viernes, 26 de octubre de 2007

El habitar desde la arquitectura

"Al habitar llegamos, así parece,
por medio del construir.
Este tiene a aquel como meta",
Martin Heidegger



EL EQUILIBRIO PERDIDO

De todos los quehaceres humanos es quizás la arquitectura el que se refiere a la cuestión del habitar con mayor especificidad. Es esta, desde ya queda definido, una cuestión que compete al hombre. Los animales, en este sentido del término, no habitan. El habitar, como así también los hábitos del comportamiento, se construyen y son por lo tanto tarea indeclinable de la cultura. Esta delega en la arquitectura la construcción concreta del humano habitar.

El dominio de la arquitectura, que la cultura le encomienda, no solo se refiere al problema práctico del habitar, sino también abarca todas las connotaciones que esta condición ineludible del ser humano plantea. El hombre es, en su esencia más inmediata, un habitante del mundo. El habitar es siempre desde este punto de vista un problema que excede largamente el ámbito de la mera necesidad. El hombre primigenio que se guarecía en la ríspida caverna, o debajo de los árboles, es anterior al habitar, y por lo tanto lo es también a la arquitectura.

La extensión del habitar, es necesario aclararlo, no se limita al espacio privado, que podríamos llamar de residencia, sino que abarca también la dimensión pública en donde se produce el encuentro de los distintos integrantes de una comunidad. En este sentido, desde lo más profundo de la historia aparece esa creación que es producto genuino y exclusivo de la cultura, que llamamos ciudad y que es la patente muestra del carácter político que es propio de lo humano, tal como lo señalara Aristóteles. Surge así una tensión entre dos modos del habitar, el propio de la ciudad, más próximo a la cultura, que enfatiza un aspecto social del hombre, y el otro ligado al campo, que se recuesta más sobre los aspectos naturales y autónomos de la especie humana. Ambos modos han transitado paralelos a lo largo de la historia, enfrentándose siempre con alguna extrañeza recíproca, y recibiendo preferencias alternadas, según el discurrir de las distintas épocas. Siempre se escucharon, desde antiguo, ambas campanas, la de Homero y su devoción por Troya y sus murallas, y la de Hesíodo y su elogio de las virtudes rurales.

El problema del habitar, entonces, plantea un campo de acción que implica una comprensión integral del hombre. Una comprensión que debe tener en cuenta la dualidad clásica de lo humano, que se representa desde siempre con múltiples pares que señalan su contemporáneo y ambiguo ser, terrenal y espiritual. Un modo de ser que presenta esta heterogeneidad, también a la hora de enfrentar el habitar, y que la arquitectura consagró con la dicotomía de forma y función. Allí se le asigna a la función lo que tiene que ver con la necesidad, conectada en términos metafísicos con el ámbito del existir, mientras que aloja en la forma las aspiraciones más propias del hombre como sujeto libre, que se proyecta más allá de su existir concreto, es decir en relación con el ser.

Esta separación, entre forma y función, paralelamente a lo ocurrido en el campo de la metafísica (ser y existir), se ha hecho dramáticamente presente desde la modernidad. La irrupción en la historia del pensamiento del "cogito" cartesiano, rompe con el equilibrio que trabajosamente el hombre había tejido a lo largo de su historia. Con el auxilio de la religión, sea esta natural o revelada, la humanidad mantuvo unida la dualidad propia de su condición, colocando las categorías espirituales, referentes al ser, fuera de la persona, mientras que esta se hacía cargo solo de lo que tocaba a su concreto existir. Con la mencionada dependencia del ser, al humano pensar, comienza la era moderna, y con esta, el fin de la unidad clásica y también cristiana. El hombre deberá, en soledad, hacerse cargo de sus contradicciones, sin el providencial auxilio de lo divino.

