Sandro Botticelli, San Agustín.
Cuando tenía unos quince años fui a veranear a casa de mi hermano mayor a Miramar. La primera noche que salí perdí las llaves así que al día siguiente tuve que quedarme esperando la llegada del cerrajero.
Desde aquella vez cultivo una especie de obsesión por los
inicios. En primer lugar habría que decir que, dentro de las artes, hay lagunas
que registran el inicio y otras que no. Estas últimas son las artes que
dependen de la geometría, es decir del espacio, como la arquitectura, la
escultura o la pintura, mientras las que refieren al tiempo, las matemáticas,
conservan el momento inicial: cine, música y –claro está– literatura. Así como
el terminar es un momento ético –se salva uno por el final, como el Buen Ladrón–,
el comenzar tiene un espesor estético. La creatividad de poner algo donde antes
no había nada.
Hay muchas maneras de empezar en literatura, comenzando
por los inicios clásicos que relatan el acto propio de la literatura: “Canta oh
musa la funesta cólera de Aquiles” o el más cercano “Aquí me pongo a cantar”.
Hay otros inicios también memorables que hacen referencia a una situación
temporal: “Nel mezzo del cammin di nostra vita” y otros a situaciones
espaciales “En un lugar de La Mancha”. Pero quizás uno de los más notables es
el de Guerra y Paz, una novela que
supera las mil páginas, donde la acción empieza en mitad de una conversación casual.
En definitiva, veamos cómo empieza las Confesiones: “Grande eres, Señor, y laudable sobremanera ;
grande tu poder, y tu sabiduría no tiene número” (1) (I, 1).
Un inicio ciertamente
inquietante, sobre todo si lo relacionamos con el título. El término confesión
es algo que a nosotros nos refiere a algo privado, a algo íntimo pronunciado a media
voz. Es un término impregnado de religiosidad, pero no es este el sentido que
tiene en San Agustín. Por eso era de esperar un inicio en primera persona y,
sin embargo, Agustín elige no hablar él directamente, sino hacerlo a través de
un salmo, en realidad de dos. Hace hablar a otro a través suyo. ¿Por qué?
El sentido de la confesión en
Agustín está más próximo al de una confesión de tipo judicial. El que confiesa
un crimen, el que grita una verdad que lleva dentro escondida. Es una confesión
pública. ¿Y cuál es el contenido de esta confesión? ¿Qué es lo que las Confesiones
confiesan? No es otro que: “Grande es el Señor y muy digno de alabanza”. Todo
el desarrollo de las Confesiones se ordenan hacia ese final, el de poder
decir que “Grande es el Señor y muy digno de alabanza”, porque la alabanza es
el fin de la vida cristiana, nuestro destino es la alabanza. Y bien, este
destino es alcanzable solo por una razón: esta es que “Grande es el Señor y muy
digno de alabanza”. Es decir, el final es posible porque está al principio.
Esta manifiesta circularidad expresa un orden, es decir toda la existencia se
ordena dentro de esta circularidad divina: Dios, alfa y omega.
El problema del hombre moderno
no es otro que este, haberse salido de este círculo. El hombre moderno no es
peor que el de otro momento de la historia, se podría decir que es mejor en
muchos aspectos. Sin embargo, el hombre moderno es un desubicado, ha perdido su
orientación, su referencia, y esto es lo que Agustín quiere restablecer desde
el inicio de su obra. Es el Señor el que es grande, es a Él a quién se dirigen
las alabanzas y el hombre se redimensiona en este contexto como creatura. Es
por eso que San Agustín no empieza hablando, porque no es de él de quien se
trata, sino de Dios, que es “grande y muy digno de alabanza”.
Dicho esto vamos un poco más abajo dentro del mismo
párrafo al encuentro de quizás una de las frases más famosas de Agustín: “Nos
has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”
(2) (I, 1).
