miércoles, 17 de octubre de 2007

Andrea Chènier o la historia de un resentido

"Ho mutato patron!"
(Carlo Gerard, Acto III)



0. INTRODUCCIÓN

“Sciogli i cani, nato per servire!” Con este improperio, al inicio de la película, se dirige a un paseante de perros el personaje de “Il sorpasso” de Dino Risi, magistralmente interpretado por Vittorio Gassman. Este comentario también podría dedicarse a quien, a mi juicio, es el principal personaje de este drama: Carlo Gerard. Los variados avatares de su vida, en donde se cocina su resentimiento, fatalmente lo conducen a comprobar que ha nacido para ser siervo. Estos sucesos ocurren teniendo como fondo los aciagos días de la Revolución Francesa. El mentado Carlo Gerard comenzará siendo siervo por condición y terminará siéndolo por su propia impotencia. La historia de este personaje, ampliando el ángulo de análisis, refleja la condición humana y sus aparentes liberaciones, que suelen terminar en brazos de otra esclavitud, como de hecho le ocurriera a la propia Revolución con la cual Gerard guarda una relación paradigmática.


Andrea Chènier es, sin embargo, quien da el nombre a la ópera, de cuya historia pretendo ocuparme, y esta relativa injusticia, hacia quien carga con el peso del drama, tiene su explicación. El romanticismo, siempre fue a la caza de héroes, y es justo reconocerlo, Gerard no reúne mínimamente las condiciones que le confieran ese carácter. También el Otello de Verdi debió, en la primera apreciación del autor, llamarse Yago. El héroe debe encarnar una personalidad límpida, y dirigirse derecho y sin vacilaciones hacia su destino que, preferiblemente, es una muerte honorable. Nuestro Carlo, en cambio, caminará sinuosamente entre pensamientos mudables y remordimientos, para luego desaparecer de la escena, sin dejarnos noticias sobre su último paradero.

Es Andrea Chènier quien, por el contrario, supera con creces las expectativas heroicas. Perteneciente a la casta privilegiada de los poetas, tiene, además, en cuanto personaje operístico, la particularidad de haber existido realmente, lo que contribuye a crear el clima general de la historia, que adhiere al más absoluto “verismo”.

Esta combinación de personajes reales e imaginarios, que transitan el caótico escenario de la Revolución Francesa, confiere veracidad al relato, cosa que sin duda preocupaba a Umberto Giordano, su joven autor. Este contó, para dar forma a su obra, con la experiencia de un libretista de la talla de Luigi Illica, quien aportó su probado talento y adaptó en forma genial alguna de las poesías del mismo Chènier.

Entre el André Chènier real y el Carlo Gerard de ficción, se inserta magistralmente el personaje de Maddalena de Coigny, verdadero perno sobre el cual gira la historia. Si bien Aimeé de Coigny existió realmente y el Chènier de carne y hueso le dedicó su obra más celebrada –el poema “La jeune captive”–, todo lo concerniente a la historia de amor y sacrificio que habrá de desarrollarse sobre el escenario es pura fantasía.

Es bueno destacar que los personajes aquí presentados tienen una fuerte connotación simbólica. Andrea Chènier, tanto en la vida real como en su encarnación teatral, representa la revolución en su plano ideal. Por el contrario, Carlo Gerard, personaje de ficción, simboliza la revolución histórica, con sus marchas y contramarchas y su desgraciado final que desembocó en el más sordo de los terrores. En este abismo que se abre entre el mundo real y el ideal, se despliega el personaje de Maddalena que, como observamos, es un poco ambas cosas, y por serlo enciende a su paso los sentimientos de los dos personajes masculinos.

Unos de los aspectos más interesantes de esta obra es su posición ambivalente frente a la verdad histórica. Sin duda la composición de los personajes reales, sobre todo Chènier, fue realizada apoyándose en fuentes seguras, con gran prolijidad y con la preocupación de conservar la mayor cantidad de datos ciertos. Sin embargo, en algunos casos, para conseguir un mayor efecto, se transgrede la verdad, recurriendo a ciertas licencias que ayudan a la funcionalidad del relato y que puntualmente se señalarán.

Además del auxilio del excelente libreto de Illica, Giordano contó, para poder llevar adelante su proyecto, con el apoyo de Pietro Mascagni, que gozaba del prestigio obtenido gracias al éxito de su “Cavalleria Rusticana”. Cuando todo parecía naufragar, Mascagni actuó como mediador entre Giordano y su editor para que este incluyera la obra en la temporada de La Scala. La “prima” se realizó el 28 de marzo de 1896, y tuvo un éxito rutilante. El novel compositor, lo primero que hizo al terminar las veinte salidas que reclamó el público, fue mandar un telegrama de reconocimiento a su mentor, que contenía una sola palabra: “profeta”.

Es hora, entonces, de ingresar en el análisis de esta obra, en cuya elaboración el autor parece haber entregado la totalidad de su talento, hasta el punto de agotar prácticamente su vena creativa. Concurrí a su representación por primera vez, casi sin conocerla, pero a ella me ligan recuerdos gratos, concentrados en la figura de Carlo Gerard, especie de mayordomo ilustrado, personaje con quien entablé una amistad que aún hoy perdura.


1. PRIMER ACTO

Prácticamente sin preámbulos ingresamos en el ajetreo que precede a una gran fiesta en el palacio de la Condesa de Coigny. No hay duda de que estamos en un ambiente rico y noble, no solo por su arquitectura, sino por la cantidad de domésticos que se mueven incesantemente, según las órdenes que imparte un engalanado maestro de ceremonia. A este personaje, que a pesar de su aspecto importante no deja de ser un sirviente que manda a otros sirvientes, le tocará el honor de las primeras palabras de la velada (Questo azzurro sofà là collochiam). Las mismas se dirigen a un grupo de lacayos, que entra cargando el pesado sillón. El grupo se dispersa quedando a solas uno de ellos, que enseguida se dispondrá a presentarse con un largo monólogo: es Carlo Gerard. Este se dirige con ironía (Compiacente a’colloqui)al sofá que es, para él, símbolo de la frivolidad de los tiempos que corren y de sus animadores, por los que confiesa nutrir sentimientos de amor y odio simultáneamente (...vecchiette e imbellettate io vi bramo, ed anzi sol per questo, forse, io v'amo!), para concluir con una amarga carcajada. En estas primeras frases ya se señala una especie de ambivalencia sentimental, que no abandonará jamás al personaje y que tomará distintas formas durante el relato.

El monólogo súbitamente se torna áspero, cambio de actitud que nace de la aparición en escena del padre, viejo jardinero entumecido por los años. El joven sirviente, al verlo, corre para ayudarlo, pero al mismo tiempo comienza a increparlo con dureza (Son sessant'anni, o vecchio, che tu servi!). El padre de Gerard es una figura muda, pero tremendamente eficaz a la hora de hacer nacer en su hijo el resentimiento. Este le dirige la palabra, en tono irreverente, haciéndolo responsable de la situación en que ambos se encuentran (Hai figliato dei servi!). En las acusaciones proferidas a su progenitor, anida una denuncia a la generación paterna, que ha aceptado su condición con una pasividad que resulta irritante a los ojos de Carlo Gerard. Este, está claro, no quiere terminar como su padre y tratando de eludir ese destino, da rienda suelta a su odio (T'odio, casa dorata!) y termina sentenciando el final de un mundo que aborrece y que pretende transformar a cualquier precio (qui, giudice in livrea, ti grido: È l'ora della morte!).

Después de este comienzo tremendo, aparece la figura melancólica de Maddalena, absorbida por el encanto del crepúsculo (Il giorno intorno già s'inserra lentamente!). Es interesante recordar el ingreso en escena de la joven en esta hora del día, teniendo en cuenta que al final del drama será convocada a morir cuando empieza la aurora. Todo el desarrollo del personaje queda así inscripto entre este atardecer, signo de algo que termina, y aquel amanecer que simboliza un renacer que se abre hacia otra dimensión. Ella vive realmente en un mundo que nada sospecha de las terribles imprecaciones de su sirviente, es la imagen perfecta de una juventud totalmente despreocupada que confía en la estabilidad del mundo en que ha nacido. Es importante recordar este hecho, para poder valorar el cambio al que las circunstancias la obligarán posteriormente. Su aparición, además, aporta un dato fundamental a la historia y es que el revolucionario siervo, que parecía temible hace apenas unos instantes, ama a la pequeña Maddalena (Quanta dolcezza ne l'alma tetra), hecho que pone en evidencia su vulnerabilidad. El amor a la joven, por un lado, y sus ideales revolucionarios, por otro, son los extremos que intentará desesperadamente conciliar, aunque ambos por su naturaleza se rechacen y se excluyan.

