viernes, 30 de noviembre de 2012

SAN AGUSTÍN AQUÍ Y AHORA VIII


08 – LA FE


Benozzo Gozzoli, La conversión de San Agustín (Tolle, lege).

Atendiendo a que hoy es el último encuentro, se me ocurría empezar con una breve reflexión sobre el final.
Las palabras, como si fueran proyectiles, tienen distintos alcances. Y vaya que las palabras pueden serlo. Pensaba en esto a propósito del final. Hay un final corto que se refiere a lo estrictamente temporal, el pitazo final que anuncia que se acabó el tiempo, que el tiempo terminó. Y esto se relaciona con que hoy realmente terminamos.

Pero hay otra manera de considerar el final, que tiene relación no con el tiempo, sino con la esencia de las cosas, con aquello que está detrás de las cosas, su esencia o lo que las cosas “quieren” ser. Cuando voy al gimnasio hay un cartel que me gusta y que tiene referencia con esta segunda manera de referirse al final. Dice: “arrojar los jabones en los recipientes dispuestos a tal fin”. Otra vez nos aparece la metafísica. Este es un final que consiste en hacer que algo alcance el fin para lo cual fue pensado, que alcance su finalidad. No se trata tanto de terminar como de llevar a término algo.

Heidegger decía que una de las notas fundamentales del hombre, del existente, era ser-para-la-muerte, es decir, es la única criatura que tiene la certeza de que su existir finaliza. Es la visión propia de todo existencialismo, una filosofía que tiene ese estigma de aridez que produce la falta de un horizonte trascendente. Sin embargo, para nosotros creyentes no es así, ni siquiera la muerte es un final definitivo, “día de nacimiento” lo llamaban los primeros cristianos, de un nuevo comenzar. El tiempo, en definitiva, es un fenómeno continuo, y esto se aplica también frente al final de todos lo finales, es decir la muerte. Nosotros creemos en el Resucitado, en el Viviente, y nada está más lejos de nuestra fe que esta clausura del horizonte que el existencialismo propone.


Esta reflexión sobre el final, a parte del hecho de que hoy terminamos, coincide con el libro de hoy, ya que Agustín en él alcanza su fin, es decir la finalidad de las Confesiones mismas, es decir su conversión. Por otro lado, como el fenómeno del tiempo es continuo, decíamos recién, se podría decir que San Agustín empieza también hoy. Es decir empieza a ser San Agustín, a ser ese que hoy conocemos, el padre de la iglesia, el doctor, el santo. Es punto de llegada y por eso también inicio de algo nuevo. Por otro lado tampoco las Confesiones terminan acá, continúan en otros cinco libros, pero lo que termina es la errancia, ese andar errado, que termina “finalmente” en la conversión.

Otra cosa que ocurre cuando se acercan los finales son los repasos y los balances. Probemos a hacer el de las Confesiones porque, como hemos dicho repetidamente, la conversión de Agustín ocurre al final de un largo proceso de “conversiones parciales”. Hay final cuando hay recorrido. En primer lugar, está la fe recibida en la primera infancia por intermedio de su madre y de sus nodrizas, fe que se fue perdiendo en los laberintos de la adolescencia. Es una fe perdida, pero que de alguna manera siempre está, queda debajo cubierta por el pecado, pero es un suelo duro desde donde Agustín parte y reparte siempre. Recordemos el libro pasado, las cosas que Agustín sabía con una certeza indubitable.

Luego de esta fe perdida aparecen el sucederse de las conversiones, la primera a la filosofía producida por la lectura del Hortensio de Cicerón, la segunda con la entrada al maniqueísmo que a pesar de ser un camino desviado le proporciona a Agustín un cierto margen de protección, después hay una tercera etapa de limpieza escéptica, la cuarta se define por el encuentro con Ambrosio que lo decide a hacerse catecúmeno y la quinta, que veíamos el otro día, que se da a partir del conocimiento de la filosofía neoplatónica, una conversión metafísica. Esta última lo devuelve con nuevos ojos a la Escritura y sobre todo a las cartas de Pablo. Allí lo dejamos la última vez y todavía queda un pequeño trecho por recorrer hasta la definitiva conversión. A eso vamos.

¡Dios mío!, que yo te recuerde en acción de gracias y confiese tus misericordias sobre mí. Que mis huesos se empapen de tu amor y digan. Señor, ¿quién semejante a ti? Rompiste mis ataduras; sacrifíquete yo un sacrificio de alabanza (1) (I, 1). Este es un principio que recuerda el del inicio de todas las Confesiones: “Grande es el Señor y muy digno de alabanza”. Apropiado si pensamos que este es el libro que va a contener precisamente la conversión. La conversión que recordemos es para Agustín la posibilidad de la alabanza, que es por otra parte el destino de todo creyente.