Esta frase define en primer término un recorrido
circular, emparentado con lo que dijimos antes. La existencia es hecha “para
ti” y culmina “en ti”. Pero dentro de este recorrido, Agustín
agregar un sustantivo que define, que empapa esa existencia: la inquietud. De
dónde proviene la inquietud es algo de lo que todos hacemos experiencia
constantemente. No hay duda de que entre los tres objetos clásicos de la
metafísica –Dios, Hombre y Mundo– algo anda mal. Desde que existe el dolor, el
tiempo, y consecuentemente la muerte, resulta evidente que la existencia no es
un lugar del todo apacible. Algo nos inquieta, pero no nos angustia.
Heidegger seguramente tenía presente este famoso
pasaje de Agustín cuando realizó su también famoso análisis de la angustia. Aquello ante qué se angustia
la angustia no es “nada” de lo “a la mano” dentro del mundo, por eso con gran
perspicacia dice Heidegger que cuando la angustia pasó se suele decir “no era
nada”. Esa indeterminación de la angustia, ese no poder referirlo a ninguna
realidad concreta es lo propio de la angustia y lo que la diferencia del miedo.
Uno teme a algo y se angustia por nada. Sin embargo, San Agustín prefiere la
inquietud a la angustia para determinar lo que la existencia es y esto es así
porque el creyente nunca enfrenta a la nada, sino que siempre está delante de
Dios que, como bien sabemos a esta altura, es “grande y muy digno de alabanza”.
Dios es lo contrario de la nada, por lo tanto hay lugar para la inquietud, ya
que su manifestación no es completa en nuestra realidad, pero no hay espacio para
la angustia como esencia de la vida cristiana.
Es esta inquietud la que se transforma en el motor
del pensamiento agustiniano, que determina su particular estructura, es decir
la búsqueda. Un poco más adelante dirá: “Que yo, Señor, te busque
invocándote y te invoque creyendo en ti, pues me has sido predicado” (3) (I, 1).
Resulta singular que la petición de Agustín se
refiera a la búsqueda y no al encuentro. Ya dijimos algo de esto la otra vez:
la búsqueda como actitud define el modo en que se desarrolla el pensamiento de
Agustín. Es una búsqueda que aunque sabe que nunca alcanzará su objeto, y
precisamente por eso, pide ayuda a Dios para no desfallecer. Búsqueda que no es
un medio, sino un fin en sí misma, un existencial. La vida del cristiano es
búsqueda incesante de Dios y se hace posible en la invocación, es decir no
depende tanto de nosotros sino que más bien es permitida por Dios, que se
manifiesta ante la invocación.
Reconocimiento de la divinidad, inquietud
existencial y búsqueda como actitud primordial son los tres pilares sobre los
cuales se va a asentar el relato de la conversión de Agustín. Es importante
tenerlos siempre presentes durante la lectura para no perdernos. Los capítulos
que siguen (2, 3 y 4) continuarán desarrollando estas ideas, precisando, con su
particular estilo, los términos a partir de los cuales se entablará la relación
de Dios con Agustín y con nosotros. Quién es quién y qué lugar ocupará cada
uno. Terminemos ahora este portal de las Confesiones saltando al
capítulo 5 para terminar con una oración que Agustín pone antes de empezar el
relato propiamente dicho: “Angosta es la casa de mi alma para que vengas a
ella: sea ensanchada por ti. Ruinosa está: repárala” (4) (V, 6). Una petición enérgica: es Dios el que ensancha nuestra
casa a golpes de picota y demuele las tabiquerías de nuestra cabeza.
Infancia y memoria
A partir del capítulo 6 empieza la parte biográfica de
las Confesiones y empieza, como
corresponde, por el principio: “Y ¿qué es
lo que quiero decirte, Señor, sino que no sé de dónde he venido aquí, a esta,
digo, vida mortal o muerte vital? No lo sé. Mas recibiéronme los consuelos de
tus misericordias, según tengo oído a mis padres carnales, del cual y en la
cual me formaste en el tiempo, pues yo de mí nada recuerdo” (5) (VI, 7).