La hora de la fiesta se acerca inexorablemente, la Condesa de Coigny ultima detalles dando órdenes a sus camareros. Ella posee la inconsciencia de su hija, pero, a diferencia de esta, su carácter es alegre y despreocupado, salvo por lo que se refiere a la atención de sus invitados. Es la clásica anfitriona obsesiva, que quiere que todo sea perfecto, y que guarda una palabra agradable para todos. Por el contrario, Maddalena se pasea con su fiel criada Bersi, todavía sin terminar de vestirse, lamentándose de las obligaciones que impone la moda (Sí; io penso alla tortura del farsi belle!), pregunta quiénes serán los invitados y se queja por todo. Su actitud parece estar diseñada con el fin de irritar a su madre, de la que busca diferenciarse, como cualquier adolescente, poniendo a prueba su paciencia. La Condesa, por su parte no le hace caso, pues no tiene tiempo para sus caprichos y los invitados comienzan a llegar.

En medio de un grupo del todo anónimo, aparece Chènier, que es introducido por Fléville, escritor a su vez, que no se digna darle el título de poeta (Andrea Chénier, un che fa versi), aunque aclara que promete para el futuro. Podríamos conjeturar que esta fría presentación de su colega ocasiona el visible mal humor que parece embargarlo. Es evidente que nadie allí lo esperaba, pues, cuando pocos momentos antes la madre repasaba la lista de invitados a la velada, él no fue nombrado. La Condesa no parece siquiera haberlo registrado y, apenas terminada la lacónica presentación de Fléville, corre a saludar al Abate de París, verdadero invitado-estrella de la noche.

Pronto se advierte que el Abate no debe su prestigio a su investidura, sino fundamentalmente al hecho de llegar de París, donde todos suponen que habrán de producirse novedades. El informe del Abate es lacónico, da las noticias con cuentagotas, administrando sabiamente la impaciencia del auditorio y gozándose de tenerlo a sus pies. Modelo prefecto de vanidad, el sacerdote disfruta del poder que le da poseer la información ansiada y parece sufrir al desprenderse de ella, consciente de que con cada noticia decaerá la atención que por el momento despierta su persona. El informante suministra sus datos en un “crescendo”: la debilidad de Luis XVI (Fu male consigliato!), el fracaso de Necker, su ministro de economía (Non ne parliamo!), la constitución del Tercer Estado y por último la ofensa perpetrada a la estatua de Enrique IV, noticia sin mayor importancia, pero que sabe que suscitará estupor y enojo en sus aristocráticos oyentes.

El ambiente festivo, que tanto preocupa a la anfitriona, se ve amenazado por tan pesadas novedades. Sin embargo, Fléville, siempre atento a lucirse, probablemente con el fin de ganarse la estima de la dueña de casa, propone que continúe la fiesta (Passiamo la sera allegramente!). La sugerencia es acogida, y acto seguido se produce la entrada de un coro de pastorcitos, acorde con la moda impuesta por María Antonieta desde Versalles. Aunque en provincias, la Condesa muestra estar al tanto de las últimas tendencias de la moda y en sintonía con los gustos de la corte.

Retirado el número vivo y aparentemente restablecido el clima festivo, la Condesa se acerca a Chènier, quizás advirtiendo su gesto adusto, que acaso la preocupa, ya que no puede permitirse que alguien circule con aire contrariado en su idílica fiesta. Con la intención de reparar el recibimiento poco entusiasta dado al poeta, manifiesta mundanamente un vago interés por su arte (La vostra musa tace?). El malhumor de Chènier, se ve, ha ido en aumento. Desde que llegó no ha abierto la boca, las noticias del Abate lo preocupan y seguramente siente que debería estar en Paris y no participando de esa frívola reunión. Por último, hay que reconocer que, con bastante, razón los pastorcitos le han de haber resultado insufribles. La respuesta que le da a la Condesa es tajante y descortés (È una ritrosa che di tacer desia), la anfitriona toma nota y se queja abiertamente con Fléville (Davver poco cortese!), a quien parece reprochar el haber introducido a su casa un sujeto con tan poco mundo.

Es interesante este pequeño personaje de Fléville, que intenta con constancia quedar bien colocado frente a la anfitriona. Su actitud constituye un modelo que representa a los intelectuales y artistas de la época, cuyo único medio de subsistencia era la protección de la aristocracia. Es natural entonces que, en pos de ese objetivo, no quisiera tener demasiada competencia y por eso sea tan escueto a la hora de presentar a su colega Chènier. Finalmente, es probable que piense que el exabrupto de este último termine por beneficiarlo, en cuanto resalta su imagen de mediocre poeta, de una estrecha corte provinciana.

Maddalena, siempre pronta a rivalizar con la madre, apuesta con sus amigas que ella logrará convencer al introvertido poeta de recitar alguna de sus composiciones y que en ellas hablará del amor. Apoyándose en su encanto juvenil se dirige a él, con aire seductor (Bramo di udire un'egloga da voi). Intento fallido. Con mayor elegancia –por lo visto Chènier no es indiferente a los encantos de la joven–, se niega argumentando que la musa de la poesía es como el amor y no se pliega a la voluntad (è capricciosa assai la poesia, a guisa dell'amor!). La joven, evidentemente poco acostumbrada a que sus deseos no sean cumplidos, celebra haber ganado la apuesta, al menos parcialmente, pues, aunque Cheniér no accede a recitar, cae en la trampa pronunciando la fatídica palabra “amor”. Ella, entonces comienza a ridiculizar al poeta delante de los invitados, subrayando sobre todo su banal referencia al amor, que en esa época y en ese ambiente se consideraba un lugar del todo común.

No tanto el hecho de ser burlado, sino sobre todo el motivo de la burla, es lo que provoca la airada y brillante respuesta de Chènier en defensa del amor. Defender el amor como fuente de inspiración poética era tomar la bandera del naciente romanticismo, frente al rígido modelo del clasicismo imperante a fin del siglo XVIII, encarnado por los pastorcitos. En realidad, en esta controversia se enfrentan, más que cuestiones literarias, dos concepciones del mundo contrapuestas, que en definitiva serán el combustible de la Revolución. De ahí que la reacción esté provista de una vehemencia que podría parecer exagerada si se la considerase motivada solamente por el orgullo herido.

La respuesta que Chènier da a la joven es esencialmente pedagógica y comienza con un caluroso alegato en defensa del amor previamente ofendido (Or vedrete, fanciulla, qual poema è la parola “Amor”, qui causa di scherno!). Luego de esta introducción tiene lugar la poesía propiamente dicha, desde donde toma vuelo la primera gran aria de la noche (Un dì all'azzurro spazio). Esta se inicia con un enfervorizado canto de amor a la Patria, descripta como un paraíso natural. Luego, lleno de los más puros sentimientos, el protagonista de la poesía entra en una iglesia para realizar una acción de gracias (E volli pien d'amore pregar!), pero allí se encuentra con un escenario de dolor, hambre e injusticia que es presentado con máxima crudeza.

El contrapunto entre ambas situaciones descriptas tiene sus culpables y Chènier procede a denunciarlos. No era esta el tipo de composición que madre e hija requerían del joven poeta y los vibrantes versos provocan reacciones de enojo en el auditorio, directamente aludido. Sin embargo, hay dos excepciones dignas de nota: por una parte, Maddalena, destinataria directa de la prédica, se ha sentido realmente conmovida, y por otra, Carlo Gerard, apartado, como conviene a su condición, hace esfuerzos para contener la emoción. Ante él, y de un modo totalmente inesperado, ve desfilar los ideales que han inflamado su espíritu y que se siente fuertemente impulsado a hacer realidad.

Por primera vez se ponen en contacto a través de esta invocación los tres personajes principales del drama, aunque Chènier no perciba la agitación que su discurso provoca en quienes lo escuchan.

El final del aria es solo para la desconcertada Maddalena (O giovinetta bella) que descubre por primera vez en su vida una realidad oculta hasta entonces por el ambiente en el que había crecido. Se inicia para ella un camino de maduración, que la conducirá finalmente al sacrificio de su vida impulsada por ese amor que el poeta le presenta como esencia del mundo (del mondo anima e vita è l'Amor!).

