domingo, 30 de junio de 2013

SOLOS CON MARGARET


Gran parte de la metafísica busca penetrar el misterio de la sincronización entre el mundo exterior y el interior.
Distintas teorías han querido resolver este enigma, intentando explicar en qué modo lo que sucede dentro de nuestro cerebro coordina tan bien con el mundo que ocurre fuera de nosotros Hay quienes han optado por decir que en realidad todo sucede dentro de nuestra cabeza, y que el mundo es una ilusión proyectado por nuestro ingenioso órgano. Otros han buscado la razón en un orden exterior al que nuestra inteligencia accede y se somete, por simple simpatía con lo creado. Leibniz imaginó un incansable relojero que ponía en sintonía estas dos realidades, mientras que Spinoza planteó la total identidad de ambas y la existencia de una única interioridad, a la que llamó Dios. Pero, más allá de toda metafísica, comprobamos a diario que ambos mundos permanecen ligados por un hilo cuya sutileza espanta.

No es que pretenda resolver este ancestral misterio, solamente apunto a poner la atención en cómo estas dos realidades, hombre y mundo, se encuentran, y conviven. Y a pesar de la pureza de los sistemas que la razón teje, tenemos la precepción de que esta es una convivencia errática, llena de digresiones y tropiezos inesperados. Una relación bastante azarosa regida al parecer más por el capricho del acontecimiento que por la fría razón especuladora. Esta es la profunda sensación que tuve al ver en televisión, hace algunos días, la película “Margaret”, de Kenneth Lonergan, que a mi juicio plantea este tema de un modo excepcional.

Después de que la vi, me dediqué a leer algunas críticas para poder compartir mi entusiasmo, pero –para mi sorpresa– estas eran por lo general malas. Se criticaba la extensión (dos horas y media), los problemas que había efectivamente tenido su realización (que como una profecía auto cumplida se manifestaban en la película) y también el hecho de ser “pretensiosa” (adjetivo con el que, por lo general, se suele despachar todo intento poético). Decía Kant que el juicio estético busca la anuencia de los otros, pero cuando esta falta, es bueno recordar que a veces también se puede disfrutar en soledad.


La historia es por demás sencilla: cuenta cómo la vida de una adolecente neoyorquina se ve conmocionada cuando participa en un accidente mortal en una esquina del West Side. En realidad, no trata tanto de los problemas de la protagonista (excepcionalmente interpretada por Anna Paquin), sino de la incongruencia que existe entre sus estados de ánimo y lo que la rodea: madre, padre, deudos de la víctima, abogados, policías, amigos, profesores y, en sentido lato, toda la Gran Manzana. La sutil desconexión entre ambos mundos, que están contiguos, pero que al mismo tiempo permanecen desconectados, genera una tensión siempre latente que se manifiesta en escenas sucesivas, aunque ellas mismas mal amalgamadas, como si existieran deficiencias de montaje, que al parecer en realidad existieron. Aunque conviene recordar que solo las grandes obras son capaces de convertir los inconvenientes en aciertos mayúsculos.

Quizás la modernidad, en cuanto al arte se refiere, consista primordialmente en pasar del ámbito del representar al de la presentación. Es un empeño especialmente difícil el pretender que las obras no sean representaciones de cosas, o situaciones, sino que sean ellas mismas cosas. Esta ausencia de la mediación resulta aun más ardua cuando no se recurre a la abstracción, que puede ser un atajo, sino que se logra sin abandonar una conexión con lo real. Esta identidad es rara, y hay que celebrarla cuando se la encuentra.

No se trata de una película que cuenta la historia de una adolescente y su incomunicación con el mundo, sino que es la obra en sí misma, sobre todo desde su “forma” en sentido platónico, la que pone de manifiesto la incomunicación. Las digresiones que se toma el relato, los largos diálogos que siempre parecen darse entre personas que no se escuchan, la cámara que se va de paseo por los cielos de una ciudad que se convierte en un personaje como otros, todo habla, sin decirlo, de ese grieta que divide al hombre y al mundo . Todo en esta historia contribuye a subrayar, con sus desfasajes, la idea de que la vida es algo que gira ligeramente dislocado de su eje.

Sin embargo, en el final, uno de los más emotivos que he visto en mucho tiempo, esa incomprensión fundante parece romperse, gracias a la única fórmula que existe para superar los abismos que nos separan: saltar en brazos de otro. Las más elaboradas elucubraciones metafísicas se deshacen en un abrazo.


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