
propósito en aquel estado de ánimo en que yo me encontraba para caminar por tu
senda” (4) (I, 1).
Simpliciano,
personaje de gran renombre en aquella sociedad de Milán, presbítero de la Iglesia,
había sido maestro nada menos que de Ambrosio a quien instruyó en cuestiones referidas
a la Escritura y a la patrística, que este ignoraba. En las palabras de Agustín
se trasluce un cariño que nunca llegó a sentir por Ambrosio, a quien admiraba
pero que nunca llegó a querer del todo. Este Simpliciano será el encargado de
traer a Agustín –y a nosotros– la figura de Mario Victorino. A todos los unía
de algún modo el conocimiento y la admiración por la filosofía de la escuela
neoplatónica, y es por eso que el ejemplo de Mario Victorino será tan eficaz,
porque hará nacer en Agustín esa especie de emulación por lo que es similar.
Compartían además del amor a Plotino –Mario Victorino tradujo sus Eneidas– la profesión de retórico y el
origen africano. Esta es la historia de Mario Victorino contada por el
venerable Simpliciano:
“Luego, para exhortarme a la humildad de
Cristo, escondida a los sabios y revelada a los pequeñuelos, me recordó al
mismo Victorino, a quien él había tratado muy familiarmente estando en Roma, y
de quien me refirió lo que no quiero pasar en silencio. Porque encierra gran
alabanza de tu gracia, que debe serte confesada, el modo como este doctísimo
anciano –peritísimo en todas las disciplinas liberales y que había leído y
juzgado tantas obras de filósofos–, maestro de tantos nobles senadores, que en
premio de su preclaro magisterio había merecido y obtenido una estatua en el
Foro romano (cosa que los ciudadanos de este mundo tienen por el sumo); venerador
hasta aquella edad de los ídolos y partícipe de los sagrados sacrilegios, a los
cuales se inclinaba entonces casi toda la hinchada nobleza romana, mirando
propicios ya ‘a los dioses monstruos de todo género y a Anubis el ladrador’,
que en otro tiempo ‘habían estado en armas contra Neptuno y Venus y contra
Minerva’, y a quienes, vencidos, la misma Roma les dirigía súplicas ya, y a los
cuales tantos años este mismo anciano Victorino había defendido con voz
aterradora, no se avergonzó de ser siervo de tu Cristo e infante de tu fuente,
sujetando su cuello al yugo de la humildad y sojuzgando su frente al oprobio de
la cruz” (5) (II, 3).
He
aquí la fantástica presentación del personaje, un verdadero romano, hombre de
cultura impecable, maestro de senadores, reconocido por sus pares con uno de
los máximos honores y sacerdote cumplidor de las tradiciones antiguas y nuevas.
Fijémonos el sutil tono de crítica que ofrece el texto cuando enfrenta los
nuevos dioses a la moda (Anubis, dios egipcio) a los viejos habitantes del
panteón romano (Neptuno, Venus y Minerva). Una muestra de la tensión siempre
presente en la vida de Agustín entre el respeto a la tradición romana y sus
orígenes africanos. Los africanos vencidos en las armas parecen irónicamente
haber triunfado en la contienda de los dioses. Es esta tensión que recorrerá
toda la argumentación de La Ciudad de
Dios. Pero eso es un tema que nos
llevaría demasiado lejos. Sigamos entonces con la historia de Mario Victorino
“Leía (Mario Victorino) –al decir de
Simpliciano– la Sagrada Escritura e investigaba y escudriñaba curiosísimamente
todos los escritos cristianos, y decía a Simpliciano, no en público, sino muy
en secreto y familiarmente: "¿Sabes que ya soy cristiano?" A lo cual
respondía aquél: "No lo creeré ni te contaré entre los cristianos mientras
no te vea en la Iglesia de Cristo". A lo que éste replicaba burlándose:
"Pues qué, ¿son acaso las paredes las que hacen a los cristianos?" Y
esto de que "ya era cristiano" lo decía muchas veces, contestándole
lo mismo otras tantas Simpliciano, oponiéndole siempre aquél "la burla de
las paredes” (6) (II, 4).
