domingo, 10 de agosto de 2008

Post Schopenhauer

Lo más cercano que se me ocurre a la experiencia de leer a Schopenhauer es la de enfrentar una tormenta. Su obra tiene la forma de un vendaval de argumentos que se agitan velando improperios dirigidos a quienes no están dispuestos a aceptarlos. Sus destinatarios son sobre todo sus contemporáneos, quienes le propinaron el más terrible de los castigos para un pensador de su temple: la indiferencia. Pero también se dirige proféticamente a sus seguidores, que habrían de traicionarlo.

Aquí me propongo indicar cómo ha de leerse este libro para que pueda ser comprendido”. Así comienza y lo que sigue es una larga lista de requisitos, los cuales, de más está decir que yo cumplía en grado mínimo. Pareciera ser que su primer interés fuera el de alejar a sus lectores, contrariando las más elementales leyes del marketing. Pero al menos conmigo su política del desaliento no dio resultado. Es que a poco andar se comprende que se está en presencia de esos cascarrabias entrañables, a los que terminará uno por encontrar queribles.


Conmueve también la terrible fuerza de esta voz que grita sus verdades en un desierto filosófico, en donde todos parecen encantados por un maléfico flautista llamado Hegel. Un enemigo que ni siquiera se digna a dirigirle una mirada de desprecio. En un aula vacía de discípulos, el bravo Arthur declama sus verdades densas y oscuras, detrás de las cuales se esconde nada menos que la razón del Universo.

Accedí directamente a su obra mayor, dejando de lado los pasos previos y otras escaramuzas. Me adentré en las páginas de su Mundo (como voluntad y representación) y lo primero que me impactó es que este pensador, de corazón caliente, es además un gran escritor, quizás uno de los más grandes que haya dado la filosofía. Se sabe que no siempre las honduras de la mente van acompañadas de una prosa a la altura de esas profundidades, pero esta es una de aquellas excepciones memorables. Borges estudió el alemán sólo para poder leerlo en su lengua original. Basta como ejemplo.

Su pretensión no es otra que descubrir lo que se esconde detrás de los fenómenos. Ese territorio que Kant vedara al pensamiento. Esto que habita detrás de la apariencia de la representación es una pulsión oscura que rige desprovista de sentido todo el cosmos. A ella no es posible acercarse con los endebles instrumentos de la ciencia, sino mediante ese maravilloso atajo que es el arte, para él, la más prefecta forma de conocer. Gracias a esta sorprendente teoría, Schopenhauer nos regala sus mejores páginas y, junto con ellas, una de las más bellas teorías de la estética. Ella sola justifica el esfuerzo de enfrentar el desafío de este huracán.

El final de su sistema lo compone su famosa ética pesimista, que promete como única salvación un retiro de este mundo regido por la rueda trituradora de la voluntad, todo envuelto en una humareda de olor a sándalo. Pero los desvíos demasiado abruptos hacia Oriente siempre me terminan por decepcionar.

Schopenhauer no sólo sufrió el desprecio de sus coetáneos, si no la más flagrante ingratitud de quienes fueron sus estelares seguidores, Nietzsche y Freud. El primero lo repudió en forma directa, el segundo se cuida tan bien de nombrarlo, que con su silencio construye una evidencia incontrastable. Ambos cometen parricidio.

Leerlo se convierte en un acto de estricta justicia.

1 comentario:

Estrella dijo...

Lo poco que sé de él lo sé a través de Borges.
Sumo esta lectura, y me quedo con el dibujo que ilustra la nota.