miércoles, 25 de julio de 2012

SAN AGUSTÍN AQUÍ Y AHORA II

02 - EL PECADO

Benozzo Gozzoli, Agustín en la escuela de Tagaste.


Un verano, cosa rara en nuestra familia, fuimos de vacaciones a Pinamar, creo que fue la única vez que lo hicimos.
El primer día de playa, con la clásica palidez de los recién llegados, Laura, que tendría unos catorce o quince años, ansiosa como sigue siendo, se puso en seguida a tomar sol. Mamá le advirtió varias veces que tuviera cuidado de no quemarse demasiado y, ante la última advertencia, ya mas enfática, Laura le contestó con todo su desparpajo adolescente una frase que ha quedado para siempre en la memoria familiar: “Dejame, mamá, yo sé”.


Una frase antológica, porque quizás no haya otra que defina la adolescencia de un modo más perfecto y contundente. Porque la adolescencia no es otra cosa que la edad en la cual uno cree que sabe. La otra vez, de la mano de Agustín nos acercamos a ese fenómeno desconocido que es la infancia, la edad donde todo nos es desconocido, hasta la propia infancia. Y si la infancia es la edad del no saber, la adultez consiste precisamente en saber que no sabemos. Aprender la ignorancia es la tarea del adulto. Entre ese no saber y este socrático saber que no sabemos hay un momento mágico que es la adolescencia, esa edad en que creemos que sabemos.

Es una edad riquísima y fundamental, pues solamente podremos ser adultos si antes fuimos adolescentes. Para saber que no sabemos alguna vez debimos creer que sabíamos, pues solo se pierde lo que se poseía. Pero, tal cual nos lo enseñó ya Agustín, las edades no quedan en el pasado, sino que las traemos siempre con nosotros: “¿No fue, acaso, caminando de la infancia hacia aquí como llegué a la puericia? ¿O, por mejor decir, vino ésta a mí y suplantó a la infancia, sin que aquélla se retirase; porque adónde podía ir?(1) (Libro I, VIII, 13). Somos adolescentes empedernidos, sobre todo ante Dios, porque todos creemos que sabemos más que Dios, le decimos lo que tiene que hacer, nos quejamos por lo que permite que suceda, le vivimos diciendo: “Dejame, Dios, yo sé”.

El libro segundo que nos va a ocupar hoy es el más breve de todas las Confesiones, breve en su extensión física, y breve también por el tiempo de que se ocupa, solamente un año, el 370. San Agustín le va a dedicar todo un libro a su adolescencia, a sus dieciséis años. Como lo había hecho con su infancia, pondrá el ojo en una etapa de la vida nada explorada hasta entonces y después tampoco hasta no hace mucho. Además, en este libro, Agustín introducirá uno de los temas centrales de todo su pensamiento, el del pecado.
Empieza este libro segundo con una oración fuerte referida a este tema: “Quiero recordar mis pasadas fealdades y las carnales inmundicias de mi alma, no porque las ame, sino por amarte a ti. Dios mío(2) (I, 1), que termina unos renglones más abajo con una petición a Dios: le pide que “me recojas de la dispersión en que anduve dividido en partes cuando, apartado de ti, uno, me desvanecí en muchas cosas(3) (I, 1). Aparece aquí una idea muy típica de Agustín, que tiene su origen en el neoplatonismo, filosofía de la cual se nutrió con avidez, que es la idea del pecado como dispersión. El pecador, para Agustín, es alguien que pierde la unidad de su ser y se deshace en las cosas. Más que perderse de dispersa. Esta es una idea que una vez más retomará Heidegger en Ser y tiempo para describir la existencia, sobre todo moderna. El hombre dispersado que solo la angustia puede volver a reunir, el hombre que huye de sí mismo hacia las cosas. Todos tenemos esa experiencia de la dispersión, que es también perdición.