La Condesa retoma el centro de la escena y aprovecha para reprender levemente a su hija, tomándose una pequeña revancha ante quien había osado desafiarla (Creatura strana assai!). El ambiente festivo recibe así su segundo embate, pero la anfitriona no se amedrenta y propone un baile, para intentar remontar una noche que se presenta llena de contratiempos (Ma udite! È il gaio suon della gavotta). Sin embargo, apenas dados los primeros pasos de danza, se comienza a escuchar un murmullo amenazador, que poco después se torna suficientemente fuerte como para no poder ignorarlo. Se trata de la huestes de Gerard, ejército de pobres y desvalidos, que irrumpen ostentando su penosa condición, proclamándose famélicos y moribundos. Su capitán los anuncia con sarcástico protocolo: su grandeza, la miseria. Este tercer incidente induce a la Condesa, ya lívida de rabia, a reclamar por el responsable de semejante atropello al buen gusto (Chi ha introdotto costoro?). Gerard se hace cargo y simultáneamente presenta su renuncia con ademán altanero, arrojando por tierra su divisa servil (Questa livrea mi pesa) y anunciando que acudirá al llamado de los necesitados. Mientras realiza estos gestos, aparece su padre, el viejo jardinero, que se inclina a los pies de la Condesa en actitud intolerablemente sumisa, lo que muestra que la incomprensión generacional entre ambos es insalvable (Vien padre mio, vien con me!).

Finalmente, los intrusos son retirados y la anfitriona se desploma sobre el sofá azul, que mereciera el desprecio de Gerard. Al hacerlo pronuncia algunas frases que terminan de definir el perfil del personaje, que representa los sentimientos de su casta. Su mayor aspiración consiste en mantener congelado el estado de las cosas, y por eso señala como causa de la actitud arrogante de su sirviente el haber abandonado el sano analfabetismo y haber emprendido la peligrosa aventura de leer (Quel Gérard! L’ha rovinato il leggere!). Ella, además, aduce que no era insensible a la pobreza, incluso declara ser generosa en sus limosnas, pero quería mantener separados ambos mundos, sin que se produjeran hechos tan desagradables como los apenas ocurridos. Es indicativo, en este sentido, que tuviese un vestido que usaba en ocasión de sus limosnas, procurando no ofender a los necesitados al hacer manifiesta su riqueza.

Lo que nunca se le podrá achacar a esta señora es su falta de tesón a la hora de animar la reunión. Nada parece hacerla desistir de su originario objetivo de pasar un momento agradable, así que, apenas recuperada del momentáneo desvanecimiento, invita a los músicos a tocar y el baile recomienza (...ripigliamo! Ritorni l'allegria!). Esta persistencia en continuar la fiesta muestra a las claras la actitud del que se niega a percibir la realidad, a pesar de los signos claros recibidos. La inminente Revolución despertará a la aristocracia de su sueño de conservar inalterado un estado de cosas que había ya perdido toda clase de sostén. El telón se cierra sobre los acordes de la danza, y se cierra también sobre un mundo sobre el cual ya no volverá el amanecer. Diecisiete días más tarde, comenzarán a desenvolverse los sucesos que precipitarían su trágico final, en donde culpables e inocentes perecerán arrebatados por un torbellino de odio.


2. SEGUNDO ACTO

Cinco años precisos han pasado desde la malograda fiesta en la residencia de la Condesa de Coigny (27 de junio de 1789), y la Revolución se encuentra en su período más oscuro, comandada por Robespierre desde el Comité de Salud Pública para integrar el cual había sido elegido un año atrás. A pesar de eso, hay un clima de fiesta popular en la calle, y este es el que hábilmente se quiere contraponer a la encorsetada diversión del acto anterior. Los participantes no son ya nobles y altas personalidades del clero, sino “incroyables” y “merveilleuses”, nuevos estereotipos de la moda revolucionaria. La “nueva fiesta” tiene en común con la anterior, además de los endebles cimientos en donde se apoya, el gesto adusto de Andrea Chènier. Este permanece pensativo, sentado en una mesa apartada, en la terraza del "Club de Feuillants", lugar donde expresaba valientemente su descontento con el giro que los sucesos fueron tomando.

Como en la fiesta de la Condesa, también hay ahora un maestro de ceremonia, Mathieu (Per l'ex inferno! ecco ancor), que se ocupa de limpiar el busto de Marat, mártir insigne de la Revolución, asesinado en su bañera (13 de julio de 1793), como recuerda la famosa tela de David. Este Mathieu es otro personaje pequeño, pero interesante, encarna el revolucionario devoto y fiel, especie de sacristán laico, que cuida con solicitud puntillosa los nuevos símbolos. La invocación al “pasado” infierno con que se presenta es acertada, en cuanto ilustra lo estéril que resultara el absurdo esfuerzo realizado para tratar de barrer las creencias pasadas, pues las tradiciones difícilmente se eliminan por decreto. Se ve que para el pueblo, al que pertenecía el propio Mathieu, la abstracta Diosa Razón aparecía como poco funcional, a la hora de maldecir, detalle que sin duda pasó por alto la Convención. Tampoco es casual la muda presencia del busto de Marat, pues Chènier, al escribir la “Oda a Marie Anne Charlotte Corday”, al mismo tiempo amante y asesina, se ganaría el odio de los jacobinos.

Entre el grupo de personas que aparecen en escena, hay otros que merecen ser presentados, pues tienen incidencia en la trama, ya que actúan de alguna forma como escuderos de los personajes principales. La primera en aparecer en tal papel es la ya conocida Bersi, antes doméstica y ahora mensajera de Maddalena, quien trata de dar la impresión de encontrarse bastante a gusto con los nuevos aires que corren (Amo viver cosí!). La ex-sirvienta predilecta de la casa Coigny demuestra que no todos los de su condición necesariamente odiaban a sus señores, ya que ella permanece fiel a Maddalena, de quien de alguna manera se ha hecho cargo, permitiéndole subsistir en un medio absolutamente hostil.

El segundo, que ni siquiera recibe el honor de un nombre, es el “Incroyable”, que realiza trabajos de espionaje para Gerard. Es un personaje despreciable y torpe, que encarna a la Revolución en su aspecto más sórdido. Su tarea es la de encontrar a Maddalena y se encuentra cerca de su objetivo (Ho scovato la traccia!), ya que ha dado con Bersi, a la que sorprende mirando con intención a Chènier (guardò Chénier di sott'occhi). Ejemplo de cortesano en tiempos de república, demuestra que la política siempre engendra esta fauna de pseudo-funcionarios, que pareciera ser inevitable a la hora de ejercer el poder, sin importar la forma que este adopte.

El tercero de esta serie de personajes asociados a la suerte de los protagonistas compone con Chènier una pareja de superhéroes al estilo Batman y Robin. Roucher, tal es su nombre, comparte con su compañero el privilegio de la existencia real y la profesión de poeta. Chènier lo espera nerviosamente en la terraza del café, pues debe traerle un pasaporte que le permita huir del país, camino que por esa época había sido adoptado por gran cantidad de personas, como único medio para escapar a la guillotina. Las duras críticas al régimen firmadas por Chènier en el “Journal de Paris” han vuelto insostenible su situación y la fuga aparece como inevitable. Roucher llega finalmente con el esperado documento que abre las puertas del exilio (La tua preziosa vita salva - parti!), pero Chènier se muestra todavía dubitativo. La huida siempre tiene sabor a cobardía (Il mio nome mentir... Fuggire!) y, por buenas razones que puedan asistir a esta decisión, esta no es nunca fácil de tomar. A esa sensación se agrega además el dolor del fracaso, pues no se debe olvidar que, en un primer momento, Chènier, como tantos otros, creyó en las posibilidades que se abrían con la Revolución. Irse de Francia implicaba abandonar ese sueño, expresado con tanto brío en su intervención del acto anterior.

Otro motivo, más íntimo, que retarda la decisión de partir es la posibilidad de experimentar por primera vez el amor, musa inspiradora de tantas páginas (Io non ho amato ancor). Esta posibilidad se presenta a partir de unas misteriosas cartas, cuya proveniencia ignora (Scrive una donna misteriosa ognora), y a través de las cuales el poeta espera poder realizar al menos su destino personal, visto que el sueño revolucionario parece naufragar definitivamente en el “Terror”. Chènier finalmente hace una profesión de fe en el destino (Credi al destino? Io credo!), y decide quedarse y ver quién se esconde detrás del sugestivo nombre de “Speranza” con el que se concluyen las cartas que tanto prometen a su corazón. Esta será la última oportunidad que se concederá antes de tomar la vía del exilio (Allora partirò!). Es consciente del riesgo que esta decisión implica y ello demuestra cuánto espera del encuentro, del cual aún no sabe dónde ni cuándo se producirá.

