sábado, 3 de noviembre de 2007

Manon Lescaut o una feminista precoz

“Io la deserta donna!”
(Manon, IV acto)




0. INTRODUCCIÓN

Antes de encarar la factura de una obra de arte, es fundamental la decisión sobre la materia donde esta tomará forma. Era una idea arraigada entre los antiguos griegos que la Creación se había malogrado por un defecto en la sustancia del Universo. Es conocido, en este sentido, el extremo cuidado con el cual Miguel Ángel elegía, en las proximidades de Carrara, los bloques de mármol donde dormían sus figuras, prontas a ser arrancadas de su letargo. La materia prima, en lo que se refiere a la ópera, la constituye la historia sobre la cual la música deberá plasmarse, y su elección comporta un trabajo previo, de consecuencias decisivas para el entero proyecto. Este problema adquiere un peso mayor en el caso de un “verista” como Puccini, preocupado porque sus partituras se apoyen en relatos creíbles. Conocedor de los gustos de su época, sabía que la ópera no se podía ya sostener solo en la elaboración musical, como ocurría con sus inmediatos predecesores.




Prevenidos ante la gravedad de una decisión de estas características, sorprende la insistencia del maestro de Lucca en elegir la novela del Abbé Prevost –“Historia del Caballero Des Grieux y Manon Lescaut”– como argumento para desarrollar su tercer trabajo musical. Un sinnúmero de razones desaconsejaban esta decisión y, sin embargo, Puccini se mantuvo firme, con la convicción de haber encontrado exactamente lo que buscaba. A pesar de muchas resistencias, finalmente impuso su criterio y construyó su primer éxito, demostrando que en cuestiones de arte, como en otros campos, a veces es saludable seguir corazonadas, aunque estas no armonicen con el rigor de la lógica.

El más evidente entre los escollos planteados lo constituía el precedente de la versión exitosísima que de la obra de Prevost realizara Jules Massenet, apenas nueve años antes. La comparación, que inevitablemente surgiría con tal ilustre predecesora, se mostraba a todas luces como una desventaja. Parece que no quedaba mucho por decir de las vicisitudes de esta desafortunada pareja de amantes de la primera mitad del ‘700. Historia que, cabe recordar, al tiempo de publicación gozó de una difusión enorme y constituyó a su heroína en un tipo representativo del comportamiento humano, a la manera del Quijote, Otello o Don Juan.

La versión pucciana demuestra que un clásico, como seguramente lo es “La Historia del Caballero...”, ofrece múltiples lecturas para quien sabe abordarlas, sin quedar prisionero de los esquemas que ofrecen los personajes “tipológicos”.

La composición del libreto fue trabajosa e involucró una gran cantidad de autores, que parecen naufragar a cada instante. Al comienzo fue convocado Ruggero Leoncavallo, luego célebre, gracias a su “Pagliacci”. Su trabajo no satisfizo a Puccini, que hizo un nuevo intento con la joven pareja compuesta por dos desconocidos, Marco Praga y el poeta Domenico Oliva. El resultado tampoco convenció del todo al compositor que, aun así, se puso a trabajar en él y tejió las primeras melodías.

El descontento del músico llegó a oídos del productor-empresario Giulio Ricordi, quien le propuso la ayuda del autor teatral Giuseppe Giacosa, quien a su vez hizo ingresar al círculo al joven Luigi Illica, cuya intervención fue decisiva para dar continuidad a la obra, que adolecía de falta de cohesión entre los distintos segmentos. Así, Manon, entre otros méritos, tiene el de haber producido el nacimiento de un trío (Puccini, Giacosa Illica) destinado a conformar con el tiempo una de las sociedades más fructíferas de la lírica.

El grupo de trabajo, ahora sólidamente constituido, afronta con decisión el fantasma del pasado, que echaba una sombra amenazante sobre el trabajo. En primer lugar, la novela original de Prevost se apoyaba sobre la historia de perdición de un joven caballero. El fin perseguido por el libertino Abate es de orden moral y pretendió constituir una advertencia dirigida a los jóvenes de buena familia que, como Des Grieux, descarrilaban su vida seducidos por los encantos del sexo débil.

Por otra parte había aparecido ya la señalada “Manon” de Massenet que, en tono mucho menos dramático, exploraba las aristas psicológicas del personaje femenino, que transita con despreocupación por la obra, arrastrando tras de sí a un Des Grieux más preocupado en lidiar con su padre que con la heroína.

La versión de Puccini se apega mucho menos al original literario que su predecesora francesa, apelando al gran sentido de síntesis que gobierna todas las obras de este autor. La novedad de esta lectura está en centrar su atención en la relación entre Manon y Des Grieux,. El combustible que mueve la historia y que insufla la música es, entonces, la pasión de los amantes y con esa perspectiva se ubica en el justo medio entre sus precedentes literario y operístico. La joven pareja recorre su dramática existencia acompañada por otros personajes, que se relacionan también singularmente con la apetecible joven, aportando cada uno una perspectiva que enriquece la trama. Junto con ellos se despliega también el marco en donde la historia sucede. El breve intervalo de la Regencia, entre los potentes rayos del Rey Sol y la luz algo mortecina que despide el astro del Bien Amado. Un período que festeja el fin del absolutismo asfixiante de Luis XIV, con la consecuencia de una mayor liberalidad en las costumbres, acompañada de una incipiente decadencia moral. Dentro de ese entorno, prolijamente construido, se desarrollará una historia que, comenzando en tono de comedia, se irá lentamente deslizando hacia el drama.

Antes de entrar en el análisis más detallado del libreto, conviene resaltar la decisión con que Puccini funde la trama dentro de la matriz de su música, que siempre sostiene el relato, sin perderse en su propio arte. El gigantesco esfuerzo se vio finalmente coronado con un rutilante suceso, obtenido el 1º de febrero 1893, día del estreno, en el teatro Regio de Torino. Nueve días más tarde, en la Scala de Milán se estrenaría el Falstaff, ultimo trabajo de Giuseppe Verdi. La continuidad de la gran tradición de la lírica italiana quedaba así asegurada.

Este fue el comienzo de la brillante carrera del músico toscano, que no conocería ocaso hasta su muerte. Manon, su primer éxito, quedaría siempre como su obra predilecta, de la que solía decir que era la única por la que jamás había sufrido un desencanto. Suerte paradójica si se compara con la heroína del drama, cuyo apasionado vivir y su empecinamiento en escapar de una vida sin horizontes le harían recaer sucesivamente en la traición de sus ocasionales amantes.


1. PRIMER ACTO (Amiens)

La primera indicación que trae el libreto presenta una diferencia temporal con el original de Prevost. En efecto, la época en que suceden los acontecimientos en el relato pucciniano es la segunda mitad del siglo XVIII, mientras que en la novela ocurren en el período de la Regencia (1715-1723), como lo prueba entre otras cosas que la publicación es de 1733. El desplazamiento, involuntario o no, traslada sutilmente las escenas más cerca del fin de la monarquía. Un ambiente más próximo a las “Relaciones Peligrosas” de Laclos, donde la decadencia de las costumbres esta más arraigada en una sociedad que se aproxima a su ocaso. Un período de tiempo donde lo que se esboza en la Regencia aparece ya concretado y maduro.