Mario
Victorino representa con esta actitud a tantos cristianos que creen poder hacer
a menos de la Iglesia. Aquellos que creen que basta la propia inteligencia y
que no es necesaria ninguna mediación entre ellos y Dios. Cristianos de hoy y
también de aquel entonces, entre los que sin ninguna duda se encontraba el
propio Agustín al momento de escuchar la historia, que con gran picardía le
propone el anciano Simpliciano.
“Sucedió entonces algo que cambió totalmente
la actitud de Mario Victorino y los antiguos temores desaparecen para dejar
lugar a la urgencia tan evangélica, propia de los convertidos se avergonzó de
aquella vanidad y se sonrojó ante la verdad, y de pronto e improviso dijo a
Simpliciano, según éste mismo contaba: ‘Vamos a la iglesia; quiero hacerme
cristiano’. Este, no cabiendo en sí de alegría, fuese con él, quien, una vez
instruido en los primeros sacramentos de la religión, ‘dio su nombre para ser’ –no
mucho después– regenerado por el bautismo, con admiración de Roma y alegría de
la Iglesia” (7) (II, 4).
“Llegado el momento de la verdad, se suscita
una cuestión que nos da un panorama de la posición marginal que todavía la
iglesia tenía en Roma. Por último, cuando llegó la hora de hacer la profesión
de fe (que en Roma suele hacerse por los que van a recibir tu gracia en
presencia del pueblo fiel con ciertas y determinadas palabras retenidas de
memoria y desde un lugar eminente), ofrecieron los sacerdotes a Victorino -decía
aquél [Simpliciano]– que la recitase en secreto, como solía concederse a los
que juzgaban que habían de tropezar por la vergüenza. Mas él prefirió confesar
su salud en presencia de la plebe santa. Porque ninguna salud había en la
retórica que enseñaba, y, sin embargo, la había profesado públicamente. ¡Cuánto
menos, pues, debía temer ante tu mansa grey pronunciar tu palabra, él que no
había temido a turbas de locos en sus discursos!” (8) (II, 5).
La
mención de la retórica tampoco parece ser casual. Agustín se siente sin dudas
interpelado en lo más profundo. “Mas apenas me refirió tu siervo Simpliciano
estas cosas de Victorino, encendíme yo en deseos de imitarle, como que con este
fin me las había también él narrado” (9) (V, 10). El
ejemplo se redondea ya que posteriormente a su conversión y ante las
prohibiciones de Juliano el Apóstata a enseñar retórica, Mario Victorino
renuncia a su cátedra, a pesar de que, dada su gran fama, no era alcanzado por
el edicto. Esta renuncia es un aliciente para Agustín que parece impulsado a
abandonar definitivamente el camino de la gloria mundana que podía alcanzar a
través de su profesión.
Sin embargo, a pesar de este
primer paso, todavía parecen quedar algunos otros que dar. “Ya no existía tampoco aquella excusa con que solía persuadirme clara de
la verdad; porque ya la tenía y cierta; con todo, pegado todavía a la tierra,
rehusaba entrar en tu milicia y temía tanto el verme libre de todos aquellos
impedimentos cuanto se debe temer estar impedido de ellos” (10)
(V, 11).
Con una magistral comparación Agustín nos va a relatar su estado de ánimo: “De este modo me sentía dulcemente oprimido por la carga del siglo, como acontece con el sueño, siendo semejantes los pensamientos con que pretendía elevarme a ti a los esfuerzos de los que quieren despertar, mas, vencidos de la pesadez del sueño, caen rendidos de nuevo. Porque así como no hay nadie que quiera estar siempre durmiendo -y a juicio de todos es mejor velar que dormir-, y, no obstante, difiere a veces el hombre sacudir el sueño cuando tiene sus miembros muy cargados de él, y aun desagradándole éste lo toma con más gusto aunque sea venida la hora de levantarse, así tenía yo por cierto ser mejor entregarme a tu amor que ceder a mi apetito. No obstante, aquello me agradaba y vencía, esto me deleitaba y encadenaba.
Ya no tenía yo que responderte
cuando me decías: Levántate, tú que duermes, y sal de entre los muertos, y
te iluminará Cristo; y mostrándome por todas partes ser verdad lo que decías,
no tenía ya absolutamente nada que responder, convicto por la verdad, sino unas
palabras lentas y soñolientas: Ahora... En seguida... Un poquito más.
Pero este ahora no tenía término y este poquito más se iba
prolongando” (11) (V, 12).