Veamos en qué estado se encuentra Agustín: “Tus palabras, Señor, se habían pegado a mis entrañas y por todas partes me veía cercado por ti (2) (I, 1). Una imagen por demás elocuente de cómo Dios había finalmente conquistado su alma, superando los obstáculos. Sin embargo, quedaban todavía algunas resistencias que vencer, que obedecen más a cuestiones de carácter que a objeciones concretas. “En cuanto a. mi vida temporal, todo eran vacilaciones, y debía purificar mi corazón de la vieja levadura, y hasta me agradaba el camino -el Salvador mismo-; pero tenía pereza de caminar por sus estrecheces(3) (I, 1).

Para superar estos últimos escollos, Agustín se va a valer de dos apoyos muy importantes, que van a ser como los propileos que escoltarán el ingreso a la acrópolis de su espíritu. Como otras veces ya mencionamos, el camino de Agustín no será recorrido en solitario, sino que será realizado en compañía de otros que lo acompañarán en sus decisiones. En ese sentido, Agustín es un hombre plenamente eclesial, y ese espíritu comunitario es el que llevará adelante durante toda su vida, ahora como cristiano y después como sacerdote y obispo.
Serán dos amigos quienes a su vez introducirán a estas dos figuras que serán fundamentales en el recorrido de este último tramo que precede a la conversión. El primero de estos presentadores será a su vez presentado así por Agustín: Tú me inspiraste entonces la idea -que me pareció excelente- de dirigirme a Simpliciano, que aparecía a mis ojos como un buen siervo tuyo y en el que brillaba tu gracia. Había oído también de él que desde su juventud vivía devotísimamente, y como entonces era ya anciano, parecíame que en edad tan larga, empleada en el estudio de tu vida, estaría muy experimentado y muy instruido en muchas cosas, y verdaderamente así era. Por eso quería yo conferir con él mis inquietudes, para que me indicase qué método de vida sería el más a propósito en aquel estado de ánimo en que yo me encontraba para caminar por tu senda (4) (I, 1).

Simpliciano, personaje de gran renombre en aquella sociedad de Milán, presbítero de la Iglesia, había sido maestro nada menos que de Ambrosio a quien instruyó en cuestiones referidas a la Escritura y a la patrística, que este ignoraba. En las palabras de Agustín se trasluce un cariño que nunca llegó a sentir por Ambrosio, a quien admiraba pero que nunca llegó a querer del todo. Este Simpliciano será el encargado de traer a Agustín –y a nosotros– la figura de Mario Victorino. A todos los unía de algún modo el conocimiento y la admiración por la filosofía de la escuela neoplatónica, y es por eso que el ejemplo de Mario Victorino será tan eficaz, porque hará nacer en Agustín esa especie de emulación por lo que es similar. Compartían además del amor a Plotino –Mario Victorino tradujo sus Eneidas– la profesión de retórico y el origen africano. Esta es la historia de Mario Victorino contada por el venerable Simpliciano:

Luego, para exhortarme a la humildad de Cristo, escondida a los sabios y revelada a los pequeñuelos, me recordó al mismo Victorino, a quien él había tratado muy familiarmente estando en Roma, y de quien me refirió lo que no quiero pasar en silencio. Porque encierra gran alabanza de tu gracia, que debe serte confesada, el modo como este doctísimo anciano –peritísimo en todas las disciplinas liberales y que había leído y juzgado tantas obras de filósofos–, maestro de tantos nobles senadores, que en premio de su preclaro magisterio había merecido y obtenido una estatua en el Foro romano (cosa que los ciudadanos de este mundo tienen por el sumo); venerador hasta aquella edad de los ídolos y partícipe de los sagrados sacrilegios, a los cuales se inclinaba entonces casi toda la hinchada nobleza romana, mirando propicios ya ‘a los dioses monstruos de todo género y a Anubis el ladrador’, que en otro tiempo ‘habían estado en armas contra Neptuno y Venus y contra Minerva’, y a quienes, vencidos, la misma Roma les dirigía súplicas ya, y a los cuales tantos años este mismo anciano Victorino había defendido con voz aterradora, no se avergonzó de ser siervo de tu Cristo e infante de tu fuente, sujetando su cuello al yugo de la humildad y sojuzgando su frente al oprobio de la cruz (5) (II, 3).