La trama comienza en un escenario dominado por una juventud alegre que desparrama vitalidad. Nos encontramos en una de las puertas de Amiens, ciudad de provincia cuya fama se asienta en su imponente catedral gótica. El encargado de sostener el estado de animo que impera en el ambiente es el joven Edmondo, que saluda a la noche que se avecina (Ave, sera gentile, che discendi...). Es la hora galante, que se anima con la presencia de las muchachas del pueblo (le nostre artigianelle...), aparentemente bien dispuestas a ser seducidas por los estudiantes, seguros y confiados de su superioridad intelectual.

Edmondo se anima con un madrigal lleno de lugares comunes y se muestra como un poeta empeñoso, pero poco inspirado. Su función, en cuanto personaje, es servir de contrapunto al Caballero Des Grieux, que se sienta absorto y pensativo, ajeno al clima de fiesta. Este último es un recién graduado en filosofía y parece compenetrado con su papel de filósofo caviloso, que rechaza superficialidades. De todas maneras se sospecha que su andar taciturno se debe más a su timidez que a la profundidad de sus pensamientos, todo lo cual no impide que goce de popularidad, como sucede a veces con las personas retraídas que consiguen rodear su persona de un halo de misterio. Su presencia es señalada al unísono por el coro (Ecco Des Grieux!).

El personaje de Edmondo es una versión en negativo de Tiberge, quien desempeña el papel de amigo del Caballero en la novela. Tiberge es un seminarista, un ángel custodio del díscolo joven, siempre pronto a acercarle un consejo para regresarlo al camino de la virtud. Edmondo, contrariamente, es un frívolo, propenso a la vida despreocupada, a la que quiere arrastrar al desprevenido Des Grieux. El gesto adusto de este amigo lo molesta y su cara larga pone en peligro el ambiente festivo que él está empeñado en sostener. La pregunta urticante que le dirige (acuto amor ti morse?) es formulada con el fin de sacar a Des Grieux de su encierro, objetivo que cumplirá con creces.

La respuesta negativa del novel filósofo (Questa tragedia, ovver commedia) refleja la situación del personaje justo en el instante previo a ser arrastrado por la violenta pasión, que se desencadenará en su interior. Pese a su estado de total virginidad con respecto al amor, sentimiento cuya naturaleza no es capaz de determinar, Des Grieux no cree que el amor se insinúe paulatinamente y trabaje el alma, sino que es algo de aparición súbita y definitiva. Una potencia que se encuentra fuera de uno, escondida en la persona amada y que una vez revelada posee una fuerza incontrastable. A su modo de ver, no existen etapas ni desarrollo en la relación, y por consiguiente tampoco diferencias entre el enamoramiento y el amor propiamente dicho: todo se da de una vez y para siempre (ch'io vegga e adori eternamente!).

El discurso del joven, bien recibido por sus ocasionales oyentes, se interrumpe abruptamente con la llegada de la diligencia –el “coche”– proveniente de la vecina Arras, con destino a París. Como en toda ciudad de provincia, esto constituye un acontecimiento que despierta la curiosidad de los habitantes. Es la posibilidad de tomar, a través a los viajeros, algún contacto con la Gran Ciudad (Discendono, vediam!). En este carruaje, Puccini, con gran intuición sintética, concentra todos los restantes personajes de la historia. Una historia que en realidad comenzó cuando el coche empezó a rodar desde la posta de Arras. En su reducido interior, se entabla una relación entre los miembros del desigual trío que va al encuentro del joven Des Grieux. La proximidad de los viajeros, las miradas furtivas, el perfume que flota en la pequeña cabina, y algunas pocas palabras de cortesía intercambiadas durante el trayecto constituyen la primera urdimbre de esta historia. Allí se cuecen los anhelos de cada uno de los pasajeros que, acunados pacientemente entre los traqueteos y el polvo del camino, esbozan en sus mentes planes para el futuro.

El primero en descender dando voces que denotan su educación de cuartel (Ehi! L’oste!) es Lescaut, que intenta, sin temor a parecer servil, ganar las simpatías del anciano compañero de viaje. El modo despectivo con que se dirige al posadero es típico de quien se propone sobresalir maltratando a alguien inmediatamente inferior en la escala social. El señalado compañero de la breve travesía es Geronte, cuyo nombre funciona como explícito indicador de su elevada edad.

La confianza sobreprotectora con la que él se dirige al posadero pone de manifiesto su condición más encumbrada y sus maneras seguramente pulidas revelan el trato frecuente con personas de la nobleza. También, se nota, es hombre de fortuna y esto es lo que explica la actitud obsequiosa de Lescaut.

Cierra el cuadro la silenciosa aparición de la pequeña Manon, que llama la atención de los presentes por su singular belleza, aún algo encubierta por su joven edad (Chi non darebbe a quella donnina bella).

La entrada en escena de Manon actúa mágicamente sobre el espíritu atribulado del novel filósofo, que se queda petrificado ante su delicada apariencia (Dio, quanto è bella!). Tal como él lo había previsto, junto con la visión de la muchacha, el amor irrumpe prepotente en su corazón, produciendo un efecto arrasador en su espíritu. El, hasta hace instante, tímido estudiante, que se refugiaba en las seguridades de una actitud apartada, se transforma en un intrépido, lanzado a la conquista del objeto amado, sin calcular medios ni medir riesgos.

La aproximación, más allá del lenguaje florido, sigue los pasos habituales, necesarios para el abordaje de cualquier mujer en cualquier lugar y época. Primera pregunta: el nombre (dican le dolci labbra), a lo que Manon responde pronunciando su primera frase de la noche. Luego, Des Grieux asevera que su atracción hacia ella responde a un misterioso impulso procedente de un pasado impreciso y misterioso (da un fascino arcano). El diálogo se cierra con una pregunta típica de estas ocasiones: ¿no nos conocemos de algún lado? (il vostro volto parmi aver visto).

Manon recibe con gracia calculada el asedio del joven, cuya apariencia no le disgusta. En su plan, quizás trazado durante el viaje, la sorpresiva aparición de tan fogoso admirador entra ajustadamente. Consciente de los encantos que emanan de su belleza, se coloca rápidamente en la posición de víctima de una situación injusta. Un oscuro complot liderado por un tiránico padre la conduce al encierro entre las frías paredes de un convento (il mio fato si chiama: voler del padre mio). Des Grieux, deseoso de entregar su vida a la criatura que lo hizo renacer, escucha de sus labios, con profundo desconsuelo, que su sueño, apenas iniciado, está pronto a finalizar (la mia stella tramonta!).

La voz autoritaria de Lescaut llama a su hermana desde el interior de la posada, interrumpiendo abruptamente el diálogo. De todas formas el joven enamorado consigue concertar una cita para más tarde, con el fin de proseguir la conversación. Hasta que llegue ese momento, Des Grieux permanecerá en un estado de total aturdimiento, en el que lo sumió el brevísimo contacto con Manon. Dispuesto a adorarla, le otorga un valor absoluto, que reduce a la nada todo lo vivido anteriormente (Donna non vidi mai). El encuentro con la mujer predestinada a ser su amada irrumpe con tal fuerza en su espíritu que pulveriza toda experiencia anterior. Como preso de un éxtasis, el enamorado repite las primeras palabras pronunciadas por ella, mostrando el poder del amor, que transforma en célebre una frase absolutamente trivial (“Manon Lescaut mi chiamo!”).

