martes, 9 de octubre de 2007

Aida o el amor a la Patria

“O patria o patria quanto mi costi!”
Aida III acto



0. INTRODUCCIÓN
Las razones para empezar con Aida estas reseñas no obedecen solamente al orden alfabético. Más bien se trata de cuestiones afectivas vinculadas con mi infancia, visto que es una de las óperas seguramente más amadas por los niños, dado el despliegue impresionante que requiere su representación.


Estas razones son las mismas que la convierten en una de las elegidas, a la hora de decidir el repertorio en las temporadas de verano que se realizan en las grandes arenas de Europa. El gran aparato que exige su representación hace que se luzca en grandes escenarios, y que tenga un éxito asegurado más allá del público que concurra, que en los casos de las temporadas a las que hacía referencia se compone generalmente de turistas, que nada conocen del mundo de la lírica.

Seguramente se podría definir esta obra como de corte hollywoodense, ya que en muchos pasajes recuerda a las superproducciones del cine americano. Y esta condición tiene su explicación en su origen, visto que, como es sabido, fue encomendada a Verdi para estrenar la temporada del teatro de El Cairo, recientemente construido con ocasión de celebrar la apertura del Canal de Suez. La primera representación se efectuó, pues, la Noche Buena de 1871 en Egipto, lugar donde además sucede la trama de la historia, que recuerda una época de mayor esplendor para esas tierras. Es probable que alguna de las autoridades locales, que asistieron a la velada de gala, haya soñado, acunado por la música de Verdi, con volver a aquellos días de gloria. El compositor no concurrió a la “prima” por que temía que los egipcios lo momificaran, según él mismo comentó en una carta.

En mi caso personal hay, además, un recuerdo que hace que la historia de Aida me resulte especialmente próxima, pues la primera vez que concurrí al teatro Colón para presenciarla, ocurrió un hecho que tuvo para mí un matiz fantástico. No recuerdo exactamente el año, pero debería yo andar por los siete u ocho años, cuando mi padre presidía en Buenos Aires una comisión encargada de recaudar fondos para evitar el hundimiento de Venecia, cosa que hasta el momento no se ha verificado, aunque no creo que gracias a esta iniciativa. Lo cierto es que dentro de las actividades que se realizaban con este fin, se consiguió que una función especial de Aida se realizara a beneficio de Venecia, y que lo recaudado ingresara a las arcas de la Serenísima. El hecho curioso radica en que, al terminar el segundo acto, mi padre que hace pocos minutos estaba sentado a mi lado, apareciera, para mi enorme sorpresa, en el medio del escenario para agradecer con un breve discurso a los artistas y a los asistentes a la velada, en nombre de la fundación. La impresión que en mi causó ver a mi padre transportado al antiguo Egipto, hablando flanqueado por Aida (interpretada en este caso por Martina Arroyo), Amneris (nada menos que Fiorenza Cosotto) y Radamés, fue tremenda y asestó un duro golpe a lo que suele llamarse la magia del teatro. Tuve una experiencia parecida a la contada por Woody Allen en la “Rosa Púrpura del Cairo” pero de signo contrario, ya que no fue el actor el que salió de la pantalla para mezclarse en el mundo real, sino mi padre el que irrumpió, con su traje azul cruzado, en la ficción.

No es mi intención aquí relatar los sucesos de mi infancia, por más increíbles que estos se hayan presentado antes mis ojos, sino más bien ingresar en la trama de Aida, como lo hizo mi padre en la escena, para reflexionar sobre su historia, llena de riqueza, tanto por el planteo general como por la variedad de los personajes que la componen. En líneas generales el relato se puede resumir en lo siguiente: dos amantes a los que en un determinado momento se los pone en la disyuntiva de tener que elegir entre su amor recíproco y el amor a la Patria. En realidad el nudo de la cuestión es el viejo dilema entre la felicidad personal y el deber de servir a algo superior que se impone como una opción insoslayable. En definitiva el ser y el deber ser. Adelantamos, pues no es mi intención mantenerlos con la duda, que en todos los casos se opta siempre por la Patria. Sin duda en esta opción hay mucho de romanticismo heroico, pero tampoco debemos olvidar para quién fue escrita la obra y, sin malicia, advertir alguna propaganda nacionalista, tendencia a la que el propio Verdi no era ajeno, como se deduce de su activa participación en el “Risorgimento”. Incluso en esta época se utilizaba, por los partidarios de la unidad italiana, el grito de “Viva Verdi!”, utilizando como clave las letras del apellido que significaban “Vittorio Emmanuele Re d'Italia”. Cabe agregar, además, que hubiera sido de dudoso gusto que se contara la historia de personajes a los que nada importara la Patria, justamente cuando el comitente era una nación, con deseos de celebrarse a sí misma en un logro, sin duda importante como fue el de la apertura del canal de Suez para el moderno Egipto.


1. PRIMER ACTO
La obertura es algo que siempre me ha llamado la atención, visto que se podría imaginar, dadas las características anteriormente señaladas, un gran portal para ingresar en esta obra. Sin embargo, ocurre todo lo contrario. Se trata casi de unos pocos acordes que llaman a silencio, para introducirnos en la conversación de las dos personas que se encuentran en el escenario. Las palabras con que comienza el diálogo, pronunciadas por el Sumo Sacerdote Ramphis (“Si, corre voce che l´Etiope...”) son sin duda la respuesta a una pregunta anteriormente formulada por Radamés, que queda implícita. Esta manera de comenzar nos hace ingresar en una trama de alguna manera iniciada antes que se alce el telón, y nos coloca directamente dentro de la historia, sin ningún tipo de preámbulos.

Es también importante destacar quién es el primero que habla, porque en este caso se trata de un personaje que, si bien tiene un papel secundario dentro de la partitura, es fundamental dentro de la historia. Ramphis, Supremo Sacerdote de Egipto, como ya se ha dicho, ocupaba un cargo de importancia decisiva. Aparece como el hombre fuerte del gobierno, el hombre que guía los destinos de la patria. Es una especie de primer ministro que ostenta un gran poder, comparado con el poder mucho más formal que reviste la figura del faraón, a quién no sé bien por qué se le llama rey en el libreto.

Es interesante destacar cómo mientras los cuatro personajes principales de la obra (Aida, su padre Amonasro, Radamés y Amneris, hija del faraón) van siendo arrastrados a sus destinos a medida que la trama se va desarrollando, la figura de Ramphis permanece inalterada, impasible ante los hechos. En su persona se resumen todas las condiciones del hombre de estado, consejero prudente ante la “demagogia” del faraón, juez implacable que soporta las presiones de la hija de aquel, hombre de profunda fe religiosa que acude al templo a la hora de las decisiones difíciles (como la de designar “condottiere supremo” de las fuerzas que defenderán a su patria amenazada por el invasor). Si tuviera que definirlo políticamente, creo que no me equivocaría en ubicarlo en la derecha egipcia. Como hombre de estado, Ramphis representa al Estado –un estado teocrático- y sirve como modelo del mismo. La patria está más allá de todas las aspiraciones personales y camina rumbo a su destino.

Lo que anuncia Ramphis no tiene más valor que el de un rumor (“...corre voce...”) y, consecuentemente con su señalada prudencia, espera la llegada de un mensajero para tomar las decisiones pertinentes. Luego de la respuesta, que en este sentido da Ramphis a Radamés, este formula una segunda pregunta, que por ser la anterior implícita, serán sus primeras palabras en la noche (“La sacra Iside consultasti?”) . Esta pregunta refuerza la idea del diálogo previamente mantenido, pues Radamés al interrogar sobre si Ramphis había o no consultado con la diosa oracular, en ningún momento hace referencia al objeto de la consulta. Esto no es problema para el sacerdote, dado que responde lo que Radamés quería saber, esto es que ya estaba designado el jefe de las fuerzas egipcias.

La gran responsabilidad recaerá sobre el mismo Radamés, aunque aún lo ignore, a pesar de demostrar desearlo ardientemente (“Oh lui felice”). Antes de retirarse para dar por concluido el breve pero fructífero diálogo, Ramphis define al elegido como joven y valiente, mirando intencionadamente a su interlocutor y, por último, le dice que ahora mismo llevará a firmar los decretos al Faraón, lo que a las claras demuestra que él mandaba en Egipto, a pesar de lo cual debía cumplir con algunas formalidades.