Llegará
también el momento de superar esta situación. Agustín, acompañado de sus inseparables
lugartenientes, que ya nos son conocidos, Nebridio y Alipio, va a afrontar otro
de sus impedimentos, reconocido por él como uno de los mayores. “También narraré de qué
modo me libraste del vínculo del deseo del coito, que me tenía
estrechísimamente cautivo, y de la servidumbre de los negocios seculares” (12) (VI, 13). Así
va a parecer el segundo de los personajes que van a ser fundamentales en este
tramo final, de un carácter en algún sentido totalmente opuesto a Mario
Victorino.
Este
va a ser introducido no por alguien tan ilustre como fue el caso de
Simpliciano, sino que “un cierto
día que estaba ausente Nebridio –no sé por qué causa– vino a vernos a casa, a
mí y a Alipio un tal Ponticiano, ciudadano nuestro en cualidad de africano, que
servía en un alto cargo de palacio. Yo no sé qué era lo que quería de nosotros” (13) (VI, 14). El párrafo muestra que el tal
Pnoticiano era un personaje de suma importancia en la corte imperial y que,
pese a una cierta distancia, existía una tácita solidaridad entre los que
compartían un origen común. En aquella sociedad cosmopolita y en vías de
desintegrarse los lazos que obedecían a la tierra eran importantes y ayudaban a
entretejer relaciones y a superar diferencias.
La
conversación casual toma un giro cuando el invitado “clavó la vista en un códice que había sobre la mesa de juego
que estaba delante de nosotros. Tomóle, abrióle, y halló ser, muy
sorprendentemente por cierto, el apóstol Pablo, porque pensaba que sería alguno
de los libros cuya explicación me preocupaba. Entonces, sonriéndose y mirándome
gratulatoriamente, me expresó su admiración de haber hallado por sorpresa
delante de mis ojos aquellos escritos, y nada más que aquéllos, pues era
cristiano y fiel” (14) (VI, 14).
Así
a la simpatía que provenía de la tierra común, se une una de una calidad
distinta, la de la fe, que suponemos cambia el tono y la densidad de la
conversación. “Y como yo le indicara que
aquellas Escrituras ocupaban mi máxima atención, tomando él entonces la
palabra, comenzó a hablarnos de Antonio, monje de Egipto, cuyo nombre era
celebrado entre tus fieles y nosotros ignorábamos hasta aquella hora. Lo que
como él advirtiera, detúvose en la narración, dándonos a conocer a tan gran
varón, que nosotros desconocíamos, admirándose de nuestra ignorancia” (15) (VI, 14).
Así
es introducido el segundo de los personajes que anunciáramos, nada menos que san
Antonio Abad, el padre del monacato oriental. La historia de Antonio nos pone
en contacto con una realidad desconocida por el propio Agustín, que genera una
doble sorpresa. La del propio Agustín por su ignorancia y la de Ponticiano que
se admira de ella. Sucede que la vida de Antonio, escrita por san Atanasio,
obispo de Alejandría, e inmediatamente traducida al latín fue un verdadero best-seller en los ambientes cristianos
de Occidente y resulta sorprendente que alguien que hacía ya tiempo frecuentaba
este ambiente no hubiera jamás escuchado de ella.
La
realidad, por otro lado, muy difundida de la vida monástica le era totalmente
desconocida a los amigos que se ve hasta el momento habían tenido una relación
con el cristianismo referida sobre todo a los ambientes cultos y de tendencia
filosófica de la época. La ignorancia de este otro aspecto, que podríamos llamar
“extremo” de la vida cristiana, que constituía una especia de “undeground” de la iglesia, un
cristianismo por definirlo de algún modo “hardcore”,
nos hace pensar en cuánto estas dos maneras de entender la vida de fe
circulaban de alguna manera separadas e indiferentes una de otra.
Ponticiano
empujado por la avidez de los oyentes que se encontraban maravillados ante sus
relatos, se extiende en los mismos. “De
aquí pasó a hablarnos de las muchedumbres que viven en monasterios, y de sus
costumbres, llenas de tu dulce perfume, y de los fértiles desiertos del yermo,
de los que nada sabíamos. Y aun en el mismo Milán había un monasterio,
extramuros de la ciudad, lleno de buenas hermanos, bajo la dirección de
Ambrosio, y que también desconocíamos” (16) (VI, 15). Y
esta omisión de Ambrosio también nos hace pensar que estas formas de total
entrega y desprendimiento eran mantenidas en algún modo ocultas para ciertas
personas que no estaban en grado de comprender ciertas opciones, como
seguramente era Agustín antes de su conversión.