Roucher hace sus últimos intentos para convencerlo de partir y, analizando la nota que contiene la cita, asegura que proviene de manos de una “meravigliosa”, equivalente en la época a mujer de vida fácil, con lo cual se arriesgaría por nada. Roucher juega frente a Chènier el papel del hombre conocedor del mundo (Io le conosco tutte), dejando al poeta en la clásica posición del artista al que le falta contacto con la realidad. Él es el hombre con calle, frente al soñador romántico que nada sabe de la vida verdadera. Además, se ve que aún mantenía cierta relación con el poder revolucionario, puesto que efectivamente consigue el pasaporte, cosa que en esos días se presentaba como una empresa imposible, si se carecía de los contactos adecuados. Chènier toma el documento y parece dudar todavía, hasta que ocurre una situación que dilata su acción, y permite que las piezas de esta historia se encarrilen hacia sus destinos. Se trata del desfile de las autoridades de la Revolución, que cruzan el fondo de la escena, acompañadas por los vítores del populacho. La extensa lista de nombres incluye la mayoría de los responsables del período del Terror, que marchan con aire triunfal, ignorando que pocos días después conocerán su definitivo ocaso.

El cortejo es encabezado por Carlo Gerard, el primero en ser vitoreado por la gente (Ecco laggiù Gérard!) y el único de la larga lista que pertenece al mundo de la ficción, lo que no le impide ocupar un lugar de máxima importancia. Luego es nombrado el mismísimo Robespierre (Egli cammina solo), y en seguida tres grupos bien diferenciados entre sí, cuya ubicación relativa en la escena, lejos de ser casual, insinúa la posición política de sus componentes. Los nombrados después del solitario Robespierre son los que están próximos a sucumbir con él, luego del movimiento del 9 de Termidor (27 de julio de 1794). Son todos ellos miembros del Comité de Salud Pública, responsables directos de la imposición del Terror y encontrarán, junto a su líder, la muerte o el destierro (Barère!... Collot d'Herbois!... Couthon!... Saint-Just!). Separado de estos se encuentra el segundo grupo, compuesto por algunos que si bien no pertenecen directamente al Comité lo acompañaron en un primer momento, pero parecen querer tomar distancia, pues presienten la caída. Son un pintor (David!...), el editor del diario jacobino (Tallien!...), un periodista (Freròn!...) y, por último, como en un aumento de compromiso, se encuentra un futuro miembro del Directorio (Barras!...) y el próximo jefe de policía del imperio (Fouché!...). Todo este segundo grupo encontró fortuna con Napoleón y sus miembros ocuparon cargos relevantes a partir del ascenso al poder de Bonaparte. En el tercer grupo (Le Bas!... Thuriot!... Carnot!...) se encuentran algunos que podrían merecer, sin más, el apelativo de traidores, pues, perteneciendo al comité de Salud Pública, les tocará, como a los del grupo anterior, un futuro promisorio dentro del régimen napoleónico.

Gerard, mientras se suceden las aclamaciones, se aparta de la fila y mantiene un animado diálogo con el “Incroyable”, su escudero, que le informa de los avances realizados en su investigación. Esta no parece haber sido hasta entonces muy exitosa si pensamos en el tiempo empleado, ni el espía da la impresión de ser muy avezado, ya que recién ahora pide al comitente la descripción de su presa. En dicha descripción aparece evidente que el amor del antiguo sirviente permanece inalterado a pesar de los cinco años transcurridos desde la noche de la accidentada fiesta, en que vio a Maddalena por última vez, ya que la descripción esta cargada de ternura (Azzurro occhio di cielo).

Simultáneamente a este diálogo y a las aclamaciones populares, se destilan, amargos, los comentarios de Chènier referidos al cortejo, responsable de haber malogrado la Revolución (La eterna cortigiana!). En los mismos se puede apreciar hasta qué punto llega su desilusión. Su estado de ánimo sombrío se contrapone con la florida descripción de Gerard, lo que permite lograr un efecto interesante. Se vuelve a producir la proximidad física de los dos personajes centrales, que aún no se conocen, pero que buscan salvarse a través del amor de la misma mujer.

Una vez superada la marcha de Robespierre y sus secuaces, la gente comienza a retirarse, entre ellos Chènier, que parece decidido a partir. Pero en ese momento aparece, providencialmente, Bersi, mujer de vida alegre, que conoce a todos los hombres presentes en la escena. Valiéndose de Roucher, retiene a Chènier (Trattieni qui Chénier), a quien confirma la cita con la misteriosa “Speranza” (qui verrà. Là attendi!), mientras trata con sus encantos de distraer al “Incroyable” espía, cosa que no consigue del todo. Finalmente, Chènier opta, como no podría ser de otra manera, por el camino heroico y decide quedarse, pero tomando algunos recaudos para su defensa (M'armerò!). Roucher y el “Incroyable” permanecen escondidos, con opuestos objetivos: el primero para proteger a Chènier de una posible trampa (Ah, veglierò su lui!), el segundo esperando ver si la joven coincide con la descripción recibida, para finalmente llevar buenas noticias que aplaquen el ansia de Gerard (Ecco il mio piano è fatto).

La noche empieza a hacerse más densa. Después de tanto ajetreo reina una calma que prepara los eventos, tan trabajosamente armados, de esta historia. Mathieu, maestro de ceremonias populares, entona cansadamente “la Carmagnole”, mientras enciende alguna luz en el altar de Marat que al inicio limpiara con esmero. Protegida por la oscuridad, Maddalena llega con actitud cautelosa, por miedo de ser espiada, a lo que se suma la incertidumbre con que va a enfrentar el encuentro que se avecina.

Es muy sugestivo el modo en que se produce el reconocimiento entre ambos, pues recordemos que han pasado cinco años desde la noche en que se encontraran por primera vez, y la adolescente Maddalena de aquellos días ha cambiado ciertamente su fisonomía. En el aspecto de la joven que hoy busca a Chènier, no solo hay un cambio producido por el paso del tiempo, sino que a él se agregan las huellas que seguramente han dejado los sucesos iniciados el 14 de julio de 1789. El mundo absolutamente protegido de su infancia, cuyas primeras resquebrajaduras se presentaron la noche en que conoció al poeta, se desmoronó en pocos días, quedando total y absolutamente desguarnecida y sin más armas que su carácter para hacer frente a la nueva desdichada situación.

La propia Maddalena es consciente de cuánto ha cambiado y por lo tanto intenta, primero, que Chènier haga memoria, recordándole las palabras de la noche del primer encuentro ("Non conoscete amor!"...). De esta forma, la relación, que hasta el momento ha sido solamente literaria, procura recuperar el pasado manteniendo esa modalidad, como si Maddalena temiera develar de un golpe su identidad y romper el frágil vínculo que la mantiene ligada al poeta. Solo cuando este comienza a distinguir alguna luz entre sus recuerdos, ella le muestra su rostro para que él la descubra finalmente. Es oportuno recordar que la relación que unió en la vida real a André Chènier y a Aimeè Coigny estuvo circunscripta a la forma literaria, pues ella fue solo la musa inspiradora de su célebre poema “La jeune captive”, cuando ambos se conocieron en la prisión de Saint Lazare.

La alegría de este lento develarse, en la mente del poeta, de la memoria de Maddalena le causa una euforia instantánea, súbitamente interrumpida. Hay alguien ante quien Maddalena se descubre también, pero involuntariamente, y que ahora corre a informar a su jefe que la larga búsqueda ha terminado. Ella y Chènier, alertados al ver la figura del “Incroyable” que se escabulle entre las sombras, saben que tienen escaso tiempo para declararse un amor de pronto descubierto. Maddalena, ahora más segura, hace una reseña del pasado próximo: la ayuda de la incondicional Bersi (Al mondo Bersi sola mi vuol bene), los espías que la persiguen (Ma da un mese v'ha chi mi spia) y, por último, sus temores que la empujaron ha decidirse a forzar aquel encuentro (Son sola e minacciata!).

Maddalena también justifica el por qué de tanto secreto y, de paso, agrega un dato importante para comprender el camino recorrido por Chènier en el proceso de la Revolución. Las causas de haber mantenido por tanto tiempo oculta su identidad se apoyan en el temor que le infundía la encumbrada posición de que gozaba el poeta en un principio (Eravate possente, io invece minacciata). Se descubre entonces que el compromiso de Chènier fue, al menos en un primer momento, más allá de la formulación de principios. En él se verifica la ilusión típica de los intelectuales frente a los procesos revolucionarios, a los que confían poder dominar, pero que irremediablemente terminan por devorarlos.

La reacción de Chènier no se hace esperar, el amor irrumpe con fuerza en su espíritu, barriendo con toda la frustración antes manifestada (Ora soave, sublime ora d'amore!). La capacidad romántica del poeta encuentra finalmente dónde cristalizar, visto que la Patria, objeto de amor declarado en su primera intervención, lo ha desilusionado. Las manifestaciones de los amantes tienen algo de la desmesura propia del los momentos en que el amor es descubierto, aunque en ellas aparece desde el inicio la conciencia de un desenlace trágico (Fino alla morte insieme!).