He aquí la fantástica presentación del personaje, un verdadero romano, hombre de cultura impecable, maestro de senadores, reconocido por sus pares con uno de los máximos honores y sacerdote cumplidor de las tradiciones antiguas y nuevas. Fijémonos el sutil tono de crítica que ofrece el texto cuando enfrenta los nuevos dioses a la moda (Anubis, dios egipcio) a los viejos habitantes del panteón romano (Neptuno, Venus y Minerva). Una muestra de la tensión siempre presente en la vida de Agustín entre el respeto a la tradición romana y sus orígenes africanos. Los africanos vencidos en las armas parecen irónicamente haber triunfado en la contienda de los dioses. Es esta tensión que recorrerá toda la argumentación de La Ciudad de Dios. Pero eso es un tema que nos llevaría demasiado lejos. Sigamos entonces con la historia de Mario Victorino

Leía (Mario Victorino) –al decir de Simpliciano– la Sagrada Escritura e investigaba y escudriñaba curiosísimamente todos los escritos cristianos, y decía a Simpliciano, no en público, sino muy en secreto y familiarmente: "¿Sabes que ya soy cristiano?" A lo cual respondía aquél: "No lo creeré ni te contaré entre los cristianos mientras no te vea en la Iglesia de Cristo". A lo que éste replicaba burlándose: "Pues qué, ¿son acaso las paredes las que hacen a los cristianos?" Y esto de que "ya era cristiano" lo decía muchas veces, contestándole lo mismo otras tantas Simpliciano, oponiéndole siempre aquél "la burla de las paredes(6) (II, 4). 

Mario Victorino representa con esta actitud a tantos cristianos que creen poder hacer a menos de la Iglesia. Aquellos que creen que basta la propia inteligencia y que no es necesaria ninguna mediación entre ellos y Dios. Cristianos de hoy y también de aquel entonces, entre los que sin ninguna duda se encontraba el propio Agustín al momento de escuchar la historia, que con gran picardía le propone el anciano Simpliciano.
Sucedió entonces algo que cambió totalmente la actitud de Mario Victorino y los antiguos temores desaparecen para dejar lugar a la urgencia tan evangélica, propia de los convertidos se avergonzó de aquella vanidad y se sonrojó ante la verdad, y de pronto e improviso dijo a Simpliciano, según éste mismo contaba: ‘Vamos a la iglesia; quiero hacerme cristiano’. Este, no cabiendo en sí de alegría, fuese con él, quien, una vez instruido en los primeros sacramentos de la religión, ‘dio su nombre para ser’ –no mucho después– regenerado por el bautismo, con admiración de Roma y alegría de la Iglesia (7) (II, 4).

Llegado el momento de la verdad, se suscita una cuestión que nos da un panorama de la posición marginal que todavía la iglesia tenía en Roma. Por último, cuando llegó la hora de hacer la profesión de fe (que en Roma suele hacerse por los que van a recibir tu gracia en presencia del pueblo fiel con ciertas y determinadas palabras retenidas de memoria y desde un lugar eminente), ofrecieron los sacerdotes a Victorino -decía aquél [Simpliciano]– que la recitase en secreto, como solía concederse a los que juzgaban que habían de tropezar por la vergüenza. Mas él prefirió confesar su salud en presencia de la plebe santa. Porque ninguna salud había en la retórica que enseñaba, y, sin embargo, la había profesado públicamente. ¡Cuánto menos, pues, debía temer ante tu mansa grey pronunciar tu palabra, él que no había temido a turbas de locos en sus discursos!” (8) (II, 5).

La mención de la retórica tampoco parece ser casual. Agustín se siente sin dudas interpelado en lo más profundo. Mas apenas me refirió tu siervo Simpliciano estas cosas de Victorino, encendíme yo en deseos de imitarle, como que con este fin me las había también él narrado (9) (V, 10). El ejemplo se redondea ya que posteriormente a su conversión y ante las prohibiciones de Juliano el Apóstata a enseñar retórica, Mario Victorino renuncia a su cátedra, a pesar de que, dada su gran fama, no era alcanzado por el edicto. Esta renuncia es un aliciente para Agustín que parece impulsado a abandonar definitivamente el camino de la gloria mundana que podía alcanzar a través de su profesión.

Sin embargo, a pesar de este primer paso, todavía parecen quedar algunos otros que dar. Ya no existía tampoco aquella excusa con que solía persuadirme clara de la verdad; porque ya la tenía y cierta; con todo, pegado todavía a la tierra, rehusaba entrar en tu milicia y temía tanto el verme libre de todos aquellos impedimentos cuanto se debe temer estar impedido de ellos (10) (V, 11).

