domingo, 13 de julio de 2008

Santa geografía: 5/Hipona

Volver es siempre una prueba ardua. Su dificultad no radica tanto en la duración de la ausencia, sino en la intensidad del viaje que nos alejó. Los lugares de siempre aparecen distintos, y no por que hayan cambiado, sino porque es otro el que los mira. Hasta el sol de África parecía calentar distinto y el mar ya no inspiraba el respeto de antes, una vez que se hubieron surcado sus peligros. Más allá de eso, en esas ciudades se respiraba un aire distinto que en los días de la infancia. Había una sensación de caducidad cierta, como si la argamasa que mantenía unido el mundo se estuviera lentamente retirando, dejando oquedades que hacían visible su ruina.

Hipona era una ciudad intermedia, sin la desmesura de la pérfida Cartago, ni la estrechez, algo asfixiante, de Tagaste. Se ubicaba al oeste de ambas, sobre un promontorio desde el cual el mar se divisaba como desde una terraza. Separado por unos breves kilómetros de terreno accidentado, bañaba playas angostas de arenas blanquísimas, al reparo de una bahía azul. El clima era fresco por la altura y cruzado de ráfagas que despeinaban la meseta árida.


Las calles guardaban ya pocos rastros del imperio. El pasado pagano había sido prácticamente olvidado y los dioses latinos habían huido en tropel como animales echados a bastonazos. En su dispersarse habían dejado jirones de templos y arquitecturas espléndidas, que esperaban apacibles su conversión. Como un brote, una mañana cualquiera una cruz de hierro crecería en su pináculo. Quizás el mayor mérito cultural de los cristianos fue su ausencia de rencores hacia los perseguidores de un tiempo. No deja de sorprender con qué suavidad las estructuras del imperio, sus basílicas y sus fiestas fueron adoptadas y reacondicionadas para el nuevo culto. Hay un sentido práctico en aquellos primeros siglos de la Iglesia que mucho enseñan.

De todos modos, la amplitud del cristianismo trajo sus problemas. En aquellas regiones tostadas por el sol del mediodía, el crecimiento fue de un ímpetu desbordante, y hubo que descubrir una ortodoxia entre un malezal de herejías. Sus disputas eran agrias y lejos estaban de la elegancia interminable de las discusiones bizantinas. Donatistas, arrianos, pelagianos y otros intérpretes exóticos de las Escrituras culminaban con violencia sus controversias y las tranquilas calles se veían tomadas por asalto en defensa de dogmas sutiles.

En una se esas tardes fue que el obispo Valerio, entre lágrimas, lo llamó al servicio de Cristo. Los muros del recóndito monasterio que había fundado en las afueras de la ciudad fueron inútiles para contener la fuerza que desde allí se irradiaba. La cátedra de obispo fue al poco tiempo asumida entre los ruegos de los fieles. Desde allí comenzó la obra más gigantesca que un hombre se haya propuesto, sencillamente hacer pasar por un estrecho desfiladero la Antigüedad toda para que, insuflada por el Espíritu, se salvara para la posteridad.

El final de sus días transcurrió ante el implacable asedio de los vándalos de Genserico, que arrasaban todas las comarcas del país. Las puertas del obispado fueron abiertas para todos, transformándolo en una casa de refugiados. El anciano obispo pasaba los días en compañía de sus monjes, preocupado por el destino de esas ovejas que le habían sido confiadas. Finalmente, se retiró en un silencio orante y se preparó para partir hacia el Amor que había consumido sus fuerzas. Su obra estaba cumplida y aún nos alimenta.

3 comentarios:

La condesa sangrienta dijo...

Voy a ser reiterativa, pero tenés una maravillosa manera de contar la historia, la geografía, la arquitectura y el pensamiento. Todo junto, con un alto vuelo poético pero fácil de atrapar y gustar.
Los dibujos, claro está, un bonus track para quedarse un rato más.
Abrazo grande.

La herida de Paris dijo...

Gracias por los elogios Condesa. Haré lo posible por no creerlos.
Saludos

Estrella dijo...

Para qué decir lo mismo que la condesa. Agrego, sí, que en estos relatos encuentro siempre palabras nuevas, historias que desconozco, una prosa que me lleva de la mano.

Condesa, si no leíste aún los relatos familiares, no te los pierdas.