jueves, 18 de octubre de 2007

La ciudad

I. La ciudad como expresión cultural

Un fenómeno complejo como la ciudad se puede mirar desde distintos puntos de vista, que van desde ver en ella un organismo vivo –con sus arterias, tejidos y células, expresión típica de la crítica funcionalista–, hasta su reducción a un fenómeno abstracto, regido por relaciones económicas, ecuaciones y estadísticas, que se desarrolla sobre todo a partir de las formulaciones de Max Weber. Entre estas dos líneas extremas de comprensión del fenómeno de la ciudad, existen otras variantes, dentro de las cuales se encuentra la de entenderla como expresión cultural de una comunidad.
Así como en cualquier obra de arte se puede percibir, a través de su forma, la visión que el artista tiene del mundo y de los problemas existenciales, la ciudad puede ser tratada en modo análogo, como expresión de una comunidad. La ciudad, en definitiva, entendida como obra de arte, cuyos autores son los hombres que la habitan.
El fenómeno de la ciudad queda, pues, encuadrado en la cultura: una creación del hombre, que al igual que el arte no es necesaria, sino un acto voluntario que surge opuesto a la naturaleza, entendiendo por esta lo que está fuera de la cultura, es decir, lo que no es obra del hombre.
La cultura expresada en la forma de una ciudad intenta responder, a través de la historia, a los más profundos interrogantes del hombre, y son algunas de estas respuestas y su sucederse en el tiempo que pretendemos señalar en estas líneas.