En paralelo, como no podía ser de otro modo, se puede trazar una idéntica reflexión sobre el habitar, ya que como fue señalado, sus vicisitudes están íntimamente ligadas al hombre y al desarrollo de su pensamiento. Si bien ya desde Vitruvio es observada la diferencia existente, y evidente, entre la categoría de forma (venustas) y la de función (utilitas), estas convivieron hasta la modernidad sin conflicto. Prueba de esto son los tratadistas del Renacimiento, como Alberti, Palladio o Serlio, que no establecen importancia distintas para ambas, al punto que la lectura de sus obras aparece hoy para nosotros cargada de una inocencia propia de los relatos ausentes de conflicto.

Las polémicas que, por ejemplo, contraponen a Alberti con Brunelleschi, como representante de la teoría y de la práctica en la arquitectura, son en este sentido claramente enfrentamientos a posteriori, válidos en cuanto herramientas de análisis, pero hijos de un pensamiento inoculado ya por el virus de la modernidad. La escisión entre forma y función es característica de este, nuestro tiempo, e impregna todo un modo de entender la problemática del habitar visto desde el ángulo de su realización concreta, el construir propio de la arquitectura. Al equilibrio perdido sucede el inestable movimiento del péndulo.


LA PRIMACÍA DE LA FUNCIÓN

"La forma sigue a la función" reza el credo de la modernidad. Una diferencia clara y tajante, que no es solamente una cuestión de importancias, sino una distinción que establece una relación causal desconocida hasta entonces. Una vez declarada la escisión, había que tomar partido y la modernidad inclinó la balanza del lado de la fría función, relegando la forma a mero resultado de esta.

La casa se convirtió así en "la máquina de habitar", según la polémica expresión de Le Corbusier, quien proponía una estética que buscara su inspiración en la patente lógica de transatlánticos y en la aridez de las formas imaginadas por la mentalidad eficiente de los ingenieros. La arquitectura perdió en este camino lo que había constituido uno de sus espacios fundamentales de su desarrollo como disciplina: el manejo erudito de las formas, es decir de los órdenes. El arquitecto perdió así la seguridad que da la posesión de un saber específico y, en cierta manera, el prestigio de un reconocimiento absoluto.

El habitar quedó mermado por el aumento del concepto de función, en detrimento de los valores formales y representativos, relegados a un segundo plano. La nueva estética basada en la tecnología no fue, ni es, del todo comprendida, quizás porque los medios que utiliza tienen connotaciones que provienen de un origen foráneo al ámbito de lo propiamente arquitectónico. Sin embargo, es justo reconocerlo, el énfasis que la modernidad puso en los aspectos funcionales del habitar produjeron amplios beneficios a la humanidad. Sin duda en él hay una preocupación por el hombre y su mejor modo de habitar el mundo, pero su límite reside en una consideración de la persona demasiado limitada, descendiente en gran parte del materialismo. El funcionalismo fue, y es aún hoy, una medicina benéfica y seguramente necesaria, pero debe ser suministrada, como toda droga, en las dosis y en los tiempos propios del tratamiento. De otro modo, sus efectos pueden transformarse en nocivos.

La ciudad también fue uno de los grandes temas de la modernidad, que hizo una fuerte opción a favor de este modelo del habitar, empujado por ideas inspiradas en el socialismo, empeñado en una revalorización de lo público en todos los frentes. El proyecto urbano de la modernidad fue, como todo lo que de ella provino, un proyecto de una radicalidad extrema. De él surgía una ciudad en oposición a la ciudad histórica, declarada obsoleta e insalubre. No era un proyecto alternativo, sino absoluto, que pretendía desarrollarse en muchos casos sobre las ruinas de las viejas urbes. Basta como ejemplo de esto el "Plan Voisin" que le Corbusier trazara para París, en donde se proponía la demolición de vastísimas zonas históricas para que en su lugar surgiera un inmenso parque desde donde brotaran, rítmicamente, los puros rascacielos de una nueva "ville radieuse". El fuego devorador que inspiraba este tipo nuevo del habitar era, otra vez, una idea exacerbada de la función, que perseguía mejoras sensibles en la calidad de vida, entendida esta como salubridad. Sin embargo, a pesar del saber popular que proclama que "basta la salud" no parece decidido a conformarse solo con ella.