Queda solo Radamés en escena quien, por segunda vez, no oculta sus deseos (“se quel guerriero Io fossi”) ni su poca sagacidad, visto que evidentemente no captó las “indirectas” de Ramphis. Prosiguiendo a esta exclamación, toma vuelo la primera gran aria de la noche, “Celeste Aida”, que siempre complica al cantante porque, como se dice vulgarmente, “lo agarra frío”, tanto que se podría decir que si supera bien este primer duro escollo, Radamés tendrá una noche tranquila. En el difícil pasaje, el joven guerrero expone su plan para el caso de resultar elegido y al hacerlo revela con claridad la torpeza que acompañará al personaje durante toda la velada.

El susodicho plan contiene una contradicción que en definitiva es la que lo llevará a la ruina. Por un lado se propone conducir las huestes de Egipto a la victoria y al mismo tiempo coronar a Aida, su amante, con los laureles conseguidos en dicha aventura bélica. La imposibilidad de llevar a feliz término dicha estrategia radica en el hecho evidente de que la supuesta victoria va a ser conseguida sobre los etíopes, la patria de Aida, quien se encuentra en Egipto como esclava, al servicio de la hija del faraón, Amneris que, para complicar aún más las cosas, ama perdidamente al propio Radamés.

Parece increíble que este no se percate de un inconveniente tan obvio, pero esta incapacidad es la que permite inferir algo sobre el carácter del héroe. Él se nos presenta de esta manera como un joven en franco ascenso dentro de esquema político-militar de Egipto. Sin duda es apuesto, visto que dos bellas mujeres rivalizan por la posesión de su corazón. Al mismo tiempo no cabe duda de sus dotes de guerrero, como quedará demostrado posteriormente cuando Ramphis, que nunca se equivoca, efectivamente le encomienda la ansiada misión de “Condottier Supremo” de la campaña.

Como ocurre muy a menudo con las personas exitosas, Radamés pierde la objetividad y tiende a creerse todopoderoso, capaz de colmar todas sus metas aunque estas se contrapongan manifiestamente. Su problema se podría definir como un exceso de confianza, que le impide ver la realidad; él cree hasta el último momento que podrá conciliar la victoria, de las armas y el amor de Aida, sin verse obligado a optar por alguna de las dos. Intentará desesperadamente dilatar el momento ineludible de la opción, y cuando necesariamente se vea forzado por las circunstancias a tener que tomar partido, será demasiado tarde.

Otro de los puntos débiles de este malogrado héroe aparece, cuando entra en escena la hija del faraón, y el trata torpemente de velar sus sentimientos, con lo cual se expone a la perfidia de Amneris, que hará uso de su poder para destruir sus planes, que ya tenían bastantes remotas probabilidades de éxito. Ella enseguida se percata del estado de excitación en que se encuentra su amado (“...quale insolita fiamma nel tuo sguardo...”), pero este se justifica contándole solamente la primera parte del plan, es decir, la que se refiere a sus aspiraciones militares.

Amneris insiste con el interrogatorio, lo que demuestra que no se siente muy segura de sus posibilidades. Muestra desde esta primera escena su intuición de que su pasión por Radamés no es correspondida, pero intentará vencer esta contrariedad utilizando el único recurso que tiene a disposición, su poder. El personaje de Amneris, a pesar de su dureza, resulta entrañable pues enfrenta una situación que siempre mueve a compasión y que podríamos denominar como la impotencia de los poderosos. Ella utiliza el poder de una manera ciega, a pesar de que sea el instrumento menos apto para conseguir que su amado corresponda sus sentimientos, pero se empeña en hacerlo puesto que es lo único que sabe hacer. Ella, como le sucede generalmente a los poderosos, parece no comprender que algo les pueda ser negado, lo que forma una especie de espiral negativa: a mayor poder, mayor irritación y por consiguiente, más poder aún; esta es, en definitiva, la mecánica que la llevará de fracaso en fracaso hasta perderlo todo, o mejor dicho perder lo único que quería, el amor de Radamés.

La situación se precipita cuando, dando cuerpo a las sospechas de Amneris, aparece la mismísima Aida, ante cuya presencia el torpe Radamés no puede ocultar sus sentimientos (“Ei si turba”). Imaginemos la ira que esta comprobación genera en la hija del faraón; ya era difícil para ella aceptar ser ignorada por su amado, pero que además él esté enamorado de su esclava predilecta, es demasiado. Sin embargo, también se puede pensar que esta revelación le trajo cierto sosiego, ya que ahora tendrá alguien concreto en quien descargar su rabia. Como es sabido, el poder necesita un objeto, o en este caso un sujeto convertido en objeto, hacia donde dirigirse y hasta que no lo encuentra, no puede desplegar su mecánica, lo cual desespera al que detenta dicho poder.

Superado este vacío y haciendo gala de una frialdad notable, Amneris deja de lado sus oscuros pensamientos para, con la mayor suavidad, dirigirse a Aida (“Vieni, o diletta, appressati...”) y comenzar con ella un interrogatorio similar al efectuado a Radamés. Idéntica es también la estratagema utilizada por Aida para sustraerse a la acuciante curiosidad de Amneris, escondiéndose detrás de las preocupaciones de la guerra (“...di guerra fremere l’atroce grido io sento...”). La escena culmina con un “concertante” en donde los tres personajes nos develan sus verdaderos sentimientos: el amor de Aida ("...pianto di sventurato amor..."), la violencia de Amneris ("...Trema, o rea schiava...") y el miedo del “valeroso” Radamés (“...guai se l’arcano affetto...”).

Este tremendo juego de pasiones es interrumpido por la presencia del faraón que, acompañado por su séquito, anuncia con mucha pompa lo que ya todos sabíamos por boca de Ramphis, la inminente llegada del mensajero, en una muestra evidente de su fatuo poder. Finalmente, el ansiado portavoz de noticias aparece, jadeante, después de haber atravesado vastos desiertos. Este personaje siempre tiene la característica de ser interpretado por un pésimo cantante. A este respecto recuerdo una anécdota, que sirve para ilustrar la popularidad de Aida. Luego de concluido el primer acto de una versión bastante lejos del ideal, uno de los asistentes, para atenuar las críticas despiadadas que estaba sufriendo la representación me dijo: “lo que pasa con estas óperas es que uno conoce hasta la parte del 'messaggero'”. En fin, el mensaje es breve y confirma los temores de Ramphis; su contenido pone en claro cómo están las cosas (“Il sacro suolo dell`Egitto é invaso dai Barbari Etiopi...”) y denota una práctica muy común en los pueblos cultos de la antigüedad, como es la de considerar sagrado todo lo que les atañe y bárbaro a todo lo ajeno a su cultura. En realidad, parece que más allá de los daños causados por la invasión (“...i nostri campi fur devastati...”), se trata aquí del orgullo nacional mancillado. El mensajero por último pronuncia el nombre del guerrero que conduce las fuerzas etíopes, Amonasro, a quien todos conocen por ser, además, el rey de los invasores. Lo que ignoran ellos, y que Aida confiesa a la platea en un susurro, es que se trata de su padre.

Las terribles noticias no amedrentan a los egipcios, sino que despiertan en ellos toda la variedad posible de sentimientos nacionales, como ocurre siempre en estos casos. Todas las intrigas y los sutiles equilibrios del poder quedan ahogados por el grito de guerra. El Rey, siempre dispuesto -como buen político- a los discursos que inflaman a la plaza, pronuncia una arenga breve pero efectiva (“...guerra e morte il nostro grido sia...”) a la que todos se pliegan con el mayor entusiasmo. Acto seguido él mismo proclama lo que Ramphis le comunicó hace breves instantes, es decir que Radamés será el jefe de la expedición punitiva, ante lo cual Radamés parece ser el único sorprendido en toda la sala ("Ei duce!"). Una vez hechos estos anuncios queda todavía tiempo para que los egipcios, con su faraón a la cabeza, se extiendan en las bravuconadas propias de la ocasión (“Sien barriera i nostri petti...”), pese a que el intachable sumo sacerdote recuerde que solo los dioses controlan los eventos (“In poter dei numi solo stan le sorti del guerrier...”). La escena termina con los deseos de éxito para el nuevo comandante (“...ritorna vincitor!”), expresados con tanto ardor que la propia Aida se deja arrebatar por ellos, traicionando, por un momento su fidelidad a la Patria y a su padre. Esta pequeña traición devela algo que pone una sombra de duda sobre el compromiso de Aida con sus orígenes. Es difícil establecer hasta qué punto la sociedad egipcia con sus brillos había seducido a la joven, pero sin duda es posible comprender e incluso justificar la actitud de Aida. La distancia entre la corte de los faraones y la de su padre parece fácil de calcular, si recordamos que Etiopía es lo que hoy llamaríamos un país emergente frente a una potencia consolidada del primer mundo antiguo. Lo que sí es indudable es que la esclava etíope no la pasaba tan mal, amante de una de las principales figuras de la corte y tratada con deferencia por su ama, hasta que tuvo la imprudencia de interferir con sus sentimientos.