Trastornado, Des Grieux abandona la escena y deja en ella a los compañeros de viaje de Manon: su hermano y el anciano Geronte. Ambos, sin demasiados prolegómenos, se disponen a confrontar sus intenciones, que pronto se muestran coincidentes. Lescaut se presenta como un hombre de mundo (Ma la vita conosco, forse troppo), que acepta obediente, como buen soldado, la orden de conducir a su hermana al convento. Su único lamento consiste en no recibir por la tarea ninguna compensación monetaria. El viejo astuto comprende la insinuación y acto seguido deja deslizar la prosperidad de que goza, gracias al desempeño de la siempre antipática función del publicano.

Luego de estas primeras escaramuzas, la conversación se centra sobre el común interés: Manon, que se delinea enseguida como la mercadería de esta negociación. Hay un primer tanteo de Geronte, que se muestra interesado por el estado de ánimo de la pequeña (E non mi sembra lieta), preocupación que comparte con fingido pesar su hermano (Pensate! A diciott’anni!). Hay que notar que la mencionada edad de Manon se incrementa en algunos años con respecto a la indicada por Prevost, que adjudica diecisiete años a Des Grieux, que a su vez se confiesa algo mayor que su amada. Este corrimiento de los años se podría interpretar como una concesión del libreto a las sopranos llamadas a encarnar en el futuro la parte de la adolescente Manon. Es difícil congeniar la experiencia y el “peso” necesario para afrontar este rol con el personaje de esta irresistible “Lolita del 700”, que despierta virulentas pasiones a su paso.

El diálogo se cierra con una cortés invitación a cenar, formulada por Geronte, que es aceptada por el soldado, que se siente honrado y así recibe las primeras ventajas de la incipiente relación (Che sacco d´or!). El anciano a su vez está seguro de que también él sacará jugosos dividendos de la naciente amistad. Como suele suceder entre estafadores, la confianza de cada uno está en creerse más astuto que su oponente.

Con ayuda del hospedero, Geronte se dispone a dar forma a su plan, que consiste lisa y llanamente en el rapto de la joven. Ahora que la sabe descontenta de su destino, el rapto adquiere incluso un grado de justificación moral, suficiente para tranquilizar su conciencia. Da órdenes escuetas en lenguaje telegráfico (io pago prima e poche ciarle), y con una pequeña bolsa de monedas sella el pacto y los labios del fácilmente corruptible dueño de la posada.

Por el lado de Lescaut, la breve charla tenida hace instantes le permite creer que tampoco encontrará demasiada resistencia de su parte. Este, mientras tanto, siente el aguijón del juego, actividad en la cual, al parecer, sobresale (Giuocano! Oh se potessi tentare anch’io). Los inexpertos estudiantes son una tentación irresistible para el consumado jugador que, formado en los tugurios parisinos, intenta aprovechar la situación para probar su fortuna y, por qué no, sus trampas.

Con su habitual habilidad, Puccini hace que ambas escenas se desarrollen simultáneamente, de manera de conseguir una imagen concentrada del vicio que reúne a ambos personajes: la codicia. Lescaut, codicia el dinero y para conseguirlo tanto vale buscarlo en el juego como obtenerlo mediante la entrega de su propia hermana. Para Geronte, en cambio, Manon constituye, ella misma, un objeto de codicia donde saciar su lascivia. Fin o medio, la joven nunca es considerada por ellos sino como instrumento, situación de la que intentará redimirla el amor del caballero Des Grieux. Ellos serán los encargados de obstaculizar la pasión de los amantes y es interesante ver cómo se oponen la oscuridad que envuelve a ambos personajes y la radiante luz que destella en cada encuentro de los enamorados.

Este pequeño drama de traiciones apenas reseñado se produce teniendo como fondo a los jocosos estudiantes que arrecian con sus alegres coros. Esta proximidad es la que permite al frívolo Edmondo, siempre atento a los chismes, escuchar las precisas órdenes impartidas por el anciano al posadero, su ocasional cómplice en la planeada fuga. De más esta decir que Edmondo no vacila en poner al tanto del plan al atribulado caballero, no bien este vuelve a la escena (Cavaliere, te la fanno!).

Des Grieux recibe la noticia con estupor. Pálido, le pide al fiel amigo desesperadamente ayuda, y este, gustoso, pone manos a la obra. Dejando los problemas logísticos a cargo del fiel Edmondo, al caballero le resta solamente convencer a Manon de que intente con él lo que Geronte está dispuesto a realizar por la fuerza. Habiendo quitado de su rostro las huellas del viaje, la joven reaparece puntual y radiante para cumplir con la cita establecida (Vedete? io son fedele).

El dúo se reanuda en el punto donde fuera abandonado, conservando cada uno las posiciones establecidas en la anterior conversación. Manon juega la parte de la desvalida, recuerda una infancia de felicidad que suena demasiado artificial, aun teniendo en cuenta que se suele mirar ese período con tendencia a suavizar el recuerdo (assai lieta un tempo fui!). Des Grieux, por su lado, no soporta tanta dulzura y le confiesa su amor, aunque ella resiste por considerarse indigna (Una fanciulla povera son io). Para una mayor comprensión de la relación que se establece entre ambos, es oportuno resaltar el abismo social que los separa. Si bien Puccini se ocupa poco de este aspecto, es señalado claramente en el relato de Prevost: Des Grieux es un caballero de excelente familia, mientras que Manon pertenece a una clase social bastante inferior, y como prueba de esto es suficiente la desmañada educación de su hermano. Este punto, soslayado por el pensamiento más moderno que inspira el libreto, es de crucial importancia para una novela que, a pesar de la fama de escandalosa de que gozó en su tiempo, no deja de ser exponente del pensamiento conservador que, como tal, rechaza las mixturas sociales. La condena a Des Grieux, a través de la cual se amonesta a todos los jóvenes de su tiempo, tiene, acorde con las costumbres de fines del siglo XVIII, un contenido más social que moral.

Volviendo al relato, es difícil valorar, llegados a este punto, si la inocencia desplegada por Manon es sincera o es producto de una premeditada táctica de seducción. Posteriormente se mostrará lo suficientemente fría como para descartar ahora que su actitud sea producto del cálculo. Es evidente que liberarse de la mirada del rústico hermano es un primer paso indispensable para emprender la carrera hacia París y sus tentaciones. Si ese objetivo ya se insinuaba en su mente, la pasión de Des Griuex se presentaría como una posibilidad demasiado funcional como para desperdiciarla. Sin embargo, y para no desechar todo vestigio de romanticismo, se puede aceptar que el aspecto noble del caballero, su carácter desprovisto de dobleces y sus apasionadas declaraciones presentaban la huída como una opción tentadora.

