miércoles, 9 de julio de 2008

Santa geografía: 4/Milán

Europa era un inmenso bosque recientemente conquistado. La campaña de César a las Galias fue uno de los hechos decisivos para configurar eso que hoy llamamos Occidente. Sin esa ancla, la fascinación de Oriente hubiera sido incontrastable. Sin embargo, el dominio de aquellas arboledas tupidas de guerreros indómitos y druidas mágicos fue precario. Aun con una inestabilidad permanente, la civilización romana hizo posible la continuidad de la Historia. Por aquel puente maltrecho pasó al interior del continente el cristianismo y, gracias a él, el pasado romano se amalgamó con el futuro bárbaro. Milán fue la puerta de entrada a ese primer nuevo mundo. Era la última ciudad de Italia y la primera de Germania.

Es difícil pensar en ella sustrayendo de su imagen el férreo perfil del “Castello” y las tardías agujas góticas del “Duomo”, que son ahora su marca inconfundible. No existía tampoco el perfecto románico de Sant’Ambrogio, pero sí quien le diera su nombre. Por aquellos años últimos debía ser una ciudad populosa, pero de un perfil todavía achatado. Habría casas con patios y techos de tejas, pero sin la estival franqueza de las villas mediterráneas. Aquí el invierno hacía sentir su paso con una estela de nieve y los veranos perdían la sequedad del mar para cargar el aire de una humedad pegajosa. Se intuían los Alpes cercanos, que aportaban la calma que trae la montaña y un verdor de lagos próximos invitaba al retiro.


Menos de cien años atrás se había realizado en ella la reunión que diera origen al edicto que sacaría para siempre a los cristianos de las catacumbas. Ya por entonces buscaba diferenciarse de una Roma que resbalaba por la pendiente de un desenfreno irrevocable. Sorprendentemente, se convirtió en fugaz capital del Imperio y albergó una corte que parecía más de prófugos que de emperadores. De todos modos, la ciudad hizo poco caso de aquellos huéspedes, a los que siempre miró con extrañeza. Se sentía protegida y guiada por su pastor, y no necesitaba de otros falsos cayados.

Ambrosio fue una figura gigantesca, capaz de convertirse en una referencia ineludible es aquellos años de confusión extrema. Elegido obispo por el clamor popular, procedía de una rica familia pagana de la zona. Sus homilías encendidas de fervor eran seguidas por multitudes que se agolpaban en la desnuda basílica de paredes blancas y ventanas de alabastro. Eran días en que la fe tomaba forma delante de los atónitos oyentes, que escuchaban absortos cómo se desplegaban ante ellos misterios poderosos y al mismo tiempo cercanos. La Iglesia tenía aún el aspecto de un precario tinglado, pero las palabras del Obispo construían catedrales de solidez románica.

Después de escucharlo, ya nada fue lo mismo para el joven profesor de retórica que apenas llegaba a la ciudad. La extensa búsqueda parecía haber llegado a su fin. Sin embargo, su conversión no se produjo hasta meses más tarde de aquel encuentro decisivo. Fue en un soleado mediodía de quintas cuando escuchó un canto suave de niños que contenía un mandato irresistible: “toma y lee”. Ya se sentían a lo lejos el redoblar de los cascos de Atila, pero aquella ciudad hecha de niebla estaba a punto de engendrar el faro que iluminaría los años más oscuros.

4 comentarios:

Estrella dijo...

Un placer el recorrido por estas santas geografías.
Lo mismo digo de los dibujos que ilistran las notas. ¿Qué tamaño tienen? ¿Con qué material trabajáa?

Estrella dijo...

¿Cómo está María?

La herida de Paris dijo...

Los dibujos tienen un tamaño de 10 x 10 cm mas o menos, y están hechos con lapicera y pintados con unos marcadores marca "Giotto" que compra mi mujer para los chicos en Once, a 10$ la caja.
A propósito ella está acá al lado mio haciendose unas nebulizaciones. Está bastante mejor. Gracias por la preocupación.
Saludos

Estrella dijo...

Me alegro que ya esté bien.
¿Marcadores Giotto? Investigaré!