Estos escollos, que con gran lucidez, ambos ven esbozarse en el futuro, no tardan en aparecer, pues, en pleno dúo, aparece Gerard que, acompañado por su fiel “Incroyable”, viene a reclamar la presa por tanto tiempo perseguida. El choque entre Chènier y Gerard aparece inevitable y ambos cruzan las armas. Frente a Maddalena, es sugestivo que ambos se comporten igual que frente a la Revolución: El poeta busca concretar los sentimientos tantas veces idealizados en su obra, mientras que el ex sirviente, ahora poderoso funcionario, busca conseguir por la fuerza lo que el destino le negó por condición.

La relación entre estos contendientes es asimétrica, ya que si bien Gerard conoce perfectamente a Chènier, es imposible que este último recuerde que su agresor es el anónimo lacayo, aparecido en el acto anterior. Sobre todo recordemos que Chènier se retira de la fiesta antes de que Gerard cometa su desplante. Por lo tanto, el poeta actúa sólo como defensor de Maddalena ante un agresor desconocido, mientras que Gerard es perfectamente consciente de la superioridad de su rival, y quizás por eso es tan agresivo. El conoce que las horas del poeta están contadas y por eso lo amenaza con “robárselo” a la guillotina (Io ti rubo a Sanson!). La fuerza es el único argumento a su alcance para arrancar a Maddalena de los brazos de Chènier, pero veremos enseguida que también fallará en esto estrepitosamente.

El combate entre ambos es inminente y se ubica con llamativa precisión en el eje de simetría del relato. Este además es uno de los poquísimos contactos directos que se conformará como un rechazo, manifestado en el chispazo que produce el súbito cruzarse de las espadas. En un plano simbólico, ambas representaciones de la revolución –la ideal y la real– que encarnan Chènier y Gerard, respectivamente, parecen destinadas a transitar paralelas y su reunión aparece impracticable. Gerard, sin perder tiempo en presentaciones, increpa a Maddalena (A guisa di notturna io vi ritrovo!), la cual es raudamente defendida por Chènier, quien se la entrega al pronto Roucher para que la aleje, venciendo la débil oposición del cobarde “Incroyable”. Los dos enemigos se encuentran frente a frente. El combate es veloz y, a la primera estocada, Gerard –quien al trabajar como sirviente se ve que no ha podido dedicarse suficientemente a la esgrima– cae herido.

La herida recibida hace aparecer el otro costado de este personaje, cuya prepotencia anterior es súbitamente olvidada. Arrepentido, llama a Chènier y lo incita a escapar (Sei Chénier... Fuggi!), le avisa que es buscado por la justicia revolucionaria (Il tuo nome Fouquier-Tinville ha scritto) y, por último, le recomienda fervientemente cuidar a su Maddalena (Va! Proteggi Maddalena!). Es en esta doble personalidad, característica poco común en el mundo de la lírica, donde se apoya el atractivo del personaje. Movido por el motor de su resentimiento, que no es otra cosa que impotencia disfrazada, actúa con vehemencia, pero enseguida intenta enmendar el mal realizado. Es probable que una vez vencido, perciba con lucidez la inutilidad de su intento. Jamás podrá competir con Chènier, culturalmente es de una superioridad aplastante y parece ahora que también lo es físicamente. Sencillamente demasiado.

Sobre el final, reaparece el “Incroyable” quien, al encontrar a su jefe mal herido, da voces de alarma, pero ante la pregunta sobre quién era el causante del atentado, Gerard cubre a Chènier, declarando no conocer a su agresor (Ignoto!). Mientras lo hace, calla con la mirada al “Incroyable”, el cual evidentemente sabía perfectamente quién era pero, obediente, guarda silencio. El pueblo, que entretanto se ha reunido a su alrededor capitaneado por Mathieu, atribuye el crimen a los “giroldinos”, facción moderada, opuesta a la de lo “jacobinos”, que era la encumbrada en el poder en ese momento, y en la que militaba Gerard. Siempre a falta de una persona concreta, es saludable adjudicar los crímenes a los adversarios políticos, por lo tanto la turba parte a castigar a los supuestos autores de las heridas de Gerard (Morte! Morte! Morte ai Girondini!), quien nuevamente nos regala un final agitado, con la feliz pareja a salvo, gracias a quien pocos instantes atrás quería destruirla.


3. TERCER ACTO

El inicio de este acto tiene un clima similar al comienzo del anterior, aunque sensiblemente menos festivo. La Revolución suma a sus innumerables problemas internos las agresiones externas. También aquí se agolpa el pueblo y también aquí es Mathieu el primero en hablar. El objeto de la reunión es recaudar fondos que financien las campañas militares, y a ellas se refiere el orador, que comienza haciendo una breve reseña de la situación. La acción se desarrolla en la primera sección del tribunal revolucionario y el objeto que ocupa el primer plano es la gran urna, destinada a recibir las donaciones.

El discurso de Mathieu, orador rústico, se forma con un conglomerado indistinto compuesto de insultos y amenazas. Comienza por Dumouriez, a quien acusa, con justicia, de traición, ya que efectivamente se pasó al enemigo en abril de 1793, cuando desde París fueron mandados comisarios para que investigaran la causa de su derrota ante los austríacos (Dumouriez traditore). El nombre de Dumouriez volverá a sonar más adelante y por eso es puesto al inicio de la arenga, de manera de fijarlo en la memoria del espectador. El discurso prosigue con el insulto a los ingleses, pero tampoco el recurso es eficaz para movilizar a los oyentes, que no se deciden a colaborar, suscitando con su apatía la furia de Mathieu. Lo salva del fracaso rotundo la llegada de Gerard, a quien, luego de interesarse por sus heridas, le cede aliviado la palabra (Ecco il tuo posto!).

Este último se muestra como un orador mucho más eficaz que su predecesor. Su discurso busca tocar la fibra sensible del auditorio más que insultar a los enemigos de Francia, aunque también estos son prolijamente nombrados. El final dirigido directamente a las madres, a quienes exhorta a donar sus joyas y sus hijos a la Madre Patria tiene éxito (Donate i vostri figli alla gran madre). Entre el público, se adelanta la vieja Madelon, que con una intervención excesivamente dramática, entrega su nieto a la Revolución, en un segmento demasiado retórico, que no se encuentra entre los más felices de la obra.

El clima denso se disuelve entre los cantos que se escuchan desde la calle, portadores de una alegría que no deja de tener algo de lúgubre, por cierto distinta de la espontaneidad que se respiraba en el acto anterior. Puede calcularse con exactitud el tiempo transcurrido entre ambos pasajes, que es aproximadamente de un mes, tiempo razonable para la cura de la herida causada por Chènier a Gerard. Este, consecuente con su carácter incierto, está arrepentido de su generosidad para con los amantes y ha puesto nuevamente a su espía de confianza a trabajar. La gestión parece acercarse al éxito, pues el “Incroyable”, sin preámbulos, le comunica el arresto de Chènier (L'uccello è nella rete!), dándole una noticia al parecer largamente esperada. El hecho es fiel a la verdad histórica, en cuanto al modo cómo ocurrió (Il caso!), al lugar (A Passy, presso un amico) y al destino del prisionero (È al Lussemburgo!), pero no lo es en lo que se refiere al tiempo (Stamattina). Respecto a este último punto, los autores prefirieron concentrar toda la acción que resta en el arco de un día, que concluirá al amanecer del siguiente. En realidad, si bien es verdad que Chènier fue condenado y ajusticiado el 25 de julio de 1794, entre este día y su arresto –producido el 7 de marzo del mismo año– corrieron ciento cuarenta días de prisión, lapso que el poeta aprovechó para escribir buena parte de su obra.

Dejando de lado estas pequeñas licencias, necesarias al ritmo de la trama teatral, lo cierto es que la noticia del arresto de Chènier, gritada a voz en cuello por los vendedores de periódicos, en un alarde de verismo, llega a oídos de Maddalena. Al menos así lo espera el espía, que está convencido que este anuncio traerá a la joven rendida a los pies de su protector. El “Incroyable” expone con mucho cinismo a Gerard cómo se sucederán los hechos (Donnina innamorata) que lo pondrán nuevamente frente a su amada, pero este ya comienza nuevamente a dudar, pues el fondo de su buena conciencia lo atormenta sin tregua (Piú fortemente m'odierà!).