Está claro que, ya prevalezca la voluntad fraterna o la propia, Manon no había de llegar jamás al destino religioso, impuesto por una voluntad paterna de dudosa existencia. Desde este ángulo, pensar que la reclusión en el convento sea una idea forjada de común acuerdo por ambos hermanos no parece descabellado. Es una convicción generalizada, en épocas regidas por el pensamiento agnóstico, que una joven bella en un claustro es un desperdicio. Prevost anota que el convento es recomendado para corregir una tendencia al vicio manifestada precozmente por Manon. Sin embargo, el hecho de que la novela sea un relato realizado en primera persona por el propio Des Grieux quita consistencia a esta versión. A nadie le gusta reconocerse engañado.

Retomando la acción, Des Grieux revela el plan de su enemigo (vi minaccia un vile oltraggio; un rapimento!), ante la incrédula Manon, que quizás no pensaba que los eventos se precipitarían con tanta velocidad. La aparición de Edmondo interrumpe el dialogo y apura las decisiones. Mientras se escuchan en el fondo los reclamos de Lescaut que, animado por el juego, protesta la falta de vino, Des Grieux redobla sus ruegos para que Manon escape con él. Esta se niega en seis oportunidades, pero su resistencia se debilita con cada negativa. Finalmente, con un simple “Andiam” se resuelve por la huida, con una calma sospechosa para una joven destinada a tomar los hábitos. El rapto se consuma ante la mirada cómplice de Edmondo, que festeja la escena deleitando con ella su frívolo temperamento.

En las primeras versiones del libreto, la huida constituía un buen momento para hacer caer el telón sobre la partida de los jóvenes amantes. Sin embargo, el corte con el segundo acto, que ya sucede en París, hubiera sido un salto demasiado brusco, que quitaba unidad a la obra. Aquí aparece el aporte decisivo del joven Illica, que construye un final del primer acto riquísimo en detalles, suavizando el andar de la trama. La luz de la escena se centra ahora en esta especie de pareja de antihéroes que componen el dúo de Geronte y Lescaut.

El anciano entra en escena decidido a la conquista de su pequeña presa y se congratula del campo libre que le deja Lescaut, aún retenido por el juego. Quizás la proximidad de Manon y la idea de poseerla le haya hecho olvidar el impiadoso paso de los años. Al enterarse de que ha sido burlado, intenta una reacción que, al no tener en cuenta la imposibilidad de realizarla, resulta ridícula. Acude a Lescaut para intentar movilizarlo, pero se encuentra con la sabia resignación del soldado.

Lescaut se revela buen conocedor de la naturaleza humana y explica al excitado Geronte lo inútil de su afán. Es conciente de que el tiempo juega a su favor y está seguro de que la inclinación de su hermana hacia la buena vida la impulsará a traicionar a su ocasional amante. Mientras tanto, de nada vale desesperar y con fina ironía despliega sus argumentos en favor de una filosofía despreocupada, propia de una persona curtida por los avatares de una vida vivida en la marginalidad. Jugador, borracho y vividor, al punto de pretender vivir a costa de la prostitución de su hermana, son características que hacen del degradado militar un nutrido compendio de vicios, más propios de un personaje de tango que de ópera. De todas maneras, Puccini, lejos de adoptar posturas moralistas, ajenas a su espíritu, le dispensa un trato bastante más amable que el que recibiera en su antecedente literario.

Lescaut, a través de sus consejos, establece con Geronte una relación con los papeles cambiados, pues a este era a quien correspondía, dada su avanzada edad, dar consejos. Su comportamiento algo infantil es propio de esos personajes seniles, que quedan atrapados en una segunda, patética adolescencia. De esta forma queda definida entre ambos una diferencia a favor del soldado que se encuentra en una posición dominante, que sabrá aprovechar a su favor en el futuro próximo. Un futuro que con desparpajo se atreve a diseñar, en donde todos encontrarán su lugar en una hipotética familia bajo el amparo de la bolsa de Geronte (Voi farete da padre...).

Tal como había empezado, el acto se concluye con los estudiantes que alegremente terminan el día, amonestando la conducta ávida del anciano, que aturdido parte en compañía de Lescaut, entregándose totalmente a su influencia. El día queda atrás y también la despreocupada jovialidad de Amiens. Próxima estación: París.


2. SEGUNDO ACTO (París)

Toda la opulencia de que fue capaz el “Ancien Regime”, se hace presente en la escena que se ofrece en el inicio de este acto. Una habitación espaciosa y dorada, como una preciosa caja, contiene en su interior a la pequeña figura de Manon, objeto preciadísimo de la colección del anciano Geronte. Entre la joven, que huyó en brazos de un estudiante, y esta opulenta dama hay una historia bastante fácil de imaginar, que coincide con las predicciones hechas por Lescaut al cerrarse el acto anterior.

Atareada en su “toilette”, Manon imparte órdenes con aire despótico a sus lacayos. Se mueve con soltura en su nuevo ambiente, demostrando lo fácil que resulta acostumbrarse a la riqueza. La actividad que despliega, de todos modos, tiene algo de vacío y deja entrever en su ánimo un mal disimulado hastío (Dispettosetto questo riccio!). Con puntillosidad enumera la innumerable serie de objetos necesarios a una joven mujer de fines del siglo XVIII para conseguir ese aspecto falsamente senil, característico de aquel tiempo. Hay una contraposición, del todo intencional, entre el ambiente despreocupado y sincero de Amiens y esta serie infinita de tareas que dan forma a la máscara indispensable para afrontar la decadente sociedad parisina.

Lescaut, apenas ingresado en escena, observa con sagacidad el ánimo de su hermana, tomando nota de su mal humor (mi sembri un po’imbronciata) e intenta disiparlo con ironías dirigidas hacia Geronte, el ausente dueño de casa. Su preocupación por mantener alegre el espíritu de la joven está más bien apoyada en la inquietud por el propio sustento que en un sincero amor fraternal. Con habilidad despliega su discurso que comienza por halagar su belleza (Ah! Che insiem delizioso!) y que busca sujetar la voluntad de quien le proporciona los medios para sus vicios. Buen conocedor del temperamento femenino, y apoyado en la diferencia de edad, intenta establecer un dominio psicológico sobre Manon, objetivo que se ilusiona alcanzar sin dificultad.

En una breve exposición Lescaut da cuenta de cómo anduvieron las cosas desde Amiens hasta aquí, estableciendo la sana continuidad del relato, preocupación constante en un hombre de teatro como Puccini. Con la suficiencia de quien acierta en sus predicciones, cuenta cómo Manon dejo a su enamorado pero pobre caballero, incapaz de sostener sus caprichos. Luego de un período de tiempo no precisado, pero que imaginamos breve, Lescaut se presenta para llevar a cabo el rescate. Fue sencillo convencer a su hermana de cambiar las limitaciones de una vida llena de estrecheces por la suntuosidad que ofrecía la bolsa de Geronte.

Estos hechos, relatados sin sombra de remordimiento, parecen chocar con el cansancio de la propia Manon que, si bien no desprecia las comodidades de su nueva vida, añora la vitalidad de la antigua. El nombre de Des Grieux, que con intención de ponerla a prueba Lescaut deja caer en la conversación, despierta en ella el fantasma de la adormecida pasión.