San Agustín se presenta entonces con esta pregunta que tiene incluso una inocencia muy humana: “¿Y qué era lo que me deleitaba, sino amar y ser amado?(4) (II, 2). Sin embargo, el problema no está en este “amar y ser amado”, sino en el desorden con que ese amor se dirige hacia lo amado. San Agustín es, en este sentido, muy aristotélico, es decir tiene una moral “finalista”, que privilegia el final, la dirección de las cosas. En definitiva, es la búsqueda de lo “mejor” lo que ordenará la vida.

¡Oh, quién hubiera regulado aquella mi miseria, y convertido en uso recto las fugaces hermosuras de las criaturas inferiores, y puesto límites a sus suavidades, a fin de que las olas de aquella mi edad rompiesen en la playa conyugal(5) (II, 3). Se trata entonces de “regular”, de dar un orden, una regla a aquellas hermosuras, que no son malas, visto que existen creadas por Dios, pero sí son “fugaces”, es decir no se pueden preferir frente a lo que permanece, es decir a Dios.

Resulta alentadora la frase que sigue, es muy consoladora: “Porque no está lejos de nosotros tu omnipotencia, aun cuando nosotros estemos lejos de ti(6) (II, 3). Esta conciencia de que Dios a pesar de nuestros desvaríos no nos abandona. Para Agustín, el pecado nunca es más que la misericordia, nunca se da de hecho una ruptura definitiva con Dios. Él, a pesar de nuestra voluntaria lejanía, “no está lejos”, permanece siempre al acecho del pecador, aunque respeta su libertad. El Evangelio expresa esta idea con inmejorable eficacia en ese Padre preocupado que espera ansiosos el retorno del hijo, oteando el horizonte. Agustín termina con un reclamo, lleno de dolor, con una referencia evidente al hijo pródigo: “Pero ¿dónde estaba yo? ¡Oh, y qué lejos, desterrado de las delicias de tu casa en aquel año decimosexto de mi edad carnal!(7) (II, 4).

A partir del capítulo tercero, Agustín nos va descorrer el velo de ese año decimosexto, y con unos breves apuntes nos va a hacer ingresar en la intimidad de su vida cotidiana y familiar: “En este mismo año se hubieron de interrumpir mis estudios de regreso de Madaura, ciudad vecina, a la que había ido a estudiar literatura y oratoria, en tanto que se hacían los preparativos necesarios para el viaje más largo a Cartago, más por animosa resolución de mi padre que por la abundancia de sus bienes, pues era un muy modesto munícipe de Tagaste(8) (III, 5).

Agustín, terminados sus estudios primarios, va a estudiar lo que podríamos llamar secundario a una localidad vecina a Tagaste, que imaginamos un poco más grande. Madaura era también una ciudad reconocida por su paganismo militante y allí Agustín aprendió un cierto desprecio por las cosas de Dios. Además, es la patria de Apuleyo, uno de los escritores más reconocidos de la Antigüedad y el africano más famoso hasta la llegada de Agustín. Al regreso de Madaura, comienzan los preparativos para culminar su educación en la gran ciudad, Cartago. Dichos preparativos se atrasan en primer lugar por problemas económicos como se señala claramente aquí. Un dato que nos permite ubicar la posición “muy modesta” de su familia, afirmación que se contradice con la imagen del capítulo anterior que hablaba de esclavos, nodrizas y ayos. Este año “sabático” era también una costumbre muy difundida en esta época. Los estudiantes, sobre todo los de las familias ricas, antes de entrar en la adultez tomaban un año de descanso. Durante este año se dedicaban al buen vivir, a hacer trapisondas y desmanes que eran perdonados con una complaciente benevolencia por los mayores. Era un año donde se relajaba la férrea disciplina de la educación y se les permitían a los jóvenes ciertas libertades (y después nos quejamos de nuestros viajes de egresados).

