lunes, 24 de marzo de 2014

La gran desilusión



Me pregunto por qué detesté, desde el primer fotograma hasta el último, La grande belleza.
Sobre todo me lo pregunto porque soy de los que le dan importancia a la crítica, tanto especializada como no, y trato de no hacer de mis gustos un absoluto. Confieso que fui a verla con gran ilusión, entre otras cosas porque su argumento trataba de la ciudad en el mundo que más amo, después de la mía.

Se me ocurre que las obras maestras, para resultar tales, tienen que tener un cierto grado de inconsciencia. Esa es la que les otorga esa proverbial liviandad que las eleva. Ni Mozart ni Brunelleschi ni Velázquez estaban al tanto, mientras la producían, de la grandeza de su obra. Claro que hay excepciones, por ejemplo: Wagner, pero a estas les cabe, como es sabido, la tarea de confirmar la regla.

Así ocurre con Fellini, cuyas películas tienen siempre ese aire circense que las vuelve encantadoras. Aquí,  el gran Federico es citado reiterada y explícitamente, pero con una  gravedad que resulta ajena, ya hasta contraria a lo que el adjetivo “felliniano” expresa. Todo aquí me pareció construido con una pretendida grandeza, tan excesiva como falsa. Una escena me basta para ilustrarlo. Una jirafa en las ruinas de una terma romana sirve para expresar una idea tan común como la voluntad de desaparecer. Es como la filarmónica de Berlín tocando un tema de la Mona Giménez.

He leído también que a este modo de narrar se lo considera barroco, pero es una apreciación que solo se admite de quien de ese estilo no ha comprendido más que su exterior. Una incomprensión que es la misma que cobija el tono despectivo que está en el origen del término, surgido tardíamente. El Barroco es ciertamente un estilo recargado, pero que está al servicio de una idea concreta, más aun, de una fe. Su esencia obedece a los fines propagandísticos de la Contrarreforma y no es, como en este caso, un mero onanismo decorativo.

Pero el disgusto va más allá de cuestiones de forma, a pesar de que esta es, en el juicio estético, fundamental. Más me molestó su manifiesto –y celebrado– anhelo de provocación, cuando en realidad es una obra reaccionaria. Tanto la  parodia de Marina Abramovic como la escena de la pequeña pintora abstracta, son un guiño a la platea más conservadora. Esto es subrayado por la visita a la luz de las velas de las antigüedades romanas. Escena idéntica a la que relata Goethe en su Viaggio in Italia, que por ese entonces se encontraba bajo el riguroso influjo neoclásico de Winckelmann.

Sucede, en general, que las posiciones estéticas conservadoras van acompañadas de un correlato moral del mismo signo. Y no es que tenga nada en contra de las posiciones conservadoras, solo me molesta cuando estas vienen disfrazadas de provocación. La condena al estilo de vida de la alta sociedad romana de la era Berlusconi está suficientemente desprovista de matices como para no convocar a la cómplice indignación del público. Para criticar el exceso de botox no parece necesario asumir demasiados riesgos. Hasta el fugaz vecino que encarna la perfecta imagen del corrupto responde, en una obviedad del guión, al nombre de Moneta. Un nombre que entre nosotros adquiere un realismo insospechado, gracias a Raúl.

Sin embargo la indignación llegaría sobre el final cuando el relato deriva hacia un terreno religioso. Este último plato es servido por intermedio de una crítica a la Iglesia que, más que a la institución eclesiástica, ofende a la inteligencia. Y no es que la Iglesia, a la que pertenezco y amo, no pueda ser criticada. Sino que recurrir al trillado esquema que contrapone el opulento cardenal a la monja santa no pasa de ser un maniqueísmo grosero. El planteo finalmente se resuelve en una sincrética conexión entre visión contemplativa y Naturaleza, con la bizarra escena de los flamencos.  A este punto ya había cruzado la delgada línea que divide la desilusión del mal humor.

Ni siquiera Roma, con todo su esplendor, me pudo salvar del naufragio. Una Roma que además me resultó en algunas escenas tan impactante como extraña. Quizás todo se explica si uno piensa en el nombre del director. Después de todo un Sorrentino no es más que un raviol presuntuoso y la grandeza de Roma se expresa mejor en un sencillo  plato de spaghetti alla carbonara.








8 comentarios:

Rob K dijo...

La ví y pienso lo mismo que vos. Agregaría que me indignó particularmente la concesión comercial al "product placement". Es penoso tratar de parecer Fellini si no se tiene el talento de Federico.

Saludos, Opi.

La herida de Paris dijo...

Rob me alegra la coincidencia. Encontré demasiada gente que le encantó esta película, al punto que empezaba dudar de mi juicio.
Abrazo.

Agustin dijo...

a mi me gustó mucho, como a tanta gente. Me pareció una crítica aguda a muchas cosas de la modernidad romana, italiana, y universal, o por lo menos occidental, llena de vacío (valga la contradicción) y de mentira. A la banalidad, al arte (la escena de la chiquita que "pinta" el lienzo, filmada desde arriba, me gustó especialmente; y el personaje que después de haber vivido intensamente en este mundo hueco, se da cuenta y ensaya una crítica mordaz, me pareció muy bueno. Acaso soy un "sencillo" para ver cine (ojalá lo fuera para otras cosas, más importantes), no lo descarto... Un abrazo, Gabo.

Agustin dijo...

lamento aparecer como Agustín, pero soy Gabo, creeme...

La herida de Paris dijo...

Ya me parecía que no era Tin.
Es verdad que le gustó a "tanta gente", pero sobre todo a la crítica especializada, que poco tiene de mirada "sencilla". En fin, sólo pretendí exponer algunas razones por las cuales me había disgustado tanto a mi. Por que sobre gustos, hay que escribir.
Saludos.

Mari Pops dijo...

a mi tambien me gusto y mucho pero despues de lo que escribis me quedo pensando ...

La herida de Paris dijo...

Mary, me parece que lo bueno del arte es que mas allá de los gustos nos haga pensar ¿no?.
Saludos.

Magda dijo...

No la he visto y ahora tengo curiosidad. Pero por lo que dices, demasiadas "especies" en un mismo "plato".

Buena Pascua.