martes, 20 de noviembre de 2007

102

Se sabe que es un invento argentino, y es cierto, empezando por el magnífico nombre que lo nombra. Este no hace referencia a su función, ni a su forma, si no que lo que se define es su esencia más íntima, su alma. Hay muchos otros medios que incluyen a muchas personas, pero ninguno merece este nombre tan acabado, y el secreto de esto es cuantitativo. Los medios que transportan mucha gente no son colectivos. La masa mata la colectividad del colectivo. Ni tampoco los que viajan demasiado lejos, porque la distancia es enemiga de la pertenencia. El colectivo es una comunidad reducida de seres humanos que se desplazan en un espacio y tiempo también reducidos. Esta es la medida justa que permite destruir los individualismos, sin perderse en la uniformidad de las muchedumbres ni en la desmesura de un espacio demasiado largo. Ser colectivo.


No es que no reconozca las bondades del subte que conserva siempre la fascinación de lo telúrico, sumado al aliento inconfundible que exhalan sus bocas. Tampoco reniego de la comodidad del taxi, especie de delivery de uno mismo y disfruto de la charla siempre íntima con esos fascistas del asfalto ciudadano. Pero solo el colectivo permite esa multiplicidad de rostros, ese democrático bamboleo que no reniega del fugaz contacto físico, que se suma a esa visión privilegiada de la ciudad, a una cota que está entre la soberbia de la vista aérea y el rastrero andar del peatón.

Así como es difícil que a alguien le guste el fútbol sin ser hincha de un equipo, yo soy de una línea. El 102. Soy un Siddharta que contempla el devenir de la existencia entre el necesario andar que une Palermo Chico y Barracas. La casa de mi infancia y la de mis abuelos (que ahora es la mía), mi colegio y el de mis hijos (que es otro), muchos de mis trabajos, y la cancha de Boca. Todos mis recuerdos se enhebran como en una brochette nostálgica por este recorrido que comienza algo incierto entre los bosques de Palermo, se asienta por Las Heras y luego como una espada corta la ciudad por Uruguay y su mecánica extensión San José, que no es en honor del santo, sino de batalla librada en tierra de su predecesora. El final sucede entre galpones donde en el aire se palpita el dulce olor del Riachuelo.


De chico olvidé una vez la valija completa con todo mis materiales escolares. Luego de recibir una reprimenda de mi madre, partió uno de mis hermanos al rescate de toda mi ciencia encerrada en ese maletín. Su destino para mí era el de una tierra mítica de la que solo su nombre conocía, tallado como estaba en el frontispicio del colectivo: Azara y Olavarría. Recuerdo la tensa espera en una tarde de calor intenso, y también su exitoso regreso, cuando volvió blandiendo entre sus manos, como un Jasón que llegara de las playas del Mar Negro, el trofeo de cuero marrón henchido de manuales Kapeluz.


El colectivo tiene un capitán que lo guía, con su camisa azul y la protectora franela infaltable sobre el muslo: el colectivero. Allí gobierna su nave de pasajeros erráticos, sobre su trono amortiguado y su timón nacarado. De chico, a todos los del 102 les cabía un sobrenombre: Padre eterno, el Cursillista y el malhumorado del interno 5, que arrojaba con furia los billetes contra el parabrisas mientras mascullaba maldiciones por la eterna falta de cambio. Ahora también tengo varios choferes apodados, pero no tengo a mi hermano para compartirlos, está Julio de Vido, el Roña Castro, Crossa (ex Racing, Boca y Vélez) y el Salteño, que es un amigo y no me cobra. Lástima que los colectivos no tengan más “pozo”, si no hubiera viajado en ese lugar destacado como pocos. Pedestal invertido que, descendiendo, enaltecía a quien lo ocupaba.