De todos modos, la cuestión económica era seguramente fundamental, como deja bien en claro en seguida: “¿Quién había entonces que no colmase de alabanza a mi padre, quien, yendo más allá de sus haberes familiares, gastaba con el hijo cuanto era necesario para un tan largo viaje por razón de sus estudios? Porque muchos ciudadanos, y mucho más ricos que él, no se tomaban por sus hijos semejante empeño(9) (III, 5). La tradición ha sido un poco dura en exceso con el padre de Agustín, Patricio, sin duda movida por el testimonio de su propio hijo, que lo trata a veces con dureza y también por la voluntad de engrandecer la figura de su madre, Santa Mónica. Sin embargo, en estos pasajes se puede entrever, como al pasar, cuánto respeto y admiración tenía Agustín por su padre. La mentada dureza obedece a una cuestión de los fines: “Sin embargo, este mismo padre nada se cuidaba entre tanto de que yo creciera ante ti o fuera casto, sino únicamente de que fuera diserto(10) (III, 5). Patricio prefería las razones mundanas a las divinas, pero este error de apreciación, tan humano por otra parte, no impide el velado elogio por sus esfuerzos. ¿Cómo no estar cerca afectivamente de este padre preocupado hasta casi la bancarrota por la carrera y el porvenir de su hijo?

Otro magnífico pasaje lleno de una escondida ternura hacia el padre es el que cuenta poco más adelante: “Al contrario, cuando cierto día me vio pubescente mi padre en el baño y revestido de inquieta adolescencia, como si se gozara ya pensando en los nietos, fuese a contárselo alegre a mi madre(11) (III, 6). Otra vez, ¿cómo enojarse con este hombre lleno de una conmovedora sencillez? Y también de cierta falta de tino, ya que precisamente a Mónica va a contarle el feliz descubrimiento de la pubertad del hijo. Hasta uno puede imaginar su arrepentimiento por haber elegido una interlocutora tan poco apropiada para comunicar su alegría por la filial virilidad.

Mas para este tiempo habías empezado ya a levantar en el corazón de mi madre tu templo y el principio de tu morada santa, pues mi padre no era más que catecúmeno, y esto de hacía poco. De aquí el sobresaltarse ella con un santo temor y temblor(12) (III, 6). Fijémonos cómo Agustín diferencia a sus padres en cuanto a la fe de cada uno: la madre ya una cristiana hecha y derecha, el padre apenas en sus primeros pasos. Primeros pasos que me gusta pensar que fueron dados sobre todo por complacer a esta mujer fantástica e insistente. Patricio se prepara a entrar en la Iglesia, aunque todavía no parece haber entendido del todo lo que eso significa. Vive su fe iniciática con mucho de una conmovedora torpeza. Podemos imaginar que su fe haya estado alentada por un corazón enamorado y que el Señor para atraerlo se haya servido de un instrumento tan excelente como Mónica.

Hace algunos años hice un ejercicio puramente literario con respecto a la figura de Patricio, con quien creo que la posteridad, seguramente con ánimo de simplificar, fue algo injusta. Imaginé una serie de cartas que Patricio le escribía a su hijo Agustín con distintos motivos, para contarle de su bautismo, sus sueños con respecto a sus estudios, algunos achaques de salud y otras cuestiones familiares. Para eso estuve leyendo un poco a Séneca y sus cartas a Lucilio, porque imaginaba que este hombre mayor conservaría un estilo un poco anticuado, distinto del de su hijo. Confieso que aprendí a querer a este personaje del que poco nos dice Agustín, pero lo que dice es bastante sustancioso como para permitirme algunas licencias. Se ve que resultaron bastante creíbles porque alguien me comentó en el blog donde las publiqué, preguntándome donde podía encontrarlas, pensando que eran ciertas. Confieso que me sentí bastante orgulloso de que alguien hubiera caído en la trampa.