Las dudas que asaltan a Gerard (Esito dunque?) son totalmente incomprendidas por el espíritu vil del “Incroyable”, incapaz de ver en la mujer algo más que un cuerpo para satisfacer sus instintos. De todas maneras, es significativo que la debilidad de carácter de Gerard induce al “Incroyable” a la insolencia (Stendi l'atto d'accusa!... Scrivi!). El acto que está por realizar el primero –acusar injustamente a Chènier– es de una bajeza notable y es por culpa de esa rebaja moral que su propio asistente, inferior a él en todo sentido, se atreve a darle órdenes en tono imperativo.

Gerard intenta justificarse con la excusa de que Chènier será condenado, independientemente de lo que él haga (Il fato suo è fisso), pero esa realidad, probablemente cierta, no logra acallar del todo su conciencia (No! è vile! È vile!). A partir de este conflicto interior, arranca la extensa confesión con la que el personaje desnuda su impotencia moral de una manera desgarradora. Es quizás la parte crucial de todo el drama, pues, como se anunciaba en la introducción, a través de Gerard quedan expuestos, junto a los límites de la Revolución, los límites de la condición humana que, si se propone alcanzar una liberación que no sea la de su propio pecado, vuelve a caer en los vicios de los que pretendía escapar.

El monólogo comienza con la redacción de la acusación que se presentará al tribunal. Con un cinismo cruel, que se vuelve contra él mismo más que contra el acusado, Gerard va repasando la vida de Chènier, tergiversando los datos de manera grosera. Primero encabeza su documento atribuyéndole el título de enemigo de la patria, que acompaña con una risa amarga (È vecchia fiaba che beatamente ancor la beve il popolo). Luego viene la sucesión de datos biográficos, todos históricamente ciertos, que el acusador va coloreando arbitrariamente para transformarlos en denuncias. Así el simple hecho de haber nacido en Constantinopla –sus padres eran diplomáticos– lo convierte en un “extranjero”, acusación que en tiempos de guerra adquiere un peso adicional. El hecho de haber pasado un breve período bajo las armas basta para hacerlo cómplice de Dumouriez y para el final queda el cargo de subversivo (Sovvertitor di cuori e di costumi!), que a menudo cae sobre los poetas en tiempos de dictadura, empezando por aquella imaginada por Platón en su “República”.

Las tres acusaciones eran más que suficientes para condenar a alguien en aquellos días agitados por el odio, pero no bastaban para convencer al propio Gerard, quien se resiste antes de ceder a su propia iniquidad. Sobre la última palabra escrita se detiene y con amargura comienza a recordar el tiempo en que sus sueños coincidían con los del poeta. Seguramente habrá vuelto a su mente la noche en que lo escuchó por primera vez sintiéndose transportado por las fervientes palabras de Chènier. Muchas cosas han pasado desde entonces, pero una sola, comprueba con dolor, permanece inalterada: su condición de siervo (Son sempre un servo! Ho mutato padrone).

Esta es la afirmación central, que marca el momento culminante del drama interior. A partir de ella se desencadena la extensa confesión de un hombre que, con lucidez, repasa su vida y la expone descarnadamente ante su propia conciencia. Sus debilidades de carácter (Uccido e tremo), sus dudas (Or smarrita ho la fede nel sognato destino?), sus utopías incumplidas (fare del mondo un Pantheon) son prolijamente detalladas. Esta sucesión de fracasos tiene origen, para Gerard, en su amor por Maddalena, mantenido en silencio por tantos años y que lo ha transformado en el ser ambiguo que hoy es (così m'ha reso, fiera ironia, è l'amor!). En el final de este largo monólogo, Gerard, en un acto desesperado, sucumbe y se decide a dejarse llevar por la pasión (Sol vero la passione!) y conseguir lo que le fuera negado por el afecto, a través de la fuerza. Da la sensación de ser una de esas frases dichas para darse coraje, pero que no esconden la verdadera intención de actuar en ese sentido. Envalentonado con sus propias exclamaciones, Gerard hace entrega del acto de acusación al “Incroyable”, que ha permanecido totalmente ajeno al drama de su superior, esperando con una calma indiferente.

Como antes del encuentro entre Maddalena y Chènier, hay una pausa destinada a preparar el que pronto tendrá la primera con su ex sirviente. Las predicciones del “Incroyable” se cumplen al pie de la letra. La única vía con que contaba Maddalena para intentar pedir clemencia para su amado era la de Gerard. Quizás ella tuviera esperanzas de éxito, pues con seguridad Chènier le habría contado la curiosa actitud de su agresor después del duelo entre ambos, que habrá causado perplejidad en ambos. Por otro lado, la joven recuerda ciertamente las palabras dirigidas por Gerard a Chènier en aquella ocasión con referencia a ella, por lo que podría suponer que la clemencia del primero no habría de ser gratuita.

Con una actitud temerosa, similar a la observada en el acto anterior, aparece Maddalena preguntando a Mathieu por Gerard. El gesto de sorpresa de este último ante el ingreso de Maddalena demuestra que seguramente no confiaba en las predicciones de su espía. De todas formas la joven lo interpreta como un rechazo (Ah, non m'allontanate!). Esto confirma que ella no sospecha los sentimientos de Gerard y que, seguramente, ha interpretado también erróneamente la frase que este último le dirigiera a Chènier antes del duelo (È merce proibita!). Lo que cuesta explicar es que Maddalena dude de ser reconocida (Se ancor di me vi sovvenite non so!) cuando Gerard hacía apenas un mes atrás la había individualizado perfectamente, a pesar de no haberla visto por cinco largos años y en la oscuridad de la noche. La única explicación posible a esta duda es que su expresión sea intencional, apoyada en el convencimiento que la piedad solo es aplicable a los débiles. Por otro lado, es común la técnica –algunas mujeres suelen aplicarla con maestría– de colocarse astutamente en una posición débil, desde la cual hacerse fuerte y luego dominar la situación.

Si este fue el plan ideado por Maddalena no lo sabemos con certeza, pero el hecho incontestable es que le dio un óptimo resultado. Gerard, sorprendido por la actitud sumisa de Maddalena –recordemos que él era antes su sirviente–, se apura en aclararle que, contrariamente a lo que ella piensa, él fue quien tejió una compleja telaraña para conseguir atraparla, y que de su trama forma parte el arresto de Chènier (Io, per averti, preso ho il tuo amante!). La joven piensa que en realidad lo que Gerard quiere es vengarse, seguramente de su pasado servil, y nuevamente confunde sus intenciones, aunque esta vez de un modo del todo involuntario (A voi! Qui sto! Vendicatevi!).

Esta nueva incomprensión obliga a Gerard a confesar el verdadero motivo de la estrategia desplegada, totalmente opuesto al imaginado por Maddalena (Non odio!). A partir de este momento, comenzará el aria, en la cual, de una manera desgarradora, Gerard le confesará su amor, mantenido en silencio durante tantos años (Io t'ho voluto allor che tu piccina). Este es, a mi juicio, el otro momento fundamental del drama y en él tanto la partitura como el libreto no defraudan. En el relato de Gerard se descubre cómo ese amor fue creciendo durante su inútil vida de lacayo. Cómo esta vida, para él insoportable, tenía solo sentido por la presencia de Maddalena, de modo que las tareas siempre vacías, propias de un sirviente de fin del siglo XVIII, adquirían para él una ternura sorpresiva. En unas pocas estrofas se accede así, de manera directa, al drama de este sirviente mudo, que siente crecer en él, a la par, el amor y el resentimiento, sentimientos cuya fatal confluencia lo van lentamente destruyendo.

Por más que a continuación Gerard se ponga violento e intente hacer suya a Maddalena por la fuerza (Tuo malgrado, tu mia sarai!), uno presiente que jamás lo hará. Quien es capaz de hacer crecer dentro de sí un sentimiento de tanta hondura es prácticamente imposible que cometa una vileza semejante. De todas formas, hay algunos forcejeos, que llevan a Maddalena a ofrecer su cuerpo a cambio de la libertad de Chènier (Se della vita sua tu fai prezzo il mio corpo...). Nueva muestra de entrega, que refuerza la situación de extrema debilidad exhibida al comienzo por la joven, quien paradojalmente jamás dejó de conducir la situación, pese a los fatuos intentos de Gerard, que es quien ostenta el poder.

