sábado, 19 de julio de 2008

Santa geografía: 6/Pavía

La vida de un hombre termina con la muerte, pero después de ella aún quedan dos cosas: su obra y sus huesos. Estos últimos tuvieron en aquellos años una importancia central, que se prolongó durante toda la Edad Media. Los “restos”, como ahora llamamos con mal disimulado desprecio al cuerpo sin vida, eran por entonces todo lo contrario de un sobrante despojo. Se conservaban y se exhibían sin retaceos, incluso se comerciaba con ellos y eran motivo de disputas violentas entre ciudades que los reclamaban con fervor. Los santos no tenían huesos, sino reliquias.

Y no era sólo superstición lo que movía estas pasiones óseas. Los cristianos, apenas descendidos de los bosques, eran demasiado rústicos para las finezas inmateriales del espíritu. No ardía en ellos el fuego iconoclasta, ni poseían el terror judío a la idolatría. Era también una devoción naciente que demandaba su objeto necesario. La Fe se expandió también sobre un laberinto de esqueletos sacros.

Era poco más que una aldea, sin el ilustre pasado romano de su vecina Milán. Quizás por eso aquellos caballeros de barbas ondulantes como océanos la habían elegido como capital de su reino. Ellos prefirieron aquellas pocas construcciones que tenían el aspecto de un campamento militar apenas abandonado por el enemigo presuroso. Luego, una paz frugal hizo que asomaran las primeras empinadas torres y algunos palacios de un gesto adusto como el de sus señores. Poco a poco las aguas del cansino río que la atravesaba comenzaron a reflejar sus muros y en ellos una mañana apareció una cruz, vieja de herrumbre.


Su dominio se fue extendiendo por toda la península, que yacía desolada y desamparada de su mitad de Oriente, que permanecía enredada en sus boatos. Recuperar el imperio desde la ciudad de Constantino fue apareciendo siempre más una quimera. No había otro remedio que adaptarse a esos toscos señores longobardos. Era ley de conveniencia, si no se quería sucumbir al nuevo peligro sarraceno que asolaba desde el sur.

Fue durante la lucha contra este nuevo enemigo que el regio Luitprando se topó en la isla de Sardegna con este tesoro de cenizas. Aquellos devotos monjes, setenta años después de su muerte los habían trabajosamente transportado desde la otra orilla del mar, en una pequeña urna de piedra negra. Seguramente también llevarían sus escritos encendidos y sus sutiles teologías trabajosamente hilvanadas bajo la luz de África. Habían permanecido más de doscientos años en aquella áspera isla, bañada de aguas verdes, pero ante el peligro musulmán aceptaron la protección de aquellos hirsutos hidalgos cristianos.

Imagino que aquellos muros temblaron de emoción al recibir los vestigios santos, que le darían un prestigio indudable. La solemne procesión se habrá llevado a cabo entre salmos y juglares, para culminar en la modesta iglesia que devendría catedral con los siglos. El románico vestiría el sepulcro de intricados frisos que relataban su vida de buscador incansable. Su cuerpo yace para siempre lejos de su tierra natal, pero próximo al lugar donde había sido engendrado a la Fe.

1 comentario:

Estrella dijo...

Justo en estos días estoy viendo algunos capítulos de la serie Six feet under: los sinsabores y las alegrias de una familia, dueña de una casa funeraria. Todo lo que pasa una vez que el hombre da su último respiro es casi de ciencia ficción. Una tontería, pero estoy familiarizada con los restos y los huesos y las reliquias y los adioses.
Este dibujo está especialmente logrado, me gustan los colores y esa sensación de movimiento, que siempre tienen, en el aire, tus dibujos.