Es verdad que con la llegada de las máquinas de monedas se ha perdido algo del contacto con el conductor, pero estas han agregado también algo de emoción al viaje. Siempre hay un temblor de incertidumbre antes de saber si nuestras monedas serán aceptadas. La máquina traga a veces monedas con herrumbre verde y números gastados, y rechaza otras que se presentan doradas de una novedad ostentosa y grosera. Un criterio de selección que me recuerda al de Yahvé.


Cuando vivía en Roma, extrañé mucho el 102. Y no es que haya abandonado la práctica de viajar en transporte público de superficie. Pero los buses de Roma son inmensos y parecen tranvías que vagan aturdidos porque han perdido a su madre. Me los imaginaba como esos esclavos que aunque recuperen la libertad guardan en su andar las huellas de su antiguo yugo. Tampoco ayudaba su monócroma existencia naranja en la que se disuelve toda posibilidad de carácter. No se puede amar cuando la uniformidad impide la elección en la que saboreamos la libertad.

En este tramo de mi vida se agrega a mi diario viaje al trabajo, realizado claro está en el 102, la experiencia cargada de simbolismo de bajar en el final del recorrido, junto al hermético Parque Japonés. Generalmente quedo solo en una situación algo incómoda, ya que naturalmente el colectivero no está preparado para soportar la intimidad. Bajo con un saludo dubitativo y pienso en lo que significa llegar a la terminal. Un lugar en donde, como Nietzsche soñara en un mediodía perfecto, todo vuelve a comenzar idéntico.

11 comentarios:

Esteban dijo...

Soberbia descripción de algo que sin duda formó parte de nuestra vida. Como el árbol de la parada de Castex. Y esa fascinante idea de que si pisábamos sus enormes raíces aparecería el bondi para llevarnos al colegio y no llegar tarde.
Y la ilusión de encontrarnos con Vero Loncan. (En esa época me gustaba pero era demasiado chica, y después llegó Quique y su metro noventa y ocho.)
O la vez que la puerta trasera te apretó la pierna, porque eras tan petiso que el chofer no te alcanzó a ver por el espejo. O el pucho fumado a escondidas de todos, menos de Pepi Fornieles. O las corridas desde la plazoletita con el papiro de López Rega hacia la esquina para no perderlo, dejando las patinadas de los mocasines en el asfalto... En fin muchos pero muchos recuerdos que me asaltaron al leer de tu evocación.
Muchas Gracias y un gran abrazo.-

Anónimo dijo...

Si dejaba entrar a la nostalgia, temia que el post tomara una dimensión desorbitada. Por supuesto que me acuerdo de todo eso, pero lo del papiro de Lopez Rega fue mortal.
Abrazo y gracias

Anónimo dijo...

Si dejaba entrar a la nostalgia, temia que el post tomara una dimensión desorbitada. Por supuesto que me acuerdo de todo eso, pero lo del papiro de Lopez Rega fue mortal.
Abrazo y gracias

Lucia Mazzinghi dijo...

excelente, esse lente sobre lo cotidiano. Mi preferido es el 37. Verde y blanco, color de la bandera joyceana, no venía nunca o llegaban de a cuatro. En él me dirigía todas las semanas hacia mis primeras incursiones en las huestes lacanianas.
En el 152 te roban siempre, el 108 esta repleto de choferes sacados (en un mismo mes chocamos tres veces y eran tres choferes distintos), en el 39 a Chacarita viajo gratis cuando me toca el gordo con colita, en el 132 nunca encontrás lugar y todos los 168 se caen a pedazos.

Anónimo dijo...