Falta solamente el golpe de gracia para terminar de desarmar la maltrecha psiquis de Gerard y Maddalena se dispone a desplegar su monólogo, con la conmovedora historia de los días que siguieron a la noche donde este drama comenzó. La muerte de la Condesa (La mamma morta...), la huida junto a Bersi (...io con Bersi errava...), el incendio del palacio (Bruciava il loco di mia culla!), la desconocida pobreza (Fame e miseria!), la enfermedad (Caddi malata) y, por último, la prostitución de la misma Bersi (di sua bellezza ha fatto un mercato), sacrificio inevitable para su salvación. El cuadro no puede ser mas lúgubre y es necesaria esta negrura para que con mayor intensidad brille el amor, que aparece en su vida como un verdadero signo de redención (Fu in quel dolore che a me venne l'amor!). Un amor que en este caso viene representado no como un sentimiento, sino como la vida misma, en una dimensión puramente existencial. Por lo tanto, queda claro que la ausencia del ser amado equivale a la muerte. Desde esa convicción, Maddalena renueva su disposición al sacrificio para salvar a Chènier.

Gerard, desbordado por la impecable construcción romántica, sucumbe ante Maddalena, aunque sospechamos esto ocurrió en el mismo momento en que ella entró, dudando (¿falsamente?) de ser reconocida. Como en ocasiones anteriores, Gerard cambia totalmente su actitud y se decide a intentarlo todo por salvar a Chènier (La mia vita per salvarlo!). Ese fervor por remediar el mal cometido es uno de los aspectos más entrañables del personaje. Es común que en un instante de cólera alguien arruine lo que construyó con mil buenas acciones, pero el caso de Gerard es exactamente el opuesto, pues se arroja a subsanar el mal pacientemente urdido, poseído de una especie de ira invertida.

La escena llega a su fin, Maddalena, ya totalmente dueña de la situación, le pide al maltrecho sirviente que salve al poeta (Voi lo potete!). Pero esto no parece ser tan sencillo como ella cree, porque los acontecimientos desatados por Gerard han seguido su marcha inexorable y Chènier está por comparecer ante los implacables tribunales del “Terror”. Hay tiempo para una reflexión política de Gerard, que en su experiencia personal ve lúcidamente representados los destinos de la Revolución (La rivoluzione i figli suoi divora!). El perdón de Maddalena le basta para intentar lo imposible y pareciera feliz en su nuevo rol de sostén de la joven. Hay un breve intervalo musical que permite pasar de la intimidad del diálogo entre Gerard y Maddalena a la bulliciosa sala de los tribunales. Recuerdo que la primera vez que vi representada la ópera, la escena se resolvía haciendo girar el escenario, produciendo así un efecto que permanece nítido en mi memoria.

Más allá de las escenografías, la nueva atmósfera da lugar a precisas pinceladas de verismo, que nos regalan los autores. Aquí también –como siempre que se trata de reuniones populares– encontramos al fiel Mathieu, abocado a la tarea de llevar un poco de calma a las excitadas mujeres (Ohè, Cittadina, un po' di discrezione!) que se pelean por los mejores lugares para observar las sesiones del tribunal. El público está perfectamente al tanto de quiénes son los acusados (La Legray!... E un poeta!), como quien en el teatro tiene el programa y comenta las noticias del día (Hanno accresciuto il pane!). El ambiente es festivo, lo que no deja de hacerlo macabro, pero seguramente retrata fielmente lo que realmente ocurría en aquella época, tanto en las sesiones del tribunal como en las ejecuciones, que eran seguidas con pasión por un público compuesto sobre todo por mujeres.

Comienza la sesión con la entrada de los jurados anunciados por el polifacético Mathieu (Passo ai giurati!). Como se demostrara en el segundo acto, respecto de los miembros de la convención, se ve que también los del tribunal eran figuras ampliamente conocidas por el público. En seguida son identificados el presidente del jurado Dumas, los otros miembros y, por último, el fiscal Fouquier Tinville, famoso por su celo, quien mandará a la guillotina, sin titubeos, a gran cantidad de prisioneros, algunos ilustres como Danton, y a la propia María Antonieta. Gozaba de fama de incorruptible y su enorme figura imponía respeto, al punto de que el público presente en la sala no dice su nombre, sino solamente su cargo (L'accusatore pubblico!). Las referencias históricas son en este caso inexactas, y se trata una vez más de licencias tomadas por el autor del libreto, que prefirió apartarse de la verdad buscando personas más conocidas por su trayectoria que los que realmente actuaron en aquella oportunidad. Lo cierto es que el presidente Renè François Dumas fue reemplazado por el vice, el desconocido Pierre Antoine Coffinhal y el acusador fue un tal Gilbert Liendon y no el popular Fouquier Tinville, quien correría en breve la misma suerte de sus condenados.

Los procesos se desarrollan a gran velocidad y con masiva participación del público: un traidor (Gravier de Vergennes!), una monja aristócrata (Laval-Montmorency!) y en tercer lugar vuelve a aparecer el nombre de Legray sin más datos, cuya presencia repetida tiene su sentido, pues, a través de ella, Maddalena accederá posteriormente a su inmolación. Nueva confirmación del extremo cuidado con que el libreto fue trazado.

Mientras tanto, Chènier espera su turno, ante la mirada atenta y devota de Maddalena, que se encuentra al límite de sus fuerzas (Ecco... mi manca l'anima!). Gerard la sostiene y vive quizás algunos secretos momentos de felicidad junto a su quimérica amada, que por un instante se apoya en él. Llega el turno del poeta. Fouquier Tinville lee en voz alta parte de la acusación redactada por Gerard. Chènier se defiende (Menti!) y, contrariamente a lo ocurrido en los casos anteriores, le es permitido hacerlo, apoyado por el mismo Gerard (Parla!) y por el público (Si discolpi dalle accuse!), deseoso de escuchar el descargo de un poeta. La acusación se basa prolijamente en la que realmente le fuera formulada contra el verdadero Chènier, quien también se defendió airadamente durante el proceso, sobre todo del cargo de connivencia con Dumouriez, que era de una falsedad manifiesta.

Chènier se dispone a demostrar su inocencia, encarando la tercer gran aria de la noche. Su defensa, en la primera parte, es simétrica a la acusación, repite los mismos tópicos pero invirtiendo el sentido. Reconoce haber sido soldado, pero esto es algo honroso (e glorioso affrontato ho la morte), aunque poco se apegue a la verdad, ya que el paso del Chènier histórico por la vida militar fue brevísimo y jamás se aproximó al menor peligro. Lo que coincide absolutamente con los hechos es su actitud como escritor, que fue, sin duda, de gran valentía por su denuncia contra los excesos del régimen (ho fatto di mia penna arma feroce contro gli ipocriti!). Hechas estas dos rectificaciones de sentido, Chènier da rienda suelta a su inspiración poética romántica (Passa la vita mia come una bianca vela) para declarar su incondicional amor a la Patria y la aceptación de su destino (Son giunto? Sia!). Sus palabras reflejan el desprecio que siente por sus acusadores y proclama la impotencia de los mismos para mancillar su honor y su ideal de Patria (A lei non sale il tuo fango!) inalcanzable para ellos.

El temible fiscal no pierde la calma, a pesar de la arrogancia del acusado, y llama a los testigos, que no son otros que Mathieu y el “Incroyable”. Antes de que estos se muevan, irrumpe Gerard, pidiendo la palabra, para denunciar la falsedad de las acusaciones. La sorpresa de Fouquier Tinville es mayúscula visto que conoce a su autor (Se tu l'hai scritto?!). La discusión se torna áspera, Gerard intenta en vano retractarse (Ho denunziato il falso), pero el fiscal no desea perder autoridad y renueva los cargos (Mie faccio queste accuse). El pueblo, ya fastidiado con Gerard que intenta arruinar el espectáculo (...fu comprato!), termina por ponerse del lado de la autoridad y pide la cabeza del acusado. Fuera de sí, Gerard arremete contra todos, denuncia al tribunal (Qui è un orgia d'odi e di vendette!), pide clemencia para Chènier invocando su pasado revolucionario y su condición de poeta (L'alloro a lui, non dategli la morte!) y, por último, apoyándose en un lejano redoble de tambores, sostiene proféticamente que el verdadero espíritu de la Revolución está en los campos de batalla, cosa que más tarde se encargó de demostrar Napoleón.

Queda aún tiempo para que ambos personajes, destinados a tener encuentros brevísimos, se dirijan la palabra. Chènier agradece los intentos de Gerard (O generoso! o grande!), de los cuales suponemos que difícilmente conocería la razón. Pero este último rápidamente se lo aclara, señalándole la pálida presencia de Maddalena entre el público (Quel bianco viso... È lei!). Chènier al verla (Or muoio lieto!) se declara pronto a recibir el veredicto de los jueces que parece descontado, salvo para Gerard, quien es el único que todavía cree en una posibilidad de salvación, dando muestras de un buena fe conmovedora (Io spero ancora). El tribunal reaparece y no hay lugar para las sorpresas: todos los acusados serán condenados a muerte. Maddalena se entrega al dolor, pero antes de que caiga el telón se promete volverlo a ver (Andrea! Rivederlo!), deseo que se cumplirá en el próximo y último acto. En estas últimas palabras se ve que la decisión del sacrificio está ya tomada y que nada podrá detenerla hasta ser inmolada en el altar del amor.