Una vez que se retiran los egipcios con gran algarabía, Aida queda sola en el escenario y muestra hasta qué punto es conciente de su delicada situación y cómo gravita en ella un pesado sentimiento de culpa (“Ritorna vincitor! E dal mio labbro usci l’empia parola...”). Ella, al contrario de su amado, y con una perspicacia típicamente femenina, no se hace ilusiones sobre el futuro y se entrega a la desesperación y al dolor (“Ah! Non fu in terra mai, da piú crudeli angoscie un core affranto!”). En su monólogo, influida por el remordimiento, desea el triunfo de los suyos, pero luego se da cuenta que la victoria traerá, como consecuencia ineludible, la desgracia de Radamés. Contrariamente a este, sabe que su situación es insostenible, y está condenada al más rotundo fracaso, tensionada entre dos polos opuestos e irreconciliables (“I sacri nomi di padre, d’amante né profferir poss’io, ne ricordar...”). No hay manera posible de reunir dentro de su existencia el amor por Radamés y el amor a su Patria, y en consecuencia espera con lucidez el momento fatal en que ambas fuerzas la destruyan.

El primer cuadro se cierra con la desesperación de Aida y de esta manera queda presentado el drama que se desarrollará en los siguientes. La historia será la consecuencia de este planteo, donde cada personaje llevará adelante su parte dentro de las características hasta aquí esbozadas. Mientras tanto, la escena se traslada al interior del templo de Vulcano -nombre que suena sospechosamente latino- en donde la algarabía que produjo la noticia de la guerra viene atemperada por la oración. Ramphis entrega las insignias del mando a Radamés, ahora de un modo más solemne (“A te fidate son d’Egitto le sorti...”), y en un ambiente de recogimiento se cierra el primer acto. La música es la protagonista de este cuadro, donde a los coros se suma un ballet, cuya coreografía no puede escapar a la presunción de que los egipcios pasaban la vida de perfil.


2. SEGUNDO ACTO
En el primer cuadro del segundo acto se nos presenta un escenario íntimo que contrasta con el anterior. La expedición contra el “bárbaro” invasor ha sido victoriosa, como era previsible, y nos encontramos en el interior de los aposentos de Amneris que se prepara para festejar la victoria. El plan de Radamés en su primera parte se ha cumplido con éxito y la hija del faraón se concentra en hacer fracasar la segunda. Las numerosas esclavas, con obsecuencia propia de tal condición, entonan un himno que canta la victoria obtenida por Radamés en la batalla y que da por segura su coronación a través de la unión con su ama ("T’arrise la vittoria, t’arriderá l’amor"). Amneris, por un momento se deja llevar por esta ilusión, ya que como todo ser humano, le gusta oir lo que quiere escuchar, sin analizar la fuente de donde provienen los halagos.

En medio de esta situación, que deja tiempo también para la famosa danza de los esclavos, que se mueven con mayor libertad que los opresores egipcios, se acerca Aida, cuya presencia hace que Amneris vuelva rápidamente a la realidad. Es curiosa la frase que esta pronuncia, que demuestra una sensibilidad conmovedora hacia el sufrimiento ajeno (“Silenzio! Aida verso noi s’avanza...figlia de’ vinti, il suo doloer m’é sacro...”). A pesar de rivalizar por el corazón de Radamés, y de estar dispuesta a aplastarla en pos de su objetivo, la hija del faraón llama a silencio a sus esclavas, pues pareciera no querer ofenderla celebrando ante ella la derrota sufrida por los suyos en la guerra. Es verdad que la misma frase se podría interpretar como una ironía, pero como declaré desde un principio mi simpatía por el personaje de Amneris, prefiero quedarme con la versión que la considera una frase generosa.

De todas maneras recordemos que todavía Amneris está en el terreno de la mera suposición (“Nel rivederla, il dubbio atroce in me si desta..."), ya que en realidad no posee ninguna prueba de los amores de Aida, salvo la turbación de Radamés y las evasivas respuestas de aquella. Por lo tanto, decide, como primera medida, confirmar sus sospechas (“...il mistero fatal si squarci alfine!”). Al igual que en la anterior ocasión, intentará primero el camino del acercamiento amistoso hacia su esclava. Comienza por compadecer su desgracia por el revés sufrido en la batalla por su pueblo (“Il lutto che ti pesa sul cor teco divido”) y continúa declarándole su amistad en un tono sorprendente si pensamos que se trata de una esclava (“Io son l’amica tua”), para terminar con una promesa de felicidad, cuya responsabilidad asume en primera persona ("Tutto da me tu avrai, vivrai felice!”).

Aida, a quien seguramente tanta amabilidad la pone en guardia, persiste en seguir culpando de su dolor a las desgracias sufridas en la contienda militar (“Felice esser poss’io lungi dal suol natio...!”). Amneris, con habilidad, intenta llevar la conversación hacia el terreno sentimental, donde poner a prueba sus propias dudas. Resulta significativo el hecho de que antes de lanzarse a fondo la asalta cierto temor de conocer la verdad, lo que pone al descubierto la debilidad del personaje, a pesar del poder que ostenta (“D’interrogarla quasi ho sgomento”). Finalmente se decide a provocar la respuesta utilizando una estratagema francamente desleal, hay que reconocerlo. En un primer momento le dice que el amado murió en el combate (“Si, Radamés da’ tuoi fu spento”) y, con calculado efecto, le agrega que por eso debería incluso dar gracias a los dioses (“Gli dei t’han vendicata!”). Aida duda un instante y parece que logra encubrir sus sentimientos, pero acto seguido le es revelada la verdad (“Radamés vive!”), y la que antes había sido capaz de contener el dolor, no consigue mantener celada la dicha, y la expresión de júbilo brota y la traiciona (“Vive! Ah, grazie, o numi!").

El interrogatorio, basado en la idea de que las personas controlan mejor sus sentimientos en la desgracia que en la alegría, da finalmente sus frutos y Amneris obtiene la respuesta tan temida. Ante la verdad desnuda no queda otra reacción posible que poner a la esclava en su lugar. En este sentido se comienza, como es muy común en casos similares, por recordarle al rival lo que este ya sabe, pero que dicho en ciertas circunstancias adquiere una fuerza distinta (“Son tua rivale, figlia de’Faraoni”). Aida, frente a tal declaración, intenta una reacción altiva (“Anch’io son tal...”), pero en la mitad de la misma se da cuenta de su imprudencia, y se repliega optando por pedir misericordia (“Pietá, perdono Ah!”). En realidad, lo que estaba a punto de confesar Aida hubiera puesto en dificultad el desarrollo de la trama.

Mientras se escuchan los coros que anuncian la llegada del vencedor, el diálogo entre las dos rivales continúa por el mismo cauce; Aida intenta desesperadamente mover a su contrincante hacia la piedad, utilizando un argumento de eficacia relativa, como es el de hacerle ver que los poderosos tienen todo y nada les cuesta dejar en manos de los débiles el único bien que ellos poseen (“Tu sei felice, tu sei possente, io vivo solo per questo amor”). Amneris, apoyándose en su condición de poderosa, le responde con una violencia que no deja resquicio para la esperanza (“Trema vil schiava! spezza il tuo core”). Ella desde su posición no puede admitir que una mísera esclava le dispute el corazón de su amado, frente a cuya posesión todas las otras cosas parecen relativas. La escena y el cuadro se cierran con una frase lapidaria en cuanto a las intenciones de Amneris, que por un lado muestra su crueldad pero que revela al mismo tiempo su impotencia, pues ella intuye que nunca podrá disfrutar del su triunfo (“Alla pompa che s’appresta, meco schiava assisterai; tu prostrata nella polvere, io sul trono accanto al Re”). Las amenazas proferidas por quienes detentan el poder son siempre muestras de debilidad. Aida se queda a solas implorando la misericordia de los dioses, mientras los clamores de la celebración se aproximan. La escena se concluye resaltando el contraste entre estas dos situaciones opuestas.