Lo primero que se destaca es el hecho de que Agustín se
acerque a la infancia, un tema totalmente ignorado en la Antigüedad. Y no solo
en la Antigüedad, porque se podría decir que la infancia es en algún sentido un
invento del siglo xx. Antes, los
niños no interesaban como problema. Hay pocos registros de los niños en la
Antigüedad, salvo el famoso episodio del hijo de Héctor y Andrómaca que se
asusta con el casco de su padre. Resulta sorprendente en ese marco, como lo es
siempre, la preocupación y predilección de Jesús por los niños. Tampoco en la
Edad Media, ni siquiera en el siglo xviii,
basta recordar el caso de Talleyrand. La tiranía de los niños, bajo la cual hoy
en día vivimos, es un fenómeno relativamente nuevo.
San Agustín se acerca a su infancia desprovisto de un
instrumento para él fundamental: la memoria. Ya hablaremos más extensamente de
este tema, pero basta por el momento decir que la importancia que le otorga
Agustín a la facultad de la memoria es central en su pensamiento. Por lo tanto,
su ausencia constituye un problema que lo sume en la perplejidad: “Yo de mí nada recuerdo”. Otro aspecto
que sobresale en este acercamiento es el hecho de haber sido como arrojado a la
existencia Resuena aquí el ser-yecto de Heidegger, pero a diferencia de este
que luce desesperado, Agustín es recogido por la misericordia divina y por el
amor paterno. Un amor al que se suma el de las nodrizas y sirvientas a través
de las cuales seguramente aprende el nombre de Cristo. Entre estos esclavos y
sirvientes –como ya lo dijimos–había florecido el Evangelio.
Agustín
se supone entonces un niño como tantos: “Porque
entonces lo único que sabía era mamar, aquietarme con los halagos, llorar las
molestias de mi carne y nada más.
Después empecé también a reír, primero durmiendo, luego despierto. Esto han
dicho de mí, y lo creo, porque así lo vemos también en otros niños; pues yo, de
estas cosas mías, no tengo el menor recuerdo” (6)
(VI, 7-8).
Siempre
me resultó conmovedora esta referencia a la risa, como un primer signo de humanidad.
Aquí Agustín repetirá su falta de memoria y la obligación a recurrir a dos
fuentes: el testimonio de otros y la observación de otros niños de los que
aprende como ha sido su infancia.
De
todos modos, hay algo que permanece misterioso y oscuro en la infancia, que
ninguno de estos métodos de conocimiento alcanza a responder de forma acabada.
Los límites de la ciencia que no puede rebasar, una buena lección para los
psicólogos. Agustín pregunta, movido por esta inquietud: “¿Fui yo algo o en alguna parte? Dímelo, porque no tengo quien me lo
diga, ni mi padre, ni mi madre, ni la experiencia de otros, ni mi memoria” (7) (VI, 9). Y un poco más adelante,
llega a esta otra pregunta todavía más fundamental: “¿Acaso hay algún artífice de sí mismo? ¿Por ventura hay
alguna otra vena por donde corra a nosotros el ser y el vivir, fuera del que tú
causas en nosotros, Señor…?” (8)
(VI, 10). La
reflexión de Agustín lleva siempre a la respuesta trascendente. Una simple
observación nos conduce nuevamente a esa alabanza original. Particularmente
acuciante es el problema planteado sobre la infancia, sobre todo cuando el
hombre pretende dictarse normas a sí mismo como si fuera él mismo el artífice
de la existencia.
Una
última reflexión que hace Agustín sobre la infancia se refiere a la continuidad
entre ese niño del que nada recuerda y este hombre que es hoy. El hombre es
uno, lo cual parece obvio, pero la distancia entre ambos períodos en Agustín
parece acortarse y la continuidad se hace muy evidente. Una frase provista por la
observación es esta que tiene incluso una veta humorística: “Vi yo y hube de experimentar cierta vez a un
niño envidioso. Todavía no hablaba y ya miraba pálido y con cara amargada a
otro niño colactáneo suyo” (9) (VII,
11). Este tema de la continuidad del niño con el adulto adquiere particular
relevancia con la cuestión del pecado de la infancia, un tema que dejaremos
para más adelante, cuando nos refiramos más estrechamente al pecado.
