miércoles, 12 de febrero de 2014

Proa a Mueck



Lo primero que me sugiere la breve pero muy intensa muestra de Ron Mueck en Fundación Proa tiene que ver con el barroco. Con Bernini, para ser más preciso. 
Este decía que uno de los propósitos de su arte era causar “mirabilia”, es decir el estupor ante lo que resulta maravilloso. Y esto es precisamente lo que esta muestra causa, merced a su prodigiosa técnica. Supongo que es un sentimiento similar al que asaltaba a los florentinos cuando veían crecer en el espacio la cúpula del Brunelleschi, o a los romanos del seicento cuando miraban sostenerse en el vacío el obelisco de  la Fontana dei quattro fiumi, en Piazza Navona.

Esta es quizás la más antigua razón del arte, cuando en los albores de Grecia no se había aún distinguido de la técnica. Un sentimiento primario, que por su espontaneidad resulta absolutamente válido, y que nos lleva a preguntarnos con sana inocencia infantil: “¿cómo lo hizo?”. Una de las cosas que resultan más gratas de la visita a esta muestra es precisamente la de producir un genuino retorno al territorio de la infancia, cuando las cosas nos sorprendían de verdad. Aconsejo vivamente, de ser posible, concurrir acompañado de niños.

Mucho del arte moderno y contemporáneo obliga a un arduo trabajo intelectual para poder gozar de él. La ausencia de una verdadera técnica para producirlo deja su posibilidad de realización, al menos hipotéticamente, al alcance de todos. Esta condición, que se despacha con un mero “esto lo hace cualquiera”, si bien no lo desprestigia, impide ese asombro tan genuino al que hacíamos referencia anteriormente. Y si bien este asombro no basta para validar el arte, su ausencia se extraña. Es la alegría de volver a sorprenderse, cuando pocas cosas hoy lo hacen.

El hiperrealismo es sin duda una proeza técnica asombrosa, pero tiene una ventaja con respecto a cualquier otra expresión: conoce certeramente su límite. Cualquier otro estilo tiene que buscar el suyo, este en cambio sabe perfectamente que se encuentra en la perfección. Todo artista duda antes de dar por  terminada su obra, el hiperrealista no. Por supuesto que una cosa es saber dónde queda la meta y otra muy distinta es alcanzarla. Cómo se logra es lo que da cuenta el imperdible y también maravilloso documental que acompaña las nueve obras en exposición. Su visión resulta obligatoria.


Pero claro está que la obra de Mueck es mucho más que un prodigio técnico. Es también, y fundamentalmente, una reflexión sobre la medida, otro de los grandes problemas griegos. Las medidas de las perfectas figuras de Mueck, pequeñas o gigantes, nunca son las nuestras. Su presencia nos redimensiona, y nos hace perder las referencias más elementales. Las obras ponen en crisis el espacio, y dentro de él a nosotros, con el sencillo pero eficaz recurso de modificar la escala. Estamos tan acostumbrados a ser como quería Protágoras, medida de todas las cosas, que el súbito cambio de proporciones que propone Mueck, nos pone en un sano estado de alerta espacial.

Este estado es potenciado además por lo que las figuras representan. Estamos dispuestos a aceptar un cierto gigantismo cuando se trata de héroes, pero nos resulta inquietante cuando las dimensiones están al servicio de personajes tan triviales como encantadores. Ellos son exactamente como nosotros que los miramos, tienen cuerpos nada esculturales y actitudes que reúsan toda pose. Su belleza se nutre de una verdad conmovedora, esa que rehúsa los retoques del bisturí o del incruento photoshop.

Por último, las obras no solamente interactúan a partir de sus dimensiones, sino que su presencia se hace viva por otros recursos, que me atrevería a llamar poéticos.. Pequeños gestos, como el suave toque de los dos ancianos bajo la sombrilla son de una locuacidad estremecedora. O también, en sentido opuesto, esa enérgica presión entre las manos de la joven pareja, que manifiesta una tensión tan contenida como dramática. Por último, para completar la referencia a las tres obras fechadas en 2013, la absorta mirada de la señora que parece ignorar a su pequeño hijo. Miradas siempre desencontradas, que atraviesan el espacio y nos encuentran, interpelándonos.

Para Kant, lo sublime era aquello que por sus dimensiones nos subyugaba. Al definirlo, se valía de ejemplos extraídos de la naturaleza: el mar embravecido, un glaciar, una catarata. Todas cosas que por otro lado él jamás había visto.  Quizás le hubiera sorprendido saber que el sentimiento de lo sublime podía ser creado en un estrecho taller, en las afueras de Londres. Y disfrutado a orillas del Riachuelo.
  

2 comentarios:

Mari Pops dijo...

siempe tan reflexivo Opi! Me gusto leer tu apreciacion sobre Mueck con tantos puntos para reflexionar.
Asi me quedo

Y que hermosa familia

Saludos

La herida de Paris dijo...

Gracias, es sólo una parte (4), los restantes 3 fueron otro día, creo que sólo para que no le siguiera "rompiendo" mas la paciencia con Mueck. Por suerte después me aradecieron.
Saludos