Si “Aida”, como decía en un principio, es señalada frecuentemente por su espectacularidad, este es el momento de hacerlo colmar las expectativas. Si se apostó a una puesta en escena grandiosa, llegó la hora de poner “toda la carne al asador”. Estamos en una de las puertas de ingreso a la gran ciudad de Tebas dispuestos a celebrar un triunfo al mejor estilo que pondrían de moda los romanos siglos después. En una gran profusión coral, se integran tres grupos bien definidos. El pueblo canta glorias al Egipto y a su Rey que parece encontrarse en el punto más alto de popularidad ("Al Re che il Delta regge, inni festosi alziam”); las mujeres prefieren dedicarse a halagar a las tropas en general, movidas quizás por algún interés más concreto hacia la soldadesca ("S’intrecci il loto al lauro, sul crin dei vincitori..."); los sacerdotes, por su parte, no pierden ocasión de recordar, como fieles custodios de lo sagrado, que es a los dioses a quienes se debe agradecer la victoria ("Grazie alle dei rendete, nel fortunato dí"). Mientras el coro canta sus alabanzas, sabiamente distribuidas, se va desplegando el ejército triunfador, cuya marcha cierra Radamés. La música de trompetas que acompaña el movimiento de las tropas es una de los pasajes más célebres, siempre presente a la hora del triunfo, solo superada en fama en los últimos tiempos por “We are the Champions” de Queen.

Terminada la parada militar empiezan los discursos, y allí va el Rey a pronunciar el suyo. El clima de júbilo es decididamente impresionante, podría decirse que es el soñado por cualquier político, y ya habíamos notado que el Rey lo era. El único peligro en estos casos es dejarse llevar por la excitación que envuelve al auditorio y en cometer alguna imprudencia, hija de la euforia.

Sin más disgresiones, vamos a analizar el breve pero emotivo discurso del Rey. Comienza por otorgar al general victorioso el título, quizás excesivo dada la envergadura del enemigo, de Salvador de la Patria. Luego lo hace coronar por la mano de Amneris, a quien en tono solemne no llama por su nombre, sino directamente "mi hija" ("...mia figlia di sua man ti porga..."). Ella, alentada por el amor y el poder paterno, cree que Radamés no podrá resistirse a expresiones tan comprometedoras. ¡Qué insignificantes le habrán parecido en aquel momento los temores que hacía poco había sentido frente a la rivalidad de su esclava!, probablemente habrá sentido remordimientos por la debilidad de haberlos expresados frente a la ahora “supuesta” rival. Hasta aquí el discurso real se podría decir que no escapa a lo meramente protocolar. Sin embargo, el rey va más lejos y le hace al flamante Salvador de la Patria la propuesta temeraria de pedir lo que quiera ("...Chiedi quanto tu brami..."), y para rematar sella la misma con un solemne juramento ("Per la corona mia e i sacri Numi"). Una atenuante, para no exagerar la dureza del juicio contra el soberano, podría ser que, influenciado por la ansiedad de su hija, el Rey haya pensado que el pedido de Radamés iba a ser la mano de la propia Amneris, ocasión que lo llevaría a sellar para siempre su alianza con el poder de los faraones. Este error de cálculo, imperdonable en un gobernante, es excusable en un padre, si se lo explica con la óptica deformada con que los padres suelen valorar las aspiraciones de sus retoños. La ausencia de una reina -cabe pensar que esta haya muerto o caído en desgracia- aumenta la fortaleza del vínculo entre padre e hija, y esto, quizás, le haya jugado una mala pasada al rey, pues a sus ojos resultaría inverosímil que alguien, pudiendo pedir la mano de su hija, que conlleva el trono del Egipto, se inclinara por otra preferencia. Pero lo increíble sucederá y, por absurdo que hubiera podido parecerle, el deseo de Radmés es otro, y frente a él su palabra estaba empeñada, hecho que al parecer tenía valor en la ética del antiguo Egipto

Radamés, embriagado por el éxito rutilante obtenido en el campo de batalla, y sobrevalorado por quien piensa más como suegro que como Rey, se decide por una apuesta fuerte que le permita llevar adelante su osado plan de conciliar intereses contrapuestos en modo absoluto. Ya glorificado por autoridades y pueblo, considera que ha llegado la hora de ser magnánimo y de hacerse perdonar por Aida el hecho de que tanto esplendor provenga del sometimiento de los suyos. Antes de expresar su deseo, y para que el gesto tenga un efecto máximo, Radamés pide que ingresen los vencidos. Los prisioneros desfilan mostrándose moralmente abatidos, lo cual sin duda agrada a Radamés, pues cuanto más despreciable es el sujeto del perdón más resplandece el que lo otorga. Último entre las filas de esclavos y para la sola sorpresa de Aida ("Che veggo! Egli?") aparece su padre, lo que despierta la sorpresa de la misma, no solo por el hecho de encontrarlo mezclado en esa turba, sino también por estar el mismo vestido de simple oficial.

Como ya se había adelantado, el parentesco entre Amonasro y Aida es totalmente desconocido por los vencedores. Cómo esta noticia haya podido pasar inadvertida a los servicios de inteligencia egipcios es algo difícil de justificar. De todas maneras, cuando el lazo de sangre que los une es develado a todos por Aida, sorprende la importancia que se le da al hecho de que este supuestamente oscuro (no solo por su color de piel) oficial prisionero sea el padre de una esclava. Esto habla a las claras de la popularidad que Aida gozaba en la corte y de su condición de privilegio dentro de la misma, algo que se debe adjudicar sobre todo a sus méritos en el servicio, visto que todo el mundo desconoce su linaje real. La única que consigue entrever alguna ventaja de este hecho es Amneris, que se alegra de tener un nuevo elemento para, llegado el caso, poder presionar a su esclava ("In poter nostro!").

Amonasro, seguramente, durante la larga travesía a través del desierto que como prisionero lo trajo hasta aquí desde el campo de batalla, mientras absorbía el duro revés de las armas, fue imaginando un plan con la clarividencia que muchas veces otorga el odio, para consumar la venganza a tanta humillación sufrida. Un solo obstáculo se presentaba a su plan, que como todo plan elaborado en el resentimiento parecía perfecto, y era el temor de que Aida develara su condición real. Este temor lo expresa apenas ve a su hija y al pasar a su lado le susurra que no traicione sus planes ("Non mi tradir!").

Es sintomático que estas sean las primeras palabras que pronuncia Amonasro en toda la obra y que estén dirigidas a su hija, a quien suponemos que, por su cautiverio, no veía desde hacía mucho. La evidente dureza del padre es una señal clara de que en su corazón pesan más los intereses nacionales que los sentimientos familiares. Tal comprobación es ilustrativa para Aida porque justamente a ella Amonasro le pedirá postergar sus sentimientos y jugarse por la Patria. Podría parecer excesiva la referencia a la traición, salvo que el padre, en un golpe de vista, comprendiera que su hija se encuentra demasiado involucrada dentro de la sociedad y la cultura egipcia, y por lo tanto presienta que pueda ser un obstáculo para sus planes. Tal temor parece comprensible, pues parece lógico que una cultura claramente superior como la egipcia hubiera influenciado a su joven hija. A esta preocupación habrá que agregarle el complejo de inferioridad de Amonasro, agigantado quizás ante la visión del fasto desplegado por los triunfantes egipcios.