La nostalgia por su intenso pasado abandonado, explota en una de las arias más bellas de la obra (In quelle trine morbide). En ella, Manon muestra su costado de mujer difícil de contentar, que siempre añora con pasión lo que le falta. Con la inmadurez propia de su corta edad, se encuentra imposibilitada de renunciar a algo. Así, desperdicia sus energías en intentar reunir el fuego de la aventura amorosa que la unió al joven Des Grieux con la calma soporífera que trae aparejada la solvencia patrimonial de su anciano protector. La imposibilidad de esta conjunción determinará su propio fracaso y en su impotencia arrastrará el desprevenido caballero, que habría de acompañarla, fiel, en la quimérica empresa.

No sabemos si por piedad o por conveniencia, Lescaut se decide a provocar nuevamente la reunión de los jóvenes amantes. A pesar de haber contribuido a separar la pareja, continua en relación con Des Grieux, a quien le ha abierto las puertas de los tugurios parisinos (L’ho lanciato al giuoco!). Como un buen jugador, apuesta a poder compatibilizar ambas relaciones, y servirse del dinero de Geronte sin sacrificar innecesariamente el humor de su hermana. Manon se siente más bella que nunca, encendida por la idea de un encuentro más o menos próximo, pero el diálogo se interrumpe con la irrupción en escena de unos extraños personajes, que incluso sorprenden a Lescaut (Che ceffi son costor?).

Aquí comienza una breve interrupción en la línea de la historia, un remanso al que se podría titular como: “Educando a Manon”. El mismo se compone de tres momentos: la música, el baile y la poesía, respectivamente, que son coloreados con la variada partitura de Puccini, que le da a cada uno una entidad precisa. Los recién ingresados son los músicos que se disponen a cantar un madrigal compuesto por el propio Geronte, que recibe la injusta reprobación de los hermanos Lescaut. La letra de la canción es un ejemplo acabado de la poesía pastoral, que remite a personajes mitológicos de segundo orden, como la ninfa floreal Clori y el pastor Fileno, encarnaciones implícitas de Manon y Geronte. En este caso puede además haber una citación culta, o quizás irónica, del libreto a la famosa cantata de Handel, “Clori, Tirsi e Fileno”. Finalizado el intervalo musical, Manon vuelve a expresar su aburrimiento, mostrando un agrio desprecio hacia el arte (Paga costor!), producto de una personalidad poco cultivada. La nueva queja de Manon decide a Lescaut a partir en busca de Des Grieux (E da maestro preparar gli eventi!).

El episodio siguiente se compone de una lección de baile, presenciada esta vez por el propio Geronte y sus amigos. En ella el anciano exhibe con orgullo mal disimulado su nueva adquisición, que con gracia recibe las reprimendas de un afeminado maestro de danza. El público festeja contento las ocurrencias de Manon, seguramente obsecuentes con el adinerado y reblandecido dueño de casa (Oh vaga danzatrice!). Como parte final, Manon acompaña los pasos de baile del propio Geronte, situación que inspira comparaciones mitológicas, que resultan bastantes ridículas aplicadas a la desigual pareja (Ve´Mercurio e Ciprigna! –apelativo de Afrodita). Terminada la lección, se acomete con la lectura de una poesía, siempre encuadrada dentro del ámbito pastoril, donde nuevamente destellan las condiciones naturales de esta alumna, que suple con su natural belleza la falta de aplicación.

Geronte considera que ya ha exhibido suficientemente su miniatura y da por terminada la función. Acompañado de su pequeña corte se encamina hacia alguna fiesta donde más tarde los alcanzará la joven. Es necesario, en este punto, dedicar un párrafo a este anciano personaje que, generalmente, es maltratado, haciendo resaltar excesivamente su costado grotesco. Creación original de la versión pucciniana, tiene la función de reunir en su persona a todos los amantes que desfilan numerosos y desdibujados en la novela, donde son nombrados generalmente con una inicial. Geronte es una prueba más de la capacidad de fundir personajes, tan propia del autor, que trabaja plásticamente la materia de la historia, obligándola a rendirse a sus necesidades operísticas. Su figura encarna en cierto modo la vejez del trasnochado “Ancien Regime” que transita sus últimos días y lleva sobre sus agobiadas espaldas una decadencia insoslayable.

A pesar de esto, se debe resaltar la función de “Pigmalion” que el anciano asume frente a su joven amante, a la que intenta rescatar de los límites que le impone una escasa educación. Mérito personal y tal vez también fruto de una época donde la cultura era transmitida como un valor indiscutible e indispensable, además, para progresar en la sociedad. Geronte, más allá del ridículo al que lo expone su abultado calendario, hace más por Manon que su hermano, e incluso que su obsesivo amante, pronto a reaparecer en escena. El modo como el anciano se despide demuestra que considera a su compañera como un objeto de adoración, al que tributa la vacía devoción que se le concede a los ídolos (Addio, bell’idol mio...).

Con atento manejo del tiempo, Puccini utiliza la instrucción de Manon para dar tiempo a que Lescaut busque a Des Grieux en algún garito de los bajos fondos de la Ciudad Luz. La joven permanece unos instantes en escena, segura de alumbrar con su belleza la reunión hacia donde se dirige (Oh, sarò la più bella!). Manon es inteligente, sabe bien cuáles son sus cartas para el triunfo y no se engaña a este respecto, dando muestra del realismo crudo que asiste a las mujeres de carácter.

Cuando oye que la puerta se abre, cree que es uno de sus siervos quien se acerca y con impaciencia pregunta por el coche (Dunque questa lettiga?). Este equívoco muestra con sutileza que aún no pensaba ver cumplido su deseo y justifica la sorpresa con que reacciona al ver a Des Grieux. El sobresalto también puede ser entendido como una dificultad en reconocer a su otrora juvenil amante, detrás de su pálido semblante. Las penurias pasadas por el abandono sufrido, sumadas a una vida conducida bajo la guía de Lescaut, dejaron huellas en su fisonomía.

La prontitud con que Des Grieux responde al llamado de su amada es signo evidente de la permanencia intacta de su amor por ella y también de su total ausencia de orgullo. Cualquier mujer se vería sumamente halagada por la demostración de un afecto inquebrantable, que está dispuesto a olvidarlo todo y a perdonar. Pero es bueno recordar que Manon no es cualquier mujer. Repuesta de la sorpresa inicial y de la consecuente emoción que el encuentro le provoca, consigue controlarse. Caer en los brazos de su amante hubiera sido reconocerse en falta ante él y consiguientemente dejarse dominar por el caballero, cosa que ella no está dispuesta a admitir.

Si bien Manon sabe que no podrá dejar de reconocer sus faltas, antes de hacerlo prefiere ubicarse en una posición de víctima que le permita conducir la situación, ejerciendo un dominio desde la debilidad. El mecanismo utilizado consiste en la mejor defensa: un violento ataque al desprevenido DesGrieux (Tu non m’ami dunqui più?). Este cargo resulta insólito, sobre todo porque al mismo tiempo Manon se confiesa culpable de traición. Con astucia, monta la comedia de su temor ante la venganza de su amante, que se defiende con ahínco (Ah! Sciagurata, la mia vendetta). La descarada estratagema resulta eficaz y desarma al caballero, a quien con toda justicia le correspondía efectuar los reproches. Ajeno al cálculo, este se apresura a confesar su amor y cae mansamente en la trampa, quedando a merced de su amada.

