miércoles, 24 de octubre de 2007

Medea: biografía no autorizada

LA HECHICERA
Mi nombre es Medea, y quizás a muchos este nombre les diga nada. He pasado a la historia por mi oficio, el de hechicera. Mi casa fue la extrema Cólquide, en los márgenes más orientales del Ponto Euxino, ese mar negro de orillas desoladas.


Fui una princesa, nieta del Sol e hija de Eetes, rey excéntrico, que gobernaba un lugar ausente de cualquier interés, provisto de una prosperidad tan evidente como inexplicable. Mi afición por la magia me viene a través de Circe, mi tía, con la cual desde mi primera infancia se estableció una afinidad profunda. Aquella misma, que más tarde, visitará en su isla el astuto Odiseo a su regreso de Troya, y que convirtiera en cerdos a sus marineros. Días enteros pasé encerrada con ella en los oscuros salones donde se cocían espesas pociones y se colaban cremosos ungüentos, con fines improbables. De ella aprendí las recetas que me darían una fama que llegó incluso a superar la suya. Fui, gracias a sus enseñanzas y para la eternidad, el modelo de toda hechicera. Y reivindico este mi oficio, del que siempre se resaltara, unívoco, su costado más sombrío. Yo fui quemada en cada hoguera y apedreada en cada bruja, durante los siglos oscuros. Yo fui convocada en cada alquimia y evocada en cada experimento de suerte incierta. Fui maldita por los sabios, pero amada por el vulgo que busca romper la lógica fatal de los sucesos que oprime sus vidas. El hechicero es aquel que enfrenta la temible ley que tiene ligadas causas con efectos. Aquel que intenta impedir con empeño que a la enfermedad siga la muerte, y a la fealdad, el rechazo del amado. Entre calderos donde hervían animales repugnantes junto a hierbas de aroma rancio, pasaron los años de mi juventud temprana, en donde conseguí también los primeros éxitos en mis nuevas artes. En aquellas playas olvidadas se vivía una vida apacible, solo sacudida por el suceso que desde el pasado inquietaba con su presencia enigmática nuestro acontecer insulso. Me refiero a la sorpresiva aparición de aquel griego que nos legara la piel de vellos dorados, que se convertiría más tarde en el origen de todas mis desdichas. El muy astuto, se aprovechó de nuestra cultura pobre, adornando su figura con los vestidos del mito, con los que ganó los favores de mis rústicos antepasados. Sin embargo, más allá de sus historias inverosímiles, que comprendían el vuelo sobre el lomo del sagrado carnero, allí estaba la irrefutable prueba de los dorados bucles, que mi padre guardaba celoso en el interior de un templo, de acceso imposible. Una verdadera obsesión se había convertido para él la protección de aquella alhaja informe, cuyo cuidado ocupaba sus desvelos. De allí nació la norma que prohibía el ingreso al reino de cualquier extranjero, y cuya violación se pagaba con la inmediata muerte del desprevenido que tocara nuestras playas, tarea que me fue encomendada y que cumplí con ejemplar celo, como sacerdotisa de Artemisa. Así fue hasta la mañana que vi desde una altura, donde recogía algunas plantas, el perfil del negro Argos que se mecía delicado en la orilla, arrullado por las olas silenciosas. El sacrificio de esos hombres era un destino inexorable.

LA ESPOSA
A lo lejos, vi desfilar con aire inquieto a aquellos hombrecillos, que mucho más tarde supe que serían llamados argonautas, tomando el nombre de su nave, que a su vez lo tomaba de quien la había construido. Su aspecto era insignificante a la distancia, y sentí piedad por ellos, al pensar la suerte fatal que les esperaba, en cuanto fueran avistados por alguno de los guardias de la ciudadela. No podía imaginar la trampa que yacía encerrada en lo que, a mis ojos, no eran más que nuevas víctimas para ser ofrendados a los dioses. Sin embargo, bastó saber, más tarde, que se trataba de griegos para que mi corazón comenzara a latir con una intensidad inusitada. De repente, estalló en mi alma, toda la magia que ese nombre encerraba. Como nunca jamás antes, me parecieron estrechos los muros de nuestra ciudad. Nunca tan lejana nuestra tierra olvidada, que bañaba un mar de playas ausentes. Nunca el aire de nuestros cielos límpidos resultó tan asfixiante. Cuando conocí a los tripulantes de aquella nave, durante la ordinaria visita que realizaba para reconocer la aptitud de las víctimas, mi suerte estaba echada. Ver a Jasón, su comandante, fue lo que transformó en definitivo lo que ya se esbozaba en mi espíritu, atribulado con solo conocer su procedencia. Vestía harapos, estaba sediento y, también, él mismo me confesó más tarde, temeroso de su suerte. A pesar de todo ello, su superioridad era tal que fue imposible esquivar el dardo de Cupido. En un instante, todo le fue prometido, amor eterno, tesoro y traición. En un instante y con un gesto único, sepulté mi pasado, para sucumbir a los encantos que encerraba un nombre: Grecia. Romper el aislamiento, destrozar el autismo de una vida impermeable. A cualquier costo debía yo escapar de esa realidad angosta, que la mirada de Jasón me reveló como prisión. Convencer a mi padre de dar a aquel hombre una oportunidad fue sencillo. Bastó solamente excitar en él la posibilidad de humillar una raza, cuya altivez era una ofensa. Vencerlo, precisamente, en la conquista del objeto que era su tesoro. Un tesoro traído por un griego, que con sus embustes había subyugado a sus mayores. Poner a prueba las precisas defensas diseñadas en el insomnio, contra un enemigo de prestigio, fue una tentación irrechazable. Mi padre no imaginaba que al valor de Jasón iría asociada mi astucia. Los ungüentos más preciosos y las mil trampas de mis secretas artes hicieron fácil lo que parecía imposible. Inocuo resultó el fuego de los toros de Hefesto, inútil la fuerza de cien guardias, manso el dragón dormido a mis encantos. Con el tesoro entre sus brazos, Jasón cumplió su cometido y se dispuso al regreso a su ansiada patria, donde lo suponían muerto desde el mismo día que emprendió su travesía. Y con él iba yo, que por gratitud a mis servicios pronto me convertiría en su esposa, dispuesta a colocar a sus pies mi persona y también mi oscuro saber, que violenta el andar lineal de los sucesos. Partí sin congoja de aquella tierra desolada, que había sido mi casa. Me inspiraba el deseo de conocer la ansiada Grecia, y esa gente de vivir austero y cavilar profundo, que rastreaba el origen de las cosas. La resistencia de mi padre a cumplir con su palabra eliminó cualquier resabio de culpa. Fue una actitud necia e indigna que me obligó a responder con toda la fiereza de mis más negras magias. El sacrificio de mi pequeño hermano fue una necesidad ineludible.