Las oscuras cavilaciones del etíope son interrumpidas violentamente por el poderoso rey egipcio que ante el revuelo causado por su aparición lo invita con autoridad a acercarse y revelar su identidad ("Dunque tu sei?"). La respuesta de Amonasro (“Suo Padre!”) me recuerda una anécdota que contaba mi abuelo, supuestamente ocurrida en un teatro de provincia, donde en el curso de una representación las notas de esta frase fueron prolongadas en modo excesivo, por algún barítono experto en sobreactuar las partes que no presentan mayores dificultades. Ante el grosero recurso, se escuchó una voz desde la galería que irónocamente preguntaba “Chi ha detto chi é?” para poner al descubierto el artificio del mal cantante.

Volviendo a la trama, pronto se verá que lo que tiene de poderoso el egipcio, lo tiene el etíope de astuto, ancestral manera de equilibrar las cosas entre poderosos y débiles. Amonasro se da cuenta de que tiene la gran oportunidad de poner en funcionamiento su estrategia y en estos casos la primera impresión suele ser decisiva. La pregunta del Faraón le da la ocasión para explayarse en un pedido de misericordia para su pueblo. Para disipar toda sombra de sospecha sobre su identidad, confiesa la muerte del rey de los etíopes ("Giacque il Re da piú colpi trafitto..."). El viejo truco de simular la propia muerte se ve que funcionaba eficazmente también en tiempos remotos. Acto seguido pasa a la adulación del adversario, sistema que casi nunca falla ente los reyes y menos con nuestro soberano egipcio ("Ma tu, Re, tu Signore possente..."), con ese preámbulo le formula el pedido de indulgencia ("A costoro ti volgi clemente..."), recordando por último que los egipcios algún día podrían necesitar de clemencia ("Doman voi potria il fato colpir"), guiño genial hacia el ala religiosa del gobierno, cuya importancia Amonasro parece valorar justamente. Es difícil evaluar cuánto hay de genialidad política en esta pequeña pieza de oratoria, pero parecería que el discurso estuviese preparado por alguien que conociese las intenciones de Radamés, aunque esto no tenga justificación en la trama. En definitiva, siempre queda, para no agrandar exageradamente el talento político del rey de los etíopes, adjudicar a la fortuna un porcentaje de acierto que compensa, de algún modo, lo adversa que la misma se mostró durante el combate ("Fu la sorte a nostr’armi nemica").

El discurso de Amonasro provoca múltiples repercusiones, expresadas por medio de un extenso “concertante”, en donde cada una de las partes presentes expresa su sentir. Los prisioneros claman perdón ("Tua pietá, tua clemenza imploriamo"); Ramphis y sus sacerdotes reclaman un castigo ejemplar ("Or de’numi si compia il voler"); y el pueblo con una solidaridad de clase que hubiera emocionado al propio Marx, pide perdón para los vencidos ("L’umil prece dei vinti ascoltate").

Este conflicto entre la justicia y la misericordia se refleja también individualmente en los personajes cuyas historias continúan aisladas: para Radamés el dolor de Aida es un motivo para avivar la pasión ("Ogni stilla del pianto adorato, nel mio petto ravviva l’amor"); para Amneris, que observa las encendidas miradas de Radamés, la situación es insufrible -¡qué poco duró su sueño!- y da rienda suelta a su dolor ("Ed io sola avvilita reietta?, La vendetta mi rugge nel cuor"); por último, el cándido soberano ya se encuentra predispuesto, incluso antes del pedido formal de Radamés, a otorgar una gran amnistía ("A costoro mostriamoci clementi"), no exenta de un rédito político interesante, frente a los rígidos sacerdotes que no escuchan la voz de la “gente” ("La pietá sale ai Numi gradita, e rafferma de’ prenci il poter").

Terminado el concierto de reflexiones que al unísono se despliegan tanto grupales como individuales, Radamés retoma la palabra y recuerda al Rey su juramento ("Compier giurasti il voto mio") y confiado pide la esperada libertad para todos los prisioneros. El pedido ahora concreto reafirma las posiciones antagónicas entre pueblo ("Grazia per gli infelici") y la casta sacerdotal ("Morte ai nemici della Patria"), pero aun para Ramphis será difícil hacer tragar al Rey su juramento, al menos sin crear una profunda crisis institucional, que sabemos nunca gustan a los políticos conservadores como el sumo sacerdote. Sin embargo, algo se debe intentar y el viejo consejero toma la palabra, vehemente, dispuesto a hacer oir a todos la voz de la sensatez. Se dirige sin protocolos al Rey ("Ascolta o Re") y con un aire sobreprotector a Radamés ("Tu pure, giovin eroe") y hace ver las consecuencias de dejarse llevar por la sensibilidad popular, es decir la continuación de la guerra por tiempo indeterminado. Sin duda el viejo sacerdote calibra con justeza la dimensión del triunfo que está lejos de haber aniquilado al impertinente enemigo.

Su posición es definitiva, la opresión de los pueblos solo es posible llevarla adelante por medio de la fuerza y el castigo inflexible para todos los que intenten liberarse del yugo. Radamés, que ya se siente un líder y consecuentemente sobrevalora la influencia de las personas en el desarrollo de los sucesos, opone el argumento de que sin Amonasro, supuestamente caído en el campo de batalla, la posibilidad de reacción de los etíopes es imposible ("Non resta speranza ai vinti"), lo cual no tiene demasiado fundamento visto que la actuación del mismo Amonasro en el campo de batalla ni siquiera bastó para que alguien lo reconociera. Ramphis, desarmado, intuye que de todas maneras perderá la partida y que no podrá convencer al envalentonado Radamés, ni al reblandecido Rey, y propone una solución de compromiso como es la de dejar como rehén al padre de Aida ("Arra di pace e securtá"), del cual no se comprende bien la importancia estratégica, visto que más allá de ser el padre de la esclava más famosa del Egipto no se le reconoce ningún otro mérito. El libreto no navega por sus mejores aguas, pero Verdi lo socorre con un gran final y nadie en el teatro tiene tiempo para pormenores dramáticos.

Queda todavía tiempo para que el Rey cierre la disputa, tratando de conformar a todos, acepte la propuesta de Ramphis ("Al tuo consiglio cedo"), que prontamente se demostrará nefasta, y para dar aún más tranquilidad a su pueblo promete la mano de Amneris a Radamés y con ella asegura el traspaso futuro del gobierno a manos de la “feliz” pareja ("Con essa un giorno regnerai"). Amneris exulta de felicidad, pero con algo de resentimiento ("Venga or la schiava”), pareciera que le importara más haber vencido a Aida en la contienda que ligarse a Radamés, confirmando que las mujeres suelen ser extremadamente competitivas.

Así se llega al gran final, con el “concertante” en donde cada uno hará un resumen de los intensos sucesos vividos. En primer lugar, los grupos compuestos por los sacerdotes, el pueblo e incluso los prisioneros, que se acoplan al rey y prorrumpen en glorias y vítores dedicados a Egipto. Los cuatro personajes sobre los que descansa el peso de la historia muestran sus distintas maneras de interpretar los hechos. Aida se siente decididamente aplastada por el poder de su rival y Amneris, por el contrario, siente definitivamente ganada la disputa, segura de que Radamés no podrá renunciar a la propuesta de su padre ("Tutti in un di si compiono, I sogni del mio cor"). En cuanto a la vertiente masculina, Radamés sufre los embates de su débil carácter y divisa las primeras piedras en el camino de su doble estrategia ("D’Egitto il soglio; Non val d’Aida il cor"), parece indeciso frente e la propuesta real, pues no se resigna a sofocar los dictados de su corazón; el viejo Amonasro, por el contrario, ya paladea la revancha ("Per noi della vendetta; Gia prossimo é l’albor"). Sobre estas cavilaciones y al son de trompetas que celebran un triunfo del que solo Aida parece estar excluida, cae el telón.


3. TERCER ACTO
En el tercer acto la historia encuentra su desenlace. La tensión entre los distintos personajes llegará al máximo y el equilibro con el que soñaba Radamés se romperá. Ha llegado la dolorosa hora de optar.

