martes, 27 de mayo de 2008

Cuatro abuelos: 2/Yeye


Para todos los que no eran de su familia, era “el Chajá”. Un sobrenombre que hacía referencia a su estructura corpórea de un torso exuberante, que parecía sostenido por unas piernas demasiado endebles. Mi recuerdo, sin embargo, sólo registra un anciano doblegado por el peso de su cuerpo y de los años, a quien jamás vi fuera de su casa. Es un recuerdo de alguien sentado definitivamente. Por más que a esas sillas se enganchaban inútiles bastones, que para mi sorpresa guardaban espadas benévolas, que nunca conocieron la sangre.

Lo veo de espaldas en su silla redonda con respaldo de esterilla, reclinado sobre el escritorio, o en la cabecera del amplio comedor, o en su etapa final, en una silla de ruedas que alguien empujaba trabajosamente. Y más que todo jugando apasionadamente al chaquete, la versión gala y anacrónica del más snob backgammon. Lo hacía sobre una mesa de líneas sinuosas, arrojando con decisión unos dados amarillos que golpeaban con fuerza contra los laterales de felpa verde, que amortiguaban una fortuna siempre esquiva.


Fue general de la Nación, pero de un tipo específico, más dedicado al derecho que a las armas. Tenía resabios de su vida militar en una voz altisonante y un tono enérgico. Sin embargo, detrás de esa costra dura, se escondía un corazón tierno, que en aquellos años infantiles ni siquiera sospeché. Creo que nunca pude superar el temor que imponía su figura.

Era un hombre plagado de anécdotas célebres, en las cuales se dibujaba un carácter fuerte, no privado de arbitrariedad ni de algo de autoritarismo, pero balanceado con ese tipo de humor que todo lo suaviza. Poseía una cultura vasta, pero supongo no demasiado profunda. En las extensas bibliotecas de su casa se distribuían lomos regulares de cuero, prolijamente numerados. De ahí mis dudas, pues nadie numera las cosas que ama. Dentro de sus pasiones estaban las rosas, de las que cultivaba especies de alcurnia, en una desvencijada quinta que tenía en Garín, o en la casa del Sur, en donde todavía subsisten. Un general que amaba las flores es suficiente contradicción para tejer una leyenda.

Luego de la muerte de su mujer quedó diezmado, pero el golpe de gracia lo produjo la de su único hijo varón, que sucumbió ante un cáncer algunos meses después. Era un hombre joven y vital que luchó cuerpo a cuerpo con la enfermedad, pero en aquellos años no había más defensa que la resignación. La suma de dolores fue demasiada y se dispuso, él también, a la ardua tarea de abandonar la vida.

La empresa de morir fue un descenso lento y amargo. La naturaleza no siempre consiente nuestras decisiones. Quedó postrado en la cama en donde había una cincha de cuero que utilizaba para incorporar su gigantesca figura. Rodeado de algunos de los nietos que prefería y de enfermeras que no acertaban con sus órdenes contradictorias, transitó el tramo final de un recorrido casi centenario.

El chajá tiene una compañera durante toda su vida y hay quienes dicen que al poco tiempo de morir esta, también él lo hace de tristeza. La semblanza con el pájaro superó la imagen y se transformó en destino.

2 comentarios:

Estrella dijo...

Nada que decir, solo que estas historias me dejan pensando y recordando.
los dibujos y la impecable prosa hacen de estas lecturas un puro deleite.

La herida de Paris dijo...

Gracias Estrella. Es verdad que uno escribe fundamentalmente para uno mismo,pero saber que alguien mas lo aprecia, es siempre gratificante.