Sobre terreno firme, Manon se dispone, ahora más confiada, a desplegar su seducción no desprovista de malicia. Comienza por un ampuloso pedido de perdón, que tiene poco de arrepentimiento, construido desde la seguridad de haber sido ya perdonada. Superado este trámite, intenta una inverosímil justificación de la traición (Tutto è per te) que resultaría ofensiva para cualquier persona honorable. El grado de aturdimiento del caballero imposibilita cualquier tipo de reacción. Hay también de parte de la joven una explicita reivindicación de las riquezas que ha sabido ganarse (Vedi? Son ricca), las siente como el fruto de su trabajo y no está dispuesta a abandonarlas tan fácilmente por las veleidades de una pasión ardiente que lleva derecho a la miseria. En este punto también, veladamente, hay una amonestación hacia su joven amante, quien no fue capaz de asegurarle un sustento acorde con lo que merecía su extraordinaria belleza.

Des Grieux pareciera que goza con el dolor que su amada le profiere, evidenciando una tendencia al masoquismo que suele acompañar a los amantes desmedidos. A pesar de la excitación que con seguridad le produjo la inesperada invitación de Lescaut, es probable que Des Grieux trazara alguna estrategia para desenvolver durante el encuentro. De todas formas, jamás pudo desplegarla y su plan quedo preso para siempre en su conciencia. Sin darle respiro, Manon lo obliga a disculparse por no amarla más, a humillarse ante las riquezas que ella ha conseguido, a sucumbir ante sus encantos, a creer en sus promesas y a aceptar sus insólitas justificaciones. Demasiado para un hombre cuya pasión lo condena a una debilidad extrema. Abrumado ante tanto despliegue, prontamente se declara vencido.

Llega el momento de la ansiada reconciliación, de las demostraciones de cariño y de los suspirados besos. Demasiado tarde. El dilatado tiempo que tomó el ajedrez desplegado por Manon con el fin de someter a su amante tendrá su caro precio. Ambos son sorprendidos por el inesperado regreso de Geronte que, alertado por la tardanza de su preciado “ídolo”, cae sobre los desprevenidos amantes, cuyo ardor les ha impedido ser precavidos.

El astuto anciano, conciente de las limitaciones de su físico, decide evitar el camino de la violencia y adopta una actitud condescendiente hacia la joven pareja. Haciendo uso de una finísima ironía, reconoce la evidencia inexorable del calendario y hasta pide disculpas por su abrupta irrupción (Chi non erra quaggiu?). Antes de retirarse acepta, con hidalguía, los dardos que le arroja Manon, que con espejo en mano invita a comparar su aspecto senil con el saludable cuadro que componen los dos jóvenes. La grosería, acompañada de una maldad hiriente, quizás predispone definitivamente al anciano a tomarse venganza de la insolencia de su ingrata amante. Es probable que en ese momento Geronte haya comprendido la inutilidad de su esfuerzo en convertir a su joven amante en una dama apta para alternar en los salones parisinos. El afectado saludo de despedida contiene una advertencia (arrivederci... e presto!) que, de haber sido entendida, podría haberse constituido en la salvación de la joven pareja.

Durante la discusión, Des Grieux intenta intervenir. A pesar de su juventud, él es un caballero y no está dispuesto a permanecer inerte frente a las ironías de su acaudalado rival, que no pasa de ser un burgués al servicio de la corona. Sin embargo, es llamado a silencio secamente por Manon (Taci!), lo que pone de manifiesto hasta qué punto esta había consolidado su autoridad. La pasión suele trastocar el orden de las cosas, y la menor en edad y en escala social impone su arbitrio despóticamente.

La partida de Geronte da un viraje al dialogo entre los jóvenes. Manon se ilusiona con que el retiro del anciano sea la apertura de la posibilidad de no tener que renunciar a nada. Des Grieux, por su parte, intuitivamente sabe que su permanencia allí es insostenible, al menos sin lesionar severamente lo que le queda de dignidad (Senti, di qui partiamo). Algún resto vive todavía de la educación recibida desde su buena cuna y todavía permanecen algunos reflejos que se apoyan en esta reserva. Su compañera, en cambio, sin la brújula que proporciona una conciencia bien formada, se encuentra perdida y no puede decidirse entre las opciones que se le presentan (Peccato! Tutti questi splendori!). Mientras la situación se movía en el plano de los reproches y de las promesas, aun con sus asperezas, el diálogo prosperaba. Cuando llega el momento de tomar decisiones, la verdad se desnuda y el inevitable conflicto estalla.

Después de tanto sometimiento, llega para Des Grieux el momento de la reacción, lo cual lo reivindica un poco en su virilidad. Ataca entonces con decisión el aria decisiva de la noche, consistente en un conmovedor pedido de sinceramiento a su amante (Ah! Manon, mi tradisce...). Desesperado ante la actitud dubitativa de Manon, el caballero se coloca a merced de juicio, como quien espera recibir la sentencia inapelable de un tribunal. En un primer momento, el acalorado alegato parece lograr su efecto (Sarò fedele e buona), pero la precipitada aparición de Lescaut aborta los buenos propósitos de su hermana.

El tiempo definitivamente se agota y esta es la noticia que agitado trae Lescaut, que ve esfumarse su principal fuente de ingresos. Detrás de él viene en camino el astuto Geronte, esta vez acompañado de la fuerza publica, dispuesto a hacer cumplir la ley. La advertencia no consigue poner en movimiento a Manon, que repasa en su memoria las joyas de su pertenencia y no se siente dispuesta a abandonarlas.

En un último arrebato Des Grieux no consigue despertar a Manon, que está bloqueada ante su pequeña fortuna amasada recientemente. El desenlace se produce con la llegada de Geronte, mientras Lescaut cubre la huida del caballero. El argumento de que en su persona radica la única posibilidad de intentar el rescate de su hermana parece convincente (Se v’arrestan, cavalier...). El sueño de Manon, que es llevada bajo arresto, comienza a recorrer el sendero de la pesadilla y la historia se desbarranca hacia la tragedia.


3. TERCER ACTO (Le Havre)

El acto se inicia con una inspirada y extensa página musical, conocida como el “intermezzo”, haciendo referencia a su carácter de pausa, que invita a la reflexión y que prepara un decidido cambio de clima, que tiende a acentuar el drama. Es una melodía potente, que arrastra aun a las personas más impasibles hacia los umbrales de la emoción. La música actúa además como resumen de la historia y consigue salvar con éxito el tiempo que transcurre desde el arresto de Manon hasta su llegada al puerto de Le Havre, donde espera para ser deportada. Un tiempo que en la novela se compone de una cantidad de sucesos, algunos de ellos bastante inverosímiles, que relatan sucesivas marchas y contramarchas, las fugas de sendas prisiones, realizadas con la complicidad de numerosos personajes y el duro camino que separa París de Le Havre. Todo este nudo viene resuelto magistralmente por Puccini, que ubicándose desde la perspectiva subjetiva del caballero, expresa en música –su materia preferida– el estado de ánimo del personaje. Este, con las palabras con que abre el acto, no hace más que subrayar lo que la música relataba (Ansia eterna, crudel...).