Con una magistral comparación Agustín nos va a relatar su estado de ánimo: “De este modo me sentía dulcemente oprimido por la carga del siglo, como acontece con el sueño, siendo semejantes los pensamientos con que pretendía elevarme a ti a los esfuerzos de los que quieren despertar, mas, vencidos de la pesadez del sueño, caen rendidos de nuevo. Porque así como no hay nadie que quiera estar siempre durmiendo -y a juicio de todos es mejor velar que dormir-, y, no obstante, difiere a veces el hombre sacudir el sueño cuando tiene sus miembros muy cargados de él, y aun desagradándole éste lo toma con más gusto aunque sea venida la hora de levantarse, así tenía yo por cierto ser mejor entregarme a tu amor que ceder a mi apetito. No obstante, aquello me agradaba y vencía, esto me deleitaba y encadenaba.

Ya no tenía yo que responderte cuando me decías: Levántate, tú que duermes, y sal de entre los muertos, y te iluminará Cristo; y mostrándome por todas partes ser verdad lo que decías, no tenía ya absolutamente nada que responder, convicto por la verdad, sino unas palabras lentas y soñolientas:  Ahora... En seguida... Un poquito más. Pero este ahora no tenía término y este poquito más se iba prolongando (11) (V, 12). 

Llegará también el momento de superar esta situación. Agustín, acompañado de sus inseparables lugartenientes, que ya nos son conocidos, Nebridio y Alipio, va a afrontar otro de sus impedimentos, reconocido por él como uno de los mayores. “También narraré de qué modo me libraste del vínculo del deseo del coito, que me tenía estrechísimamente cautivo, y de la servidumbre de los negocios seculares” (12) (VI, 13). Así va a parecer el segundo de los personajes que van a ser fundamentales en este tramo final, de un carácter en algún sentido totalmente opuesto a Mario Victorino.

Este va a ser introducido no por alguien tan ilustre como fue el caso de Simpliciano, sino que “un cierto día que estaba ausente Nebridio –no sé por qué causa– vino a vernos a casa, a mí y a Alipio un tal Ponticiano, ciudadano nuestro en cualidad de africano, que servía en un alto cargo de palacio. Yo no sé qué era lo que quería de nosotros(13) (VI, 14). El párrafo muestra que el tal Pnoticiano era un personaje de suma importancia en la corte imperial y que, pese a una cierta distancia, existía una tácita solidaridad entre los que compartían un origen común. En aquella sociedad cosmopolita y en vías de desintegrarse los lazos que obedecían a la tierra eran importantes y ayudaban a entretejer relaciones y a superar diferencias.

La conversación casual toma un giro cuando el invitado “clavó la vista en un códice que había sobre la mesa de juego que estaba delante de nosotros. Tomóle, abrióle, y halló ser, muy sorprendentemente por cierto, el apóstol Pablo, porque pensaba que sería alguno de los libros cuya explicación me preocupaba. Entonces, sonriéndose y mirándome gratulatoriamente, me expresó su admiración de haber hallado por sorpresa delante de mis ojos aquellos escritos, y nada más que aquéllos, pues era cristiano y fiel(14) (VI, 14). 

Así a la simpatía que provenía de la tierra común, se une una de una calidad distinta, la de la fe, que suponemos cambia el tono y la densidad de la conversación. “Y como yo le indicara que aquellas Escrituras ocupaban mi máxima atención, tomando él entonces la palabra, comenzó a hablarnos de Antonio, monje de Egipto, cuyo nombre era celebrado entre tus fieles y nosotros ignorábamos hasta aquella hora. Lo que como él advirtiera, detúvose en la narración, dándonos a conocer a tan gran varón, que nosotros desconocíamos, admirándose de nuestra ignorancia(15) (VI, 14). 

Así es introducido el segundo de los personajes que anunciáramos, nada menos que san Antonio Abad, el padre del monacato oriental. La historia de Antonio nos pone en contacto con una realidad desconocida por el propio Agustín, que genera una doble sorpresa. La del propio Agustín por su ignorancia y la de Ponticiano que se admira de ella. Sucede que la vida de Antonio, escrita por san Atanasio, obispo de Alejandría, e inmediatamente traducida al latín fue un verdadero best-seller en los ambientes cristianos de Occidente y resulta sorprendente que alguien que hacía ya tiempo frecuentaba este ambiente no hubiera jamás escuchado de ella.