Verdi prepara el ambiente con maestría, creando el consabido clima de calma que precede a la tormenta. Nos ubica a las orillas del Nilo con una introducción de neto corte impresionista y nos envuelve en una serie de sonidos nocturnos; las rocas, las palmeras y el cercano templo de Isis -contrapartida femenina del de Vulcano- vibran bajo la luz de la luna que se refleja en las aguas próximas del río. El cambio de templo es funcional, si el de Vulcano era apropiado en las horas previas a la guerra, el de Isis es el marco adecuado para la ceremonia esponsal que pronto se desarollará en su interior. Aparecen en escena dirigiéndose al templo Amneris y Ramphis, y por su boca sabemos lo que allí ocurre: es la vigilia del prometido matrimonio, y la esposa se prepara espiritualmente para un paso tan decisivo y esperado ("Vieni d’Iside al tempio: alla vigilia; Delle tue nozze invoca..."). El sumo sacerdote promete acompañarla hasta el alba. La boda tiene una importancia política clave, y Ramphis marca de cerca a los futuros gobernantes. Es necesario, si quiere perpetuarse en el poder, captar la voluntad de la nueva pareja y nada mejor que lograr ascendiente sobre la hija del faraón, sabiendo que las insuficiencias en el carácter del futuro esposo no tardarán en aparecer, y allí estará el viejo sacerdote para asegurar que todo continúe como antes, como siempre.

Mientras en el interior del templo se suceden la oraciones, aparece en escena Aida visiblemente agitada. Anuncia que espera la llegada de Radamés que le ha dado cita, y la sospecha de que esta pueda ser la última, le hace pensar en suicidarse ("Dal Nilo i cupi vortici; Mi daran tomba"). Para colmo, los sonidos que llegan desde el templo aumentan su angustia. Una vez más, Verdi juega con el contraste entre la situación de las dos rivales, una al cobijo material del templo y de los dioses, la otra afuera, sufriendo su derrota a la intemperie, desprotegida al punto de pensar en el abrazo definitivo de la muerte como única via de salvación. La idea del cercano fin hace que su mente se llene de recuerdos lejanos, en el tiempo ("O Patria mia , mai piú ti rivedró...") y en el espacio ("O dolci aure native; dove sereno il mio mattin brilló..."). El canto inspirado en la patria aparece como premonitorio de lo que pronto ocurrirá, pues la patria se hará presente en la figura de Amonasro para exigirle un sacrificio tremendo. En efecto, el mismo irrumpe bruscamente desde las sombras asustando a Aida ("Ciel mio Padre"), quien como en su primer encuentro aparece sorprendida y hasta disgustada con su presencia. No nos es dado a conocer cuánto tiempo ha pasado entre el fin del segundo acto y el inicio del tercero, ni cuánto de ese tiempo han pasado juntos padre e hija, pero algo es cierto: la desconfianza inicial no parece haberse esfumado. Esta puede ser causa también del frío recibimiento que Aida da a su padre, quien no pierde tiempo en rodeos y va directamente al grano ("A te grave cagion.; M’adduce, Aida..."). Es verdad que Amonasro no ha recibido la fina educación a la que su hija se ha pronto acostumbrado en la corte egipcia y su rudeza parece molestar a la joven. También es cierto, y para no ser extremadamente duros con el viejo, que él sabe que pronto llegará Radamés ("...qui lo attendi...") y por consiguiente tiene los minutos contados para convencer a su hija.

Ya habíamos apreciado en el acto anterior las dotes de político intuitivo de Amonasro. Ahora lo veremos desplegar el arte de la persuasión con su propia hija, a quien someterá a un trabajo psicológico para romper su resistencia, que no está exento de alguna crueldad. Sin duda, Amonasro tiene bastante claras sus prioridades y muestra que se siente más rey de los etíopes que padre de su propia hija, a quien exige sacrificar la felicidad en beneficio de su pueblo. El método utilizado es el de poner a Aida en una posición límite, que no tenga retorno y así forzar la decisión.

En primer lugar, el viejo se presenta dominando la situación, visto que parece estar totalmente informado de los amoríos de su hija y Radamés, no porque esta se los haya confiado, sino por su propia deducción ("Nulla sfugge al mio sguardo..."). Sobre esa base le muestra después que es la perfidia de Amneris la causa que la separa de la ansiada felicidad, cuya imagen le hace fugazmente entrever ("...E patria, e trono e amor, tutto tu avrai...").

Superada esta etapa, intenta argumentos referidos al destino de su pueblo, oprimido por los malvados egipcios ("...Razza infame, aborrita e a noi fatale!..."). Trazado el paralelo, Aida, dócil al discurrir paterno, se pliega a los lamentos y desahoga también su odio y su impotencia contra sus opresores. Desde que ella entra en el clima creado por su padre, tiene perdida la batalla, pues él le dice que solo una persona podrá redimir a los suyos de tanta iniquidad. La pregunta de Aida sobre quién es el elegido para esta tarea es totalmente retórica: ella ya conoce la respuesta y por eso lo interroga llena de temor y vacilación ("Chi scoprirlo potría? Chi mai?").

La respuesta no se hace esperar y la pobre mujer, ya caída en la trampa, intenta una resistencia desesperada ("No! no! Giammai!"). Pero es el momento de ultimar la obra y Amonasro lanza sobre ella, como un rayo, la maldición. El modo en que esta es pronunciada reviste una dureza estremecedora y se apoya en tres argumentos: el primero muestra, como en una visión profética, a los egipcios que, arengados por la misma Aida, masacrarán a los etíopes ("Su dunque! Sorgete, Egizi coorti; Col fuoco struggete le nostre cittá"). En segundo lugar, hace aparecer como un fantasma ensangrentado la figura de la madre y por su boca es que se pronuncia la maldición de manera que golpee mas duramente a la frágil Aida, sobre quién el recuerdo de la madre habrá seguramente pesado en el exilio de manera particular ("Tua madre ell’é, ravvisala, Ti maledice..."). Por último, Amonasro agrega su propio repudio, que es más doloroso, pues coincide con el que incansablemente le profería Amneris ("Non sei mia figlia! Dei Faraoni tu sei la schiava!"). Su condición de esclava a los ojos del padre no es una desgracia, si no el fruto de sus propios actos, no es una esclava sino que merece serlo, por lo tanto la hija del faraón tiene razón en llamarla y en considerarla de ese modo.

Ante este último embate, Aida se doblega a la voluntad de su padre; se sacrificará por el bien de su patria y en definitiva lo hará también por su propia dignidad ("Ancor tua figlia potrai chiamarmi, Della mia patria degna saró"). El tenso equilibrio ha llegado a su punto máximo y estalla. Todo lo que ocurra de aquí en más será consecuencia de esta decisión que tiene un trasfondo ético, aunque, como veremos, tendrá un desarrollo devastador para los personajes involucrados y Aida es la primera en sufrirlo y en asumirlo ("O patria! o patria... quanto mi costi...").

Apenas tomada la decisión, aparece Radamés en el mejor de los mundos, como si se obstinara en no comprender la situación y, es más, se sorprende de la fría recepción que le tributa Aida ("Dell’amor mio dubiti Aida?"). Ofende la torpeza de este hombre que pretende ser bien recibido por su amada, en la vigilia del día de su matrimonio con su odiada rival, hija del faraón que oprime a su pueblo y de quien ella es, además, esclava.

Aida se propone un último intento desesperado: conseguir todo de un solo golpe, para lo cual tiene que despertar a Radamés de su sueño de omnipotencia, en el que cree poder continuar ciegamente hasta lograr todos sus objetivos sin tener que renunciar a ninguno. El primer paso para destruir el andamiaje de Radamés es golpearlo duramente y es fácil hacerlo para Aida, ya que basta recordarle su próxima boda con Amneris para llamarlo a la realidad ("Te i riti attendono d’un altro amor"). Las protestas del egipcio no se hacen esperar, nuevos planes y nuevos triunfos sobre los etíopes, es decir más de lo mismo, es lo que finalmente lo llevará hacia la definitiva felicidad juntos. Su argumento finalmente se reduce al hecho de creerse un iluminado que posee el favor de los dioses, el clásico arrebato de mesianismo que precede al fracaso ("Gli dei mi ascoltano tu mia sarai").