Para
terminar esta parte dedicada a la infancia, me parece oportuno recuperar este
fragmento a modo de resumen y también como testimonio de esa continuidad: “Vergüenza me da, Señor, tener que asociar a la vida que vivo en este
siglo aquella edad que no recuerdo haber vivido y sobre la cual he creído a
otros y yo conjeturo haber pasado, por verlo así en otros niños, bien que esta
conjetura merezca toda fe. Porque en lo referente a las tinieblas en que está
envuelto mi olvido de ella corre parejas con aquella que viví en el seno de mi
madre” (10) (VII, 12).
Niñez y lenguaje
A partir
del capítulo 8, Agustín dejará atrás la infancia sin memoria y comenzará a
realizar la niñez. La diferencia entre ambos períodos la constituye el lenguaje
y así lo manifiesta: “¿No fue, acaso,
caminando de la infancia hacia aquí como llegué a la puericia? ¿O, por mejor
decir, vino ésta a mí y suplantó a la infancia, sin que aquélla se retirase;
porque adónde podía ir? Con todo, dejó de existir, pues ya no era yo infante
que no hablase, sino niño que hablaba” (11)
(VIII, 13).
A
partir de este momento, Agustín va a enfrentar otro tema también de enorme
actualidad, como es el del lenguaje. La lingüística es una de las ciencias más
nuevas, ya que mucho del pensamiento actual se apoya en ella. La relevancia de
los problemas lingüísticos fue declarada por Heidegger cuando dijo que “el
lenguaje es la casa del ser”. A partir de entonces, mucha de la filosofía
actual se ha centrado sobre el problema del lenguaje. Y en un modo por el
problema del inicio del lenguaje. Este de un modo muy sucinto se puede decir que
encuentra dos formulaciones básicas: la empirista, que cree que el lenguaje se
aprende por la experiencia y la más moderna, la naturalista de Chomsky, que
sostiene que existe una especie de pre-saber del lenguaje. Chomsky y sus
seguidores, lo mismo que San Agustín, llegan a esta conclusión después de
observar la velocidad con que se aprende el lenguaje: “Recuerdo esto; mas cómo aprendí a hablar, advertilo después.
Ciertamente no me enseñaron esto los mayores, presentándome las palabras con
cierto orden de método, como luego después me enseñaron las letras, sino yo
mismo con el entendimiento que tú me diste” (12) (VIII, 13).
Más
delante, de todos modos, la reflexión se volcará también a los argumentos de la
escuela empirista, que se formulan así: “Que
ésta fuese su intención deducíalo yo de los movimientos del cuerpo, que son
como las palabras naturales de todas las gentes, y que se hacen con el rostro y
el guiño de los ojos y cierta actitud de los miembros y tono de la voz, que
indican los afectos del alma para pedir, retener, rechazar o huir alguna cosa” (13) (VIII, 13). Pensar en el origen
del lenguaje es pensar en el lenguaje como designación, apunta Foucault en Las palabras y las cosas.
Y
con esta reflexión se ubica en el medio de ambas escuelas, lo que al parecer es
hoy en día la posición más aceptada, la de este doble principio, es decir que el
origen de la lengua tiene raíces culturales y biológicas.
De
todos modos, lo que queda claro es que Agustín relaciona con el habla la plena
constitución de la persona y lo expresa de modo contundente: “Así fue como empecé a usar los signos
comunicativos de mis deseos con aquellos entre quienes vivía y entré en el
fondo del proceloso mar de la sociedad”
(14) (VIII, 13). Con el uso muy explícito del adjetivo “proceloso” es decir
tempestuoso, Agustín refleja, una vez más, la inquietud que el habla le
provoca. El lenguaje es uno de los temas fundamentales en su vida, recordemos
que él es un retórico de profesión, es decir un técnico del lenguaje, alguien
que piensa el lenguaje en sí mismo.
Como
tal ve en el lenguaje ya desde el principio un arma tremendamente poderosa y
como tal peligrosa. A su problemática se acerca, parafraseando a Kierkegaard,
con “temor y temblor”. El lenguaje pude ser también fuente de desvíos, instrumentos
de la vanidad y esto es algo que el Agustín maduro ve con claridad cuando mira
sus primeros pasos en el mundo del lenguaje: “Se me proponía a mí, niño, como
norma de bien vivir obedecer a los que me amonestaban a brillar en este mundo y
sobresalir en las artes de la lengua, con las cuales después pudiese lograr
honras humanas y falsas riquezas” (15) (IX,
13).