Mientras arrecian las notas del “intermezzo”, comienza a amanecer en la escena. Con las primeras luces del alba se descubre que Des Grieux está acompañado de Lescaut. Ambos personajes permanecen unidos por una extraña relación, en donde se mezcla la necesidad y el afecto. Intereses distintos que coinciden en la persona de Manon. Lescaut intenta aplacar el ansia del caballero (Pazienza, ancor...) asumiendo una actitud paternal. Con este objetivo, repasa en voz alta los pasos de un plan que desde el inicio adolece de una cierta improvisación. El mismo se compone de dos partes, inconexas entre sí. Una primera, fácil, busca producir el reencuentro de los amantes, cosa que se logrará corrompiendo un guardia, y la segunda, más compleja, intentará la liberación de las prisioneras a través de un golpe de mano. Todo hace presumir que nos encontramos en presencia de un soldado más capacitado para el soborno que para la maniobra estrictamente militar.

Continuando con su actitud, Lescaut prefiere proteger a su compañero, sin exponerlo inútilmente al riesgo de la segunda parte del plan. Una decisión razonable, si se tiene en cuenta su estado alterado, lejos de la frialdad necesaria para intentar una maniobra riesgosa. Con verdadero dolor, Des Grieux repasa los distintos pasos que lo trajeron hasta aquí. Pasos materialmente dados, pues nos enteramos que el joven ha seguido el cortejo que conducía a las prisioneras a lo largo del trayecto que, bordeando el Sena, une las dos ciudades (Parigi ed Havre… fiera, triste agonia!).

Con la aparición de los guardias se produce el reencuentro de los jóvenes amantes. Lescaut los observa conmovido como si envidiara la pasión que los une. Un sentimiento que no está al alcance de su espíritu, donde sistemáticamente la conveniencia material prevalece sobre el afecto. Decidido, parte a reunirse con sus secuaces para llevar a la práctica la fase violenta del plan, dándose ánimo con una promesa que tiene algo de amenaza al destino, que en realidad revela un voluntarismo propio del que no ha medido bien sus fuerzas (Al diavolo l’America! Manon non partirà!).

Con su retiro, comienza el tercer dúo de amor, que continúa con el promedio de uno por acto. Como en los casos anteriores, se produce con un tiempo limitado y estrecho, un comportamiento típico para estos amantes destinados a manifestarse su amor bajo una presión acuciante. El diálogo comienza con idénticas palabras por parte de Manon, que siempre parece sorprendida de la tenacidad de su amante. Ella, por su parte, muestra una evolución de su carácter que madura a través de los sucesos y se forma en la adversidad. Atrás parece haber quedado la altanera adolescente de la mansión parisina, presa de sus contradicciones. Una sincera expresión de reconocimiento hacia Des Grieux inicia el diálogo (Nell’onta non mi abbandoni?), que luego transita caminos ya recorridos, no exentos de la desmesura que aporta el ánimo exaltado del caballero (Vuoi che m'uccida qui?).

El denso clima, donde los sentimientos son exaltados al máximo, es cortado astutamente por Puccini, que hace uso de un recurso típicamente “verista”, con la aparición de un personaje extemporáneo. El farolero, con una cantinela pegadiza, logra un contrapunto eficaz, logrando que el clima demasiado romántico haga perder realismo a la historia. Retomado el dúo, los malos presagios de Manon (Ah, una minaccia funebre io sento!) no tardan en aseverarse. Lescaut aparece en escena para anunciar el previsible fracaso de su maniobra (Perduta è la partita!).

Como lo hiciera en el acto anterior, invita a su joven amigo a emprender nuevamente la huida, pero esta vez no logran convencerlo ni aun los ruegos desesperados de Manon. Ante la negativa del caballero, Lescaut se pierde, mezclándose entre la gente que espera la salida de las condenadas, sin tiempo para las despedidas. El castigo por el delito de prostitución supone el destierro de las imputadas. Una ley inteligente que, al mismo tiempo que pena la ofensa a las buenas costumbres, permite subsanar la escasez de mujeres en las lejanas colonias de la América francesa.

Se puede inferir por la cantidad de gente que se agolpa en el muelle para ver el embarque de las mujeres que en Le Havre las diversiones eran escasas. El público se divide entre quienes formulan juicios benévolos, quizás movidos por el deseo que despiertan las muchachas (È un amore) y otros, mucho más severos, que expresan las mujeres, inspirados por una envidia mal disimulada (Che riso insolente!).

Con un sentido del espectáculo que recuerda a los actuales desfiles de modelos, un sargento va anunciando una a una a las condenadas, de nombres sugestivos, entre la cuales se encuentra Manon. Su aparición provoca la admiración de los presentes, similar a la que produjera su irrupción en la plaza de Amiens. Evidentemente su belleza continúa siendo impactante, más allá de las situaciones por las que atraviesa.

Mezclado entre los asistentes al desfile, se encuentra Lescaut, que cuenta a los curiosos la historia de su desdichada hermana. El relato es ligeramente edulcorado, de manera de suavizar las críticas. Con ternura fraternal, Manon es presentada como presa de un destino desgraciado, del cual le fue imposible zafar. Des Grieux, que continúa a su lado, es presentado en esta versión “light” como su marido a quien la esposa le fuera raptada el día de su boda por un viejo libertino. Con esta visión particular de los sucesos, donde no se reconoce ninguna culpa, Lescaut se esfuma de la historia, habiendo fracasado en sus pretensiones de vivir a costa de la belleza de su hermana. Puccini, benévolo, al menos lo conserva con vida, a diferencia de Prevost, que lo hace morir luego de una vulgar refriega callejera. Un final demasiado cruel para alguien condenable, pero en definitiva no desprovisto de un costado humano. Su conflicto entre la conveniencia y el afecto no queda resuelto y en esta ambigüedad es donde reside la mayor riqueza del personaje.

Mientras se suceden los llamados a las distintas pasajeras y simultáneamente a que Lescaut expone el caso de su hermana, el diálogo de los amantes se reanuda, ahora con un aire decididamente de despedida. Aquí aparece una Manon totalmente conciente de la situación, que se trasciende a sí misma y que se concentra en el destino de su amante. Con buen criterio le aconseja volver a su vida de siempre, e incluso hace mención, única en toda la obra, al padre del caballero, cuya figura es tan importante en Prevost como referente constante del “deber ser” (Ora a tuo padre dei far ritorno). La eliminación de la figura paterna, fundamental también en la versión de Massenet, muestra la voluntad de Puccini de eliminar toda connotación moralística de su obra, dejando a los personajes librados al propio dictado de sus conciencias.