Sin
duda que distintas formas de vida ascética han tenido larga tradición en la
historia de la humanidad, y muy anteriores al cristianismo. La renuncia a lo
material tiene distintas expresiones en la Antigüedad que van desde las
escuelas filosóficas como los pitagóricos y más tarde los estoicos y cínicos,
pasando por las expresiones religiosas como la de los esenios, extraño caso de
vida monástica entre los judíos, y por no extendernos a los múltiples casos que
presenta el extremo Oriente. De todos modos, no se conocen con exactitud las
razones de la verdadera explosión que tiene la vida monástica sobre todo desde
el siglo III, que se manifiesta con una especial virulencia en Egipto y se
extiende por todo el Oriente cercano. Este fenómeno repleto de proezas
indescriptibles tuvo un efecto similar al de los mártires del primer
cristianismo, arrastrando a la fe a verdaderas multitudes de creyentes que
literalmente huían al desierto para llevar adelante una vida de estricto
seguimiento evangélico.
Estas formas de vida de fe se difundieron rápidamente en Occidente, donde encontraron una cierta atenuación, que hicieron que de algún modo la vida monástica se integrara con la vida de la Iglesia. Conviene recordar que el monaquismo oriental tuvo desde un principio y en muchos casos un cierto tinte de denuncia hacia la Iglesia, acusada de haberse asimilado a las estructuras mundanas. Y también, para una mayor comprensión del fenómeno, es necesario anotar que el mismo poco tiene que ver con el despliegue que tuvo en la Edad Media, donde la vida monástica fue reservorio privilegiado de la cultura en todas sus manifestaciones. El monacato oriental, sin por esto quitarle nada de su valor, fue un movimiento contrario a la cultura, encarnado en la mayoría de los casos por personas de escasa o ninguna preparación, que representaba una fuerza de choque temible e incluso violenta, alzada contra el orden establecido, tanto civil como religioso.
El
hecho concreto es que al tomar contacto Agustín con esta versión extrema del
cristianismo, que él ignoraba por completo, se produce en su espíritu un
impacto similar al ocurrido a otras personas de su tiempo. La narración de
Ponticiano continúa con la historia de dos amigos suyos que tomando por
casualidad contacto con los textos de san Antonio Abad decidieron abandonarlo
todo y abrazar la vida de total entrega a Dios, sin dilaciones ni atenuantes. “Narraba
estas cosas Ponticiano, y mientras él hablaba, tú, Señor, me trastocabas a mí
mismo, quitándome de mi espalda, adonde yo me había puesto para no verme, y
poniéndome delante de mi rostro para que viese cuán feo era, cuán deforme y
sucio, manchado y ulceroso” (17) (VII, 16).
Los
dos testimonios sumados, el “cercano” que le proveyó la historia de Mario
Victorino y el que de lejos le llegaba a través de la vida de Antonio, fueron
sin duda dos dimensiones opuestas que en cierta manera prepararon el alma de
Agustín para el asalto definitivo. Es importante destacar la elección de estos
dos personajes que representan dos modelos: el de la Iglesia complaciente del
ambiente en el cual está instalada, aunque este fuera pagano, y por otro lado
el del anacoreta radical que no desciende a pactos con el mundo circundante.
Estas dos visiones, siempre por otro lado presentes en la historia de la Iglesia,
aparecen juntas porque ambas conforman la Iglesia y a pesar de sus diferencias
deben ser integradas y superadas.
Esta
es, por otro lado, el camino que elegirá Agustín cuando pase a formar parte de
la jerarquía eclesiástica, siendo por un lado el doctor y el hombre que no
desdeña su cultura elevadísima para ponerla al servicio de la Iglesia y por
otro lado el fundador de monasterios y maestro de la vida monástica. Basta
recordar que entre su vastísima obra se encuentra la primer regla escrita en
lengua latina, de enorme influencia en la Edad Media, cuando el monacato occidental
tendrá su auge a partir de San Benito.