Las advertencias de Mónica no se hicieron esperar: “Quería ella–-y recuerdo que me lo amonestó en secreto con grandísima solicitud– que no fornicase y, sobre todo, que no adulterase con la mujer de nadie. Pero estas reconvenciones parecíanme mujeriles, a las que me hubiera avergonzado obedecer(13) (III, 7). Esta es una madre moderna que afronta sin rodeos estos temas con su hijo, aunque podemos imaginar también cómo estos eventos la tomaron por sorpresa. Las madres en general se resisten a advertir que sus hijos han crecido, tuvo que ser el padre quien la informara. De todos modos, los consejos no se hacen esperar, con tacto, “en secreto”, pero con “grandísima solicitud”. También estas advertencias tienen una cuota de gradualidad llenas de sentido común: “por lo menos no lo hagas con mujeres casadas”. La respuesta de Agustín adolescente la podemos perfectamente imaginar: “Dejame, mamá, yo sé”.

Agustín, desoyendo los consejos “mujeriles”, se lanza con vehemencia, propia de su corazón apasionado, a la vida licenciosa. Y como mandan los cánones de la adolescencia de todos los tiempos, lo hace en grupo, en una especie de torneo de vicios en donde con gran suspicacia Agustín reconoce que “fingía haber hecho lo que no había hecho(14) (III, 7) para ser alabado por sus compañeros de juerga con los que “recorría (yo) las plazas de Babilonia y me revolcaba en su cieno(15) (III, 8).

Posteriormente, se va a quejar a sus padres por no haberlo encarrilado por la única vía que encuentra posible, el matrimonio. Pero son recriminaciones de quien escribe veinte años después de sucedidas las cosas que relata. En esta recriminación hay de todos modos una cierta equiparación, que si bien no esconde la diferencia, resulta significativa. Mónica “no cuidó de esto, digo, porque tenía miedo de que con el vínculo matrimonial se frustrase la esperanza que sobre mí tenía; no la esperanza de la vida futura, que mi madre tenía puesta en ti, sino la esperanza de las letras, que ambos a dos, padre y madre, deseaban ardientemente; el padre, porque no pensaba casi nada de ti y sí muchas cosas vanas sobre mí; la madre, porque consideraba que aquellos acostumbrados estudios de la ciencia no sólo no me habían de ser estorbo, sino de no poca ayuda para alcanzarte a ti. Así lo conjeturo yo ahora al recordar, en cuanto me es posible, las costumbres de mis padres(16) (III, 8). Es decir, aun en la diferencia de perspectivas y por distintas razones, Mónica y Patricio coinciden en privilegiar las metas humanas, la carrera. Son padres preocupados por el porvenir de un hijo extraordinario que no quieren que malogre sus cualidades. Discusiones de sobremesa que todos hemos tenido. Agustín, ya obispo, es verdad que los amonesta, pero lo hace con una extremada suavidad que tiene mucho de comprensiva.

Llegamos así al punto central de este libro segundo, el famoso hurto de las peras. Veamos primero, sin introducción, cómo lo relata el propio Agustín: “Ciertamente, Señor, que tu ley castiga el hurto, ley de tal modo escrita en el corazón de los hombres, que ni la misma iniquidad puede borrar. ¿Qué ladrón hay que sufra con paciencia a otro ladrón? Ni aun el rico tolera esto al forzado por la indigencia. También yo quise cometer un hurto y lo cometí, no forzado por la necesidad, sino por penuria y fastidio de justicia y abundancia de iniquidad, pues robé aquello que tenía en abundancia y mucho mejor. Ni era el gozar de aquello lo que yo apetecía en el hurto, sino el mismo hurto y pecado.
Había un peral en las inmediaciones de nuestra viña cargado de peras, que ni por el aspecto ni por el sabor tenían nada de tentadoras. A hora intempestiva de la noche -pues hasta entonces habíamos estado jugando en las eras, según nuestra mala costumbre- nos encaminamos a él, con ánimo de sacudirle y vendimiarle, unos cuantos jóvenes pésimos. Y llevamos de él grandes cargas, no para regalarnos, sino más bien para tener que echárselas a los puercos, aunque algunas comimos, siendo nuestro deleite hacer aquello que nos placía por el hecho mismo de que nos estaba prohibido(17) (IV, 9).