La realidad, por otro lado, muy difundida de la vida monástica le era totalmente desconocida a los amigos que se ve hasta el momento habían tenido una relación con el cristianismo referida sobre todo a los ambientes cultos y de tendencia filosófica de la época. La ignorancia de este otro aspecto, que podríamos llamar “extremo” de la vida cristiana, que constituía una especia de “undeground” de la iglesia, un cristianismo por definirlo de algún modo “hardcore”, nos hace pensar en cuánto estas dos maneras de entender la vida de fe circulaban de alguna manera separadas e indiferentes una de otra.

Ponticiano empujado por la avidez de los oyentes que se encontraban maravillados ante sus relatos, se extiende en los mismos. De aquí pasó a hablarnos de las muchedumbres que viven en monasterios, y de sus costumbres, llenas de tu dulce perfume, y de los fértiles desiertos del yermo, de los que nada sabíamos. Y aun en el mismo Milán había un monasterio, extramuros de la ciudad, lleno de buenas hermanos, bajo la dirección de Ambrosio, y que también desconocíamos(16) (VI, 15). Y esta omisión de Ambrosio también nos hace pensar que estas formas de total entrega y desprendimiento eran mantenidas en algún modo ocultas para ciertas personas que no estaban en grado de comprender ciertas opciones, como seguramente era Agustín antes de su conversión.

Sin duda que distintas formas de vida ascética han tenido larga tradición en la historia de la humanidad, y muy anteriores al cristianismo. La renuncia a lo material tiene distintas expresiones en la Antigüedad que van desde las escuelas filosóficas como los pitagóricos y más tarde los estoicos y cínicos, pasando por las expresiones religiosas como la de los esenios, extraño caso de vida monástica entre los judíos, y por no extendernos a los múltiples casos que presenta el extremo Oriente. De todos modos, no se conocen con exactitud las razones de la verdadera explosión que tiene la vida monástica sobre todo desde el siglo III, que se manifiesta con una especial virulencia en Egipto y se extiende por todo el Oriente cercano. Este fenómeno repleto de proezas indescriptibles tuvo un efecto similar al de los mártires del primer cristianismo, arrastrando a la fe a verdaderas multitudes de creyentes que literalmente huían al desierto para llevar adelante una vida de estricto seguimiento evangélico.

Estas formas de vida de fe se difundieron rápidamente en Occidente, donde encontraron una cierta atenuación, que hicieron que de algún modo la vida monástica se integrara con la vida de la Iglesia. Conviene recordar que el monaquismo oriental tuvo desde un principio y en muchos casos un cierto tinte de denuncia hacia la Iglesia, acusada de haberse asimilado a las estructuras mundanas. Y también, para una mayor comprensión del fenómeno, es necesario anotar que el mismo poco tiene que ver con el despliegue que tuvo en la Edad Media, donde la vida monástica fue reservorio privilegiado de la cultura en todas sus manifestaciones. El monacato oriental, sin por esto quitarle nada de su valor, fue un movimiento contrario a la cultura, encarnado en la mayoría de los casos por personas de escasa o ninguna preparación, que representaba una fuerza de choque temible e incluso violenta, alzada contra el orden establecido, tanto civil como religioso.

El hecho concreto es que al tomar contacto Agustín con esta versión extrema del cristianismo, que él ignoraba por completo, se produce en su espíritu un impacto similar al ocurrido a otras personas de su tiempo. La narración de Ponticiano continúa con la historia de dos amigos suyos que tomando por casualidad contacto con los textos de san Antonio Abad decidieron abandonarlo todo y abrazar la vida de total entrega a Dios, sin dilaciones ni atenuantes. Narraba estas cosas Ponticiano, y mientras él hablaba, tú, Señor, me trastocabas a mí mismo, quitándome de mi espalda, adonde yo me había puesto para no verme, y poniéndome delante de mi rostro para que viese cuán feo era, cuán deforme y sucio, manchado y ulceroso (17) (VII, 16).

Los dos testimonios sumados, el “cercano” que le proveyó la historia de Mario Victorino y el que de lejos le llegaba a través de la vida de Antonio, fueron sin duda dos dimensiones opuestas que en cierta manera prepararon el alma de Agustín para el asalto definitivo. Es importante destacar la elección de estos dos personajes que representan dos modelos: el de la Iglesia complaciente del ambiente en el cual está instalada, aunque este fuera pagano, y por otro lado el del anacoreta radical que no desciende a pactos con el mundo circundante. Estas dos visiones, siempre por otro lado presentes en la historia de la Iglesia, aparecen juntas porque ambas conforman la Iglesia y a pesar de sus diferencias deben ser integradas y superadas.

