domingo, 4 de noviembre de 2007

Yo quiero ver un tren

("Mondo di cromo", Luis Alberto Spinetta)

Yo nunca me imaginé regresar a mi tiempo de niño,
nunca me expliqué por qué nunca vi un tren.

La neutrónica ya explotó y muy pocos pudimos zafar,
¡ahora el mundo no tiene ni agua!

La mañana me encuentra caminando en la nada.
¡vías muertas de un expreso que quedó en el pasado!

Confundido por el fuego verde que confluye desde el mar,
la materia disuelta flota en la atmósfera sin sol.

La neutrónica ya explotó y muy pocos pudimos zafar,
¡ahora el mundo no tiene ni agua!

La mañana me encuentra sospechando en el aire ¡contaminado!,
¡vías muertas de un expreso que quedó en el pasado!

¡Señor, señor, hey!

Yo quiero ver un tren,
llévame a ver un tren,
no los recuerdo
yo quiero ver un tren.


Mi infancia estuvo plagada de trenes. Recuerdo subir el terraplén cerca de mi casa para verlos pasar bien de cerca, agarrando fuerte la mano de mi viejo. Había también un puente de hierro que cruzaba una calle que terminaba a cincuenta metros contra un paredón que escondía otros trenes más etéreos. Un puente gratuito que permitía el paso hacia ninguna parte; irritante, en una ciudad repleta de barreras que cortan la circulación como tajos. Detrás del muro, una madeja férrea y después se veía una estación pequeña. Los escasos peatones que transitaban su andén se me antojaban ciudadanos de otros mundos. Seres pequeños separados por un abismo de vías. Más allá de la estación para mí no había nada, quizás un mar extenso, o un desierto sediento, o el puro caos. Un paisaje arrasado por la nada.

Debajo del puente jugábamos contra un paredón de ladrillos desiguales y rebotes impredecibles, emulando las hazañas de Vilas. El puente goteaba un líquido incierto, parecía sudar, y nos observaba como un Argo de mil ojos de remaches.

También estaban los trenes dibujados con paternal paciencia, plagados de personajes queridos, peluches inmortalizados en la carta, que saludaban alegres desde cada ventanilla. Un dibujo repetido una y mil veces, y una vez hecho grande en una cartulina. Como si su tamaño gigantesco pudiera apagar mi ansia de ferrocarriles. El tren de los dibujos era más antiguo que los reales, y echaba un espeso humo de cigarro desde una gruesa chimenea. Era un tren más romántico y no desprovisto de una nostalgia que chocaba un poco con la superflua alegría de sus pasajeros.

Después estaba un tren eléctrico “Marklin” propiedad de mi hermano, prodigio de tecnología germana. Venía en unas cajas verde loro que encerraban innumerables tramos de una extensa red férrea, con puentes, barreras y desvíos imprevistos. La diversión terminaba en el mismo momento en que se ensamblaba la última vía. Puesto a andar rápidamente nos ganaba un tedio pesado y luego de verlo circular a ras del piso, por esos campos de alfombra, veíamos con horror que había que ordenarlo. Su perfección asesinaba la imaginación y con ella el juego.

Jamás viajaba en tren, y por eso ellos producían en mí un efecto puramente estético, que no sospechaba lo útil. “Yo quiero ver un tren”, porque aunque ahora los veo, “no los recuerdo”. No quiero recordarlos a ellos, sino mi mirada de aquellos días lejanos de los que me separa el vacío similar al que imagino produce una explosión atómica, o neutrónica, que sospecho aún más potente. Viajar en tren fue penetrar su misterio y con él romper el hechizo que la forma provoca cuando está despojada de un sentido preciso. Mi infancia quedó arrasada por la comprensión práctica de los fenómenos y muchos de ellos, que encerraban una poesía latente, se vieron rebajados a un destino servil. Porque como dice bellamente Hegel “el arte vivifica jovialmente la árida y oscura sequedad del concepto”.

Atrás quedó mi infancia de trenes. Intento explicarme por qué desde entonces nunca más “ví” un tren. La luz de la mañana revela mi pasado que observo desde un escenario algo devastado. Empañados mis ojos por los humos que el tiempo acumula, respirando el aire enrarecido de impurezas, junto a los incendios que arrecian improbables desde un mar de incertezas, bajo un cielo de sol ausente, caminando en la nada, rezo: ¡Señor!, ¡Señor!, ¡Quiero ver un tren!.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Flaco..siempre un visionario.
Inevitablemente me vienen a la mente acordes de esta canción ante la mínima visión de una estación de tren.
Como puede caber tanta poesía en solo unos minutos de música?.
Excelente el blog, hermoso espacio de reflexión, muchas gracias.