Lo primero que llama la atención de este relato es que al parecer se trata de un hecho bastante insignificante. Después de dedicar bastantes párrafos a pecados que parecen sin duda de una gravedad mayor, como los pecados de la carne, Agustín centra la atención en este, que al parecer no es más que una travesura infantil. A veces esta valoración del pecado que hace Agustín nos puede llevar a confusión. Cómo cuando en el libro anterior hacía referencia con una dureza que pudiera parecer excesiva al llamado “pecado de la infancia”.


Me parece que antes de avanzar sobre las peras deberíamos detenernos para examinar más cuidadosamente qué es a lo que Agustín se refiera cuando habla del pecado. Para eso es importante hacer algunas distinciones para diferenciar nuestra visión de la de él para poder comprenderlo, y comprendernos, mejor.


Nuestra idea de pecado guarda una estrecha relación con la de la culpa. El catecismo enseña que para que haya pecado se deben cumplir tres requisitos: la materia, que ocurra algo, sea esto en el orden del pensamiento, palabra, obra u omisión; después la conciencia, que sepamos lo que estamos haciendo, y por último, la libertad, que queramos hacerlo. Pero estos requisitos son más bien para que haya un pecador, más que un pecado.


En la idea de San Agustín, el pecado tiene una entidad distinta de la del pecador, se trata del pecado, no del pecador ni de la culpa. El pecado es la manifestación del mal y esto es lo que preocupa a Agustín independientemente del pecador. Al menos este cuenta siempre con la misericordia divina. Cuando Agustín habla del pecado de la infancia por supuesto que no dice que el niño tenga culpa, pero sí dice que ese desorden es el pecado, un pecado no particular sino general, un pecado cosmológico, en definitiva, la réplica de esa realidad misteriosa que llamamos pecado original.



Cuando un niño pelea con otro y lo golpea, lo primero que dice para disculparse es “fue sin querer”. Y probablemente sea cierto, no hubo intención, no hubo culpa, pero el ojo negro del otro, del golpeado, persiste como manifestación de ese “pecado” sin pecador. Es importante tener en cuenta esto, esta mirada del pecado más objetivo que subjetivo para comprender los criterios de valoración que utiliza Agustín. Por qué a él le parecen graves cosas que a nosotros nos parecen insignificantes y viceversa. Probablemente sea que nos referimos a dos modos de pecado distintos.



El otro punto al que quisiera referirme tiene una raíz más histórica. La consideración del pecado, como toda realidad, es histórica y su percepción ha ido cambiando con los siglos. Relacionada con lo que dijimos antes, la estrecha vinculación que hacemos entre pecado y culpa, hace que nuestra idea del pecado sea una idea que tiende a la privacidad. Nuestros pecados aunque afectan a otros son fundamentalmente privados, y esto se ve claramente en el mecanismo por el cual estos no son perdonados, un mecanismo privadísimo y secreto: la confesión. No hay secreto más secreto que el de la confesión.

Sin embargo, esto no siempre fue así y ciertamente no lo era en la época de San Agustín. El pecado en esa época era, al contrario, un asunto eminentemente público. La confesión, tal como la conocemos ahora, llamada técnicamente “confesión auricular”, es un invento relativamente nuevo, promulgada en el Concilio de Letrán, en el año 1215. Antes, el acto de reconciliación y en consecuencia la valoración del pecado eran estrictamente públicos.



Los actos penitenciales se realizaban unas tres veces al año, para algunas fiestas, seguramente la Pascua, la Epifanía y alguna otra. Hasta llegar a esas fiestas, el pecador era señalado por el obispo y se hacía reconocible en su condición de tal para el resto de la comunidad. Se lo sometía a severas penitencias y se lo obligaba a concurrir a la iglesia, pero manteniéndose en el fondo de la misma. Para acentuar su estado, los mismos pecadores tenían la costumbre de asistir a misa mal vestidos, despeinados y sin afeitar, para quedar bien en evidencia. Llegado el ofertorio se retiraban en masa del templo, ya que no eran dignos ni siquiera de asistir a la parte central de la liturgia. Se era pecador a la vista de todos y también se era perdonado a la vista de todos, en actos penitenciales solemnes que seguramente causaban una fuerte impresión en toda la comunidad.