Finalmente,
entonces, superados en apariencia todos los escollos, la conversión parece al
alcance de la mano. “Y pensaba yo que el diferir de día en día
seguirte a ti solo, despreciada toda esperanza del siglo, era porque no se me
descubría una cosa cierta adonde dirigir mis pasos. Pero había llegado el día
en que debía aparecer desnudo ante mí, y mi conciencia increparme así: "¿Dónde
está lo que decías?” (18) (VII, 18).
Sin
embargo, quedará todavía un último escalón, que es el de la propia voluntad
desnuda, el momento de la decisión final, el de decir “sí quiero”, que deberá
superar Agustín y que solo podrá hacerlo en definitiva con la ayuda de Dios. Da
comienzo así el relato de la conversión propiamente dicha que se va desplegando
en distintos niveles, como en un increscendo musical que termina con la
intervención divina. Con gran profundidad psicológica y también con maestría literaria
Agustín irá aumentando la intensidad hasta dar paso a la feliz solución del
conflicto de su alma, que no se atreve a entregarse a Dios.
Un
primer nivel que se expresa es el del plano físico, que se muestra en el
movimiento. Ya hemos visto que en muchos momentos de crisis Agustín adopta el
cambio de escenario: Tagaste, Cartago, Roma, Milán. En este caso, con el
dinamismo y la aceleración que tiene el relato, este movimiento se expresa en
un espacio reducido. Agustín, presa de una especie de ansiedad, se mueve
incesantemente entre las habitaciones de la quinta de Casiciaco y el rincón más
alejado del huerto. Agustín busca, como las otras veces, un espacio donde huir,
pero esta vez Dios no lo dejará escapar.
También
dentro de este nivel físico Agustín relata como las dudas se manifestaban es su
cuerpo, dando una muestra mas de su carácter. Cómo ya apuntado innumerables
veces, él es un pensador que piensa con todo su cuerpo, no es un frío
especulador sino que su carácter es el del hombre pasional. “Por último, durante las
angustias de la indecisión, hice muchísimas cosas con el cuerpo, cuales a veces
quieren hacer los hombres y no pueden, bien por no tener miembros para
hacerlas, bien por tenerlos atados, bien por tenerlos lánguidos por la
debilidad o bien impedidos de cualquier otro modo. Si mesé los cabellos, si
golpeé la frente, si, entrelazados los dedos, oprimí las rodillas, lo hice
porque quise” (19) (VIII, 20).
Agustín
luego de esto se pregunta cómo es posible que el cuerpo obedezca al alma con
mayor facilidad que el alma a sí misma. Y se lo pregunta obedeciendo a qué su
decisión no tenía ningún impedimento externo o físico, sino que era potestad de
la libre voluntad, que a pesar de no tener obstáculos no obedece a lo que a
nivel consciente parece querer, es decir la conversión. “Manda el alma al cuerpo y
le obedece al punto; mándase el alma a sí misma y se resiste. Manda el alma que
se mueva la mano, y tanta es la prontitud, que apenas se distingue la acción
del mandato; no obstante, el alma es alma y la mano cuerpo. Manda el alma que
quiera el alma, y no siendo cosa distinta de sí, no la obedece, sin embargo.
¿De dónde este monstruo? ¿Y por qué así?” (20) (IX, 21).
Estas
preguntas lo llevan nuevamente al plano metafísico y a refutar una vez más a
los maniqueos. En medio del vértigo se toma su tiempo para la reflexión,
abordando el problema de la voluntad. Sus antiguos compañeros habían llevado la
dualidad, de la que ya hablamos anteriormente, del plano cosmológico, es decir
de la creación, al plano antropológico y moral. Basado en esto, sostenían que
en el hombre convivían dos naturalezas, una buena y otra mala, que disputaban
entre sí. Agustín deshace con ejemplos contundentes esta teoría a la que opone la
de la voluntad incompleta, que no quiere del todo, pero que siempre responde a
una sola naturaleza. Haciendo también una derivación, en este caso de su
cosmología, que el otro día veíamos cuando abordamos el problema del mal.