Esta es, por otro lado, el camino que elegirá Agustín cuando pase a formar parte de la jerarquía eclesiástica, siendo por un lado el doctor y el hombre que no desdeña su cultura elevadísima para ponerla al servicio de la Iglesia y por otro lado el fundador de monasterios y maestro de la vida monástica. Basta recordar que entre su vastísima obra se encuentra la primer regla escrita en lengua latina, de enorme influencia en la Edad Media, cuando el monacato occidental tendrá su auge a partir de San Benito.

Finalmente, entonces, superados en apariencia todos los escollos, la conversión parece al alcance de la mano. Y pensaba yo que el diferir de día en día seguirte a ti solo, despreciada toda esperanza del siglo, era porque no se me descubría una cosa cierta adonde dirigir mis pasos. Pero había llegado el día en que debía aparecer desnudo ante mí, y mi conciencia increparme así: "¿Dónde está lo que decías? (18) (VII, 18). 

Sin embargo, quedará todavía un último escalón, que es el de la propia voluntad desnuda, el momento de la decisión final, el de decir “sí quiero”, que deberá superar Agustín y que solo podrá hacerlo en definitiva con la ayuda de Dios. Da comienzo así el relato de la conversión propiamente dicha que se va desplegando en distintos niveles, como en un increscendo musical que termina con la intervención divina. Con gran profundidad psicológica y también con maestría literaria Agustín irá aumentando la intensidad hasta dar paso a la feliz solución del conflicto de su alma, que no se atreve a entregarse a Dios.

Un primer nivel que se expresa es el del plano físico, que se muestra en el movimiento. Ya hemos visto que en muchos momentos de crisis Agustín adopta el cambio de escenario: Tagaste, Cartago, Roma, Milán. En este caso, con el dinamismo y la aceleración que tiene el relato, este movimiento se expresa en un espacio reducido. Agustín, presa de una especie de ansiedad, se mueve incesantemente entre las habitaciones de la quinta de Casiciaco y el rincón más alejado del huerto. Agustín busca, como las otras veces, un espacio donde huir, pero esta vez Dios no lo dejará escapar.

También dentro de este nivel físico Agustín relata como las dudas se manifestaban es su cuerpo, dando una muestra mas de su carácter. Cómo ya apuntado innumerables veces, él es un pensador que piensa con todo su cuerpo, no es un frío especulador sino que su carácter es el del hombre pasional. Por último, durante las angustias de la indecisión, hice muchísimas cosas con el cuerpo, cuales a veces quieren hacer los hombres y no pueden, bien por no tener miembros para hacerlas, bien por tenerlos atados, bien por tenerlos lánguidos por la debilidad o bien impedidos de cualquier otro modo. Si mesé los cabellos, si golpeé la frente, si, entrelazados los dedos, oprimí las rodillas, lo hice porque quise (19) (VIII, 20). 

Agustín luego de esto se pregunta cómo es posible que el cuerpo obedezca al alma con mayor facilidad que el alma a sí misma. Y se lo pregunta obedeciendo a qué su decisión no tenía ningún impedimento externo o físico, sino que era potestad de la libre voluntad, que a pesar de no tener obstáculos no obedece a lo que a nivel consciente parece querer, es decir la conversión. Manda el alma al cuerpo y le obedece al punto; mándase el alma a sí misma y se resiste. Manda el alma que se mueva la mano, y tanta es la prontitud, que apenas se distingue la acción del mandato; no obstante, el alma es alma y la mano cuerpo. Manda el alma que quiera el alma, y no siendo cosa distinta de sí, no la obedece, sin embargo. ¿De dónde este monstruo? ¿Y por qué así? (20) (IX, 21). 

Estas preguntas lo llevan nuevamente al plano metafísico y a refutar una vez más a los maniqueos. En medio del vértigo se toma su tiempo para la reflexión, abordando el problema de la voluntad. Sus antiguos compañeros habían llevado la dualidad, de la que ya hablamos anteriormente, del plano cosmológico, es decir de la creación, al plano antropológico y moral. Basado en esto, sostenían que en el hombre convivían dos naturalezas, una buena y otra mala, que disputaban entre sí. Agustín deshace con ejemplos contundentes esta teoría a la que opone la de la voluntad incompleta, que no quiere del todo, pero que siempre responde a una sola naturaleza. Haciendo también una derivación, en este caso de su cosmología, que el otro día veíamos cuando abordamos el problema del mal.