El sueño moderno, uno de los sueños más bellos soñados por el hombre, tuvo un brusco despertar, ya que llevaba en su seno el pecado de lo excesivo. La arquitectura subyugada por la función se encontró en definitiva incomprendida y relegada, como de hecho ocurrió con todo el arte de vanguardia, a un placer destinado al goce de especialistas. La estética moderna, sin duda, logra mayor aceptación cuando el habitar se hace impersonal, por ejemplo, en el anónimo edificio de oficinas, pero a la hora de replegarse en el hogar, las resistencias, de las que dan testimonio los suburbios de cualquier ciudad, están a la vista. Triste final para quien proclamaba en sus inicios el "arte para todos", en especial para las masas obreras, al parecer más reacias a abandonar los vestigios de la historia. Nadie quiere ser redimido en monoblocks. Muchos de los complejos habitacionales pensados para la residencia de una nueva y radiante humanidad fueron dinamitados entre aplausos y no entre lágrimas. Paradójicamente, fueron las elites, que supuestamente eran la causa de la opresión, la que acogieron las propuestas de una modernidad que no estaba a ellos destinada.


LA PRIMACÍA DE LA FORMA

La posmodernidad, si bien tiene un signo opuesto al de la modernidad, no deja de ser parte del mismo movimiento comenzado con la liberación del sujeto efectuada por Descartes. Es decir, acepta la separación operada entre función y forma, pero otorgándole a esta última la primacía. Charles Jencks, en su libro "El lenguaje de la arquitectura posmoderna", declara, con fecha y hora, la muerte del movimiento moderno y se atreve a dar vuelta el viejo adagio moderno. Ahora es la función la que debe correr detrás de la forma.

Un ejemplo de esta postura aparece evidente en uno de los edificios más publicitados de los últimos años. Me refiero al edificio de la sede del Guggenheim Museum en Bilbao. Ejemplo además paradigmático, si se tiene en cuenta su ilustre predecesor diseñado nada menos que por Frank Lloyd Wright en New York en purísima clave funcionalista. La imagen de este nuevo artefacto rutilante, nacido de la profusa creatividad de Frank O. Gehry, sin duda denota una forma que ciertamente se impuso sobre la función. Un edificio que tiene más de escultura que de arquitectura. Acusación que, por otro lado, conviene recordar hiciera Bruno Zevi al mismísimo Partenón.

El hombre parece haberse dado cuenta de la importancia de las funciones representativas del habitar y de cuánto estas también son parte de su condición. Después de años de ascetismo soportado bajo la dictadura de la función, parece haber llegado el momento de la forma que, como sucede siempre con las revanchas, se toma con desmesura. Más allá de los estilos, y de un cierto y por cierto bastante primitivo historicismo de cartón, parece retomar fuerza lo inútil, celebrado por el nuevo árbitro todopoderoso del momento: el gusto. Y no se trata solo de ese proliferar de estilizaciones de supermercado, también la estética tecnológica ha levantado monumentos de un formalismo tan espectacular como vacío. El imperio del gusto, antes contenido por un saber depositado en la tradición de los órdenes y distribuido por la figura del arquitecto, ha quedado huérfano y transita por una adolescencia repleta de caprichos. Liberado de la tiranía de la función, pero sin el control de una forma reguladora, el habitar quedó a merced de esa entidad sin rostro llamada "el mercado", ante la que se ofrecen sacrificios como a las antiguas deidades.

En el haber de la postmodernidad se puede anotar la recuperación de la ciudad como patrimonio de la cultura y de la arquitectura, tal como lo sostuviera Aldo Rossi
en su "Arquitectura de la ciudad". Una comprensión del fenómeno urbano que tomara en cuenta la complejidad del mismo y que alejara el peligro de los sueños "jacobinos" de la primera modernidad. De todos modos, existe al mismo tiempo una tendencia que tiende a una valorización de la naturaleza. El fenómeno que se conoce como "ruralismo idílico" parece crecer en detrimento de la ciudad, que aparece como depositaria de muchos de los aspectos más negativos de nuestra época.

