sábado, 5 de julio de 2008

Santa geografía: 3/Roma

Le decadencia es una realidad mensurable. Su medida se toma con referencia a dónde se inicia el descenso. En este caso la distancia recorrida fue máxima. Intentar imaginarla en los últimos cien años que precedieron su caída es un ejercicio que debe comenzar tomando conciencia de lo que fue su apogeo. No sólo fue el “caput mundi”, sino todo el mundo. El fin de Roma fue, de algún modo, el fin del Mundo.

No fue un final drástico, sino más bien un lento decaer, cercano al abandono. Todo estaba intacto, pero iba perdiendo de a poco el espesor. Los edificios magníficos continuaban en pie, inalterables, pero se encaminaban inexorables a la efímera delgadez de un decorado. Como cuerpos sin alma habían perdido la elocuencia y al mismo tiempo no lograban hablar con el encanto de las ruinas. Hay que intentar situarse en ese preciso instante donde la materia permanece inalterada, pero ya la forma se retira. Inflexión suprema de la Historia, donde se suelen producir frutos exquisitos, que surgen de un humus enriquecido de podredumbre. La hora lúcida que precede a la muerte.


Era una ciudad demasiado orgullosa de su pasado como para no estar desencantada de su presente. Como en los últimos días del verano, en ella fueron quedando sólo rezagados, temerosos de un mañana que no ofrecía certidumbres. Oriente, como un río caudaloso, fue arrastrándolo todo, socavando prolijamente sus cimientos. Frente al fulgurante esplendor de los mosaicos bizantinos, los mármoles de Roma padecían de una palidez afiebrada. La Iglesia discutía su futuro con finísima teología, bajo el amparo de las achatadas cúpulas de Constantinopla. El papado era una idea sin más sustento que el que provenía de la tumba de Pedro. Una reivindicación de evidencia física, pero aún impracticable. Hasta el débil César de Occidente había escapado, temeroso de las Galias, a refugiarse en los brazos poderosos de su compadre de levante, Teodosio.

Sin embargo, era imposible no caer subyugado ante su opulencia marchita. El coloso Flavio ya no inspiraba el temor de aquellas jornadas de sangre, pero aún cubría con su imponente sombra el serpenteante foro. Los teatros se llenaban por las tardes y las termas continuaban exhalando sus vapores perfumados de mirra. En el aire se respiraba la tensión que provoca el desenfreno. Relevada de la misión de antaño y ante la cercanía de un final que se sentía próximo, se disolvían las ligaduras del decoro que fue sustento de su fama. La decadencia es siempre prolífica en diversiones.

El impacto que la urbe provocó en aquel joven africano fue devastador. La enfermedad de cuerpo lo tuvo postrado en noches de sudores fríos. Al mal del cuerpo se sumaba el remordimiento por la traición a la madre, a la que abandonó en lágrimas húmedas de santidad. La libertad buscada fue una trampa, como lo es siempre cuando la mentira la inspira. Con la salud vinieron nuevas desilusiones, y decidió seguir su ruta de buscador incansable.

De todas maneras, su paso, breve y escondido, no sería indiferente a la ciudad que siglos adelante llevaría el mote de eterna. Quizás ningún otro hombre de la Antigüedad tardía haya hecho tanto para que Roma recuperara con el correr de los siglos la primacía a la que estaba destinada.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Tu paso breve y escondido por Roma también habrá dejado su marca? Se nota que la viviste, que la recorriste con inmenso placer en una motorino destartalada. Se nota.

Anónimo dijo...

como viejo agustino, disfruto de estas caminatas con el santo, por las ciudades del imperio decadente.
Caminamos los tres, como buenos amigos, y él nos va contando de sus de sus pecados, y nosotros de los nuestros, y los tres sabemos que todo tiene remedio, porque Dios es un Padre bueno.
Un abrazo, hermano querido,
Gabo