Crítica a la pedagogía
En el comienzo del capítulo 9, Agustín va a iniciar una
feroz crítica a la pedagogía de su tiempo. En general se advierte que las
personas tienden a enaltecer el momento de su educación. Existe una conciencia
muy desarrollada de que la educación no ha hecho más que decaer
ininterrumpidamente a lo largo de los siglos. Difícilmente se encuentre, entre
la gente ilustrada, alguien que considere que la generación sucesiva haya
estudiado más que la propia y la suya más que la anterior. No sé a qué obedece
esta tendencia, pero está claro que San Agustín no padece de esa distorsión.
Evidentemente
el sistema educativo que formó a Agustín era de un extremo rigor y estaba
basado en el castigo –sobre todo corporal– de los alumnos. Es notable como él
se revela ante esta situación que sin lugar a dudas era del beneplácito de los
mayores y de la cultura de su tiempo. Incluso se puede percibir un cierto
dolor, como una llaga que permanece abierta en el recuerdo. Muchas veces sucede
que las cosas sufridas en la niñez no se olvidan. Agustín critica e iguala las
distracciones de los niños con las de los mayores, dejando al descubierto que lo
que hace que uno castigue a aquellos es solamente el poder. Agustín se revela
un estudiante brillante pero no del todo aplicado y se queja de los castigos
recibidos no por su rendimiento “sino
porque me deleitaba el jugar, aunque no otra cosa hacían los que castigaban
esto en nosotros. Pero los juegos de los mayores cohonestábanse con el nombre
de negocios, en tanto que los de los niños eran castigados por los mayores” (16 )(IX, 15). Resulta especialmente y
cercano a mí corazón el lamento porque “me
azotasen porque jugaba a la pelota” (17)
(IX, 15).
Pasamos
por alto el capítulo dedicado al problema del bautismo, lo dejamos para la
próxima, y seguimos con Agustín alumno díscolo, muy lejos de ser un modelo. Por
empezar, no es de esos a quienes todo les da lo mismo, y enseguida da cuenta de
ser un estudiante apasionado, hay cosas que detesta: “No gustaba yo de las letras y odiaba el que me urgiesen a estudiarlas”
(18) (XII, 19), cometario que completa con una reflexión sorprendente por su
modernidad: “Quien no hacía bien era yo,
que no estudiaba sino obligado; pues
nadie que obra contra su voluntad obra bien, aun siendo bueno lo que hace” (19) (XII, 19). Es decir que lo bueno se puede conseguir contra la
voluntad del que lo obra, pero para obrar realmente bien es necesaria una
aquiescencia de la voluntad.
Dejada
atrás la reflexión sobre el método, se inicia una reflexión sobre el objeto de
la enseñanza. Una posibilidad de adentrarse en lo que era la enseñanza en la Antigüedad,
básicamente las letras latinas y griegas. Un programa al parecer idéntico para
todo el vasto territorio del Imperio: lo que se estudiaba en la pequeña Tagaste
era lo mismo que se estudiaba en Roma. Agustín muestra enseguida sus
preferencias:
“¿Cuál era la causa de que yo odiara las letras griegas, en
las que siendo niño fui imbuido? No lo sé; y ni aún ahora mismo lo tengo bien
averiguado. En cambio gustábanme las latinas con pasión” (20) (XIII, 20).