En definitiva, no es que la voluntad de Agustín no quiera la conversión, sino que no la quiere de modo completo y por eso no puede finalmente imponerse. Hay todavía un vacío que conquistar, que es lo que retrasa su decisión, que casi está, pero en definitiva no está tomada. Y decíame a mí mismo interiormente: '¡Ea! Sea ahora, sea ahora'; y ya casi: pasaba de la palabra a la obra, ya casi lo hacía; pero no lo llegaba a hacer. Sin embargo, ya no recaía en las cosas de antes, sino que me detenía al pie de ellas y tomaba aliento y lo intentaba de nuevo; y era ya un poco menos lo que distaba, y otro poco menos, y ya casi tocaba al término y lo tenía; pero ni llegaba a él, ni lo tocaba, ni lo tenía, dudando en morir a la muerte y vivir a la vida, pudiendo más en mí lo malo inveterado que lo bueno desacostumbrado y llenándome de mayor horror a medida que me iba acercando al momento en que debía mudarme. Y aunque no me hacía volver atrás ni apartarme del fin, me retenía suspenso (21) (XI, 25). 

Es en definitiva la costumbre, el hábito, esas “bagatelas” como lo llama el propio Agustín, lo que hace retardar su decisión. No son los grandes cuestionamientos morales o metafísicos de los que hablábamos las otras veces los que lo mantiene aún en suspenso, sino cosas menores. ¿Cuántas veces a nosotros nos sucede lo mismo? Y cuántas veces nos escondemos detrás de falsos cuestionamientos a la Iglesia, por temor a mirar de frente esas cosas ínfimas que realmente nos retienen. Agustín no se engaña y hay una enorme honestidad en estos pasajes. Reteníanme unas bagatelas de bagatelas y vanidades de vanidades antiguas amigas mías; y tirábanme del vestido de la carne, y me decían por lo bajo: '¿Nos dejas?' Y '¿desde este momento no estaremos contigo por siempre jamás?' Y '¿desde este momento nunca más te será lícito esto y aquello?' ” (22) (XI, 25). 

El tumulto de pensamientos finalmente se desata en una reacción nuevamente física. Mas apenas una alta consideración sacó del profundo de su secreto y amontonó toda mi miseria a la vista de mi corazón, estalló en mi alma una tormenta enorme, que encerraba en sí copiosa lluvia de lágrimas. Y para descargarla toda con sus truenos correspondientes, me levanté de junto Alipio -pues me pareció que para llorar era más a propósito la soledad- y me retiré lo más remotamente que pude, para que su presencia no me fuese estorbo. Tal era el estado en que me hallaba, del cual se dio él cuenta, pues no sé qué fue lo que dije al levantarme, que ya el tono de mi voz parecía cargado de lágrimas.
Quedóse él en el lugar en que estábamos sentados sumamente estupefacto; mas yo, tirándome debajo de una higuera, no sé cómo, solté la rienda a las lagrimas, brotando dos ríos de mis ojos, sacrificio tuyo aceptable. Y aunque no con estas palabras, pero sí con el mismo sentido, te dije muchas cosas como éstas: ¡Y tú, Señor, hasta cuándo! ¡Hasta cuándo, Señor, has de estar irritado! No quieras más acordarte de nuestras iniquidades antiguas 35. Sentíame aún cautivo de ellas y lanzaba voces lastimeras: "¿Hasta cuándo, hasta cuándo, ¡mañana!, ¡mañana!? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no poner fin a mis torpezas en esta misma hora? (23) (XII, 28). 

Será Dios, con una sutil pero definitiva intervención, el que lo saque de este estado de desesperación. Decía estas cosas y lloraba con amarguísima contrición de mi corazón. Mas he aquí que oigo de la casa vecina una voz, como de niño o niña, que decía cantando y repetía muchas veces: ‘Toma y lee, toma y lee’.
De repente, cambiando de semblante, me puse con toda la atención a considerar si por ventura había alguna especie de juego en que los niños soliesen cantar algo parecido, pero no recordaba haber oído jamás cosa semejante; y así, reprimiendo el ímpetu de las lágrimas, me levanté, interpretando esto como una orden divina de que abriese el códice y leyese el primer capítulo que hallase.
Porque había oído decir de Antonio que, advertido por una lectura del Evangelio, a la cual había llegado por casualidad, y tomando como dicho para sí lo que se leía: Vete, vende todas las cosas que tienes, dalas a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y después ven y sígueme , se había la punto convertido a ti con tal oráculo (24) (XII, 29). 