Aida, finalmente, le hace ver que la huida es el único camino, una opción radical que significa para Radamés tirar a la basura su carrera, perder todo su prestigio ("Il suol dov’io raccolsi; Di gloria i primi allori"). Él es quién más tiene que perder en el cambio y esta vez sí que sus dudas están justificadas. Como un pavo real, Aida despliega todo el arte de la seducción de que es capaz, haciendo un paralelo efectivo entre la imagen del desierto, sus ardores y la fiebre de amor que encontrarán seguramente en la nueva tierra que se presenta como tierra de promisión. En ningún momento le habla de un futuro establecido en otro lugar, en donde la vida sin honor de Radamés se volvería insostenible y al poco tiempo aparecerían los reproches. El desierto es entonces la metáfora de un vacío sin tiempo en donde la pasión consuma y devora a los amantes como lo hará en el último acto de la Manon Lescaut de Puccini.

Las vacilaciones acometen a Radames y es necesario que Aida juegue su última carta, empujarlo en los brazos de Amneris ("Va, va, t’attende all’ara Amneris..."), ante lo cual se produce la reacción de rechazo esperada. El dúo de amor retoma su brío; como por hechizo las dudas desaparecen y todo, de repente, parece claro a los ojos del enamorado, que ostenta de improviso una valentía similar a la del campo de batalla ("A noi duce sia l’amor"). Todo parece cerca de la solución, pero Aida debe todavía cumplir con lo prometido a su padre y a su Patria. Con astucia muy femenina pregunta, fingiendo inocencia, cuál será el camino elegido para concretar la huida hacia los ardores del desierto, que naturalmente deberá evitar coincidir con el que tomarán las tropas ("Ma, dimmi:per qual via; Eviterem le schiere; degli armati"). Radamés ya se siente un desertor. El compromiso con sus soldados ha decaído y, preso de confusión, revela el nombre fatal ("Le gole di Nápata."). En realidad, la celada tendida por Aida ha sido perfecta y las pocas luces de su amante hacen el resto. La traición está consumada.

En el preciso momento en que el fatídico nombre es pronunciado por Radamés, es repetido por el oculto Amonasro a voz en cuello. Por qué el “astuto” jefe etíope se descubre así es algo bastante inexplicable, no se comprende qué ventaja tenía para él develar su doble identidad que hasta ese momento había permanecido oculta ("D’Aida il padre e degli Etiopi il Re") ante el desconcertado Radamés. Se puede justificar este rapto, quizás, por el odio reprimido tanto tiempo hacia los egipcios, a los que ahora podrá sorprender y vencer seguramente. El golpe de sorpresa es la perfecta táctica del que es militarmente inferior, y el disciplinado ejército egipcio al que vimos desfilar tan pomposamente en el acto anterior no podrá resistir el ataque de los guerrilleros etíopes que tendrán como aliado el terreno estrecho de las gargantas de Nápata. Esta visión del triunfo tan largamente deseado puede haber llevado al oculto rey a cometer una imprudencia tan poco acorde con la fama de hombre sagaz a la que nos venía acostumbrando.

Un motivo más personal también podría haber concurrido a los anteriormente mencionados y podría ser el deseo de mostrarse astuto ante el propio Radamés. Es verdad que este se había mostrado generoso con los prisioneros, pero no lo es menos que había derrotado a los etíopes en toda la línea y que además había robado el corazón de su hija cautiva. Acaso hay algo que irrite más que alguien, a quien odiamos, se muestre magnánimo y aumente así su prestigio delante de quien amamos. Cuánto odio puede haber almacenado Amonasro ante la doble victoria de Radamés es difícil de apreciar, pero esta reacción intempestiva puede ser una muestra interesante para evaluarlo. Asimismo, la diferencia cultural ya sospechada entre ambos y la perceptible frialdad de Aida, de quien se siente alejado, pueden haber contribuido a aumentar un resentimiento sordo, que, ante la posibilidad de una segura revancha, explota inopinadamente. En definitiva, no se debería tratar más que de una típica reacción provocada por los celos.

Continuando con la acción, diremos que Radamés esta desolado ("...sogno delirio é questo..."), si antes se sentía desertor, ahora es un traidor y lo sabe ("Io son disonorato!"). Padre e hija intentan de todas formas que Radamés huya con ellos, y en esto hay que reconocer la bondad de Amonasro, que, si es verdad que odiaba a Radamés, no obstaculiza la felicidad de su hija. El forcejeo entre los tres se ve interrumpido por la aparición de Amneris que sale del templo, por supuesto acompañada por su sombra, Ramphis, y pronuncia la terrible acusación de traición. Esta aparición es muy significativa, visto que entre tantas cosas que sucedieron uno termina por olvidarse que Amneris rezaba a pocos metros de donde el drama sucede. Su presencia queda durante todo el acto como olvidada en el subconsciente de los hechos para reaparecer y aniquilar los sueños de los restantes personajes en un solo instante. También se desvanecen las ilusiones alimentadas durante la noche de oración, quizás su propia reflexión le fue mostrando a lo largo de las horas que ella también perseguía un imposible, como era conquistar por la fuerza el corazón de Radamés. Las luces de la mañana le mostraron con crudeza que los frutos de la oración a veces son amargos pero resultan siempre ineludibles.

Hay más forcejeos, Amonasro puñal en mano y totalmente fuera de sus cabales intenta agredir a Amneris ("L’opra mia a strugger vieni! Muori!"), Radamés la protege pero al mismo tiempo cubre la huida del etíope y de su amada (“Presto! fuggite!” ), Ramphis, en su salsa, da ordenes con tono seco ("Guardie olá!...Li inseguite!"). Es curiosa la actitud de Radamés, que cierra la escena entregándose a los sacerdotes ("Sacerdote io resto a te"), en forma exageradamente pomposa, pero al mismo tiempo permite que Amonasro huya, poseedor de un dato que llevará seguramente a la destrucción a las huestes del Egipto. Si no conociéramos al personaje sería una contradicción inaceptable, pero Radamés, a esta altura de la noche, nos tiene acostumbrados a este tipo de actitudes, que no hacen más que reforzar lo que ya sabemos sobre su errática personalidad.

Los cuatro personajes principales del drama, en algún momento de este acto que culmina, se encuentran cerca de cumplir sus objetivos. Por un instante, Aida parece convencer a su amado de emprender la vía del desierto; en otro momento, Amonasro cree tener en sus manos la información que lo llevará ineluctablemente hacia la ansiada victoria; qué decir de Amneris, que se prepara en oración para su ya inminente boda a realizarse en horas. Sin embargo, en un abrir y cerrar de ojos los sueños largamente acariciados por todos se verán destruidos de manera inapelable.

Sobre el final la figura de Ramphis, encarnación de la razón de estado, imparte impertérrito órdenes, la máquina del Egipto no se detiene.


4. CUARTO ACTO
Ya nada nuevo sucederá en la acción que no sea consecuencia directa de lo anteriormente ocurrido. La suerte de todos los protagonistas fue echada a orillas del Nilo y no queda otra opción que esperar las consecuencias, con mayor o menor resignación. Es bueno recordar por qué los personajes de esta historia se encuentran donde están ahora, abatidos por el destino, y cuáles de las decisiones tomadas los llevaron a esta situación de pasiva resignación. Hay en la actitud de todos un trasfondo ético que los impulsa a resignar su felicidad personal en favor de los intereses de sus respectivos pueblos, como señalábamos al principio de este comentario. ¿Acaso Aida no podría haber negado a su padre inducir a su amado a la traición? ¿Este mismo no podría haber cedido a la tentación, una vez cometida irremediablemente la infidencia, de huir al desierto con los etíopes? ¿Qué necesidad tenía Amneris de gritar tan abiertamente la traición que imputaba a Radamés? ¿Cómo hubiera vivido en el futuro Aida, después de haberle negado la salvación a su pueblo, que estaba a su alcance? No olvidemos que ella era una princesa perteneciente a la casa reinante, es decir que tenía un alto grado de compromiso con su pueblo. Radamés, por su parte, más allá de sus debilidades, tampoco hubiera sido capaz de sobrellevar el peso del deshonor. El caso de Amneris es mas difícil de evaluar, pues la traición a Egipto se agregó a la que ella sufrió como mujer. ¿Cuál de estas dos pesa más y la lleva a proferir la acusación? No lo podemos saber, por un lado es la hija del Faraón y ya hemos visto que no era indiferente a tal rango; por el otro, perder la partida definitivamente frente a su esclava, que aún retiene a Radamés la víspera de su matrimonio, es un golpe demasiado duro.