San
Agustín declara entonces su pasión por la literatura más que por las letras en
sí mismas. En estos pasajes se recrimina estos desvíos literarios que lo
transportaban apasionadamente lejos del verdadero objeto del lenguaje, que es
el apropiarse del mismo como instrumento de conocimiento y sobre todo de
alabanza. Son párrafos donde resuena velada la condena platónica de lo
artístico como desviación de lo verdadero, pero al mismo tiempo aparece la
vibrante experiencia del lector entusiasta. Es conmovedora la forma en que
recuerda su llanto al haber leído la historia de Dido, contada por Virgilio en
la Eneida. Una historia que suponemos
tenía connotaciones de tipo nacionalistas. Dido fue abandonada por el frío
Eneas quien, como todo héroe trágico, antepone su misión, fundar Roma, a su
pasión. A causa del abandono, Dido, desconsolada, se arroja al fuego. Una
historia en la que también es muy fácil ver connotaciones políticas, dada la
relación entre Roma y Cartago, que terminó con la destrucción de la ciudad en
el 146 a. C. Agustín era romano por cultura, pero africano por nacimiento y
suponemos que sus sentimientos serían encontrados.
Las
reflexiones de orden pedagógico se cierran con un párrafo que es todo un
programa. Un programa que no se basa en la exigencia, sino más bien en hacer
desertar el interés de lo que se quiere aprender. Creo que ante una exaltación,
presente en ciertos ambientes, del sistema de premios y castigos, signado por
el convencimiento de que el hombre es hijo del rigor, son un bálsamo, al menos
para mí, estas reflexiones de Agustín: “Y
es que la dificultad, sí, la dificultad de tener que aprender totalmente una
lengua extraña era como una hiel que rociaba de amargura todas las dulzuras
griegas de las narraciones fabulosas. Porque todavía no conocía yo palabra de
aquella lengua, y ya se me instaba con vehemencia, con crueles terrores y
castigos, a que la aprendiera. En cambio, del latín, aunque, siendo todavía
infante, no sabía tampoco ninguna, sin embargo, con un poco de atención lo
aprendí entre las caricias de las nodrizas, y las chanzas de los que se reían,
y las alegrías de las que jugaban, sin miedo alguno ni tormento. Aprendilo,
digo, sin el grave apremio del castigo, acuciado únicamente por mi corazón, que
me apremiaba a dar a luz sus conceptos, y no hallaba otro camino que
aprendiendo algunas palabras, no de los que las enseñaban, sino de los que
hablaban, en cuyos oídos iba yo depositando cuanto sentía. Por aquí se ve claramente cuánta mayor
fuerza tiene para aprender estas cosas una libre curiosidad que no una medrosa
necesidad” (21) (XIV, 23).
El
libro se cierra con una invectiva muy concreta a las fábulas paganas, que hoy
parecen algo insólitas, pero que no lo eran en el momento histórico en que
fueron escritas. El paganismo en esos tiempos era todavía muy difundido y eso
explica las argumentaciones llevadas adelante con el fin de desenmascarar a
esos dioses en los cuales se creía. Hoy resulta casi risible desmentir a
Júpiter con argumentos racionales, pero no lo era entonces, ya que Júpiter aún
tronaba.
Para
el final quedan algunas confesiones más sobre comportamientos de la niñez que
Agustín condena, no tanto en sí mismos, sino como figura de lo que después
serán en la adultez. Una vez más, Agustín liga muy fuertemente al niño con el
hombre futuro. “¿Y es ésta la inocencia
infantil? No, Señor, no lo es, te lo confieso, Dios mío. Porque estas mismas
cosas que se hacen con los ayos y maestros por causa de las nueces, pelotas y
pajarillos, se hacen cuando se llega a la mayor edad con los prefectos y reyes
por causa del dinero, de las fincas y siervos, del mismo modo que a las férulas
se suceden suplicios mayores” (22) (XIX,
30).
Pero
Agustín no tiene una mirada solo negativa sobre su niñez y para demostrarlo
deja para el final algunas notas positivas sobre su persona, logrando una
saludable dosis de objetividad: “Guardaba
también con el sentido interior la integridad de los otros mis sentidos y me
deleitaba con la verdad en los pequeños pensamientos que sobre cosas pequeñas
formaba. No quería me engañasen, tenía buena memoria y me iba instruyendo con
la conversación. Deleitábame la amistad, huía del dolor, abyección e
ignorancia. ¿Qué hay en un viviente como éste que no sea digno de admiración y
alabanza? Pues todas estas cosas son dones de mi Dios, que yo no me los he dado
a mí mismo. Y todos son buenos y todos ellos soy yo” (21) (XX, 31).
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