sábado, 27 de octubre de 2007

Kuitca

Ayer fui a ver a Kuitca. Confieso que desconocía la existencia de este artista, hasta que vi en el vecino MALBA su nombre en una gigantografía que pegaron en la entrada. Lo primero que pensé cuando leí su nombre fue, por semejanza, en Silvia Kutica, ochentosa actriz de telenovelas, a la que hace poco vi en una maravillosa película en el canal “Volver”, junto al ex-tenista Jorge Martínez (antes de que se operara la nariz). Totalmente impreparado y en estado de perfecta virginidad me dirigí entonces al museo donde me anunciaron que la muestra comenzaba su recorrido en el piso superior.

El primer piso visitado cronológicamente, que en realidad era el segundo espacialmente, me puso en un estado que fue evolucionando de la sorpresa hasta la abierta sorna, pasando por la indignación. Con mi acompañante nos mirábamos con cara de ¿qué es esto?, haciendo gestos manifiestos de nuestra incomprensión, como ser el de mover los extremos de la boca hacia abajo, junto con la reunión de los dedos de la mano que apuntan insistentemente hacia el mentón. Superado el primer desconcierto que reducía progresivamente el tiempo de permanencia en cada sala, nos dirigimos hacia el piso inferior.

Una primera sorpresa, en sentido contrario a la hasta ahora experimentada, la obtuvimos cuando observamos lo que desde el balcón del nivel anterior parecía un mural abstracto, como una mancha de blanco sobre fondo negro. Llegados hasta allí descubrimos que esta no era otra cosa que un inmenso mapa lleno de informaciones blancas, que parecían brillar en la noche como estrellas. La mayor densidad del blanco indicaba la presencia de ciudades, como si estuvieran estas iluminadas. Lo interesante es que este efecto se creaba por la mecánica trascripción sobre el fondo oscuro de un normal mapa de ruta, de esos que se compran en una estación de servicio. Un elemento inerte y puramente funcional se transformaba así en algo fuertemente expresivo, con un procedimiento simple. Menos es más, recordé de mis épocas de estudiante.

De allí pasamos a la sección de los teatros. Innumerables trabajos que consistían en la misma vista de distintos teatros, observados desde el escenario. Desde lejos parecían inequívocamente teatros, desde cerca, no eran más que manchas sugestivas. Todas las salas estaban vacías pero eran ineludiblemente llamativas, había súbitas rupturas de colores, deformaciones, intencionadas o casuales, esfumados que envolvían las plateas en espesos vapores. Los había grandes o miniaturas, realizados con técnicas para mí desconcertantes. Me vino a la mente una vieja canción de Paul Simon que se intitulaba “60 maneras de ser tu amante” o algo así.

Sucesivamente, la sala donde se encuentran las ocho gigantescas “tapas” de CD que contienen una imaginaria, y por analogía también supuestamente enorme, Tetralogía wagneriana. Son tapas “hiperreales”, con lista de cantantes y sello discográfico, pero obviamente vacías de música. Pensé en la infinidad de salas teatrales anteriormente vistas y en esta reproducción inútil que evoca la reproducción musical. Pensé en la “obra de arte total” que Wagner soñara y para la cual construyera un teatro específico para su representación, ahora reducida a una cajita de 13 x13 cm que pretende retener la totalidad de un universo. Pienso que quizás un tamaño más lógico para la tetralogía sea el que propone Kuitca, aproximadamente 3 metros por 3. Una múltiple cantidad de metáforas vinieron a mi mente. La tapa de Sigfried es bellísima. El nombre “Sigfried” se encuentra violentamente deformado, como si un ventarrón lo hubiera agarrado, como si la misma música lo hubiera traspasado. La música de Wagner, se sabe, despeina. A esta altura ya estaba emocionado.

Pero hay más. ¿Querés ver más?! Cuando bajé la escalera mecánica, observé el gigantesco mural que está en la triple altura del museo, al que antes no había prestado atención. Ni siquiera pensé que formaba parte de la muestra. Parecía a lo lejos hecho de granito gris, pero al verlo de costado, su excesivo espesor me hizo dudar. Más de cerca el misterio se devela. Son colchones. Pequeños y muelles colchones, alrededor de 40, puestos alineados formando un extenso mural. El misterio no acaba aquí, los colchones conservan las manchas propias de un uso sostenido. Humedades, excrecencias acumuladas están allí presentes sin disimulo, y era eso precisamente lo que le daba ese noble aspecto pétreo a la distancia. Están labrados por el tiempo, esculpidos por la presión de sucesivos cuerpos anónimos que han dejado allí sus huellas. Sobre esto y ya más de cerca se observa que se encuentran impresos unos pedestres mapas de ruta, esta vez en colores. Como dice una canción del infaltable Spinetta, “Nena tu cabeza va a estallar”. La mía estaba a punto de hacerlo.

La cama es un lugar. El lugar en donde pasamos la mayor cantidad de nuestras horas, aquí en la tierra. Es un reducto mínimo, cargado de sentido y de potentísima carga vital. En la cama se duerme, se sueña, se procrea, se enferma, se ve la tele, ocasionalmente se come, se convive, etc. Un microcosmos. Sobre ella el mapa. La representación quizás más fría del espacio. Un macrocosmos teóricamente representado con líneas y números, pero innegablemente bello. ¿Quién no ha sido subyugado alguna vez por la belleza de un mapa? Los colchones contienen un espacio del mundo elegido al parecer azarosamente. Un colchón con nombres de ciudades que parecen de Croacia, continúa en una roja carretera que nos deja en algún lugar del Altiplano. Soñar es un modo de viajar y quizás la única manera de unir un pedazo de Bolivia con otro de los Balcanes sea el sueño. Y acá paro.

Por último, ya al final, están las mesas. De nuevo nada es lo que parece. Son discos de un metro de diámetro colgados de la pared. Hay como 10 y si bien parecen pinturas abstractas, observados convenientemente se descubre que en ellos hay inscripciones, anotaciones al paso, dibujitos, manchas, chorreaduras de grasa y tantas otras cosas. El procedimiento es simple: una mesa forrada en el taller que se deja como lugar para imprimir el paso del tiempo, la vida cotidiana que deja su rastro descuidado.

Lo curioso aquí es el problema de hasta dónde la obra queda librada al mero caso y hasta cuándo se la controla. Este no es un acto fortuito que se recorta de la realidad, pero tampoco es del todo intencional, y en ese gris difuso se juega el concepto. Muchas veces leyendo una crítica uno se pregunta cuántas de esas cosas dichas, habrá realmente pensado el artista. Ahora, esta pregunta posterior se traslada al propio proceso de la obra. Y algo más. ¿Cuándo se decide que está terminada? ¿Cómo se encierra el caso en la retícula del tiempo? Debajo de las mesas hay fechas. Algunas se “formaron” en un día, otras llevaron meses, como una geología humana. Quizás el acto creativo se reduzca, en este caso, solamente a esto: decir basta. Y yo también me hago eco de la interrupción.

Salgo contento a tomar el colectivo. Una experiencia bastante intensa para media hora de visita. El arte re-significa la realidad. Desde hoy mi colchón ya no será simplemente un colchón. Ya no podré jamás mirar un mapa como un mapa. Las mesas que no hablan y cuentan historias, me parecerán mudas.

Llego a mi casa y mi mujer me dice que Verónica, mi hija de dos años, se hizo pis en nuestra cama. No la reto, quizás sea una artista.


(Estudio C&T, en Palacio Alcorta, Buenos Aires, junio de 2003)

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