domingo, 8 de junio de 2008

Cuatro abuelos: 4/Mamama


Mi infancia terminó el día que abandonamos la casa. Fue para vivir todos juntos con ella, que también dejó la suya. Los años que siguieron, aquellos decisivos de mi primera juventud, discurrieron alrededor de su figura, una presencia dominante. En el fondo de aquel departamento inmenso, había armado su minúsculo palacio, que estaba encastrado como una caja china. Desde allí ejercía su influencia hecha de opiniones certeras sobre todos los ámbitos de la vida familiar. Tenía una idea cartesiana de lo que ésta debía ser.

Su realismo era de aquellos descarnados. No había lugar para idealismos fáciles, ni posibilidad de evasiones. El mundo se presentaba con nitidez preclara a su conciencia. Estaba bien informada, ávida lectora de matutinos que reforzaba con “La Razón” por las tardes. Su ancianidad nada tenía que ver con un retiro voluntario a lugares tranquilos. Tampoco cabían las fugas al pasado, el alimento del realista es el presente absoluto.

Su vida se desarrollaba en una faja horaria más propia de una adolescente que de una octogenaria. En las horas altas de la noche se producían nuestros encuentros más profundos, cuando descorría para mí los velos donde se ocultaba un pasado recordado con una precisión que cerraba el camino a los excesos de la nostalgia. Desde allí llegaban hasta mí las fragancias de una vieja quinta de Adrogué y también los sonidos de alguna sonatina ensayada en la tarde de un piano olvidado. Un mundo prehistórico.

Los años compartidos fueron de aquellos multitudinarios, propios de una casa que albergaba un abanico amplio de generaciones. Afuera también bullían las calles, pero a ella difícilmente la seducían las promesas, era impermeable a la retórica. Miraba algo sorprendida todo aquel desfilar de personas que, como en un rito, surcaba el pasillo para saludarla en el fondo de su living de miniatura. Sentada en su sillón, y acompañada por lúgubres campanadas de reloj, mantenía una conversación siempre vivaz. A la hora de las comidas emprendía su caminata de pesados pies hasta el poblado comedor, para dirigir, hacia el final, la sencilla ceremonia de servir el café.


Profesaba una fe robusta que no temía la aridez del cumplimiento. Su religión tenía más de rigores hebraicos que de arrebatos propios de algunos misticismos cristianos. Prácticas sencillas y devociones austeras conformaban su vida de creyente en un Dios al que trataba sin demasiados rodeos. Quizás el rezo del rosario era el oasis que permitía que se mantuviera fértil. Lo rezaba con la cabeza blanca algo echada hacia atrás, balbuceando lentamente avemarías, mientras que entre sus dedos resbalaban cuentas de un vidrio violáceo.

Esperó la muerte a cara descubierta, pero llegó lentamente, como un invierno en el que tarda el frío. Se fue quedando quieta y luego permaneció callada en su cama durante largos meses. Como una lámpara que consume su aceite, su corazón se detuvo en un tórrido enero. En su testamento me dejó sus alianzas, un legado cargado de sentido, que me une a ella de un modo casi físico. Mi vida de adulto comenzó con su partida.

5 comentarios:

Estrella dijo...

A la 1 de la mañana de un domingo, mientras hijos adolescentes conversan, bailan, toman cerveza y se preparan para salir, leo con placer este recuerdo, que se deja leer con la parsimonia de una prosa sin ripios ni segundas lecturas y que me lleva de la mano hacia el final, el de la cabeza blanca echada hacia atrás y el de su lento irse de este mundo.
He disfrutado de cada uno de estos recuerdos.

Anónimo dijo...

Me encantó la idea del "minúsculo palacio". Una especie de ciudad Vaticana dentro de la inmensa Roma. Y vale para el Vaticano, y también para ella, aquello que desde allí se tejían intrigas de diversa índole. Sus "pesados pasos por el pasillo", ya sabemos los sobresaltos que me causaban. Encontrarme retozando sobre los libros, contar cuántos cigarrillos había fumado, y tu típico chiste de caminar como ella para luego entrar a mi cuarto sin darme tiempo a espabilarme. Recuerdos. Muchos recuerdos de una vida que parece haber transcurrido hace tanto tiempo. Es bueno evocarla. Para recordar lo felices que fuimos. Los dos tuvimos la enorme suerte de compartir con ella, casi diez años de intimidad. Y todavía la extraño. Un gran abrazo y nuevamente gracias por compartir estos recuerdos tan gratos y nostálgicos.

Anónimo dijo...

Ella decidía a quién le daba las llaves del mueblecito de madera que guardaba una caramelera de vidrio con tapa de plata llena de caramelos bonafide de frutilla y mentas redondas. Yo era feliz cuando me tocaba a mí. Todavía me acuerdo del olor a roble y menta que salía de su interior. Y del ruido que hacían las agujas de tejer en sus manos blancas y largas y frías y suaves.
En su testamento me dejó una cajita de música con una bailarina con tutú y ese rosario de piedras violáceas del que hablás. Justo a mí. La vida a veces te juega esas malas pasadas.
Su muerte fue el primer encuentro que tuve con la parca, supongo que me preparó para lo que vino sólo tres meses después... Todavía puedo oír a mamá decirnos a jachi y a mí: llamen a mamama, no sean descariñados, el día que se muera se van a arrepentir, con esa crudeza y realismo que también la caracterizaba a ella. Como dice stefanino, una época feliz.
Saluti

La condesa sangrienta dijo...

En octubre del año pasado escribí sobre mi abuela Lila que ponía confites de colores debajo de mi almohada y rezaba el rosario cada día, suavecito, como si estuviera secreteando con María.
Tu abuela la ha traído de nuevo a mi lado, gracias!

La herida de Paris dijo...

Gracias a todos, me encantó compartir con ustedes, lejanos y cercanos, virtuales o reales, estos recuerdos.
Estrella me impresiona como tus fines de semana se parecen a los nuestros.
Condesa voy a buscar lo tuyo para compartir abuelas.
Gordo ya me enteré que andabas difundiendo el blog en las comidas de los jueves. Me llamó el viejo y me alegro que les haya gustado también a ellos, después de todo son sus hijos.
Y Lu, tengo siempre le secreta esperanza de que ese rosario haga efecto en tu adormecida Fe. En cuanto a tu madre, había para ella un párrafo que finalmente saqué. Era demasiado desgarrador que lloré yo, mientras lo escribía, así que preferí mantenerme lejos del melodrama a la que nuestra sangre itlaiana es tan propenso.
Abrazos.