lunes, 28 de julio de 2014

Gótico platense

 

Si la Belleza es la manifestación sensible de la Idea, según la célebre definición de Hegel, cabe pensar que una catedral intenta serlo de Dios.
Y, de todas las materializaciones posibles de una catedral, la gótica es, quizás, la más evidente, y también la que produce un efecto más certero. La experiencia del espacio gótico, cuando es de buena factura, es de una eficacia siempre conmovedora. Una experiencia que renovamos una vez más el viernes, cuando visitamos otra vez, después de más de una década, la magnífica Catedral de La Plata.


Todas las catedrales persiguen un fin idéntico, pero no es idéntico en ellas el motor que las impulsa a las alturas. Hay algunas que nacen directamente de la Fe, y otras que surgen de la razón de Estado. En este sentido, la de La Plata se parece más a la Catedral de Washington que a la de Luján. Una nota que el visitante no puede dejar de advertir es la ausencia de cierto calor popular, que adorna como una joya preciosa a esta última. Su origen, más burocrático que espiritual, también se descubre en el hecho de que pocos la conocen por su advocación a la Inmaculada Concepción.


Sin embargo, esta falta nada le quita a la obra, de una arquitectura impecable. Hasta se podría pensar que su prestancia habla quizás de algún sentimiento de culpa que asistió a quienes decidieron sus generosas dimensiones. “Feliz culpa” se podría decir también en este caso, ya que nos legó este prodigio que todavía hoy nos subyuga. Esos hombres del ‘80 no creían en Dios, pero no querían que quedaran dudas de la importancia que le asignaba a la fe, en una patria todavía joven. Y está claro que, tampoco en este caso, escatimaban esfuerzos a la hora de plasmar sus programas.


Así, cuando la ciudad era poco más que un plano dibujado, se comenzaron a poner las desmesuradas bases que deberían soportar este gigante. Medio siglo después fue inaugurada y, casi al mismo tiempo, interrumpidos sus trabajos y retomados sesenta años más tarde. Estos fueron realizados sin apartarse fundamentalmente del plano original, trazados por el audaz Ernesto Mayer, quien, fiel a sus orígenes, siguió las inspiraciones de un estilo tardío, aunque más sobrio, de algunas catedrales alemanas.


A pesar del respeto al planteo original, la catedral tuvo un invitado inesperado que se fue asentando a lo largo del tiempo: el ladrillo. Pensada para ser revestida en piedra, los problemas de costos, sumados a la supuesta debilidad de los cimientos, hicieron que el ladrillo, destinado a servir de invisible soporte a las piedras, fuera asumiendo un papel protagónico. Inesperadamente, la sincera pobreza del ladrillo aporta a la catedral una connotación moral y, al mismo tiempo, una liviandad formal, de resonancias bálticas, que la piedra hubiera echado a perder irremediablemente. Una grandiosidad despojada es aún más grandiosa.


Por último, esta catedral respeta la noble tradición de muchas de sus más gloriosas antepasadas de continuar construyéndose a través del tiempo. A las torres agregadas con el caer del milenio, se sigue sumando  la decoración de su fachada y también de su interior.


Así, se suman a las extraordinarias esculturas en madera que ya poseía, realizadas por artistas europeos, la obra de un escultor vernáculo, cuya calidad está a la altura de sus predecesores: Gabriel Cercato. Los grandes grupos escultóricos de la fachada y de las torres, y también el vía crucis que crece en el ambulatorio, se suman a la catedral con naturalidad y, al mismo tiempo, proponen una vertiente autóctona que la hace todavía más nuestra.









La Catedral de La Plata se convierte, así, en más que un monumento: es una historia viva que merece ser leída y degustada. Manifestación de Dios y, también, testimonio de un pueblo que quiere caminar junto a Él.

 


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