lunes, 28 de febrero de 2011

El centauro

Un centauro no es un monstruo. En él se reúnen dos naturalezas distintas para dar lugar a una convivencia no exenta de problemas, pero de todos modos posible. Su origen parece ser el de una incierta tribu boreal de jinetes, de singular destreza. Cuando algunos griegos los vieron por primera vez, quizás en un atardecer de penumbra o en un matinal y furioso contraluz, pensaron que se trataba de un solo animal, tal era la simbiosis existente entre caballero y cabalgadura. Ese día nacieron a la existencia paridos por un error de los sentidos.

Saltaron a la fama cuando fueron invitados a la boda de Piritoo, rey de los lapitas, con la bellísima Hipodamia, ya que eran, a través de vericuetos de mitológica genealogía, primos lejanos del esposo. Durante la fiesta, que se extendió desmesuradamente, los centauros cedieron al desenfreno, empujados por la abundancia del vino dulce que se servía a destajo. Los lapitas, súbditos del dueño de casa y por tanto deseosos de mostrarse severos ante su rey, se encargaron de expulsar a estos invitados molestos, lo que no ocurrió sin que mediara una áspera pelea. Nada que no suceda en los casamientos de hoy en día.

Huyeron los centauros a la agreste Tesalia y fueron tenidos siempre por ejemplo de lo que sucede cuando las pasiones no encuentran freno. Sin embargo, a pesar de la pesada carga de la fama adversa, algunos miembros de la especie se libraron de ella. El caso más famoso fue el del célebre Quirón, educador de una impresionante lista de héroes y conocedor del oscuro arte de la medicina, que en aquellos tiempos prudentes nadie se animaba a llamar ciencia.


Es así como el centauro se convirtió en un símbolo de esperanza para los que quieren escapar a la fatalidad. La historia de Quirón muestra que es posible romper el estrecho círculo que la necesidad plantea. Ese destino inexorable que los condenaba a ser esclavos de sus pasiones y a ser por siempre expulsados de las fiestas. El triunfo del centauro sabio quizás sea el fruto de aceptar el destino de una existencia dual, a veces difícil, otras incomprensible, pero en todo caso posible.


El cuerpo

Fue difícil construir el cuerpo. Sus dimensiones no fueron siempre estas que conocemos, pero se pensó desde el inicio en un destino de grandeza. Y siempre estuvo allí, insistiendo, en el ángulo noroeste de la plaza, donde la ubicó Garay el 11 de junio de 1580, el mismo día que fundaba la ciudad. Tomó su lugar para siempre dentro de la arbitraria cuadrícula, trazada con decisión, siguiendo la vieja costumbre romana. Su emplazamiento fue definitivo, pero su crecimiento fue arduo y trabajoso, signado por las catástrofes y la obstinada falta de dineros.

Su origen de paja y sauce fue sacudido por el tiempo y el viento. En 1605 ya tenemos las primeras noticias de un peligro que terminará en derrumbe. El calor de enero de 1618 señala el inicio de los trabajos de reconstrucción, con la rojiza madera que una embarcación bajó desde el boscoso Paraguay. Comenzaba una atribulada existencia endeble, que debió repetidas veces recurrir a puntales y otros artificios para mantenerse en pie. Un cuerpo que nació signado por los achaques.

Con una sorpresiva celeridad, la aldea fue declarada diócesis, como una temprana señal de su futura grandeza, en 1620. Paulo V, Borghese, nombró para el cargo al vivaz sevillano Pedro Carranza, prontamente envuelto en los avatares de la política de la aldea que, como él mismo anota, apenas superaba las cien casas. Llegó sin ser siquiera sacerdote, recibió el orden sagrado en Santiago del Estero y el episcopal en Santa Fe. Sus pergaminos eran tan endebles como la sede apostólica que lo recibía. En sus misivas a España, se quejaba repetidamente del pésimo estado del edificio de la Catedral. A pesar de la poca importancia de su obispado, pequeño en almas pero inconmensurable en extensión, el nuevo pastor no se amilanaba a la hora del reclamo. El proverbial orgullo porteño ya soplaba en lo que era poco más que un caserío.