LA VENGANZA
La Grecia no resultó el paraíso esperado. Sufrí en ella el desprecio al extranjero, al que llaman con crudeza: bárbaro. Jamás pude superar la desconfianza que mi origen impreciso generaba, y que se manifestaba en miradas oblicuas, sonrisas mal disimuladas y conversaciones que cesaban abruptas abriendo silencios sonrojados. Ni siquiera el enorme prestigio de Jasón, que había conquistado con su épica empresa, sirvió a mitigar la dureza del trato que se me prodigaba. Una fama que mucho debía a mis acciones, que yo me empecinaba en minimizar, para que brillara mi esposo con luz propia. Habíamos acordado que mis artes permanecieran ocultas y sepultadas como testimonio de un pasado del que era necesario despertar como de una pesadilla. Estas, en la tierra de la razón, parecían más sombrías. Y en todo prestaba yo mi acuerdo. Fuimos recibidos con recelo por príncipes que se debatían entre la envidia y la sorpresa. En esas cortes fueron relatadas hasta el hartazgo las aventuras de los héroes, que habían emprendido la travesía en busca de la dorada piel. Su bravura era exaltada con un exceso desmedido. Si los hubieran visto, como yo lo hice, temblando de miedo ante la muerte, quizás hubieran mudado sus halagos en sorna. Pero yo callaba, a pesar de su desprecio. Tenía la esperanza de que algún día sería aceptada entre ellos a pesar de que mi aspecto se empeñaba en delatar mi origen. Soporté en silencio las sutiles humillaciones a que era sometida a diario y que Jasón trataba de minimizar ante mis ojos, humedecidos por el rencor y la ira. Cuando comencé a comprender que los lazos que me unían a él se debilitaban inevitablemente, intenté, desesperada, arriesgarlo todo. Pensé en un asesinato que restituyera la justicia. Un hecho inapelable que ligara para siempre mi vida a la de mi amado. El retorno a las negras fuentes en donde abrevé mi espíritu en mi lejana patria quedó decidido. Con la paciencia nacida de un rencor creciente, diseñé con prolijidad el homicidio de quien había intentado liberarse de mi esposo encomendándole una misión que le aseguraba su muerte. Merecía un castigo ejemplar y lo obtendría de mis manos. Resurgieron intactas las habilidades de antaño y, provistas de una eficacia indeleble, arrastraron a Pelias a la muerte delante de los suyos. Los incautos que esperaban verlo surgir renacido del caldero en donde echaron sus miembros quedaron paralizados. Huimos a Corinto. Pensé que había sido suficiente la lealtad demostrada. Me engañaba. La amable acogida prodigada no fue más que una trampa última. A mis espaldas se fraguó la traición. Nada fue tenido en cuenta. Sacrificios, humillaciones, dolor, entrega. Nada. Mi vida quedó vacía de repente. La ira cegó mis sentidos y, una vez puesto a andar el mecanismo de mi odio, ya fue imposible detenerlo. Di muerte a Glauco, la joven prometida de mi esposo, que traía su reino como dote. También a su padre, Creonte, rey de Corinto, que ideó un plan que consistía en ignorarme. Quise borrarlo todo, entrar en la noche más oscura, deshacer mis sueños, tanto tiempo soñados. Que quedara de mí en Grecia solo el espanto al recordar mi nombre. Ya el carro de mi soleada estirpe me espera para abandonar esta tierra que maldigo. Debo ir hasta el final. El acto más atroz me espera, herir mi propia sangre. El sacrificio de mis hijos será mi ofrenda y mi castigo.

2 comentarios:

pleyades dijo...

Aparte del libro de Christa Wolf sobre Medea, es la primera vez que leo su historia, como la de una mujer, una hechicera, una madre y una amante...linda biografia

La herida de Paris dijo...

No conozco el libro que mencionás, lo voy a buscar.
Yo me basé mas en Eurípides, con un poco de internet y bastante fantasía.
Gracias por pasar.