4. CUARTO ACTO

Es noche alta y nos encontramos en el patio de la prisión de Saint Lazare, en donde Chènier se encuentra escribiendo fervorosamente a la luz de una indecisa lámpara. Como habíamos recordado previamente, esta es la actividad realizada por el poeta durante los largos ciento cuarenta días que estuvo en aquella prisión y que, con extrema síntesis, se resumen en estas primeras escenas. El lugar donde Chènier pasó el breve tiempo que separó su condena de la ejecución fue, en realidad, la prisión de la Conciergerie, a la cual había sido trasladado el día anterior.

El primero en hablar en esta oportunidad es un personaje nuevo, el carcelero Schmidt, que más que un carcelero parece un preceptor escolar, visto el modo en que sugiere a Chènier terminar su tarea literaria (Cittadino, men duol, ma è tardi assai). Suponemos que este pedido se justifica por el hecho de que la presencia del poeta en el patio viola alguna norma interna de la prisión, pero lo importante de la escena es que la suave advertencia es retirada a cambio de un poco de dinero. Esto reviste importancia porque no es la única suma que recibirá el carcelero en su breve aparición, con lo que demuestra una llamativa tendencia a violar las disposiciones vigentes a cambio de algunas monedas. Quizás la elección de un nombre tan manifiestamente germánico para este personaje sea una manera de demostrar su poco compromiso con la Revolución Francesa.

Junto a Chènier que escribe absorto se encuentra su fiel lugarteniente Roucher, quien es en definitiva el que soborna al corrupto carcelero. Es curiosa la figura de este poeta, al que habíamos encontrado preocupado por convencer a Chènier para que tomase el camino del exilio, con el pasaporte que él mismo le había conseguido. Evidentemente él también permaneció, a pesar de no tener un motivo declarado para hacerlo, más que la ferviente admiración por el amigo. Esta se pone de manifiesto, primero, en el cuidado con que preserva el momento de inspiración de Chènier (Pazienta ancora un attimo!) y luego en la insistencia, repetida en dos oportunidades, como un ruego, para que lea lo que apenas termina de escribir. El hombre que aparecía como dominador de la realidad cotidiana se rinde ahora ante la superioridad del talento de su colega, sin sombra de envidia. Jean-Antoine Roucher había nacido en Montpellier y contaba en la ocasión 48 años, diecisiete más que André. Esta diferencia de edad está bien utilizada en el acertado personaje trazado por Illica, protector y al mismo tiempo suficientemente maduro como para admirar las dotes del joven.

Chènier accede al pedido de su amigo, atacando lo que será su última gran aria de la velada y quizás una de las más famosas de la partitura (Come un bel dì di maggio). La poesía tiene un clima similar a la del primer acto, con una breve descripción de gusto naturalista al inicio, para luego dejar paso al drama de la existencia del poeta que llega a su fin (salgo l'estrema cima), con la voluntad de que su muerte se transforme también en poesía (darò per rima il gelido spiro d'un uom che muore). El abrazo emocionado de ambos amigos subraya el estado de ánimo con el que ambos esperan la fatídica hora. Ambos se separan con un apretón de manos, mientras de fondo es escucha “en off” la Marsellesa, cantada en tono lúgubre por Mathieu y que suena como la despedida de la Revolución, pronta a desaparecer en el pragmatismo y la corrupción del Consulado.

Esto no es todo, aún nos falta el triunfo del amor sobre la muerte, motivo esencialmente romántico que no puede estar ausente en una obra digna de ser catalogada como tal. Para llevarlo adelante, Maddalena aparece en las puertas de la prisión acompañada del redimido Gerard. Acude a ellos Schmidt, al que Gerard le muestra los permisos pertinentes, que posibilitarán a Maddalena tener un último coloquio con Chènier. Todo parece estar en orden, salvo que, en realidad, las aspiraciones de Maddalena son otras. Ya de acuerdo con Gerard (Il vostro giuramento vi sovvengo), revela al carcelero su plan de sustituir a una de las prisioneras, la ya oportunamente resaltada Idia Legray. En un rápido diálogo lo pone al tanto de su plan, asegurándole que para él no habrá mayores complicaciones. Superadas estas formalidades y a cambio de alguna dádiva que termina de allanar el camino (A voi Gioielli son. Questo è denaro), el teutón accede sin mayores protestas, no sin antes recordar que en caso de algún inconveniente se declarará al oscuro de todo (Io non so nulla!).

Es momento de despedidas. Maddalena se abraza a Gerard y bendice la muerte que le espera junto a su amado poeta (Benedico il destino!). Gerard envidia a este último, enaltecido por el amor de Maddalena (tu fai della morte la piú invidiata sorte!) y, hombre de acción, se retira presuroso a intentar las últimas gestiones en lo más alto de la cúpula del poder para salvar a ambos (Da Robespierre ancora!). Es indudable que estas últimas gestiones están destinadas al fracaso, no tanto por culpa suya, sino más bien porque el propio Robespierre se encuentra a escasas horas del cadalso, arrastrando con él a toda el ala jacobina. De esta forma se disuelve la figura de Gerard, motor fundamental de este drama, y espejo de la marcha de los sucesos revolucionarios, también destinados a un final sin gloria. No sabemos si, encontrado junto al máximo jefe de los jacobinos, seguirá su mismo destino, o si su propia indecisión lo salvará de la muerte. Personalmente, después de haber recorrido errático camino y de conocer sus íntimas frustraciones y desencantos, que lo empujaron a acciones no siempre nobles, no puedo menos que absolverlo.

Llega el momento del dúo final, que consagrará a ambos amantes en héroes. Cabe señalar, como ya fue recordado anteriormente, que hubo un encuentro entre el poeta y Aimeè de Coigny, pero este ocurrió mucho antes, el 16 de marzo del mismo año, y en circunstancias totalmente distintas a las aquí relatadas. Volviendo a la ficción, el inicio de Chènier (Vicino a te s'acqueta) es de alto vuelo poético y acepta la aparición de su amada como un hecho del destino, sin lamentarse de la elección hecha por Maddalena. Por su parte, esta responde (Per non lasciarti son qui) demostrando que ha comprendido hasta el final las enseñanzas que le inculcara Chènier en el primer acto sobre el significado profundo del amor. Se puede decir que lo ha aprendido no intelectualmente, sino en una dimensión existencial, en carne propia. Lejos quedó la niña, que aparecía en la melancolía de un crepúsculo y que reía frívolamente del amor. Ella fue dejando que se abriera paso, como la mañana, la mujer que a través de una experiencia sumamente dolorosa recibiera su catequesis romántica.

El dúo continúa, señalando siempre con mayor intensidad la idea de la muerte como liberación, como paso ineludible para transformar el amor en eterno (La nostra morte è il trionfo dell'amor!). Súbitamente el batir de tambores (È la morte!) y la llegada del alba (Ella vien col sole!) anuncian la proximidad de la hora decisiva. También aquí hay un manejo libre de la verdad histórica, pues era necesario para el autor hacer coincidir la llegada de la muerte con la del día, a fin de representar a la primera como el comienzo de una nueva realidad y no como un final. En realidad, Chènier fue juzgado la mañana del 25 de julio y su sentencia fue ejecutada el mismo día, a las seis de la tarde.

Los condenados, fortalecidos, responden con entereza al llamado de Schmidt y antes de subir al carro que los llevará a la guillotina, pronuncian, como si fuera un grito de guerra, la frase que actuó en ellos como una premonición desde el primer encuentro y que ponía a la muerte como el destino ineludible de su amor, palabras que serán las últimas en emitirse, cerrando así la obra. En una última referencia a la verdad histórica, es de hacer notar que la muerte de Chènier precedió en solo dos días a la de Robespierre y sus secuaces, ocurrida el 27 de julio, al día siguiente del movimiento que signó el final del Terror, conocido como el 9 de Termidor. La muerte real del poeta adquiere así, por su inutilidad manifiesta, un cariz romántico. En cuanto a lo simbólico, puede por último señalarse que si el Andrea Chènier que nos retratan Giordano e Illica representa la revolución en el plano de las ideas, estas, como el espíritu del personaje, han sobrevivido a la muerte y hacen que ese período de la historia tenga para muchos el sabor de una utopía malograda. En definitiva, como reza el título de la novela de Andrés Rivera, que cuenta las desventuras de un jacobino del Plata (Juan José Castelli), “La revolución es un sueño eterno”.

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