El edificio emprendió su camino de adobe superada la mitad del siglo XVII, con la llegada del tercer obispo, un dominico limeño de nombre imponente: Cristóbal de la Mancha y Velazco. Esta vez hubo un plano trazado con tres espaciosas naves, pero su ejecución aparecía plagada de dificultades. Por impericia de los constructores, o por la deficiencia de los materiales pobres, la construcción parecía retroceder más de lo que avanzaba. Se sucedían las grietas que anunciaban derrumbes que puntualmente ocurrían ante la desazón de los vecinos. Finalmente, el 23 de mayo de 1752, muy temprano en la mañana, con un estrépito acompañado de una nube de polvo, se desplomaron las tres endebles naves.

Solo tres años más tarde se retomaron las obras que finalmente llevarían a feliz término la empresa. A pesar de sus heridas, el cuerpo estaba en pie, para el asombro de los vecinos, que ya miraban su porvenir incrédulos. La perseverancia había dado sus frutos en esa montaña de ladrillos, que todavía mostraba la rispidez de una piel que aún no había recibido la suavidad del revoque. La nave era amplia y de altura generosa, siguiendo el modelo impuesto por los jesuitas. Iglesias para celebrar el culto, pero también atentas a adoctrinar fieles. Fue consagrada en 1804, pocos años antes de que la patria naciera.

Habrán recordado esos vecinos cuántas veces arreció el desaliento y la sensación de que nunca se llevaría a buen puerto aquel proyecto grandioso. Ya no deberían escuchar humillados a los viajeros llegados desde otras partes del virreinato que contaban las maravillas de otros templos, plateados con los frutos del Potosí. Cuántas veces habrán pensado ellos, cruzando los pórticos de la recova, al ver aquel cuerpo maltrecho e incompleto, que quizás su destino fuera el castigo de una ilusión desmedida. Era el momento de disfrutar de la inmensa bóveda que parecía tener el poder de albergar a toda la aldea, y que resultaba a todas luces imponente.

Un recuerdo del Barroco vibraba en sus paredes, pero era de un semblante austero. No hay aquí lugar para que el muro se pliegue ni para el brillo de dorados. Los enormes pilares macizos que sostienen la bóveda son resabios del temor de tantas ruinas. Su porte de un ancho desmedido aísla las naves laterales y condena al ostracismo a la línea de capillas. Estas viven una existencia autónoma, pero digna, que comienza de a poco a poblarse con imágenes de los santos predilectos de la aldea.

El estilo colonial se materializó justo antes de dejar de ser colonia. El cuerpo echado como el de un animal gigantesco y paciente se preparaba para mirar quedo los alborotados sucesos que ya se asomaban en el horizonte próximo. El doble desembarco de los ingleses, las gloriosas jornadas de Liniers sazonadas de aceite bien caliente, el pueblo ansioso que en la plaza bajo la lluvia se angustia por su destino, las victorias de las armas en los campos de América y la incertidumbre de un territorio que no terminaba de fraguarse en una nación. Ella vio, recostada desde el ángulo de la plaza, los sueños desmedidos de los primeros patriotas y también asistió a sus fracasos, cuando a la pirámide se ataron los bravos potros de Ramírez y sus gauchos. Sabía más que todos de marchas y contramarchas, de derrumbes y reconstrucciones. Construir un cuerpo lleva tiempo y, sobre todo, esa aliada insoslayable de la fe que es la perseverancia.

El cuerpo es la memoria, sus fundamentos se hincan en la tierra, en esta americana y también en la de la lejana España. Es ruda, pero de un corazón que se conmueve. Es sólida y es la concreción de un sueño soñado largo tiempo. Podrán criticar su rusticidad, y seguramente parecerá pesada, de una armonía densa, pero nadie puede negar su sinceridad. Sobre ese animal que emerge de la tierra, flota soberana la sutil cúpula de azulejo celeste. En ella se contrasta un sueño trascendente que vuela sobre el cuerpo grávido de sueños.


