jueves, 3 de abril de 2014

El abismo de Kiarostami

 


De mi adolescencia en los 70, recuerdo una constante preocupación por la cédula de identidad.
La extravié tempranamente y me costó conseguir el duplicado en un trámite engorroso, de colas serpenteantes, en el Departamento de Policía de la Avenida Belgrano. Obtenida la copia, era tal el terror de un nuevo extravío, que mi madre me la fijaba al bolsillo con un alfiler de gancho antes de salir. No obstante el mecanismo, mi mano tanteaba cada tanto su plástica presencia. Algunos años después, comprendí qué de esta obsesión se conectaba con la historia de aquellos años.

La cédula era mi identidad, y daba a los demás la certeza de que yo era ese, y si era ese, evidentemente no era otro, tal como consagra el antiguo principio que lleva su nombre. Me pregunto si su inventor, Parménides, habrá imaginado que su principio tendría una vida tan larga, y al mismo tiempo una encarnación tan prosaica como aquel resbaladizo rectángulo de plástico.

Lo cierto es que el principio pergeñado por el eleata es para el pensamiento como el punto de apoyo con el que soñaba Arquímedes para su física. A partir de él, se construye toda aventura racional, tenga esta la estrechez de una choza o la amplitud de una catedral. La rígida regla que impide afirmar y negar simultáneamente lo mismo es la piedra angular de toda ciencia. En su ausencia toda pretensión de razonar se derrumba inexorablemente, para ser arrastrada por el cambiante río de Heráclito.

Es por eso que cuando la identidad es puesta en duda, sentimos la presencia de un abismo literal. Vivimos a gusto y seguros dentro del gran engranaje de la lógica, que damos por supuesto al punto de ignorarlo. Sin embargo, al mínimo aviso de que este pudiera faltar, buscamos en seguida algo que lo restablezca. Salimos en busca de la identidad perdida en un acto reflejo, similar al que yo hacía para cerciorarme de que tenía mi cédula conmigo.

Probar salirse del mecanismo de la identidad genera temor, pero al mismo tiempo abre una perspectiva tan inquietante como estimulante. Abandonar las tranquilas playas de lo Mismo, para adentrarnos en el mar de lo Otro. Allí donde las cosas no son iguales a sí mismas, y donde las palabras dejan de referirse automáticamente a las cosas. La delgada línea de la locura nos acecha cuando la identidad se diluye.

Esto es lo que propone con singular maestría Abbas Kiarostami en sus últimas dos películas. Tuve el placer de ver ambas en televisión, “Copia certificada”, el año pasado, y la deliciosa “Like someone in love”, hace unos pocos días. Si alguien se atreve a jugar este juego sutil, seguramente no quedará defraudado. Para hacerlo solo se necesita algo de paciencia, para entrar en el sereno ritmo que este narrador propone para contar sus historias.

En ellas veremos cómo cada uno los personajes cambia de rol sin que se produzca en ellos ningún signo que delate esta metamorfosis. Es más, ni siquiera ellos mismo toman conciencia de estos cambios, que se suceden con una fluidez inaudita, como una confusión nunca advertida. Así, en una misma escena, los personajes se deslizan de una identidad a otra, estableciendo entre ellos una complicidad que se asocia a la de dos eximios bailarines que anticipan el movimiento del otro. Las identidades múltiples corren en perfecto paralelismo, aunque simultáneamente, y este es el milagro.

Al final, uno queda sumido en una especie de perplejidad, y ve nacer en su interior una sonrisa delicada, al reconocer como este hombre ha jugado con sus personajes y con nosotros. La identidad exige un rigor que puede transformarse en un peso, y es de ese peso que, al menos por un rato, somos liberados para encontrarnos al terminar más ligeros. Como cuando llegaba a mi casa y desprendía el alfiler cancerbero para poner la cédula en mi mesa de luz. Después, me entregaba al sueño, la más antigua manera de ser otro.



4 comentarios:

Anónimo dijo...

Cuando vi tu cédula casi muero de emoción. Se abrió en mi memoria un canal que creía olvidado. Recordé de pronto esos escritorios en yunta, esos de tapa-mesa pivotante. La última vez que vi tu documento, estaba allí, junto con unos recortes de la revista El Gráfico, cuyas fotos iban a servir para nuestra revista. Y un par de cassettes de Fausto Papetti, regalo de Gabriel, seguramente comprado por dos mangos en esas tiendas de libros y discos cerca de tribunales... Quien le habrá hecho creer que nos gustaba Fausto Papetti? Que tiempos aquellos. Apropósito, no recordas donde está mi cédula, esa que me saqué en el colegio, llevado de la mano por el Padre Alejandro? Gordo cincuentón

La herida de Paris dijo...

¿Y ahora me venís a decir que la cédula estaba en el escritorio, debajo de los recortes del Gráfico?.
Abrazo.

Anónimo dijo...

Que lindo texto, maestro Kiarostami, te vuela el cerebro. Buscando comentarios sobre Close Up llegue aqui. Y me hizo acordar a Miguelito Abuelo que decía:"Cuando mi nombre ya no exista, verás qué velocidad".
saludos
marcos

La herida de Paris dijo...

Gracias Marcos, y muy buena la cita de "Oye niño". La pérdida de identidad genera un abismo, y este: velocidad.

Saludos.