Por supuesto que la confesión auricular trajo enormes ventajas a los fieles, pero como todas las realidades de este mundo, algo se perdió en el camino. Entre las ventajas más importantes está sin duda la posibilidad de acceder al perdón y por tanto a la gracia prácticamente sin limitaciones. Además de la posibilidad de poder hacer un trabajo muy eficaz sobre nuestra vida espiritual, poder trabajar, pulir nuestra conciencia, todas cosas que a Agustín, gran descubridor de la interioridad, le hubieran parecido sin duda extraordinarias. Todos los que alguna vez tuvimos un director espiritual y lo perdimos, sabemos el tesoro que se nos fue con él.



El perdón era administrado con una economía severa, en cuenta gotas. Era algo raro y tan raro era que inducía a conductas que hoy nos parecen bastante insólitas. Lo cuenta Agustín en el libro I, el otro día lo salteamos, porque me parecía más congruente tratarlo hoy, junto con este tema del pecado y del perdón. Cuenta Agustín que estuvo en trance de muerte y se decidió, siempre gracias a Mónica, bautizarlo: “cuando he aquí que de repente comencé a mejorar. Difirióse, en vista de ello, mi purificación, juzgando que sería imposible que, si vivía, no me volviese a manchar y que el reato de los delitos cometidos después del bautismo es mucho mayor y más peligroso.
Por este tiempo creía yo, creía ella y creía toda la casa, excepto sólo mi padre, quien, sin embargo, no pudo vencer en mí el ascendiente de la piedad materna para que dejara de creer en Cristo, como él no creía. Porque cuidaba solícita mi madre de que tú, Dios mío, fueses para mí padre, más bien que aquél, en lo cual tú la ayudabas a triunfar de él, a quien, no obstante ser ella mejor, servía, porque en ello te servía a ti, que lo tienes así mandado(18) (Libro I, XI, 17).

Esta disputa por el bautismo que involucra a sus padres, que seguramente generó discusiones familiares, muestra también lo que era la terrible escasez en las vías de acceso al perdón que determinaba esta conducta con respecto al bautismo, que se creía que era la fuente más segura para acceder al perdón. San Agustín se da cuenta de esta contradicción y en el párrafo siguiente critica esta actitud de los cristianos de su tiempo: “¿De dónde nace ahora el que de unos y de otros llegue a nuestros oídos de todas partes: ‘Dejadle; que obre; que todavía no está bautizado’; sin embargo, que no digamos de la salud del cuerpo: ‘Dejadle; que reciba aún más heridas, que todavía no está sano’?(19) (Libro I, XI, 18). De hecho, será más adelante uno de los principales impulsores en la costumbre de bautizar a los recién nacidos.

Pero también decíamos que algo se había perdido con esta “privatización” del pecado. De la encuesta que comentamos la primera vez, del 90 % de los que creen en Dios, solo el 60 % mantiene esa relación con Dios a través de una iglesia, de cualquier signo que sea. Existe siempre la tentación de privatizar del todo, de eliminar todo tipo de intermediación. El pecado en estado público tenía como ventaja un sentido más comunitario, diría más eclesial, con todos los beneficios que eso trae.