En
definitiva, no es que la voluntad de Agustín no quiera la conversión, sino que
no la quiere de modo completo y por eso no puede finalmente imponerse. Hay
todavía un vacío que conquistar, que es lo que retrasa su decisión, que casi
está, pero en definitiva no está tomada. “Y decíame a mí mismo interiormente:
'¡Ea! Sea ahora, sea ahora'; y ya casi: pasaba de la palabra a la
obra, ya casi lo hacía; pero no lo llegaba a hacer. Sin embargo, ya no recaía
en las cosas de antes, sino que me detenía al pie de ellas y tomaba aliento y
lo intentaba de nuevo; y era ya un poco menos lo que distaba, y otro poco
menos, y ya casi tocaba al término y lo tenía; pero ni llegaba a él, ni lo
tocaba, ni lo tenía, dudando en morir a la muerte y vivir a la vida, pudiendo
más en mí lo malo inveterado que lo bueno desacostumbrado y llenándome de mayor
horror a medida que me iba acercando al momento en que debía mudarme. Y aunque
no me hacía volver atrás ni apartarme del fin, me retenía suspenso” (21)
(XI, 25).
Es
en definitiva la costumbre, el hábito, esas “bagatelas” como lo llama el propio
Agustín, lo que hace retardar su decisión. No son los grandes cuestionamientos
morales o metafísicos de los que hablábamos las otras veces los que lo mantiene
aún en suspenso, sino cosas menores. ¿Cuántas veces a nosotros nos sucede lo
mismo? Y cuántas veces nos escondemos detrás de falsos cuestionamientos a la Iglesia,
por temor a mirar de frente esas cosas ínfimas que realmente nos retienen. Agustín
no se engaña y hay una enorme honestidad en estos pasajes. “Reteníanme unas bagatelas
de bagatelas y vanidades de vanidades antiguas amigas mías; y tirábanme del
vestido de la carne, y me decían por lo bajo: '¿Nos dejas?' Y
'¿desde este momento no estaremos contigo por siempre jamás?' Y
'¿desde este momento nunca más te será lícito esto y aquello?' ” (22) (XI, 25).
El
tumulto de pensamientos finalmente se desata en una reacción nuevamente física. “Mas
apenas una alta consideración sacó del profundo de su secreto y amontonó toda
mi miseria a la vista de mi corazón, estalló en mi alma una tormenta enorme,
que encerraba en sí copiosa lluvia de lágrimas. Y para descargarla toda con sus
truenos correspondientes, me levanté de junto Alipio -pues me pareció que para
llorar era más a propósito la soledad- y me retiré lo más remotamente que pude,
para que su presencia no me fuese estorbo. Tal era el estado en que me hallaba,
del cual se dio él cuenta, pues no sé qué fue lo que dije al levantarme, que ya
el tono de mi voz parecía cargado de lágrimas.
Quedóse él en el lugar en que
estábamos sentados sumamente estupefacto; mas yo, tirándome debajo de una
higuera, no sé cómo, solté la rienda a las lagrimas, brotando dos ríos de mis
ojos, sacrificio tuyo aceptable. Y aunque no con estas palabras, pero sí con el
mismo sentido, te dije muchas cosas como éstas: ¡Y tú, Señor, hasta cuándo! ¡Hasta
cuándo, Señor, has de estar irritado! No quieras más acordarte de nuestras
iniquidades antiguas 35.
Sentíame aún cautivo de ellas y lanzaba voces lastimeras: "¿Hasta cuándo,
hasta cuándo, ¡mañana!, ¡mañana!? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no poner fin a mis
torpezas en esta misma hora?” (23)
(XII, 28).
Será Dios, con una sutil pero definitiva intervención, el que lo saque de este estado de desesperación. “Decía estas cosas y lloraba con amarguísima contrición de mi corazón. Mas he aquí que oigo de la casa vecina una voz, como de niño o niña, que decía cantando y repetía muchas veces: ‘Toma y lee, toma y lee’.
De repente, cambiando de
semblante, me puse con toda la atención a considerar si por ventura había
alguna especie de juego en que los niños soliesen cantar algo parecido, pero no
recordaba haber oído jamás cosa semejante; y así, reprimiendo el ímpetu de las
lágrimas, me levanté, interpretando esto como una orden divina de que abriese
el códice y leyese el primer capítulo que hallase.
Porque había oído decir de
Antonio que, advertido por una lectura del Evangelio, a la cual había llegado
por casualidad, y tomando como dicho para sí lo que se leía: Vete, vende
todas las cosas que tienes, dalas a los pobres y tendrás un tesoro en los
cielos, y después ven y sígueme , se había la punto convertido a ti con
tal oráculo”
(24) (XII, 29).