II. Respuestas a través del tiempo

Uno de los principales problemas que afronta el hombre en la Antigüedad es el de la relación con una naturaleza que se le aparecía como misteriosa y, muchas veces, hostil.
“La historia de Grecia y de Roma consiste en la lucha incesante entre esos dos espacios: entre la ciudad racional y el campo vegetal, entre el jurista y el labriego, entre el ius y el rus” sostiene Ortega y Gasset, para más adelante afirmar: “Una dimensión nueva, irreductible a las primigenias y más próximas al animal, se ofrece al existir humano, y en ella van a poner los hombres sus mejores energías” .
En este contexto, el ejemplo de las ciudades romanas es, sin duda, uno de los más claros. El valor significativo que posee la cuadrícula, como imagen de dominación y de control del territorio, es suficientemente explícito. Este sistema de partición del espacio es utilizado siempre que de conquistar se trata, y así lo hicieron los españoles en nuestras ciudades, en donde, a decir verdad, más que conquistar un pueblo, había que hacerlo con la infinitud de la pampa. Los griegos, en cambio, cuando no se trataba de fundaciones –en donde sí empleaban la cuadrícula–, se comportaban siguiendo los estímulos que la variedad del paisaje les presentaba y personificaban en distintas deidades los accidentes que encontraban: una gruta, un manantial, un bosque.
“Este sitio en que nos hallamos, según puedo juzgar, es un recinto sagrado. Hay muchos laureles, olivos y vides y entre las frondas de estos árboles está cantando una parvada de ruiseñores de espeso plumaje” . En este pasaje de Edipo en Colona, Antígona describe a su padre, el ya ciego Edipo, el lugar donde se encuentran. Esta descripción nos muestra que la presencia de la belleza natural hacía presuponer a los griegos un lugar sagrado.
Mientras ellos se servían de la naturaleza para emplazar los teatros y las acrópolis de sus ciudades, los romanos hicieron descender sus dioses al foro para domesticarlos en sus férreos dameros.
Frente al territorio, las ciudades pueden ser, entonces, griegas o romanas, de acuerdo a que asuman esta relación como sumisión o como dominación, lo que en la Antigüedad adquiere un significado sobrenatural, pues la idea de naturaleza coincide estrechamente con la de Dios.
El grado de importancia que tiene la relación entre las ciudades y sus dioses es enorme en toda la Antigüedad, a tal punto que se creía que cuando una ciudad era derrotada sus dioses partían. Los romanos poseían fórmulas y ritos especiales, mediante los cuales invitaban a los dioses de las ciudades ocupadas a alejarse de sus templos, mientras que mantenían ocultos al enemigo los nombres de sus propios dioses, para que en caso de derrota no se los pudiera seducir .
Cuando el cristianismo termina con este vínculo tan fuerte entre la ciudad y sus dioses, es lógico que se plantee una crisis de identidad: las ciudades han perdido sus dioses locales. La necesidad de identificar a cada ciudad con una personificación sobrenatural distinta, que tenía un sentido tan arraigado en la era pagana, se vuelve impracticable con el culto al Dios único.
¿Cómo asegurar la continuidad de las estructuras de la Antigüedad? En esto las ciudades ocuparán un lugar destacadísimo. Y así como los primeros cristianos tomaron formas del paganismo para llenarlas con nuevos contenidos: fiestas, ritos y hasta edificios –sirva de ilustración el notorio caso de la basílica, que se transforma de ámbito civil en lugar de culto–, la Iglesia, al permitir la devoción a los santos, devuelve de algún modo a los ciudadanos la posibilidad de recomponer la relación con su Dios.
Según afirma Aldo Rossi, “en primer lugar, la Iglesia establece sus diócesis en las circunscripciones de las ciudades romanas; la ciudad se convierte, pues, en la sede del obispo; así el éxodo de los mercaderes, la decadencia del comercio, el fin de las relaciones entre las ciudades al no tener ninguna influencia en la organización eclesiástica no modifican la estructura urbana. Las ciudades se identifican con el prestigio de la Iglesia, se enriquecen con donaciones, son asociadas por los carolingeos a la administración, y mientras que por un lado se enriquecen, por el otro crece su prestigio moral. A la caída del Imperio carolingeo los príncipes feudales continúan respetando la autoridad de la Iglesia y de ello deriva que aun en la anarquía de los siglos IX y X la preeminencia de los obispos confiere naturalmente a sus residencias, esto es, a las antiguas ciudades romanas, absoluta preeminencia” .
El continuo tráfico de objetos sagrados y reliquias que se practica desde el más alto Medioevo es, sin duda, un testimonio fiel de la necesidad que sentía cada ciudad de contar con la presencia de Dios, significada por la figura de un santo. Dos ejemplos bien conocidos son el de San Marcos y el de San Miniato.
San Marcos, que se transformó en el santo veneciano por antonomasia, al punto de identificarse con el símbolo de la ciudad, no parece haber sido en un principio el protector de la misma, suerte que habría recaído en San Teodoro. “Dos comerciantes de la laguna, llegaron, en el 828, a robar en Alejandría las reliquias del evangelista; llevadas en triunfo al Rialto, estas reliquias fueron instaladas en la morada del Dux, en cuyo emplazamiento se elevó la célebre basílica, centro de la vida veneciana” . Su procedencia de Alejandría era preferida a la de su predecesor, originario de Bizancio, de cuya tutela se liberó Venecia en el 827, luego del Concilio de Mantua.
La elección del santo, de acuerdo con la búsqueda de una identidad para la ciudad, tiene una semejanza notoria con aquellos dioses ciudadanos, a los que también se les pedía la protección y el triunfo en las batallas.
Distinto en la forma, pero no así en los objetivos, es el caso de Florencia y su santo protector. Para darle mayor prestigio, acorde con el promisorio futuro que esperaba la ciudad, se lo acompañó con una leyenda que linda con lo inverosímil. Ella relata que en el teatro romano ubicado en el centro de la ciudad, luego de ser degollado, San Miniato recogió del suelo su propia cabeza y se dirigió caminando tranquilamente hasta el Mons Florentinus, donde se recostó para recibir el descanso eterno, hecho que recuerda la basílica románica que lleva su nombre .