La cabeza

A pesar de las promesas pronunciadas aquella mañana de 1804 por quien fuera sin saberlo el último obispo bajo dominio español, el cuerpo permanecía sin cabeza. Así desprovisto de faz asistió a la guerra civil que culminó en una tierra desmembrada, como si su falta fuera denuncia de aquellos años de violencia y sin razón. Buenos Aires, ante la imposibilidad de la nación, intentará por algunos años transitar sola su destino. Y en ese contexto fue que se decidió darle a su catedral, nunca tan metropolitana, finalmente un semblante.

Muchas veces la Catedral, en su atribulada historia, había intentado la tarea de darse una fachada, pero los titubeos del cuerpo se transmitieron irremediablemente a la cabeza. No nos quedan imágenes de cómo habrán sido esos intentos de torres, cuyo perfil se hubiera destacado en el cielo por sobre los techos de una ciudad que, desde el río, se mantenía aplastada en el horizonte. De todos modos, las imagino de planta cuadrada y desprovistas de todo resabio de esbeltez. Las señales que el cuerpo acumulaba llamaban a extremar la prudencia.

De haber conocido mejor fortuna, aquellas torres hubieran acompañado con naturalidad al cuerpo colonial. Hubieran sido la continuación lógica de aquel impulso de años, el final esperado de una empresa ya bicentenaria. Sin embargo, pareciera que en estas lejanas orillas causas y efectos no estaban destinados a sucederse sin conflictos. El sueño de torres coloniales que llenaran de campanas las mañanas del domingo sucumbió repetidamente. El cuerpo no produciría una cabeza acorde con su anatomía. Nacía el centauro.

Su proyecto proviene de un conflicto, no fue el resultado de una tranquila armonía, sino de una relación de fuerza. Fue creado durante una contienda singularmente áspera entre dos viejos conocidos, protagonistas de disputas milenarias, la Iglesia y el Estado. Los años que siguieron a la revolución dañaron fuertemente esta relación, por razones políticas e ideológicas, pero fundamentalmente por razones prácticas. La caída del dominio español hizo perder a las autoridades eclesiásticas una referencia que estaba mucho más anclada en España que en Roma. Por otro lado, el papado veía con natural temor la pérdida de monarquías tradicionalmente aliadas a sus intereses, no solo políticos sino también pastorales. La situación de orfandad del clero, que no contaba con seguros puntos de apoyo, dio lugar a situaciones que hicieron necesaria la intervención de la autoridad civil.

El encargado de llevar adelante esta iniciativa fue el poderoso ministro del flamante gobierno de Buenos Aires, Bernardino Rivadavia. Este, provisto de una inteligencia y voluntad que no tenía igual entre sus pares, puso manos a la obra con singular energía. El resultado fue la muy discutida “Reforma del clero secular y regular”, que comenzaría a aplicarse a partir de enero de 1823, luego de ásperos debates, que involucraron a toda la sociedad. Las consecuencias de dicha reforma fueron amplias y en cierta medida dieron el tono a las siguientes disputas que se dieron para definir los distintos roles que la Iglesia y el Estado tendrían en la naciente sociedad.

El frente de la Catedral es una imagen elocuente de aquellas disputas y es un signo inequívoco de lo que representaron. En su concepción está la voluntad de darle a la sede del poder episcopal un nuevo aspecto. Este de algún modo debería esconder su cuerpo colonial, resabio de la dominación española, con una nueva frente que hiciera honor de las luces francesas, bajo las cuales la revolución se había forjado. Hay quienes ven en él la imposición prepotente del Estado por sobre las autoridades eclesiales, pero todo hecho admite distintas lecturas. El nuevo frente de la Catedral, donado en su totalidad por el Gobierno de la Ciudad, es justo reconocerlo, puede también ser leído como una voluntad de convivencia.