Agustín quiere dejar bien en claro que la conversión es siempre don de Dios, y nunca mérito del hombre, incapaz por sí mismo de alcanzar la gracia. Es notable que no se trata de un gran milagro, ni de un hecho prodigioso el que finalmente desate el nudo del alma de Agustín, sino el simple canturreo de algunos niños, a pesar de que se deja constancia de su anormalidad. Como sucede con Elías en la caverna, Dios parece manifestarse en las cosas pequeñas. Siguiendo el apenas recién aprendido ejemplo del venerable Antonio, Agustín corre, una vez más, hacia la Escritura.

Así que, apresurado, volví al lugar donde estaba sentado Alipio y yo había dejado el códice del Apóstol al levantarme de allí. Toméle, pues; abríle y leí en silencio el primer capítulo que se me vino a los ojos, y decía: No en comilonas y embriagueces, no en lechos y en liviandades, no en contiendas y emulaciones sino revestíos de nuestro Señor Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos.
No quise leer más, ni era necesario tampoco, pues al punto que di fin a la sentencia, como si se hubiera infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas de mis dudas (25) (XII, 29). 

No podía ser otro que San Pablo el que guardara la llave de su alma, pero sin embargo a mí siempre me llamó la atención el texto que aparece. Sin duda que Pablo tiene pasajes impresionantes de honda profundidad teológica y otros de gran belleza poética, frente a los cuales este parece de una sencillez hasta un poco ramplona. Sin embargo, no cabe duda de que este era el que Agustín, retenido por las bagatelas, necesitaba para disipar las tinieblas de su alma. Dios la conocía bien.

La fe enseguida guarda un irresistible deseo de ser comunicada, de dar fruto inmediato, y así sucede en este caso con quien estaba más próximo: Entonces, puesto el dedo o no sé qué cosa de registro, cerré el códice, y con rostro ya tranquilo se lo indiqué a Alipio, quien a su vez me indicó lo que pasaba por él, y que yo ignoraba. Pidió ver lo que había leído; se lo mostré, y puso atención en lo que seguía a aquello que yo había leído y yo no conocía. Seguía así: “Recibid al débil en la fe” , lo cual se aplicó él a sí mismo y me lo comunicó. Y fortificado con tal admonición y sin ninguna turbulenta vacilación, se abrazó con aquella determinación y santo propósito, tan conforme con sus costumbres, en las que ya de antiguo distaba ventajosamente tanto de mí (26) (XII, 18). 

Y dentro de esta dinámica ambos corren a llevar la noticia, a quién si no, a Mónica: Después entramos a ver a la madre, indicándoselo, y llenóse de gozo; contámosle el modo como había sucedido, y saltaba de alegría y cantaba victoria, por lo cual te bendecía a ti, que eres poderoso para darnos más de lo que pedimos o entendemos , porque veía que le habías concedido, respecto de mí, mucho más de lo que constantemente te pedía con gemidos lastimeros y llorosos.

Porque de tal modo me convertiste a ti que ya no apetecía esposa ni abrigaba esperanza alguna de este mundo, estando ya en aquella regla de fe sobre la que hacía tantos años me habías mostrado a ella. Y así convertiste su llanto en gozo , mucho más fecundo de lo que ella había apetecido y mucho más caro y casto que el que podía esperar de los nietos que le diera mi carne (27) (XII, 29). 

Y con este conmovedor reconocimiento a la madre termina casi abruptamente este libro octavo, aunque no las Confesiones que continuarán todavía a lo largo de otros cinco libros. En el próximo, el último de los libros biográficos, se contará el bautismo que Agustín recibe, junto a su hijo y sus amigos, de manos de Ambrosio y la posterior partida, una más, esta vez para regresar definitivamente a la patria africana. El libro, uno de los más conmovedores de todas las Confesiones, termina con la muerte de Mónica en el puerto de Ostia poco antes de partir.

Los libros décimo y undécimo son los más conocidos por los filósofos, ya que tratan respectivamente, con una profundidad inusitada, el tema de la memoria y del tiempo. Los últimos dos, en cambio, son de alguna manera una reflexión sobre la creación basada en los primeros libros del Génesis.

De todos modos, nosotros terminamos aquí, habiendo al menos cumplido con el objetivo de hacer el recorrido hasta la conversión, para poder exclamar, ahora sí con Agustín ya convertido lo que está al inicio de las Confesiones: “Grande es el Señor y muy digno de alabanza”.

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