La situación que mantenía fluida la comunicación entre las ciudades y Dios a través de sus santos dejó su lugar en el Renacimiento a una concepción más abstracta de lo sobrenatural, que hacía hincapié en la perfección de la divinidad, que se manifiesta en la creación y, sobre todo, en el hombre, punto culminante de esta.
Así, las catedrales con sus portales atiborrados de imágenes y sus criptas con las veneradas reliquias serán reemplazadas por límpidos círculos y perfectos cuadrados.
Esta representación tan abstracta de Dios encuentra dificultad para plasmarse en las ciudades. El urbanismo del Renacimiento es conocido precisamente por sus “ciudades ideales”, que vivían en los manuales de la época y en las telas con perspectivas trazadas científicamente.
Las ciudades renacentistas nos muestran una visión de Dios a la que debemos llegar no a través de la teología, como en el Medioevo, sino a través de la belleza. Como todas las cosas en esta época, la belleza también tenía una definición precisa, la armonía de las partes, y un lenguaje estrictamente codificado, el de la Antigüedad clásica. Sin duda que la belleza es expresión de Dios, pero representa a un Dios al que se accede a través de un camino menos inmediato, más intelectual que sensitivo.
Debemos, entonces, esperar al Barroco para encontrar nuevamente ciudades reales y sensuales, que intentan hablar de Dios. Sin embargo, la situación ha sufrido un cambio radical: el Dios único que barrió con los antiguos dioses paganos no encuentra unidad entre los que creen en El. Si bien se trata de un mismo Dios, son diferentes las maneras en que católicos y protestantes tienen de entrar en contacto con Él, porque distinto es el modo de interpretar su accionar en la historia del hombre. El Barroco, entonces, expresa la interpretación que la Iglesia Católica hace de este accionar.
El innumerable arsenal de formas e imágenes que este período pone a su disposición será entonces utilizado para celebrar a un Dios presente, especialmente en la Eucaristía. Esta es una presencia real y como tal capaz de ser captada por los sentidos, de ahí que el Barroco haga especial hincapié en ellos frente a la concepción protestante que apunta a una visión más racional.
Es significativo, en referencia con lo antes dicho, que en los territorios donde ambas maneras de comprender el mundo se combaten cuerpo a cuerpo, el Barroco sea más exacerbado que en la propia Roma que le dio vida.
En el Barroco del sur de Alemania una multitud de ángeles dorados, que cuelgan desde imposibles cornisas ondulantes, anuncian a un Dios realmente presente entre los hombres, mientras que algunos kilómetros más al norte, encontramos los templos protestantes que, despojados y fríos, rechazan toda figura intermediaria entre Dios y los hombres.
Maltrecha después de tan duro combate, la idea de Dios queda a merced del racionalismo. La mente del hombre inicia su carrera que pretenderá destruir dicha idea y culminará, al querer limitar a Dios según la dimensión de la propia razón, por proclamar que “Dios ha muerto”.
Las ciudades, a partir de entonces, representan otras ideas que toman el lugar de la de Dios. El estado absolutista como manifestación del poder, la Antigüedad como fuente de la verdad o el Medioevo como origen de los sentimientos.
Un último gran impulso unificador es el intentado por la Modernidad: lo social, lo público, un nuevo modo de encontrarse, la confianza en el hombre y en un sociedad que debía hacerse nueva, prescindiendo aun de la historia. Estos ideales fueron revisados, y hubo quien se apuró a poner hora y fecha a la muerte del movimiento moderno.
En una sana crítica de dicho movimiento hubo lugar también para redescubrir el justo valor de las permanencias, de los signos que la historia nos fue legando a través de los tiempos; en definitiva, se rechaza la política de “tabula rasa” por una de modificación de los hechos urbanos.
Finalmente, el hombre contemporáneo parece hoy venerar dioses de categoría inferior: la ecología, la vida sana, la seguridad, parecen tomar el lugar de los anteriores ideales, un realismo de miras cortas. Los “shopping centers” se perfilan como los nuevos templos en donde no existe ni el tiempo ni el lugar, y la periferia crece desarticuladamente entre villas miseria y barrios cerrados.
Tanto el shopping como el barrio cerrado, que aparecen como tipologías significativas de las ciudades actuales, constituyen la negación de las mismas, entendidas como escenarios de intercambio cultural . Se trata en ambos casos de tipologías que apuntan fuertemente a la exclusión, buscando conformar grupos sociales homogéneos, lo que no crea las condiciones para que dicho intercambio se realice en forma adecuada.
Ejemplo de este mecanismo de exclusión es, en el caso de los shoppings, el uso del idioma inglés, incluso para anunciar las actividades más corrientes, mientras que los barrios cerrados aplican una selección de los vecinos cercana a formas de segregación de distinto tipo (racial, cultural, económica, etc.).
Es significativo, en este contexto, cómo las ciudades de hoy encarnan todo lo que el hombre contemporáneo entiende por disvalores: la polución, la inseguridad, la vida frenética, la aglomeración se distinguen como lo propio de la ciudad.
Para invertir esta tendencia negativa, para que nuestras ciudades puedan ser mejores, ocupar el lugar que les espera, el hombre debe recuperar la fe en ella y para hacerlo, ineludiblemente, primero debe recuperar la fe en sí mismo, su sentido de la trascendencia, su capacidad de ser generador de cultura.
La ciudad refleja lo que el hombre proyecta sobre ella, por lo tanto, mientras primen los valores del consumo y del hedonismo, la ciudad no tendrá futuro, pues por definición es una realidad social. Si, por el contrario, se recuperan los valores propios de la cultura, la ciudad estará, como siempre, pronta a ser el escenario donde el hombre represente su existencia, donde su naturaleza esencialmente social se exprese adecuadamente. En definitiva, un lugar de encuentro, de asociación o de confrontación, de búsqueda y de hallazgo.


(Buenos Aires, julio de 1997)

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