Dejemos, pues, los dramas personales y abramos paso a las razones de Estado, al que nada importan las vicisitudes personales, y se dispone a aplicar con dureza ejemplar la justicia. Ante esta realidad, la primera imagen que se nos presenta es la desesperación de Amneris que, presa de un arrepentimiento conmovedor, maldice el momento en que decidió gritar a la traición. Se encuentra sola en medio de la escena oscura, y recuerdo cuando siendo muy chico escuché esa parte cantada por Fiorenza Cosotto y que su dolor llegó límpido hasta mí, de manera que hasta hoy no me abandona el cariño por el personaje de Amneris.

El largo monólogo que ella entona se compone de dos partes. En la primera de ellas, descarga una ira ciega que arremete contra todos sin distinción (“...Traditori tutti! A morte! A morte!...“), cuando es evidente que la verdadera destinataria del enojo es ella misma. Su inmenso poder está en la raíz del sentimiento de impotencia que la embarga. Terminada esta primer descarga violenta, aparece, suave, el amor por Radamés que a pesar de sus traiciones permanece inalterado (“Io l’amo, io l’amo sempre. Disperato, insano e quest’amor che la mia vita strugge”) y este sentimiento hace surgir el deseo de hacer un último intento por salvarlo, por salvarse.

Ejemplo del poder de Amneris es que enseguida hace traer a su presencia al imputado, a quien intenta convencer que se disculpe ante los jueces (“Pur dell’accusa orribile scolparti ancor t’é dato”). Aquí comienza el desgarrador diálogo entre los dos y se suceden los intentos para persuadir a Radamés de que salve su vida. Si se compara este dúo con el del acto anterior, en el cual Aida lo convencía de desertar de las filas del ejército para escapar con ella al desierto, aparece con claridad evidente toda la humillación de la hija del Faraón. Las negativas de Radamés se suceden siempre con mayor convencimiento y lo más doloroso para Amneris es que esta búsqueda de la muerte no se basa en la vergüenza de la traición cometida, sino más bien en haber perdido a Aida y con ella el sentido de su existencia (“...d’ogni gaudio la fonte é inaridita, svanita ogni speranza, sol bramo di morir”).

La desesperación de Amneris va en aumento, ofrece todo con tal de salvarlo (“e patria e trono e vita, tutto darei per te”), pero sus esfuerzos no hacen más que endurecer la posición de Radamés, que se alegra descaradamente cuando se entera que Amonasro murió pero Aida escapó con vida. El diálogo se transforma en un dúo áspero que culmina con el desprecio de Radamés hacia la piedad de Amneris, que sella el final de la controversia con extrema dureza (“L’ira umana piú non temo , temo sol la tua pietá”).

Sola como al inicio de la escena y desahuciada se deja llevar una vez más por una furia que ahora se concentra en los sacerdotes, administradores de una justicia inflexible (“Ecco i fatali, gl’inesorati ministri di morte!”), que se suma a la poca colaboración del imputado, obstinado en un silencio orgulloso, que es pasaporte seguro a la muerte. El remordimiento de la princesa crece al comprobar que es ella misma la que lo ha puesto en esta situación ("E in poter di costoro Io stessa lo gettai!”) y aparece junto al enojo la culpa. El arrepentimiento y las acusaciones proferidas a los jueces, que solo cumplen con su deber, nos hablan de un amor que no claudica, y que lleva a Amneris al borde de la sinrazón. Ante una demostración tan desgarradora es fácil conmoverse y olvidarse de sus crueldades con la pobre Aida, que en realidad, a los ojos de Amneris, no era más que una esclava impertinente, que había abusado de su confianza hasta el punto inaceptable de rivalizar con ella y desbaratar un diseño de continuidad del poder concebido por su padre. Pareciera que en esta puja por el amor de Radamés, Amneris hubiera sido capaz de entregar más que la misma Aida, que en definitiva es la causante material de la desgracia en que el mismo se encuentra.

El juicio se inicia con gran solemnidad y se le pide al reo que haga su descargo en tres oportunidades, obteniendo el silencio como única respuesta. Luego de cada una de estas formulaciones se desata el desesperado pedido de clemencia de Amneris. Musicalmente el pasaje está perfectamente logrado, puesto que la música subraya eficazmente las dos situaciones, por un lado la rigidez de la ley (“E traditor! morrá!”), por el otro los anatemas que lanza Amneris contra el tribunal cada vez que este pronuncia la acusación de traición (“Tigri infami di sangue assetate...Empia razza! Anatema su vo!i”).

Llega el momento de dictar la sentencia, Radamés no solo será condenado a muerte, sino que recibirá el castigo preparado para los infames: será enterrado vivo. Los sacerdotes se retiran en procesión como un grupo compacto, delante del cual va Ramphis, seguro de haber cumplido con lo que la Patria le requería. La justicia del Egipto en sus manos no conoce privilegios y el que ayer era proclamado salvador de la patria hoy recibirá una muerte sin honor. El Faraón está borrado, su diseño de sucesión fracasado y su hija, destruída, al borde de la locura. De nuevo está claro quién manda en Egipto.

Nos queda solo asistir al cumplimiento de la sentencia y para eso nos dirigimos al interior del templo de Vulcano, el mismo donde en el primer acto se proclamaba pomposamente a Radamés general supremo de las fuerzas del Egipto. El círculo se cierra pesadamente sobre quien creía tener en sus manos los hilos del destino. El pecado de Radamés es acaso la soberbia, ya que como un malabarista, quiso mantener en juego demasiadas piezas y si bien le sobraba coraje le faltó cabeza. Lentamente va dándose cuenta de lo que ha ocurrido ("La fatal pietrá sovra me si chiuse") y de las consecuencias fatales (“Del dí la luce piú non vedró. Non rivedró piú Aida"). Sin embargo, el destino todavía le guarda una sorpresa y esta es la presencia de su amada en la tumba. Aida cuenta brevemente como llegó hasta allí por su propia voluntad, presintiendo la condena (“In questa tomba che per te s’apriva io penetrai furtiva”). El dúo, abruptamente interrumpido a orillas del Nilo, retoma su vuelo impregnado de melancolía, pero con un matiz de esperanza celestial.

Aunque en una situación extrema, el amor se toma finalmente revancha de la justicia. La escena dividida en dos, contrapone dos mundos, el romántico y sombrío encuentro de los amantes en la oscuridad de la tumba (“Vedi? Di morte l’angelo radiante a noi s’appressa”), y el frío y vacío recitar de los sacerdotes en las lúgubres bóvedas de un templo consagrado a un dios inflexible que castiga sin piedad. Radamés, que parece no aprender de los hechos y continúa considerándose a sí mismo una especie de antecesor de Superman, intenta mover la piedra que cierra la tumba (“Né le mie forti braccia smuovere ti potranno, o fatal pietra!”). Aida, que siempre fue más realista, le llama la atención sobre lo ridículo de su intento (“...invan! tutto é finito sulla terra per noi...”). Finalmente, ambos atacan la última parte del dúo en donde se esboza una suerte de fe en la trascendencia (“A noi si schiude il ciel e l’alme erranti”) y Aida cae en los brazos de Radamés, no sabemos si ya muerta o simplemente desmayada, de todas maneras es sólo cuestión de tiempo.

La escena se cierra con la imagen de Amneris que, excluida una vez más de la pasión de los amantes, aparece llevando luto mientras pronuncia las últimas palabras de la noche (“Pace t’imploro”). Ella que intentó todo para salvar a Radamés, con armas poderosas pero manifiestamente ineficaces, se resigna ante la realidad de la tumba. El pedido de paz no parece tener un objeto definido: no se sabe si la pide para sí, para aplacar su espíritu, o si se trata del descanso para el alma de Radamés, o acaso tiene una intención más genérica, propia de la persona que contempla con desazón los hechos irreversibles. La escena coloca a las dos rivales, como anteriormente había hecho en variadas ocasiones, en situaciones opuestas, pero sutilmente invertidas, el mundo de los muertos aparece luminoso gracias al encuentro esta vez definitivo entre Aida y Radamés, mientras que el luto de Amneris muestra cuan oscura puede ser la vida sin amor.

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