Con estos nuevos elementos volvamos entonces a las peras. Qué es lo que San Agustín ve en este pecado emblemático de las peras. Lo que Agustín ve es precisamente esta ausencia de motivo, eso es lo que lo convierte en un pecado ejemplar. El hombre peca en general para conseguir un beneficio, no es malo lo que elige, lo que es malo es que prefiere lo inferior a lo que es superior. El pecado en este sentido es un error de apreciación, una ignorancia. Creo que el dinero me va a ser feliz, por eso robo, pero no es que el dinero sea malo en sí, por poner un ejemplo. Agustín lo explica con toda claridad: “Todos los cuerpos que son hermosos, como el oro, la plata y todos los demás, tienen, en efecto, su aspecto grato. En el tacto carnal interviene por mucho la congruencia de las partes, y cada uno de los demás sentidos percibe en los cuerpos cierta modalidad propia. También el honor temporal y el poder mandar y dominar tiene su atractivo, de donde nace la avidez de venganza” (20) (V, 10).


Por todas estas cosas y otras semejantes se peca cuando por una inclinación inmoderada a ellas -no obstante que sean bienes ínfimos- son abandonados los mejores y sumos, como eres tú, Señor, Dios nuestro; tu Verdad y tu Ley(21) (V, 10). Recuerdo una anécdota que me contó Gabriel una vez, cuando fue a dar una charla en favor del matrimonio y de lo poco recomendable de las relaciones prematrimoniales. Al parecer, terminada la charla, un alumno –otra vez ese desparpajo adolescente– le dijo: “La verdad doctor es que todo lo que dijo está buenísimo, pero mi novia está mucho mejor”. Creo que la observación es muy justa, en el sentido de que si no somos capaces de ver y de hacer ver “lo mejor”, no seremos capaces de modificar nuestras opciones morales. A veces las categorías de “bueno y malo” no son lo suficientemente explicativas de una situación y “mejor y peor” ayudan a discernir en forma más eficaz. A veces pienso que si pudiéramos encarnar esta idea de “lo mejor”, habría menos cristianos con caras largas.

Distinto es el caso del pecado como el de las peras, que no busca algo que intuye como algo mejor, sino que quiere el mal por el mal mismo. Y por eso este pecado es el que importuna especialmente a Agustín. El pecado que tiene un motivo resulta más disculpable. “Cuando se inquiere la causa de un crimen no descansa uno hasta haber averiguado qué apetito de los bienes que hemos dicho ínfimos o qué temor de perderlos pudo moverle a cometerlo. Hermosos son, sin duda, y apetecibles, aunque comparados con los bienes superiores y beatíficos son viles y despreciables(22) (V, 11).


En cambio, el pecado que se hace solo por el gusto de pecar es en este sentido de una entidad distinta. Hay una relación estrecha entre este pecado y “el” pecado por excelencia, el pecado primigenio. Hay un vínculo evidente entre estas peras y aquella manzana del Edén. Todo pecado es en última instancia un “querer ser como dioses”, ser una especie de copia de Dios, y la falta de propósito es el que nos acerca a esta originalidad del pecado. Esta ausencia de motivo nos aproxima en modo vertiginoso al mal, que es en definitiva una nada. Ya veremos esto en detalle la próxima.

Termino con el cuento del niño que se va a confesar y teme contar su pecado. Ante la insistencia del sacerdote, ya preocupado e imaginando cosas gravísimas, el niño finalmente se confiesa: “tiré un chorizo a la pileta del vecino”. El sacerdote trata de ahogar un impulso a la risa, aliviado. Sin embargo, da para pensar en la fineza espiritual de este niño capaz de descubrir la hondura de su pecado en un acto aparentemente inocente.

Cerramos con una mirada a la adolescencia, ese período en el cual creíamos saber. Adolescencia de ayer y de hoy. Agustín cierra el libro con esta frase: “Sólo en ti se halla el descanso supremo y la vida sin perturbación. Quien entra en ti entra en el gozo de su Señor y no temerá y se hallará sumamente bien en el sumo bien. Yo me alejé de ti y anduve errante, Dios mío, muy fuera del camino de tu estabilidad allá en mi adolescencia y llegué a ser para mí región de esterilidad(23) (X, 18).



Nosotros podríamos concluir con esta oración: “No me dejes, Señor, que no sé”.

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