Una lúcida reflexión acerca de un entrañable amigo de ayer, de hoy y de siempre. Durante toda la primaria viajé en él ida y vuelta a mi colegio, en frente al departamento central de la yuta. ¡Ahí suben los bichos colorados, gritaban nerviosos los choferes!, en evidente alusión a nuestros insoportables - en épocas tórridas - blazers bordeaux. Eso sí, prefiero ser bicho colorado y no "gallina", como esos sarasas de saco azul que se subían en Paraná y Santa Fe, provenientes de su oprobioso colegio de Montevideo y la Gran Vía. El viaje era un descubrimiento diario, una escuela de vida, donde todavía se le dejaba el asiento a una viejita, una embarazada o, simplemente, a una mujer. Promediando la secundaria, mi viaje se extendió hacia Palermo, a la casona de Ocampo, a aquel inolvidable día en que conocí a los Mazz en pleno, escuchando la celestial música que el general se llevaba en sus oídos, proveniente de esos muchachos imberbes que llenaban la plaza.
Ya en la Universidad, mi destino fue Libertador y Coronel Díaz, dado que gracias a mi metro noventa y ocho pude afanarle al Gordo la mujer de sus sueños.
Devuelto a mi casa por el 102, una noche le mandé al Gordo un cálido saludo radial, que lo sorprendió de madrugada mientras repasaba su materia Nº 8 que debía rendir en diciembre ...
Opete, gracias, el 102 también es cultural!!!

Anónimo dijo...

Flaco querido, bienvenido a este nuevo viaje que emprendemos juntos lleno de recuerdos, pero espero de cosas también para pensar juntos a futuro. Pensá que el colegio donde van mis hijos ahora es en el mismo edificio donde ibas vos. El eterno retorno de lo mismo. Abrazo y gracias por la lectura.

Anónimo dijo...

De chico emprendía el largo viaje hacia Munro en 60Panamericana -cuando ésta tenía sólo dos carriles-; los choferes me dejaban sentarme en el estribo que había detrás de sus sillones (no existían las máquinas expendedoras de boletos y sí las puertas del lado del conductor); me dormía parado; y recuerod que me persignaba al pasar por la Facultad de Ingeniería de Las Heras pensando, obviamente, que era una iglesia. Cuando yendo en el 37 a Ciudad universitaria en mi breve paso por el CBC descubrí que no era lo que yo pensaba dejé la carrera de Arquitectura.... Lo que siempre me molestó del colectivo es que en los días de lluvia la gente no abre ni loca las ventanas, juntándose un "tufo" insoportable.

Anónimo dijo...

Recién hoy me puse a inspeccionar este blog. Me pareció muy bueno el del 102, muy gracioso. Se podría hacer de cada una de las líneas diferentes descripciones, porque es como si cada una tuviera una personalidad diferente, con sus recorridos y pasajeros. En lo personal, mi gran amigo es el 60. Un eterno viaje de mil vueltas hasta llegar a San Isidro, a la casa de algún amigo o a alguna fiesta de 15. Siempre acompañado de otro amigo centrista. Las mejores conversaciones las tuve en esos viajes, las más divertidas. Encima, debe ser el que más sub-líneas tenga. Hay hasta 60 6. Un saludo a todos. Gracias Opi, muy bueno lo tuyo.

Anónimo dijo...

Qué lujo el 102 Mazzinghi!, una belleza que conocí gracias a usted hace 30 pirulos. Yo venía del Conurbano donde los bondis tenían 3 cifras, pocas luces y mucho barro. Bajaba del tren en la estación Scalabrini Ortiz, cruzaba el millón de vías que a esa altura se juntan y saltaba a la calle Ocampo en busca de su hogar, parada obligada antes de tomar el siempre brilloso 102 y encarar para el Gran Templo Xeneize. Qué lujo el 102!, cada vez que lo veo me acuerdo de Ud., su queridísima familia y nuestra compartida pasión boquense.
Un fuerte abrazo

Anónimo dijo...

Fe de erratas: venía distraído y me bajé una antes, la estación que estaba atrás de su casa era SALDIAS y pertenecía al humillante grupo de las "optativas", había que preguntarle al guarda si paraba o seguía hasta Retiro.
Un abrazo,

La herida de Paris dijo...

No te hagás el jóven que en esos tiempos lejanos a los que hacés referencia la estación Scalabrini Ortiz se llamaba "Balneario".
Se agradece la participación. Abrazo