Si bien, en un sentido, el postmodernismo en arquitectura comenzó proponiendo una estética definida, que apuntaba a una relectura irónica del pasado, pronto se diluyó como propuesta formal. En ese sentido, careció del vigor y la coherencia del estilo moderno, que sí intentó convocar a un lenguaje preciso y de validez universal. En definitiva, la posmodernidad, más que una estética definida, aparece como una reivindicación de lo formal en general, que culmina en un culto desproporcionado de la imagen. Si bien es saludable la comprensión del habitar más allá de una mera cuestión de utilidad práctica, no es menos cierto que el formalismo vacío a ningún lado conduce.


UN INTENTO CON LA DIALÉCTICA

Si hay alguna empresa necia, esta es la de pretender recuperar la inocencia de la infancia en plena adultez. La modernidad, con todos sus derivados post, es nuestro tiempo y es desde aquí desde donde la cuestión del habitar nos demanda hoy al menos un esbozo de reflexión. Aceptar la competencia instalada entre forma y función es un cometido ineludible para el que intente pensar el habitar desde la perspectiva de la disciplina de la arquitectura. Sin pretender resolver la cuestión, se puede intentar pensar la misma con las herramientas prestadas de la dialéctica.

La negación de funcionalismo y de formalismo puede quizás lograr una síntesis positiva que nos coloque en situación de afrontar el problema concreto del construir para el habitar. Ante la ausencia de un pensamiento que nos guíe con algunas probabilidades de certeza, el arquitecto debe hoy afrontar su disciplina resolviendo cada vez, punto por punto, la competencia entre forma y función, intentando reestablecer el equilibrio perdido. Una tarea difícil, de sutiles equilibrios, pero la única que parece posible, al menos por ahora. Para realizarla, a mi juicio, es necesario poner en juego dos elementos fundamentales: una teoría y una práctica.

La teoría debe afrontar el desafío de pensar al hombre nuevamente en su integridad. Si el hombre es el destinatario del habitar, el mismo debe ser tenido en cuenta con todas sus facetas, sin el cercenamiento de ninguna de ellas que dé por resultado un habitar incompleto para un hombre mutilado. No compete a la arquitectura, como a cualquier disciplina parcial, encontrar la respuesta a la pregunta sobre el habitar, hoy esta, en todo caso, debe partir de un nuevo humanismo.

En cuanto a la práctica, la arquitectura, sí, tiene la palabra. La misma, pienso, puede ser eficaz si es pronunciada desde el lugar que alguna vez tuvo. Es decir, desde el arte. Este, por su naturaleza, tiene en sí la posibilidad de producir la síntesis entre los distintos elementos que componen la realidad. El mundo parece absorto por las increíbles novedades que la técnica produce a diario. Pero mayor es la sorpresa al comprobar que toda esta maravilla tecnológica es inhábil para afrontar un problema tan esencial como el habitar. Conviene, quizás, entonces recordar que para los griegos, en el inicio del pensar, técnica y arte eran la misma cosa, y aun la misma palabra. En este sentido primero es quizás en el que debe ser repensada hoy la arquitectura en función de su obrar fundamental, como constructora del habitar humano.

"El habitar es la meta del construir" citamos al inicio. Hoy acostumbrados a mirar la vida con criterios de éxito, es normal que pensemos que los efectos dependen de las causas y suponemos que el resultado del habitar depende del construir, lo cual es cierto. Sin embargo, es en un sentido profundo también verdad que las metas a las que queremos llegar inciden decisivamente en los medios que utilicemos. Así, se puede afirmar también, e incluso con más verdad, que es el construir el que depende del habitar.

Desde esta óptica se comprende entonces esta otra cita del pensador alemán: "la auténtica penuria del habitar no consiste en primer lugar en la falta de viviendas (...) la auténtica penuria del habitar descansa en el hecho que los mortales primero tienen que volver a buscar la esencia del habitar, de que tienen que aprender primero a habitar".


(Buenos Aires, noviembre de 2003)

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