El proyecto, fuertemente inspirado por Rivadavia, fue realizado por el arquitecto francés Próspero Catelin en 1822, cuando arreciaba con su mayor virulencia el conflicto. Formaba parte de una serie de obras emprendidas en la ciudad que tendían a dejar atrás el pasado español para reemplazarlo por el moderno estilo francés, que diera cuenta de un verdadero cambio cultural, que existía en la mente de los gobernantes más que en el cotidiano sentir de la ciudad y sus habitantes. Esta intención abarcaba un verdadero plan integral de reformas, no solo edilicias, que apuntaba a instaurar el imperio de las luces. Entre ellas se destacan la creación de la Universidad de Buenos Aires y las múltiples iniciativas en el plano educativo y de salud.

Esta fuerza renovadora que inspiró, salvo en el extenso paréntesis rosista, el espíritu de la naciente nación hasta bien entrado el siglo XX, vio en la Iglesia un estamento que se oponía a sus metas. De todos modos, esta competencia, muchas veces áspera, nunca llegó a la persecución ni a la hostilidad declarada. La Catedral no fue demolida, su impuesto frontis neoclásico puede ser una señal fuerte, pero de ningún modo impide la manifestación del cuerpo que detrás de sus columnas palpita.

La elección del modelo en la arquitectura clásica tiene una explicación evidente. La cultura clásica siempre fue leída como expresión de una razón que precede a la fe. El luminoso templo griego es de algún modo la tipología edilicia que la fe cristiana vino a reemplazar por un oscurantismo gótico. Se podrá protestar contra la falsedad de esta lectura, pero ciertamente se reconoce su vigencia a través de los años. Ella fue la que inspiró paradójicamente el frente de nuestro templo mayor.

Se discute cuál fue el modelo concreto de la obra, siendo común la creencia de que se trata del templo de la Madeleine de Paris, que también nació repleta de vicisitudes. Este, además de la historia intrincada, comparte con esta nuestra Catedral la connivencia de estilos, entre el interior barroco y el exterior neoclásico, que en el caso de la iglesia francesa envuelve de columnas la construcción barroca en su totalidad. También notorias son las diferencias, más allá del problema de las fechas, ya que la Madeleine es un templo de ocho columnas, con lo cual se ciñe al referente clásico por excelencia: el Partenón.

Al parecer, el pórtico de Buenos Aires podría estar inspirado en el Palais Bourbon, ubicado frente a la Madeleine cerrando el espacio de la Place de la Concorde, del otro lado del Sena. El edificio, hoy sede del Parlamento francés, fue terminado en 1804 y tiene un pórtico de doce columnas como el de nuestra catedral. En ambos casos se puede decir que, desde el punto de vista de las proporciones clásicas, el pórtico resulta de resolución poco feliz y su ancho excesivo resulta difícil de controlar.

Con asombrosa rapidez, se alzaron las columnas que ya estaban en pie en 1823. Sin embargo, permanecieron desnudas sin revocar y sin recibir los capiteles por el lapso de los siguientes treinta años. Con el advenimiento de la definitiva integración de la ciudad al armado nacional, se coronaron de hojas de acanto las columnas y se realizaron los bajo relieves del frontispicio. La alegoría de la reconciliación de José con sus hermanos resultó evidente en aquel momento, luego de la extraña victoria de Pavón. Su mensaje de perdón, tantas veces evocado a lo largo de nuestra historia, continúa vigente también hoy en nuestros días.

El resultado final, que concluyó con cuarenta años de retraso el sueño de Rivadavia, se encuentra en desventaja con respecto a su modelo francés. El orden corintio, el más distinguido de los órdenes griegos, padece aquí una notoria falta de esbeltez, con la que colaboran los fustes lisos de las columnas revocadas. Tampoco ayuda la poca altura de la escalinata, que impide que la proporción achatada se vea al menos realzada. Todo esto sumado a la imposibilidad práctica de hacer convivir ambos estilos, el colonial y el neoclásico, con gracia.