Agustín quiere dejar bien en claro que la conversión es siempre don de Dios, y nunca mérito del hombre, incapaz por sí mismo de alcanzar la gracia. Es notable que no se trata de un gran milagro, ni de un hecho prodigioso el que finalmente desate el nudo del alma de Agustín, sino el simple canturreo de algunos niños, a pesar de que se deja constancia de su anormalidad. Como sucede con Elías en la caverna, Dios parece manifestarse en las cosas pequeñas. Siguiendo el apenas recién aprendido ejemplo del venerable Antonio, Agustín corre, una vez más, hacia la Escritura.
“Así que, apresurado, volví al lugar donde estaba sentado Alipio y yo había dejado el códice del Apóstol al levantarme de allí. Toméle, pues; abríle y leí en silencio el primer capítulo que se me vino a los ojos, y decía: No en comilonas y embriagueces, no en lechos y en liviandades, no en contiendas y emulaciones sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos.
No quise leer más, ni era
necesario tampoco, pues al punto que di fin a la sentencia, como si se hubiera
infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas
de mis dudas” (25)
(XII, 29).
No podía ser otro que San Pablo el que guardara la llave de su alma, pero sin embargo a mí siempre me llamó la atención el texto que aparece. Sin duda que Pablo tiene pasajes impresionantes de honda profundidad teológica y otros de gran belleza poética, frente a los cuales este parece de una sencillez hasta un poco ramplona. Sin embargo, no cabe duda de que este era el que Agustín, retenido por las bagatelas, necesitaba para disipar las tinieblas de su alma. Dios la conocía bien.
La fe enseguida guarda un irresistible deseo de ser comunicada, de dar fruto inmediato, y así sucede en este caso con quien estaba más próximo: “Entonces, puesto el dedo o no sé qué cosa de registro, cerré el códice, y con rostro ya tranquilo se lo indiqué a Alipio, quien a su vez me indicó lo que pasaba por él, y que yo ignoraba. Pidió ver lo que había leído; se lo mostré, y puso atención en lo que seguía a aquello que yo había leído y yo no conocía. Seguía así: “Recibid al débil en la fe” , lo cual se aplicó él a sí mismo y me lo comunicó. Y fortificado con tal admonición y sin ninguna turbulenta vacilación, se abrazó con aquella determinación y santo propósito, tan conforme con sus costumbres, en las que ya de antiguo distaba ventajosamente tanto de mí” (26) (XII, 18).
Y dentro de esta dinámica ambos corren a llevar la noticia, a quién si no, a Mónica: “Después entramos a ver a la madre, indicándoselo, y llenóse de gozo; contámosle el modo como había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba victoria, por lo cual te bendecía a ti, que eres poderoso para darnos más de lo que pedimos o entendemos , porque veía que le habías concedido, respecto de mí, mucho más de lo que constantemente te pedía con gemidos lastimeros y llorosos.
Porque de tal modo me convertiste a ti que ya no apetecía esposa ni abrigaba esperanza alguna de este mundo, estando ya en aquella regla de fe sobre la que hacía tantos años me habías mostrado a ella. Y así convertiste su llanto en gozo , mucho más fecundo de lo que ella había apetecido y mucho más caro y casto que el que podía esperar de los nietos que le diera mi carne” (27) (XII, 29).
Y con este conmovedor reconocimiento a la madre termina casi abruptamente este libro octavo, aunque no las Confesiones que continuarán todavía a lo largo de otros cinco libros. En el próximo, el último de los libros biográficos, se contará el bautismo que Agustín recibe, junto a su hijo y sus amigos, de manos de Ambrosio y la posterior partida, una más, esta vez para regresar definitivamente a la patria africana. El libro, uno de los más conmovedores de todas las Confesiones, termina con la muerte de Mónica en el puerto de Ostia poco antes de partir.
Los libros décimo y undécimo son los más conocidos por los filósofos, ya que tratan respectivamente, con una profundidad inusitada, el tema de la memoria y del tiempo. Los últimos dos, en cambio, son de alguna manera una reflexión sobre la creación basada en los primeros libros del Génesis.
De todos modos, nosotros terminamos aquí, habiendo al menos cumplido con el objetivo de hacer el recorrido hasta la conversión, para poder exclamar, ahora sí con Agustín ya convertido lo que está al inicio de las Confesiones: “Grande es el Señor y muy digno de alabanza”.
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