Al momento de concretarse efectivamente la despedida, Des Grieux no acepta los consejos de su amada, e hará un último y desesperado intento, arrancando a Manon de la fila de deportadas (Ah! guai a chi la tocca!). Ante la sorpresa general, el caballero jura querer quitarse la vida antes que entregar a su amada. El griterío atrae la atención del capitán del barco, a quien probablemente le resulta extraña una pasión tan encendida, dirigida hacia una mujer de tan baja reputación. Los presentes, románticos empedernidos, animan emocionados a la pareja, bien predispuestos por la fábula relatada por Lescaut.

A pesar de ello, imprevistamente, Des Grieux, en un rapto de racionalidad, cambia su estrategia y comienza a suplicar al capitán del barco que le permita tomar parte en la travesía. El Capitán se muestra admirado ante semejante solicitud presentada con tanto brío (M'accettate qual mozzo o a più vile mestiere) para arribar a un lugar presentado como supuesto castigo. De todas maneras, muestra enseguida ser un hombre práctico y con ironía acepta el ofrecimiento (Ah! popolar le Americhe, giovinotto, desiate?). El cortejo parte hacia las remotas tierras de América. Todos lo hacen con el pesar lógico que produce abandonar la patria. Todos menos Des Grieux, que está exultante de felicidad. Su amor vive y lo dota de una intrepidez que le impide cualquier tipo de cálculo sobre un futuro que se presenta, por lo menos, incierto.


4. CUARTO ACTO ( Nueva Orleáns)

El desierto en su expresión más radical aparece en esta última escena. Puccini se extiende en este sentido más que su antecesor, Massenet, que concluye su historia en el muelle de Le Havre. El desierto que aparece representado es real, pero también simbólico, espacio metafísico. Allí, en esa inmensidad desolada, que el teatro representa siempre con dificultad, se encuentran los amantes que caminan sin destino, provenientes de un lugar indeterminado. Cómo han llegado hasta allí es algo que jamás se explica. Y quizás por ello el desierto se transforma en metáfora de un amor imposible, maldito, condenado a consumirse en la nada. Es el ocaso de un día que nos imaginamos largo y sobre el cual la tragedia finalmente señorea, sin dejar rastros del alegre ocaso de Amiens que, de tan lejano, pareciera pertenecer a otra historia.

Las promesas de la nueva tierra se han esfumado rápidamente y los motivos son fáciles de imaginar. No parece posible empezar de nuevo y borrar el pasado. Los lugares influyen en las personas, pero difícilmente las cambian. Prevost nos cuenta algo del fracaso americano de estos amantes, que rápidamente vuelven a caer en los viejos vicios, luego de un breve comienzo auspicioso. Una vez más la belleza de Manon y lo que ella despierta es la trampa mortal en la que ambos caen, esta vez definitivamente. Puccini evita toda clase de explicaciones y echa a rodar a sus dos enamorados por el desierto, presas de un destino inexorable.

Una Manon extenuada se apoya sobre Des Grieux (Tutta su me ti posa), que finalmente en la desgracia se ha convertido en el sostén de la pareja, al menos en el plano estrictamente físico. El diálogo de los amantes esta vez ocupará todo el acto sin que aparezcan otros personajes. El cansancio y la consecuente desesperación del caballero por el precario estado de salud de su compañera será el único argumento sobre el cual girará obsesivamente un libreto que, en su agotamiento, resume certeramente la situación terminal en que se encuentran los personajes.

Sin poder dar un paso más y maldiciendo su condición de mujer débil, Manon manda a Des Grieux a escrutar el horizonte en busca de una improbable ayuda. A pesar del estado en que se encuentra, queda claro que aun así es ella quien tiene la iniciativa. Liberada de la presencia siempre un poco asfixiante de su joven amante, acomete la que será su aria final, una suerte de resumen de toda su vida (Sola... perduta, abbandonata...). Un balance que, según los hechos, resulta altamente negativo y así lo percibe con toda crudeza Manon, que ostenta entre sus virtudes –como ya se ha señalado– la de un sano realismo. Con una bellísima y descarnada frase (io la deserta donna!) se define a sí misma, hallando una mimesis perfecta entre su situación interior y exterior. La mujer, tipificación de la mujer prostituida, culmina en la soledad de un desierto físico, que es también el espejo de su espíritu.

En su monólogo también hay lugar para la recriminación hacia la nueva tierra de redención, que tempranamente hizo sucumbir los sueños de la joven pareja (Terra di pace mi sembrava questa...). La causa de esta desilusión no es otra que la propia incontrastable belleza (Ah! mia beltà funesta) que, como la de Helena de Troya, se revela causa de desgracia. Por último, hay una mirada hacia el pasado que, visto desde la perspectiva del final, aparece teñido de un aspecto lúgubre (il mio passato orribile risorge).

El regreso precipitado de Des Grieux no trae más que decepción: se avecina el momento de la muerte y los amantes acometen la despedida final. Manon muere en los brazos de Des Grieux, jurando repetidas veces un amor al que no supo, o no quiso, corresponder cuando era posible hacerlo. El caballero termina desmayado sobre su cuerpo exánime ratificando su amor, al que permaneció quizás demasiado fiel, sin la ductilidad necesaria para permitir que un sentimiento se desarrolle normal y fecundamente. Puccini deja abierto el final para el personaje de Des Grieux, que manifiesta su deseo de morir con ella, aunque el hecho de haberlo expresado en otras ocasiones relativiza el valor de sus palabras. Si seguimos la pista de la novela, es necesario que Des Grieux viva, pues es él mismo el encargado de relatar su historia al Abate Prevost.

El largo camino culmina trágicamente con una muerte que coloca a Manon entre la heroínas románticas más acabadas. El trayecto realizado, que une Amiens, París, Le Havre y New Orleáns, hace pensar en un estilo “on the road”. Un movimiento que no es casual, sino eficazmente expresivo de la evolución del personaje. Manon huye, en primer lugar de la casa paterna, luego de los cuidados interesados de su hermano, también de la trampa que constituían las riquezas del anciano Geronte y por último del amor, excesivo y sofocante, que le ofrece Des Grieux. Su extenuante carrera se deshace en la nada del desierto, se evapora en los ardientes calores de una tierra ignota. Su triunfo queda ratificado en el hecho de no haber podido ser apresada por ninguno de los hombres que quisieron dominarla y hacer de ella un objeto. Su sacrificio, recuerda, en clave cinematográfica, el fantástico vuelo del convertible azul de “Thelma and Louise” hacia las profundidades del Gran Cañón. Es una muerte que se elige, en el sentido de que es causa inequívoca de las elecciones de una vida, que nunca quiso someterse. Sin concesión a posturas afectadas, Manon afronta con un dolor intenso su última hora, en donde aparece la natural rebeldía ante la experiencia del final (No... non voglio morir!).

La vida, y la muerte de Manon se constituyen, entonces, en paradigma de la libertad de la mujer, que se resiste a ser dominada. Su rebeldía no se basa en posturas teóricas, sino que es vital e íntima, y Puccini, profundo conocedor de la psicología femenina, pone bajo esta luz particular a “su” Manon, tan diferente a las anteriores. Una visión de gran actualidad, que supera los lugares en donde el personaje tipológico de “la manon” corría el riesgo de quedar para siempre anquilosado.

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