La cabeza racional estaba definitivamente terminada justo cuando la patria otra vez renacía, al parecer con una definitiva vocación de constituirse en estado. Ella, que fue la primera en sucumbir a los encantos del estilo francés, verá en breve como este se impregna a su alrededor. El vecino Cabildo, compañero de tantas luchas, sufrirá la cruel mutilación de sus pórticos para dar lugar a una engreída avenida. Nada quedaría del adusto Fuerte, reemplazado por la unión de dos edificios anónimos que, sin motivo aparente, un día cualquiera se teñirían de rosa. Años después, de soslayo el pórtico verá encaminarse amenazante una diagonal y a lo lejos surgir como una espada el geométrico perfil de un obelisco.


El alma

La naturaleza del centauro pone en crisis la idea de perfección. La armonía se hace difícil en los híbridos. De todos modos, la ausencia de perfección no es siempre ausencia de belleza. Sobre todo si a lo material le asiste un alma. El cuerpo y la cabeza de nuestra Catedral son una realidad, el producto de una historia propia que es reflejo de otra que la incluye. Su ser material es acto, metáfora de lo que somos, y su alma es posibilidad de lo que esperamos algún día ser.

Muchas veces asaltado por una sed iconoclasta me embiste el deseo de acabar con la cabeza. Someter su francesa soberbia al duro rigor de la picota. Inventar una fachada barroca de torres que armonizaran con el cuerpo y que latieran al unísono con la azulada cúpula. Qué importa que no fueran extraídas sus formas de algún plano amarillento por el tiempo. Acaso sea posible inventar el pasado, imaginarlo congruente. Pero después me resigno y me calmo. Me doy cuenta de que es un error, como lo es toda mentira. Lo bueno será aprender el mensaje que el edificio desde el costado de la plaza calladamente nos dice desde hace casi cuatro siglos.

Él nos llama primero a ser perseverantes en la fe, como lo fueron aquellos que construyeron con tesón su cuerpo de ladrillos. Y también nos convoca a usar de nuestra inteligencia para encontrar los equilibrios que enuncia su pórtico de clásicas columnas. Es necesario partir de nuestro complejo ser, asumir las contradicciones y emprender con la dialéctica ardua de comprender nuestro destino, que nace de una identidad doble. Reconocer nuestro pesado cuerpo colonial del que indefectiblemente provenimos y volar con nuestra mente impulsados por la utopía de la razón hacia ese país que otros soñaron. El cuerpo y la cabeza tienen un alma cuya construcción siempre inacabada reclama nuestros esfuerzos. Como la Catedral, la Argentina, se compone de cuerpo, de cabeza y de alma. Hacerla, hace doscientos años como ahora, impone reunir los tres elementos, sin excluir ninguno, en una síntesis difícil y seguramente imperfecta, pero siempre posible.

Quizás debamos empezar por abrazar nuestro destino de centauros.


(en La Argentina: doscientos años, revista "Communio", año 17, nº 3, primavera de 2010)

5 comentarios:

Rob K dijo...

Gracias a tu excelente artículo conozco en detalle la historia de nuestra Catedral porteña. Evidentemente, nuestras "mezclas" culturales se materializaron también en su arquitectura. Y la analogía con el centauro es maravillosa.

Saludos.

La herida de Paris dijo...

Gracias Rob, el artículo tiene un formato un poco extenso para blog, así que agradezco doblemente la lectura.

Abrazo.

Mari Pops dijo...

yo tambien lo leí!!!!

Muy interesante por supuesto . Me llamo la atencion la comparacion con el centauro y como un cuerpo hibrido titubea a la hora de dar forma a la cabeza, a la Catedral

Ahora Opi a mí me fascinan tus odas al microndas, a la tostadora ...

PD: leiste algo de Marta Zatonyi?

La herida de Paris dijo...

Gracias Mary, me pideron de Communio que esribiera algo para el bicentenario y no daba para mandarles un electrodoméstico.

A Marta la llevé a Miramar y ahora pasó a la la mesa de luz, ya le llegará su hora, en breve.

Saludos.

Osvaldo dijo...

Me encanta disfrutar de diversos textos que encuentro por internet y también poder leer varios libros que voy comprando. Me la paso en mis apartamentos en san bernardo leyendo distintas historias que tratan acerca de hechos que han ocurrido en los distintos años de nuestro pais